viernes, julio 29, 2005

Algunas consideraciones en torno al adjetivo Comunero (RES)

ALGUNAS CONSIDERACIONES EN TORNO AL ADJETIVO
COMUNERO.

Asombra comprobar la cantidad de ocasiones en que se utiliza el adjetivo comunero como si fuera una expresión que compendiara todas las bondades de no se sabe muy bien que régimen social y político, con referencia , claro está, a lo castellano y a Castilla, a la cual se le adorna emocionalmente de los adjetivos libre y comunera y parece como si todo quedara definitivamente claro.

Muy al contrario de lo que muestran las apariencias, es más que probable que la inmensa mayoría de los que usan el adjetivo comunero no tengan la menor idea de donde proviene ese adjetivo, que significó tal palabra durante largos siglos en Castilla, y que poco asimilable es a cualquiera de los ordenamientos políticos y sociales que advinieron después a la sufrida Castilla. Ignorancia que es además una causa fundamental en la errónea delimitación histórica de la verdadera Castilla comunera, que actuales razones de extensión, población , supuestos oportunismos políticos partidarios, sentimientos emotivamente fraternales y otras cosas que no serán objeto de pormenorización en estas líneas, están manteniendo contra otras razones de buena ley.

Para empezar la palabra comunero, no tiene nada que ver con la palabra comunista, propia de una régimen bolchevique, que víctima de la incoherencia de sus planteamientos y de una violencia pretendidamente justiciera e inefable, que legó como saldo, entre otras, un abultado y millonario número de crímenes cometidos durante largos decenios (para detalles consúltese el libro “El libro negro del comunismo, crímenes, terror y represión”, Stephane Courtois, Nicolas Werth y otros autores, Ed Plaza y Janés, Barcelona 1998 ), ha hecho crisis desde Kamchaka y los Urales hasta el Atlántico. No obstante a nivel popular parece que, así a botepronto, se confunde en un primer momento la palabra comunero con la palabra comunista, lo que parece que va a hacer un flaco servicio a alguna formación política que incluye dicho adjetivo en su denominación. Sin duda no estuvieron listos a la hora de aplicar los principios elementales del marketing político y electoral y esos pequeños fallos suelen costar más de lo que inicialmente se podía pensar.

La palabra comunero en el sentido histórico-poliítico castellano tampoco hace referencia inmediata sin más a la palabra común. Ha habido organizaciones que han usado de una manera directa la palabra comuna, como fue el caso de la Comuna de París de 1870, y sus miembros se denominaron comunards, que por malévola metáfora alguno aplica a los miembros de la organización política castellana antes comentada . Las comunidades castellanas, objeto aquí de nuestra consideración, no tuvieron, ni remotamente, nada que ver con aquellos modernos acontecimientos. Hubo también comunidades, estudiadas por el regeneracionista Joaquín Costa, en el reino de León, pero que estuvieron lejos de tener las mismas características de las comunidades medievales castellanas, pese a los identificadores, asimilacionistas y simplificadores , que deben tomar cumplida nota de estas cuestiones.

Otra clave igualmente engañosa y confusa es que interpreta el adjetivo comunero como relativo a la Guerra de las Comunidades a la llegada de Carlos V, falsa en el sentido de que dicha guerra estuvo lejos de limitarse a Castilla, puesto que también se extendió a Murcia, Andalucía y León, que en absoluto tuvieron organizaciones como las comunidades medievales castellanas. A este respecto es curioso constatar como algunos se aferran al argumento de haber participado en dicha guerra como supremo argumento de castellanidad, lo que examinado fríamente es un argumento bastante inane y endeble. Muy por el contrario dicha guerra supuso en la práctica el fin de las comunidades castellanas, aunque su declive había comenzado mucho antes.

No acaban aquí las interpretaciones fantasiosas, pues es fácil advertir en muchas de los usos del adjetivo comunero que se prodigan habitualmente por estos pagos, un sentido como de igualdad algebraica al estilo de Rousseau, que fue luego uno de los lemas de la Revolución Francesa. Naturalmente que sería imposible tales elucubraciones en la sociedad castellana medieval, que si bien popular en un sentido desconocido en la Europa de su tiempo, no dejaba de ser , como todas las sociedades indoeuropeas antiguas , una sociedad estamental y guerrera (oratores, bellatores y laboratores) con una triple función jerarquizada y sacra (curiosos leer a Georges Dumezil).

En otras ocasiones se pretende delimitar el sentido del adjetivo comunero como el sentido de camaradería de la buena gente humilde, sencilla, pacífica, bonachona y elementalmente justa. Se olvida que las circunstancias en que se desenvolvieron las comunidades castellanas no eran satisfactoriamente pacíficas, existía una molesta perturbación que se llamaba guerra divinal, causa principal entre otras del origen de las comunidades, lo que de alguna manera les hacía proclives a alguna brutalidad que otra, no exactamente en la línea de lo que preconizan los manuales de urbanidad .

No faltan, claro está, interpretaciones economicistas que enfocan el adjetivo comunero como una redistribución aritmética de la renta, con un valor próximo, si no idéntico, a la media, y una dispersión, medida por la desviación estándar, casi nula o nula.

Lejos de todas las interpretaciones anteriores el sentido histórico, político, medieval y castellano del adjetivo comunero hace referencia precisa a las Comunidades de Villa y Tierra, instituciones que eran la columna vertebral política y social del viejo reino de Castilla, ampliamente desconocidas hasta por los mismos castellanos e incluso por los autodenominados castellanistas. Una somera descripción de tales instituciones se adjunta en el apéndice, a manera de invitación a un principio de ilustración.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua recoge algunas de las interpretaciones anteriormente dichas, un poco amontonadas y sin orden de prelación alguno, de los posibles los sentidos histórico-políticos pertinentes. Reproduzcamos el texto:

Comunero.

1º Popular, agradables, para todos.

2º Perteneciente o relativo a las Comunidades de Castilla.

3º El que tiene parte indivisa con otro u otros en un inmueble, un dercho u otra cosa.

4º El que seguía el partido de las Comunidades de Castilla.


El ámbito comunero de la Castilla medieval estaba lejos de la idea de nación, que no surgió hasta la revolución francesa y que desde luego también está lejos de ser un concepto netamente perfilado y unívoco; el orden político en aquellos tiempos partía del hombre concreto, que pertenecía a un estamento y eventualmente a un gremio, vivía en un municipio de cuyo concejo formaba parte, y este municipio a su vez era uno de los miembros de la Comunidad de Villa y Tierra, y finalmente esta Comunidad era una de las que federada con otras, por usar terminología actual, formaba el Reino de Castilla, refiriéndonos naturalmente a la vieja Castilla comunera y no a la posteriormente denominada, con notable confusión, corona de Castilla que comprendía otros reinos vecinos que no tuvieron nunca las instituciones de las Comunidades. Entonces la vida pública orbitaba cerca del hombre, de la familia, y del concejo, nada raro por otra parte al tratarse de una sociedad rural; la presencia del soberano quedaba inscrita en ámbitos muy concretos, como la guerra, entonces más frecuente de lo deseable, y aún siendo el rey la autoridad suprema de los ejércitos, la relación del guerrero se realizaba en primer lugar a través de las milicias concejiles. El municipio castellano abarcaba casi todos los ámbitos de convivencia: la justicia, el culto, la producción, el orden público, la milicia, el ordenamiento laboral, la seguridad social mutualística gremial, servicios públicos de agua, pastos, bosques, molinos ect.. Hasta tal punto que apenas había ámbitos propios de la realeza, ni se tenía la menor intención intención de reforzar los poderes reales, y de hecho en la vieja Castilla no hubo cortes, muy distinto de lo que ocurría en León o en Aragón. De hecho las primeras cortes castellanas no ocurren hasta después de la unión de las coronas Castilla y León , que por cierto no fue seguida de la fusión de pueblos y otras zarandajas que acostumbran a pregonar algunos. Castilla fue relativamente libertaria y anárquica para lo que se estilaba en la Edad Media, y naturalmente pagó un elevado precio por semejante desmesura y osadía. La primera penitencia comenzó con la unión con el León neogótico, señorial e imperial, poco amigo de veleidades populares comuneras, seguida más tarde con el cesarismo foráneo de Carlos V, que acabó con el invento comunero; de lo poco que quedó dieron buena cuenta el absolutismo austríaco, el despotismo borbónico, el jacobinismo y centralismo liberal, y unas cuantas dictaduras. “Demasíé p´al cuerpo” que diría un castizo. Contemplada con serenidad más parece por su historia que la península estuviera localizada en las estepas del Asia central o en la Uganda del sargento Idi Amín Dada, que no en el extremo occidental de Europa . Tanto es así que venida una época de realtiva bonanza no entusiasme demasiado al personal la idea de nación española; los independentismos proliferan como setas otoñales, a veces con virulencia inaudita, y han hecho cierto más que nunca aquel dicho de antaño: “solo es español aquel que no puede ser otra cosa”.

Muy probablemente las disquisiciones sobre las catacumbas y lo antiguo pondrán un poco nerviosos a los jóvenes inquietos, que llenos de impaciencia innovadora acudirán prestos a aquello de :“no me cuente usted esas antiguallas de la época del rey Perico” o “basta ya de batallitas del abuelo” o ya más sentenciosos “ lo antiguo está muerto lo que vale es el presente”. Todo esto recuerda aquellas estrofas retantes y amenazantes de la Internacional. “ del pasado hagamos tabla raso, legión esclava en pie a triunfar”; la verdad es que el siglo veinte ha enseñado bastante bien lo maravilloso que resulta hacer tabla rasa: así el nacionalsocialismo haciendo tabla rasa del humanismo cristiano occidental, el fascismo haciendo tabla rasa del liberalismo democrático ,el comunismo bolchevique haciendo tabla rasa del zarismo y la Iglesia ortodoxa rusa, el maoismo haciendo tabla rasa de la vieja civilización confuciana, y una larga serie de etcéteras que ponen, cuando menos, en guardia cuando se escucha a jovencitos hablar alegre, ignorante e irresponsablemente de lanzarse a lo nuevo sin el lastre de lo pasado, y más cuando se trata en este caso de un sistema de libertades populares como las castellanas, únicas tal vez en la Europa medieval.

Resulta un poco marciano o selenita en los tiempos que corren preocuparse de quien, donde y como se preocupó de preservar en la memoria el orden político tradicional de la vieja Castilla. Es muy instructivo para ello internarse en los avatares del pensamiento tradicionalista carlista, con la venia de ultramodernistas avanzadísimos, que fruto de una tras una andadura política plena de zig-zags, contradicciones, despistes, aciertos y finalmente derrotas y olvido, tuvo ocasión, sobre todo después de la tercera guerra carlista, de madurar la exposición de un ideario político tradicional relativamente simple y coherente; normalmente la derrota y la postergación suelen ayudar más al pensamiento que la hartura satisfecha de la codicia de poder.

De una manera esquemática los rasgos generales del pensamiento tradicionalista carlista se podrían resumir en: una visión sacralizada de la sociedad de origen tradicional cristiano; experiencia y precedentes históricos en lugar de teoría y especulación; instituciones concretas tan importantes o más que la legislación abstracta.; comunidad compleja de interese y valores frente a masa amorfa de individuos aislados; sentimiento de que el foro político debe representar el mundo real tal como es en lugar de transformarlo o recrearlo mediante números abstractos y elucubraciones partidistas; creencia en que la sociedad vive mejor con el mínimo gobierno central posible convenientemente frenado por una red de instituciones sociales y económicas intermedias, los llamados cuerpos intermedios, en especial los fueros regionales ( monarquía limitada y pactista de origen medieval); la constitución no es creadora de una comunidad nueva, sino receptáculo de leyes tradicionales y por lo tanto debe ser un documento esencialmente corto sin normas detalladas que deben consignarse en otros códigos; mandato imperativo y juicio de residencia; orden laboral basado en gremios y artesanado como paradigma del trabajo creador.

Ciertamente que en la formulación de estos rasgos estaba el recuerdo de otras libertades forales distintas de las castellanas, y de hecho el carlismo tuvo más implantación en Navarra, País Vasco, Cataluña o Valencia que no Castilla, entre otras razones porque las libertades forales habían sido menos pisoteadas en los antedichos países que en Castilla, donde el orden tradicional de libertades forales era prácticamente inexistente antes del siglo XIX. No obstante y aunque con una terminología más moderna, este esquema si sería aplicable a la Castilla comunera medieval, incluso se puede decir de alguna manera que el ideario tradicionalista, desde una perspectiva castellana, es una de las continuaciones posibles del orden comunero de antaño, aunque no ciertamente la única.

Desde un punto de vista actual esta visión se asemeja a un damasquinado extraño que amalgama colores iridiscentes, vivos y resplandecientes en raras combinaciones, así entre otros: monarquía con anarquía, soberanía con control, , norma con pacto, libertad con responsabilidad, decisión con concreción, representación con mandato imperativo, fidelidad con disensión, común con personal, igualdad con diferencia, fraternidad con independencia, deliberación racional con orden trascendente. De alguna manera se puede comparar este equilibrio dinámico tradicional a una sutil danza taoista entre los extremos ying y yang . Hay que reconocer que no siempre se bailó en nuestro país esta danza con la delicadeza y armonía que hubiera sido deseable, a medida que los tiempos modernos avanzaban fue degenerando esta danza en patoso zapateado, para degenerar en brutal pateado militarote y asnal. Tal degeneración no pudo escapar a lo que en extremo oriente se llama la ley de las acciones y reacciones concordantes, y trajo como consecuencia revoluciones y nuevas consideraciones políticas, en que para enmendar las cosas se puso todo del revés sin dejar títere con cabeza, la nación que en el reino tradicional era el final y la conclusión de una serie de pertenencias mucho más reales y auténticas se colocó como principio, procediéndose a la ímproba tarea de definir la nación con su secuela de características abstractas más o menos acertadas pero a la postre siempre inseguras: territorio, lengua, raza, costumbres, orígenes embusteros y fabulosos, adocenamientos comunes varios y demás demarcaciones de inclusión y exclusión, y al tener la nación moderna un carácter laico y aconfesional y ser incapaz en el fondo de un auténtica unión humana, tuvo una propensión verdaderamente patológica y paranoica a buscar el fundamento y esencia de la nación en la enemiga contra el tercero, excluido por definición, además de la adoración idolátrica de la nación fenómeno desconocido en la antigüedad. Como contrapunto a tales abstracciones aparecieron sentimientos y emociones nacionalistas desbordadas que llegan en ocasiones a enfebrecimientos delirantes, cuando no a vesanías criminales. La historia carnicera de las naciones actuales ha probado con sus guerras feroces y matanzas multimillonarias, que el nacionalismo moderno ha sido uno de los capítulos más negros y sangrientos de la historia reciente de la humanidad. Por otra parte las características de funcionamiento del estado moderno con su ocultamiento de la persona, sustituida por el aparato burucrático o por su dócil líder político temporal, cuando no por el dictador usurpador y también temporal, aunque en algunos casos menos temporal de lo que hubiera sido de desear, relega el ordenamiento social a la rigidez de la norma y de la ley, impidiendo la superior excelencia y libertad del pacto, que no se puede realizar entre los poderes sin rostro del estado moderno. Eliminado el pacto, eliminado el fuero, y eliminada por tanto una buena parte de la libertad personal, solo queda el ciudadano sometido a leyes formales, estado de derecho formal, no estado de libertades consuetudinarias vivas, alineaciones y fervores nacionalistas pero no comuneros, que mal que le pese a muchos son adjetivos antitéticos.

Suprimido el fundamento tradicional, la disquisición meramente individualista y aparentemente racional del orden político moderno, ha traído un agotamiento pernicioso radical y anémico de los eslabones de la convivencia humana: familia , tribu, polis, estado, globo. La familia parece será definitivamente sustituida por la probeta, la polis por la colmena ultranumerosa con embotamiento televisivo, el estado claudicando definitivamente de su papel, como vemos recientemente en la dejación de su atributo esencial de soberanía y autoridad como es la acuñación de moneda, para transferirla a no se que poder extraño, elegido por no se sabe quien y controlado por nadie, y sin ninguna consulta al pueblo, en un régimen que todos los días nos recuerda su acrisolada e impecable democracia; claro que vista tal actitud no es extraño que otras parte de ese estado deseosas de realizar la singladura nacionalista moderna, fascinados cual Ulises por las sirenas, reclamen independencia; si el propio estado renuncia a su autoridad sin encomendarse a Dios ni al diablo, porqué demonios va a exigir respeto a su soberanía y autoridad cuando ella misma no lo respeta. Todo esto por no hablar de la mundialización o globalización que los ultramodernos que creen haber superado la caduca noción de nación consideran la panacea final de la convivencia humana, ignorando que se trata , para decir lo menos, de poderes mucho más fuertes, imponentes, ocultos y opacos que los de los estados nacionales convencionales. A veces la pretensión globalizadora es un poco más modesta y se conforma con la dimensión continental europea, pero al fallar el fundamento último de la unión humana, no accesible a consideraciones meramente profanas, al igual que en la nación moderna, se buscan y propugnan sucedáneos imposibles: la economía y el comercio; olvidando, por estrabismo incurable de cegadoras sugestiones, la consideración elemental de que la economía y el comercio son terreno de confrontación, de polemos y no de eros ,ni menos aún de Charitas.

La actual andadura política española parte de una de esos nuevos comienzos, de uno de esos borrón y cuenta nueva tan característico de los síncopes históricos del país, plasmado en una constitución extensa forjada apresuradamente con el temor de sables de fondo, y que pretende ser fundamento nada menos que de un nuevo sentimiento nacionalista, el patriotismo constitucional; texto fundacional que, en razón de circunstancias desgraciadas, tuvo más el carácter de carta otorgada, que no de verdadero pacto popular, aunque cumpliera el requisito formal de un referendum masivo, con todas las secuencias de propaganda y sugestiones de los poderosos medios. Constitución moderna, epígono de la foránea Revolución Francesa, con un concepto un tanto barroco y escurridizo de la nación como fundamento, que lógica y fatalmente imprime carácter a sus pompas y a sus obras, a sus presupuestos y a sus corolarios, entre ellos las autonomías, diseñadas con la mentalidad abstracta de la nación moderna: axiomas de pertenencia del tipo lengua, territorio, capital, subordinación a la capital y también al capital, herencias, ect.; ese alevín de estado que es la autonomía lejos de ser el resultado de una unión y afinidad desde los cuerpos intermedios de abajo como en los viejos tiempos, se impone como principio y unidad de destino, que fatal y paulatinamente parece convertirse en un destino frente al enemigo malvado.

Es en ese ambiente de metástasis nacionalista, donde han surgido en Castilla algunos intentos de salir de la secular postergación social y política, con los síndromes inherentes a los gérmenes de la cepa originaria: extensión previamente delimitada, caracteres autógenos predestinados, invitación emocional a la idolatría nacionalista, más adelante habrá ocasión de hacerlo por decreto, declaraciones de alta traición, disposición al ataque y otras. Empero no es ello lo más grave, sino, entre otras cosas, emponzoñar adjetivos de cuño tradicional y queridos como comunero. Mal planteado desde el principio, se hace bueno el dicho: lo que mal empieza, mal acaba. Así se comienza por la queja desgarradora de la división de Castilla entre varias comunidades autónomas, y se reclama con tonos irredentistas y plañideros la unidad de Castilla; Castilla una, grande y libre, que trae a la memoria no se que estribillo falangista. Pero resulta que una deficiente memoria histórica y una pragmática valoración de un presente sin raíces, hace que los principios abstractos choquen con las realidades vivientes, y así nos encontramos con que los vecinos occidentales cada vez tienen menos entusiasmo en que los motejen de australianos, de castellanos o de maoríes, lo que al parecer constituye un delito de lesa patria castellana. De acuerdo con los axiomas está prohibido que los leoneses sean antes que nada leoneses, y luego ya veremos. Tal concepción de partida, abstracta, partidista, esperpéntica y disparatada, consume vanamente unas energías que necesitan urgentemente otras aplicaciones. Una de esas urgencias es precisamente reflexionar sobre el pasado comunero del viejo Reino de Castilla, donde el pálpito vital de la sociedad no estaba en una unidad olímpica, y omnicomprensiva sino en los municipio, en las Comunidades y en sus concejos, y su unidad era su federación, se podría decir que había tantas Castillas como comunidades, politeísmo herético que acaso asuste e irrite a los adoradores de la nación una y monolítica .

Decía Eugenio D´Ors que lo que no es tradición es plagio, y el actual concepto de nación que algunos grupos propugnan para Castilla, por bienintencionada que sea, introduce aberrantes disonancias poco o nada comuneras y poco castellanas en sentido tradicional. Desgraciadamente se transparenta con claridad el ansia de poder y ventajas, el deseo de votos, la dsiciplina de las consignas y la secreta ambición de masas de maniobra a quien dirigir, para lo cual son convenientes grandes extensiones territoriales y e importantes masas de población; en realidad todo eso es lógico y comprensible en los partidos políticos, pero es difícil que de esta forma sean algún día una auténtica alternativa de los partidos sucursalistas. El manejo, no demasiado hábil, del victimismo es algo en el fondo perfectamente asumible por los partidos sucursalistas, que al disponer de más medios y experiencia, lo efectúan con más habilidad. Convendría empezar a asumir que la recuperación del orden tradicional comunero no es políticamente correcta, no es compatible con la actual constitución, que tendría que convertirse de autonómica que es en municipalista, , comunera, federal y tradicional, con recuperación del primado popular de los concejos, y ninguno de los partidos políticos ni de los nacionalismos de vario pelaje hoy en liza están por la labor; la única persona que recuerdo con tales pretensiones es el escritor F. Sanchez Dragó, castellano y comunero “avant lettre”, que hace así honra a su sorianismo de adopción.

Ya puestos a plagiar cosas foráneas, si algún orden político se asemeja al orden social comunero, no son no los estados vástagos de la Revolución Francesa, ni los que siguen el modelo anglosajón de democracia, sino más bien Suiza; es el sistema confederal helvético, añorado con cierta nostalgia, el que más usos y costumbres ha conservado de los antiguos tiempos medievales; acaso de él se pueda aprender para restaurar una convivencia política comunera. La asimilación y puesta en práctica de la antigua lección que dieron nuestros mayores en la vieja Castilla, acaso sirva para reedificar una nueva pero a su vez tradicional Castilla comunera, y acaso posteriormente, con mucha suerte y el favor de los dioses, para una más amplia confederación hispánica, parte a su vez de una Europa que si bien acaudalada rentista, está en albores de moribundia, y que por razones de índole metapolítica y también sociales no parece de muy favorable pronóstico.



APÉNDICE


La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos
Anselmo Carretero y Jiménez
Hyspamérica de Ediciones San Sebastián 1977

Páginas 49-64

Las instituciones más interesantes de la vieja democracia castellana son, a nuestro juicio, las Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra, que se desarrollan por todo el solar de la antigua Celtiberia, tanto castellano como aragonés.

No obstante lo mucho que se habla de ellas, estas comunidades son ignoradas por la mayoría de los españoles -incluidos los propios castellanos-, a pesar de que ocupaban casi todo el territorio de Castilla al sur de Burgos y Nájera. Costa, que con tanta agudeza estudió nuestra tradición democrática, en su famosa obra sobre el «Colectivismo agrario en España», dice que las comunidades castellanas y aragonesas son materia digna de estudio que aún sigue por estudiar. Pero hay algo peor que esta falta de estudio: las comunidades se mencionan mucho, de manera confusa, y no sólo con desconocimiento de su naturaleza sino confundiéndolas con otras cosas que poco o nada tienen que ver con ellas. Desconocimiento generalmente extendido, incluso entre quienes cultivan la historia. Otro aragonés, don Vicente de la Fuente, uno de los pocos estudiosos de las viejas comunidades -hijos todos ellos de tierra comunera-, eligió como tema para su discurso de ingreso en la Academia de la Historia el de las comunidades aragonesas de Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín, «con harta extrañeza de los eruditos» -dice textualmente-, pues la mayoría de ellos no sabían que hubieran existido comunidades sino en Castilla y en tiempos de Carlos V; lo que era sencillamente ignorar por completo las viejas comunidades castellanas y aragonesas. Se habla mucho, en efecto, de las «comunidades de Castilla» a propósito del alzamiento generalmente llamado de los «comuneros» -que otros dicen de los «populares»- contra el emperador de la casa de Austria y su séquito de flamencos; lo que aumenta la confusión, porque aquel movimiento no fue exclusivo de Castilla ni de sus comunidades, ya que se extendió por el País vascongado, y también por tierras de León, Andalucía y Murcia que no conocieron las instituciones comuneras. Formar comunidad significa genéricamente en nuestra lengua reunirse para una actividad en común -como la que convinieron los «comuneros» de Castilla, León, Toledo, etc. frente a Carlos 1 de España y V de Alemanía-; y alzarse en comunidad es frase que se ha aplicado a todo levantamiento colectivo.

¿Qué eran estas comunidades 0 universidades?, ¿dónde existieron?, ¿cuándo y cómo surgen en nuestra historia? Muy difícil es responder a estas preguntas en pocas páginas; pero vamos a intentarlo, con los riesgos que ello implica.

Las comunidades castellanas y aragonesas eran fundamentalmente análogas a las repúblicas vascongadas, de que más adelante hablaremos, y a las instituciones populares de la Castilla cantábrica que acabamos de esbozar; muy semejantes también a las de algunas comarcas de Navarra, como-la Universidad del Valle del Baztán. En Castilla las encontramos desde los primeros tiempos de la Reconquista, empujando vigorosamente con sus milicias concejiles el avance hacia el sur y repoblando los territorios conquistados en las cuencas del Alto Duero, el Alto Tajo y el Altojúcar: Nájera, Ocón, Burgos, Roa, Pedraza, Sepúlveda, Cuéllar, Coca, Arévalo, la grande de Ávila (con más de doscientos pueblos), la grande de Segovia (con más de ciento cincuenta pueblos), Madrid, Ayllón, la grande de Soria (con más de ciento cincuenta pueblos), Almanzán, Atienza, jadraque, Guadalajara, la grande de Cuenca...

Las comunidades castellanas más importantes por su extensión eran las de Soria, Segovia, Ávila y Cuenca. La de Sepúlveda es famosa por su viejo fuero, que ya regía en la época condal y cuyo espíritu se extiende por el Aragón comunero, el de las grandes comunidades de Calatayud, Daroca y Teruel. Madrid fue cabeza de una pequeña comunidad antes de convertirse en corte de la monarquía española. Muy notable, tanto por la extensión de su territorio en ambas vertientes de la sierra de Guadarrama -«aquende y allende puertos», dicen los documentos antiguos-, como por su interesantísima historia civil, es la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia (nuestra ciudad natal), llamada también Universidad de Segovia y su Tierra, que todavía posee algunos buenos pinares, pequeñas reliquias del gran patrimonio comunero de siglos pasados. Ofrece la importante particularidad de que no tenía fuero escrito' -semejantemente a como Inglaterra, tan apegada a su peculiar democracia, no tiene constitución- y, con hondas raíces en el pueblo, se gobernaba por la costumbre y los acuerdos de su concejo. No cabe preguntar aquí si la legislación vale como testimonio fidedigno de la actividad colectiva, pues al no haber fuero escrito, las normas de la comunidad, consuetudinariamente observadas, eran la mejor expresión de la vida ciudadana. La Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia resulta por todo ello valiosísima manifestación histórica del carácter nacional de la vieja Castilla.

Las Comunidades de Ciudad y Tierra, verdaderas repúblicas populares que dentro del reino de Castilla poseían los atributos de los estados autónomos de una federación, constituían los núcleos fundamentales de la estructura política y económica del estado castellano. He aquí resumidas -según lo que de la Fuente y Carretero y Nieva nos dicen de ellas- las características esenciales de las repúblicas comuneras:

Eran sociedades con funciones políticas mucho más amplias que las correspondientes a la vida municipal.

Tenían soberanía libre de todo poder señorial sobre un territorio de extensión muy variable que comprendía varios pueblos (a veces más de cien y aun de doscientos), municipios con vida propia y autonomía local dentro de la comunidad.

El poder de la comunidad emanaba del pueblo y tanto en ella como en los municipios de su tierra era ejercido por los concejos. Los alcaldes y los demás funcionarios de la comunidad y sus municipios eran de elección democrática. Las asambleas populares solían celebrarse en los atrios exteriores de las iglesias, tan característicos de esta parte de España, que desempeñaban así una función civil, o en la plaza pública « estando ayuntados a campana repicada según lo habemos por uso e costumbre de nos ayuntar», dice textualmente un acta concejil.

Los órganos de gobierno de las instituciones populares del estado (comunidades y municipios) eran en Castilla los concejos.. La palabra castellana concejo equivale a la alemana Rat y a la rusa soviet, El régimen político y administrativo de la vieja Castilla era, pues, el gobierno de los concejos. Estos eran elegidos en los pueblos por todos los vecinos con casa puesta (lo que los vascos llaman por voto fogueral o por hogares y vosotros, catalanes, decisperfocs). A los efectos de nombrar representantes en el concejo de la Comunidad, la Tierra (como solía llamarse el territorio comunero fuera de la Ciudad) estaba dividida en distritos administrativos que abarcaban varios pueblos (los cuales en Segovia se llamaban sexmos, y sexmeros, sus representantes o procuradores).

Las comunidades tenían fuero y jurisdicción únicos para todo su territorio. Los ciudadanos eran todos iguales en derechos, sin distingos por riqueza o linaje, según lo expresa claramente el precepto del Fuero de Sepúlveda que manda que no haya en la villa más de dos palacios, del rey y del obispo, y que todas las otras casas «también del rico, como del alto, como del pobre, como del bajo, todas hayan un fuero e un coto», es decir, una misma ley y una sola jurisdicción para todos (rudimentaria y sencilla, pero magnífica declaración de igualdad de los ciudadanos ante la ley); y el que ordena «al juez e a los alcaldes que sean comunales a los pobres, e a los ricos, e a los altos, e a los bajos»; y el que manda que «si algunos ricos omnes, condes o podestades, caballeros o infanzones, de mío regno o d'otro, vinieren poblar a Sepúlvega, tales calomnas hayan cuales los otros pobladores», es decir, a igual delito, la misma pena, quienquiera que fuere el culpable. Una restricción conocida y frecuente era que para ocupar algunos cargos del concejo (alcalde, capitán de las milicias concejales, etc.) había que ser caballero; pero en las viejas comunidades de Castilla se entendía por tal, sencillamente, al que mantenía caballo de silla para la guerra, presto a seguir el pendón de la comunidad; por lo cual se convertía en caballero todo vecino que lo adquiriese, y dejaba de serlo quien lo perdiera. La caballería castellana no era, pues, entonces un cuerpo aristocrático cerrado al pueblo. En el Poema del Cid se alude a la condición democrática de la caballería como cuerpo guerrero cuando nos cuenta cómo los peones de la tropa del Campeador se hacían caballeros con sus ganancias en la guerra:

Los que foron a pie - caballeros se facen.

En algunas comunidades aparece un señor, «señor de la villa» dicen algunos fueros. La misión de este funcionario puede definirse como la de un gobernador puesto por el rey en calidad de delegado suyo para los asuntos concernientes a las facultades reales, en su origen muy reducidas. Era generalmente alcaide o jefe militar de la fortaleza real, con poder limitado, pues aun en el caso de guerra la autoridad del monarca estaba condicionada, ya que las tropas comuneras, si bien bajo el mando supremo del rey o de su delegado, obedecen directamente a los capitanes nombrados por el concejo y siguen la enseña militar de éste. En los acuerdos que se conservan de las juntas de concejos comuneros no se ve intervención alguna del señor.

Las fuentes naturales de producción eran patrimonio de la comunidad, principalmente los bosques, las aguas y los pastos (que ocupaban lugar muy importante en la economía). Con esta propiedad colectiva coexistía la privada de las casas y las tierras de labor. También era propiedad de la comunidad el subsuelo: «salinas, venas de plata e de fierro e de cualquiera metallo», dice el Fuero de Sepúlveda. Ciertas industrias de interés general, como caleras, tejares, fraguas y molinos, eran con frecuencia propiedad de los municipios, que también tenían tierras comunales, por cesión que de ellas les hacia la comunidad para que atendieran a las necesidades municipales. Como el suelo era propiedad de la comunidad, ésta podía repoblarlo, y hay casos bien conocidos en que una comunidad puebla lugares de su territorio, creando dentro de ella nuevos municipios. Así la Comunidad de Segovia puebla El Espinar y cede gratuitamente algunos pinares a su municipio; y así también el Concejo de la Comunidad de Segovia concedió licencia a algunos vecinos para hacer nueva población en un lugar -hoy de la provincia de Madrid- que se llamó Sevilla la Nueva, por ser su primer alcalde Juan el Sevillano -natural de Sevilla-.

Punto muy interesante es el de la autoridad que las comunidades tenían sobre los municipios de su territorio. Estos, que disfrutaban de autonomía local, dependían en instancia superior de aquélla, que tenía el derecho de dirimir contiendas entre ellos, función que se llamaba de medianeto. Existen documentos que demuestran la autoridad del concejo de la comunidad sobre los de sus municipios, como una «carta de mandamiento» al Concejo del Espinar en la que se dice que el rey manda formar hermandad y viendo el Concejo de Segovia «que su pedimento era justo e cumplidero de se facer ansí» manda dar sus cartas de mandamiento en tal sentido a todos los concejos de la Tierra.

Las comunidades no eran, pues, mancomunidades o asociaciones más o menos transitorias o circunstanciales de municipios, como a veces se afirma, sino los núcleos políticos y económicos fundamentales de la vieja Castilla por encima de los cuales, en un escalonamiento de jurisdicciones y poderes, estaba la. corona y por debajo quedaban los municipios. El examen cuidadoso del funcionamiento de cualquiera de ellas lleva a esta conclusión, también apoyada por el hecho de que mientras son conocidos con detalle casos de fundación de nuevos municipios por una comunidad, no hay noticia alguna de creación de comunidades por la reunión de municipios.

La suprema autoridad del estado castellano residía en el rey, que debía ejercerla con sujeción a los fueros. Era tal el prestigio popular de éstos, que todavía la palabra 'desafuero significa en el lenguaje llano acto contrario a la razón o a las buenas costumbres. La justicia correspondía al monarca, pero en suprema instancia y con arreglo a «fuero de la tierra». Los ciudadanos de las comunidades elegían sus autoridades judiciales y no se les podía obligar a comparecer ante los oficiales del rey sin haberlo hecho previamente ante sus propios alcaldes.

Los concejos rechazaban los mandatos reales que estimaban contrarios a los fueros, de aquí la histórica frase castellana: «Las órdenes del rey son de acatar, pero no son de obedecer si son contra fuero»; que concuerda con la famosa fórmula del pase foral con que los guipuzcoanos rehusaban cumplir los decretos reales que consideraban atentatorios a su constitución foral.

Las comunidades poseían ejércitos con enseña propia y capitanes designados por ellas, milicias comuneras que seguían el pendón del concejo, símbolo de la autoridad militar de la comunidad. Así dice de la Fuente que comunidad prepotente de Castilla, con vasto y bien administrado territorio, era la de Segovia, cuyo corncejo podía poner en campaña cinco mil peones y cuatrocientos caballeros que tenían que ir en pos del pendón concejil. Y es muy interesante observar, frente a los que hablan de los supuestos perjuicios que las autonomías democráticas pueden acarrear a las cordiales relaciones entre los pueblos, que a pesar de que las comunidades contaban con estos ejércitos y de que no escaseaban los conflictos entre.ellas, jamás acudieron a las armas para dirimir sus diferencias, lo que contrasta con las frecuentes guerras que entre sí sostenían los señores poseedores de mesnadas.

Por último, las comunidades tenían una ciudad o villa como capital o sede permanente de su concejo, que desde ella gobernaba la Ciudad y la Tierra.

Reunían, pues, las comunidades todas las condiciones de una república autónoma aunque incorporada al reino de Castilla; y eran análogas, en las circunstancias de aquella época, a las repúblicas o estados federados que hoy integran lo que en Europa se suele llamar república federal y en América estados unidos.

Claramente se ve que las comunidades castellanas y aragonesas eran cosa distinta de los municipios medioevales de la España feudal; y que, gemelas de las instituciones de los estados vascongados, tenían también muchas semejanzas con las de la Castílla cantábrica, Castilla Vieja o la Montaña.

Tampoco hay que confundir las Comunidades de Castilla y Aragón con las comarcas de economía colectivista que existieron en otras partes de España, algunas muy interesantes en el reino de León (la Cabrera en la provincia de León, Sayago y Aliste en la de Zamora, Fuentes de Oñoro en Salamanca ... ), estudiadas por Costa en su «Colectivismo Agrario en Espafía»; tierras de explotación comunal, pero sin las libertades, autoridad y autonomía poritica propias de las repúblicas comuneras.

Como en todo lo referente a las Comunidades de Castilla domina una gran confusión -entre otras razones porque la cuestión en sus detalles es muy compleja-, hemos procurado aclarar conceptos prescindiendo de pormenores y simplificando la nomenclatura -variable en la realidad de unos lugares a otros-. Así, sabiendo lo que en Líneas generales eran las comunidades de ciudad o villa y tierra, hemos llamado concejos de comunidad o concejos comuneros a sus gobiernos representativos; municipios a las entidades con autonomía local que formaban parte de una comunidad, y concejos municipales a las juntas de gobierno de los municipios, último escalón en la estructura federal del estado castellano, o de la federación vascocastellana, como podríamos llamar en el lenguaje político de hoy al viejo reino de Castilla después de la unión a su corona de los estados vascongados.

A la estructura política de la vieja Castilla como unión -mediante el vínculo de la corona- de comunidades autónomas dentro de las cuales los municipios gozaban a su vez de autonomía, corresponde una idea de la patria -que hoy diríamos conciencia nacional- muy diferente de la que se desarrolla en los grandes estados centralizados y cuyas mayores semejanzas las encontramos en la Suiza de los cantones. La nacionalidad no es aquí uniforme y plana, sino tradicionalmente varia y a distintos niveles. Comienza en la comuna de origen, patria local, familiar, íntimamente conocida en su geografía y su historia; se extiende inmediatamente al cantón, pequeño estado -formado por varias comunas- con autonomía y gobierno propio, patria -regional, también cercanamente conocida y sentida -aunque no tan familiar como la comuna-; y se dilata por último hasta la nación suiza, cuyo estado todavía conserva, por apogeo a la tradición, el nombre de Confederación helvético, a pesar de que en realidad y constitucionalmente Suiza es una federación a la que todos los cantones, para fortalecer la unión, han cedido definitivamente parte de su soberanía. Esta idea de la nación como un escalonamiento de «patrias» que tiene su primer nivel en el municipio nativo era la tradicional de Castilla y el Pais vascongado (y en parte también de Navarra y Aragón). El segoviano era, en primer lugar, vecino de la ciudad de Segovia o de un municipio de su Tierra; después -pasando por el sexmo o división comarcal de la Tierra, en caso de pertenecer a ésta- ciudadano de la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia, pequeña república que comprendía la Ciudad y más de ciento cincuenta pueblos de la Tierra; lo que le hacia castellano u hombre de Castilla en sentido restricto -no de los otros reinos o estados con ella unidos-; y como tal y en última instancia español, es decir, miembro del gran conjunto de reinos, pueblos y países que para él era España. La similitud entre la estructura del estado castellano con sus concejos autónomos y la organización federal de Suiza ya fue señalada hace muchos años por Oliveira Martins en su notable História da Civilisaçao lbérica.

Las Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra son instituciones propias de la Castilla y el Aragón celtibér;cos, que no se extienden por la Tierra de Campos, al occidente del rio Pisuerga -límite tradicional entre Castilla y León--, ni al sur del Tajo, por La Mancha. Hay razones políticas y antecedentes históricos que explican este hecho: el régimen señorial -eclesiástico y laico de los países de la corona de León, que después se extiende por Extremadura, La Mancha, Murcia y Andalucia, es incompatible con el popular y comunero de Castilla, el País vascongado, el Bajo Aragón y parte de Navarra. Existen también condiciones económicas propicias para el desarrollo de las repúblicas comuneras; que si la economía no es todo en la vida de los hombres y de los pueblos tampoco es posible prescindir de ella en el conocimiento de la historia y de los fenómenos sociales. La propiedad privada puede ser buena para el cultivo agrícola; pero las riquezas forestales y la ganadería trashumante se desarrollan bien en régimen de propiedad comunal e bosques y pastos. La propiedad y el usufructo colectivo de éstos eran, en efecto, las 'bases económicas de nuestras viejas comunidades. Esquemáticamente podríamos definirlas, en su forma primitiva, como repúblicas de pastores, quizás del linaje de aquellas tribus de la Celtiberia cuyo recuerdo asociamos con emoción desde nuestra niñez escolar al heroico fin de Numancia. Las llanuras leonesas y manchegas, en cambio, sustentaban economías y formas de propiedad muy diferentes a las de las sierras castellanas y aragonesas, lo que ayuda a explicar la ausencia en ellas de las instituciones comuneras.

Por otra parte, aquella repoblación democrática de Castilla por gentes libres e iguales que vivían de su trabajo, sin mantener a otras en servidumbre, tenía un límite natural determinado por el propio crecimiento demográfico-si crecimiento habla en aquellas duras circunstancias- pasado el cual toda expansión territorial de las comunidades era imposible por falta de pobladores. De aquí que la repoblación de Andalucia, La Mancha y Murcia lo fuera a la manera feudal leonesa, con señoríos laicos o eclesiásticomilitares y vasallos labradores, no pocos de éstos mozárabes provinientes del Andalus o parte de la población musulmana que permaneció bajo señores cristianos en los territorios conquistados; de aquí también que las concesiones del Fuero de Sepúlveda hechas en lugares, al sur del Tajo donde se establecieron pobladores castellanos (Puebla de D. Fadrique, Segura de León) y aun en tierra valenciana (Morella, adonde el fuero sepulvedano llegó a través de Aragón) apenas dejaran huella en su historia social: las condiciones del país no eran propicias para el arraigo de instituciones politicoeconómicas como las comunidades y sus concejos.

La singularidad, en Europa y dentro de España, de las instituciones democráticas de Castilla la señala bien Sánchez-Albornoz que muestra en contraste con ellas el triunfo de los señoríos -laicos y eclesiásticos- en Cataluña, Galicia, Asturias, Portugal y León, «incluso en los llanos leoneses situados al norte del Duero». «Sólo el País vasco, Euzcadi, tan unido a Castilla por lazos de sangre e historia -recalca don Claudio-, se hallaba también organizado democráticamente.»

Unidad y federación (La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos. Ansemo Carretero y Jimenez. San Sebastián 1977

La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos
Anselmo Carretero y Jiménez
Hyspamérica de Ediciones San Sebastián 1977

Páginas 141-143


Los unitaristas han de considerar artificioso y aun nocivo avivar en castellanos leoneses y toledanos las adormecidas conciencias de sus respectivos grupos nacionales, puesto que para ellos todo avance hacía la homogenización y el unitarismo ya es, por sí solo, un progreso. Opinión contraria a la de quienes creemos que la variedad en la unión y la armonía es más rica que la nivelación uniformadora y que toda personalidad colectiva es en principio respetable.

Por otra parte hemos visto que diversidad y pluralismo son condición natural de España; por lo que tanto los que preferirían la España una como quienes estamos identificados con la varia debemos aceptar las autonomías regionales por más adecuadas que el unitarismo a la tradición del país y a su propia naturaleza. Descentralización que ha de regir en toda España para evitar su funesta división en dos bloques discordantes: uno de pueblos con autonomía interna, otro totalmente gobernado por el poder central.

Para que la federalización de España tenga las consecuencias venturosas que de ella cabe esperar será, pues, necesario que todos sus pueblos asuman con entusiasmo el gobierno de sus propios asuntos. La falta de conciencia colectiva y de apetencias autonómicas observable en algunas regiones de España, lejos de indicar firme patriotismo - como los unitaristas creen o aparentan creer- es síntoma de postración, que nunca la sumisión y la modorra han indicado vigor y buena salud. La autonomía de las regiones que no luchan por ella (Asturias, León, Extremadura, La Mancha, Murcia, Castílla ... ) es un aspecto muy importante de esta cuestión sobre el cual ha dicho Madariaga palabras muy atinadas: «Hemos alcanzado un punto en la evolución política de España -escribía don Salvador en 1953- en el que la autonomía es ya necesaria no sólo a los países que la piden sino, quizás aún más, a los que no se dan cuenta de que les hace falta».

Se ha dicho repetidamente que el federalismo no se asentará firmemente en España mientras no arraigue en Castilla. Más cierto y obvio es afirmar que el federalismo que la nación española necesita requiere a su vez que todos los pueblos que la componen tengan conciencia de su personalidad colectiva.

Conciencia que no se trata de crear artificialmente en Castilla, que vivísima la tuvo hace ya más de un milenio -no conocemos ninguna epopeya que narre sucesos acaecidos en el siglo X en la que la comunidad nacional ocupe un lugar tan protagónico como el que en el Poema de Fernán González tienen Castilla y los pueblos castellanos -, sino de rescatarla del olvido y la mistificación histórica, lo que, ante todo, requiere deshacer el confuso embrollo en que se han envuelto las historias de los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo, poniendo en claro la particular de cada una de estas regiones.

Mientras se sigan confundiendo los nombres de Castilla, León y Castilla la Nueva, y con ellos los pueblos, países y entidades históricas que a cada uno corresponden, la cuestión federal del Estado español estará, desde el arranque, mal planteadas.

Aunque en menor grado que los catalanes y los vascos, muchos son los pueblos de España que poseen los elementos básicos de una nacionalidad, principalmente una larga historia propia. En sus entrañas están latentes el sentimiento y la conciencia de comunidad nacional, prestos a desarrollarse en cuanto las circunstancias les sean propicias. Bastaría, por ejemplo, que el pueblo leonés conociera claramente el asiento geográfico de su región y su particular historia para que de manera natural se despertara en él la conciencia de su ser, hoy generalmente confundido con el de Castilla. Y presentamos en primer lugar este ejemplo de la región leonesa por su gran significación. Entre todos los pueblos de España probablemente es el leonés el más llamado a afirmar la conciencia de su nacionalidad histórica; España entera, y no sólo él, lo necesita para resolver cabalmente uno de sus mayores problemas. Por la amplitud del país -de la Liébana a la Sierra de Gata y del Bierzo a Béjar-, la variedad de sus comarcas -la Montaña de León, el Bierzo, la Tierra de Campos, la Sanabria, la Tierra de Sayago, la Tierra del Vino, el Campo de Salamanca, la Berzosa, la Sierra de Francia...- y la belleza de muchas de ellas, y su prominente lugar en la historia de España, la región leonesa es una de las más destacadas de nuestra patria.

Considerado en su conjunto regional, León desempeñó durante los siglos más duros de la Reconquista un papel de primer orden en la historia peninsular. Seria imposible imaginar el Medioevo español sin la participación leonesa. Por su actividad en aquéllos tiempos y en siglos posteriores, la corona de León fue entre todos los estados peninsulares la entidad politica que mayor influjo ejerció en el destino de la nación española, realidad histórica mucho más importante de lo que generalmente se cree.

El mejor servicio que León podría prestar a Castilla y a España entera para la solución definitiva de la cuestión nacional por excelencia no es propugnar esa confusa y confundidora región castellano-leonés-manchega, a contrapelo de la historia, la geografía y los intereses de los respectivos pueblos, sino recobrar su propia y singular personalidad otrora sobresaliente en el conjunto de las Españas y hoy más caída en el olvido que ninguna. Empresa aún más ardua para los leoneses que la acometan que la -con análogos propósitos en cuanto a Castilla- ya iniciada por algunos castellanos.

Por otra parte, no sólo confuso y confundidor en el panorama político de las Españas es, en efecto, ese criterio de mezclar en un conglomerado castellano-leonés regiones y pueblos geográfica e históricamente tan distintos, sino también injusto, grandemente injusto, en lo referente a la organización estatal. No podemos comprender -si no es por grave carencia de sentido político o por inconsciente complejo de inferioridad- como, cuando se intenta resolver el problema de las autonomías de los pueblos de España en un gran Estado español que, sin unificarlos, una a todos ellos en pie de igualdad-, cuando asturianos, aragoneses, valencianos, andaluces, canarios... reclaman su propio gobierno interno con los mismos derechos que catalanes, vascos o gallegos -lo que debe concretarse en la igual composición de un senado o cámara federal-; un grupo de leoneses y castellanos comience por proponer que el peso de los votos de sus respectivos pueblos o regiones sea la mitad -o la tercera parte si se incluye a Castilla la Nueva- del de los demás integrantes de la Unión, puesto que juntos formarían una sola entidad politicogeográfica, no obstante la importancia y la personalidad histórica de cada uno de ellos.

jueves, julio 28, 2005

Fijando principios (en torno al federalismo castellano, Luis Carretero, Segovia republicana 1931)

A continuación se ofrecen cuatro artículos de Luis Carretero y Nieva(1879-1950) -padre de Anselmo Carretero Jiménez- llenos de densidad, orientados a esclarecer el problema castellano en lucha dialéctica -diferenciativa con respecto a León, pues de León viene la confusión histórica y la confusión política.

Léalos y disfrútelos porque merece la pena.

FIJANDO PRINCIPIOS (I)


Dáse el caso curioso de que a la ciudad de León actual, educada bajo la dirección o el ejemplo de Fernando de Castro, Azcárate, Sierra Pambley y otros respire un ambiente modernísimo, pletórico de tolerancia y de comprensión de toda clase de ideales y aspiraciones, limpio de todo prurito imperialista y resulte que las comarcas de la región que más puramente sienten los afanes políticos de la vieja nacionalidad leonesa -tan opuestos a los típicos de la tradición nacional castellana sean las orientales del viejo leonés, precisamente las que incurren en la paradoja de llamarse castellanas, de creer ser centro de Castilla y depositarias de los ideales castellanos. No puede negarse a nadie el derecho a definirse a si propio y a marcarse sus orientaciones, pero no se puede tolerar que se embrollen en las cuestiones v los conceptos, dificultando al ajeno que su autodeterminación sea claramente entendida y propagada, por un uso impropio de las palabras, principalmente de los nombres, por muy popular que se haya hecho la adulteración.

Ahora bien, hay que preguntar si Castilla ha aceptado como propios estos ideales leoneses, y renunciando a los que ella, por sí misma se formó. Según algunos tratadistas, por cierto muy eminentes, después de la unión con León, fue Castilla la que ejerció la hegemonía y propagó por España la idea unitaria. Esto, que evidentemente es paradójico, no se confirma por los hechos, ya que los reyes privativos de Castilla, amparan y engrandecen sus instituciones, mientras que los reyes que también lo eran de León, las persiguen, imponiendo las normas seculares leonesas.

Hay un hecho cierto que nadie discute ni niega: Castilla se separa de León por un acto del pueblo, no por ambición de un personaje que quiere ceñirse la corona y afirma su independencia por aversión al carácter nobiliario gótico leonés y los ideales políticos leoneses. Una vez separa. da, se orienta hacia Vasconia y ratifica su hostilidad a la civilización goda. El imperio es repudiado, pero Castilla, que siente el anhelo de todos los estados españoles de vivir agregados, pero sin unitarismo ni imperio, no rechazasen juntarse con León en Alfonso VI, pero sosteniendo la oposición al imperio leonés, que hace ostensible en un documento ostensible de tanto valor histórico como el Poema de Mío Cid, contrario a la nobleza leonesa y a los usos leoneses, cual otros documentos de la época castellana, sobre la que observa Menéndez Pidal que, en coplas y refundiciones posteriores, se ha omitido o atenuado todo lo que significase divergencia de León. Los reyes particulares de Castilla, y con ellos el aragonés Alfonso, el Batallador, gobernante efectivo y sobresaliente de Castilla, gran propulsor de las instituciones comuneras, gobiernan de acuerdo con las instituciones y voluntad del pueblo castellano, expresadas secularmente en oposición al centralismo unitarista de la monarquía leonesa. Así, Alfonso VIII, rey de Castilla, pero no de León, hace revivir en Castilla su primitivo sentido político vasco, acoge a Guipúzcoa dentro del reino castellano, cuyas fronteras lleva a las riberas del Guadalquivir, pero, ni en Guipúzcoa, ni en Andalucía, impone unificación de ninguna clase, sino que. sigue respetando la variedad natural; Guipúzcoa continúa con sus fueros y tratada como nación separada y Alfonso no pretende llevar la institución comunera más allá del Tajo, ni la establece en la tierra de Campos (entonces en sus dominios) donde conserva la vida política al uso leonés; no pretende la imposición del unitarismo.

Los reyes castellanos, después de recibir en su cabeza la corona de León, gobiernan a Castilla al modo leonés, adulterando las instituciones castellanas, minando su democracia, pretendiendo arraigar en Castilla el feudalismo gótico leonés, que el rey de León, Alfonso VI, al adquirir el reino castellano, propaga por nuestro país, dando a un personaje de tanta significación leonesa como Pedro Ansúrez, un señorío sobre la Comunidad de Villa y Tíerra de Cuéllar y otro que comprendía todo el término de la Comunidad de la Villa y Tierra de Madrid y parte del de Segovia, conducta que se continúa, pues Isabel la Católica, faltando a su juramento, como por lo visto es costumbre entre reyes, arranca a la Comunidad de Segovia tierras para el señorío de Andrés Cabrera. No es esto sólo, hay combate a la norma democrática secular castellana: Alfonso XI atropella la facultad de elección popular de la comunidad de Segovia, estableciendo, el nombramiento de regidores perpetuos y -nombrándolos.

Después de la unión con León ' esto hacen los reyes en toda Castilla, no solamente, en Madrid y Segovia. No hay por ninguna parte hegemonía del pueblo castellano, hay un cambio en la conducta de sus monarcas hacia el viejo ideal de hegemonía leonesa destruyendo toda democracia y todo el respeto a las variedades que son tradicionales en Castilla imponiendo el poder omnímodo de la realeza y con él, el absolutismo unitarista. ,

Luis CARRETERO

(“Segovia Republicana”, agosto 1931)

(Regionalismo castellano nº 4, pag 29-31)

FIJANDO PRINCIPIOS (II)


Ha quedado claramente sentado que la doctrina de constituir España bajo un régimen de unitarismo rígido y un poder monárquico absoluto es teoría creada por la monarquía astur-leonesa y aspiración constante de los organismos directores del Estado astur-leonés. Está claro que Castilla se separó de León por su incompatibilidad con esos criterios y por el deseo popular de seguir automáticamente una norma contraria. Es otro hecho cierto que el Gobierno de Castilla cayó en manos de unos reyes que también lo eran de León, que descendían directamente de la dinastía goda leonesa y que en su gobierno castellano reanimaron y volvieron a poner en práctica la vieja tradición de sus ascendientes leoneses, continuando el desarrollo del programa primitivo de sus antepasados de León y combatiendo en Castilla contra toda la Constitución que esta nacionalidad se había dado a sí misma, conducta real que contrasta con la seguida por los monarcas que gobernaban solamente en Castilla.

Otro hecho cierto es que después de la -unión de León y de Castilla, la hegemonía cae totalmente en la realeza, sin que -el pueblo castellano tenga en el Gobierno una intervención mayor que la que disfrutaba el pueblo leonés sino que se vio perseguido por la ambición de los monarcas castellano leoneses que, en todo momento y por todos los medios, procuraron anular las prerrogativas que le restaban al pueblo castellano, llevadas de su afán desmedido de concentrar todo el poder en la corona y restaurar el viejo ideal del unitarismo leonés.

Dando virtualidad a estos hechos pretéritos, hay otro actual; en provincias del viejo reino leonés, ya por tanto fuera de Castilla, numerosos elementos sostienen la teoría unitaria y en nombre de ella repudian todo movimiento autonómico por débil y moderado que sea, demostrando que comparten y sienten como propio el criterio político secular característico de la nacionalidad leonesa, pero tomando al hacerlo una representación de Castílla, que los castellanos deben de denunciar. Son ellos, no somos nosotros, quienes revuelven la Historia y quienes nos llevan a este terreno de discusión en el que entramos con toda tranquilidad.

A pesar de todos estos antecedentes, conocidos de sobra por todos los que hayan echado una ligera mirada de curiosidad al pasado, se propaga bulliciosamente, se repite con abrumadora insistencia y se toma como verdad indiscutible, el hecho falso de que el pueblo castellano haya impuesto su hegemonía en España obligando a aceptar el unitarismo, modelando la estructura nacional, fijando un tipo patrón de vida española y creando los ideales de absolutismo imperialista, comparables hasta con la mínima y arcaica libertad foral, que fueron característicos de la monarquía recientemente expulsada, ideales sustentados por muchos de sus servidores, que no obstante se llamaban liberales, ideario que sería extraño viésemos defendido para su realización por la República, desde las filas de ese agrarismo (*) donde se agrupan todos los intereses en conservar cuantos agentes de destrucción de la libertad del pueblo español crecieron amparados en interpretaciones abusivas del concepto de unidad nacional, del principio de autoridad, del sentimiento religioso, o del derecho de propiedad.

Esta mixtificación de la gestión histórica de España, atribuyendo al pueblo castellano la hegemonía directora en este proceso y la supremacía de su espíritu en el conjunto nacional, ha sido sostenida por una extraña de intereses o pasiones:

En primer lugar ha actuado la monarquía. El afán de ésta ha sido el de no tolerar el más significante movimiento que restase alguna parte de su poder absoluto, por mínima que fuese. Supo muy bien la monarquía utilizar en el pueblo castellano, ese amor a la tradición tan arraigado hasta ahora en las masas populares, amor fácil de ser manejado porque la tradición tiene que ser enseñada, se conserva en los pueblos al dictado y la monarquía se encontró con el terreno abonado para hacer creer al pueblo castellano que él era el señor de España, que el Estado había sido construido por él, que él tenía la obligación de conservarle sin modificación y que los que pretendiesen cambiarle eran enemigos de Castilla. Estos pobres aldeanos castellanos, que habían visto todo su sistema económico destruido por el centralismo monárquico, prescindían de la ruina de su país por la monarquía y se exaltaban cada vez que una región española era una creación exclusiva de Castilla, y que Castilla era consustancial con ella.

Se da la paradoja de que también los directores de los movimientos de emancipación regional han contribuido a esta mixtificación. Sabino Arana, Prat de la Riba (pese a su gran cultura y soberana inteligencia) y el contemporáneo Rovira y Virgili incurren en el error, un poco pasional, de atribuir al humilde y hoy debilísimo pueblo castellano, la imposición, sobre Cataluña o sobre Vasconia, de una hegemonía que no ha ejercido en España nadie más que la dinastía, de origen asturleonés, en la que se sumió la de Castilla, del mismo modo que las restantes dinastías de la España medieval. Cae Sabino Arana en la equivocación de prescindir de la parte importantísima que el pueblo tomó en la gestación de la personalidad histórica de la Castilla genuina, en los fastos de la liberación de Castilla del imperialismo astur-leonés y en la actuación que recíprocamente desempeñó Castilla en el desarrollo del pueblo e instituciones vascongadas. Prescinden Prat de la Riba y Rovira y Virgili del hecho de que esa monarquía española, destructora de todas nuestras libertades, no adquirió su preponderancia y poder por el solo hecho del pueblo castellano, sino por el concurso de toda España. Más acertada y más gallardamente hubieran obrado si, en vez de concentrar sus ataques sobre un pueblo aniquilado por la misma monarquía que sufrían vascos y catalanes, hubiese dirigido sus tiros al absolutismo centralista de los reyes.

Colaboran también en estas mixtificaciones los elementos retrógrados, aunque se llamen liberales, que, desde sus posiciones en varias provincias leonesas, han venido sosteniendo la consustancialidad de León con Castilla, y de ambas con la desaparecida monarquía, los que pretendían asociar estas dos regiones para formar una falange defensora del centralismo, los que estimulaban la hostilidad de nuestro pueblo hacia las regiones que ansiaban la autonomía, los que veían en el unitarismo monárquico un instrumento para dominar a Castilla con sus mesnadas caciquiles aprovechándose del ambiente de pasión, creado por la ceguera de los autonomistas al no ver cuál era su verdadero enemigo y su efectivo tirano, al no darse cuenta de que Castilla, lejos de ser un país dominador, era tan dominado y más destruido por el centralismo, que Cataluña y Vasconia. No vamos a cometer la injusticia de imputar al pueblo de la región leonesa estos pecados de sus caciques, pero tampoco va a ser nuestra alta estimación a ese pueblo vecino, motivo de indulgencia para los mixtificadores.

De acuerdo con la actuación de las caciques de la región leonesa, hay otra de los mangoneadores de la política castellana en los últimos tiempos de la monarquía de Alfonso de Borbón, coincidente con los designios de los primeros en cuanto a evitar que el pueblo de-Castilla se diese cuenta de su real situación y de la devastación de su patrimonio secular y de sus instituciones autonómicas por el centralismo monárquico.

La monarquía procedió con el pueblo de la vieja Castilla como don Juan de Robres; hizo un hospital, pero primero había hecho los pobres. Cuando por su insaciable apetito había sembrado por Castilla la miseria, afirmó su poder distribuyendo mercedes insignificantes, pero convenciendo a nuestra gente mendicante de que no la quedaba más amparo ni más porvenir que la prosperidad de su limosnero a quien, por agradecimiento y por conveniencia, debía de defender de todos aquellos que intentasen su preponderancia.

(*) Los agrarios, la C. E. D. A. y las J. 0. N. S. defienden, en 1936, el regionalismo nacionalista de Castilla y León.


Luis CARRETERO ("Segovia Republicana", 5 agosto 1931.)

(Regionalismo castellano nº 4, pag 31-34)

FIJANDO PRINCIPIOS (III)

La tradición de Castilla es de Comunidades libres no de regiones


La palabra región ha tomado en España un significado político definido por la supervivencia de territorios que, en una u otra época, tuvieron su expresión en los antiguos reinos o principados, coincidentes con una modalidad de pueblo, homogénea dentro de sí, pero diferenciada del resto peninsular, que se ha conservado por tradición.

Esta gran fuerza de unificación interna y diferenciación externa, existe también en el viejo reino de León -hoy olvidado en cinco provincias- constituyendo una idea firmemente sentido por sus habitantes, sin que la diferenciación deje de existir como una realidad efectiva, por la pretendida identidad con Castilla, ya que esta identidad no es sino una falacia alentada por designios de quienes pretenden buscar en ella un fundamento para adquirir un dominio que les permita utilizar las fuerzas castellanas en beneficio de interés o pasiones de algunas oligarquías establecidas en-la región leonesa.

Entre todos estos territorios españoles quedan dos que carecen de unificación interior: Castilla y el país vasco-navarro. La primera no tiene, ni unificación interior, ni diferenciación exterior, y el segundo, es país con diferenciación externa, basada en un tipo carácter etnológico y en un lenguaje, insuficiente como hecho diferencial, por cuanto que el vascuence dista mucho de ser el lenguaje general del país vasco, por lo que la diferenciación se procura acentuar, por no ser de uso general, ya que, ni los caracteres de etnología, ni el idioma, por no ser de uso general, tienen la eficacia que pudiera derivarse de particularidades de orden económico, de tal modo que la acentuación de la personalidad vasca, como entidad política se busca principalmente en la índole de las relaciones que hasta ahora ha llevado con el Estado, pues en el aspecto económico, una parte del país vasco-navarro tiene grandes coincidencias con Aragón y otras partes la tienen con Castilla. Por otra parte la personalidad de Guipúzcoa o de Navarra, de Álava o de Vizcaya, tiene mucha más fuerza de caracterización particular que la general de Vasconia. El carácter económico particular de cada una de estas provincias, tan radicalmente distintas de las restantes, impide en absoluto la concepción de un tipo general de economía vasco-navarra. (*)

La tradición de Castilla, tomada como una de estas entidades de gran unificación interna y de gran diferenciación externa no puede conservarse por la sencillísima razón de que jamás ha existido esta realidad, puesto que, como hemos dicho, como hemos repetido y como repetiremos, el reino de Castilla no era una unidad, era una federación de unidades, sin igualdad de organización, sino con una riquísima floración de variedad de instituciones. El señor Arévalo, inspirándose acaso en Colmenares, nos ha hablado de la importancia de la Extremadura Castellana, país que llegó a ser considerado como reino distinto del de Castilla, es decir, como diferente del que las tierras de Burgos formaban con las de Santander y la Rioja, pero, aún dentro de esta Extremadura, tampoco había unidad, sino una multiplicidad de pequeñas repúblicas, las Comunidades, contenidas además en grupos intermedios de federación, como la hermandad de las Comunidades Segovianas, que sólo abarcaban una parte de la Extremadura Castellana.

Así, como dice Albornoz, no ha quedado ni la tradición ni el sentimiento de una región constituida por el territorio que fue Castilla, pero en cambio se ha formado otro. Por evolución a lo largo de los tiempos, y con una indudable tradición viejísima por base, se ha formado el concepto regional de La Montaña, el concepto regional de la Rioja, el concepto regional de Segovia, etc. La traducción inicial de estas regiones en entidades políticas constituidas se inició acaso en esas Hermandades, como la Hermandad de las Comunidades en Segovia, o como la Hermandad de la Marina, en Santander. El hecho es que no existe hoy la región de Castilla, pues ni Castilla se ha fundido en una región con el reino de León, ni sigue con su personalidad de siempre, ni se ha constituido una región sobre el terreno de lo que fue Castilla. Hablar de una región castellana actual, es hablar de una cosa que no existe, pues lo que se ha dado en llamar Castilla en el lenguaje corriente en España, es pura y simplemente el reino de León, sin relación alguna con Castilla.

El país vasco-navarro(*) es el conjunto de cuatro provincias firmemente definidas. Es el mismo caso de Castilla, donde no hay una región sino seis regiones pequeñas: La Montaña, La Rioja, cte., y entre estas regiones, con personalidad firmísima, con carácter propio, con economía propia, grande o chica, con instituciones propias, tan definida como la que más, nuestra Tierra de Segovia y por consiguiente, esa entidad llamada la provincia, tan discutida en muchas regiones de España, es en Castilla y en el país vasco-navarro con alguna rectificación de límites, una evidente realidad que corresponde a una región, a una colectividad de pueblos con lazos de unión interior y diferenciación exterior.

(*) En el libro de "Las nacionalidades españolas", de Anselmo Carretero y Jiménez, se estudia y se presenta a Navarra como un pueblo con personalidad propia, independiente del País Vasco.


Luis CARRETERO

(“Segovia Republicana", 6 agosto 1931.)

(Regionalismo castellano nº 4, pag 34-36)

FIJANDO PRINCIPIOS (IV)

La tradición de Castilla es de Comunidades libres


Si con eso se quiere decir que la organización de Castilla tenía como cualidad característica, la existencia y preponderancia de funciones de unas Corporaciones potentes, elegidas libremente por el pueblo, con un poder fuerte y grandes facultades ante el poder real como la de algunas ciudades alemanas e italianas' constitutivas de repúblicas con territorio propio, la afirmación es muy cierta.

Pero si con eso se quiere decir que la vida pública de Castilla tenía como esferas de acción, de una parte, la extensión total del reino en que actuaba una monarquía, y de otra solamente las Corporaciones locales, es decir, que se entiende que en Castilla, y dentro del territorio regido por sus reyes, no había más manifestación de vida política que la de la población, ciudad, villa, lugar o aldea y que los órganos de administración de estas entidades tenían una gran plenitud de facultades, el principio es falso y contrario a la realidad. Es un caso más de confusión de la estructuración leonesa con la castellana.

En Castilla el organismo puramente municipal, el que regula la vida de una aglomeración de familias, establecidas en una población o en varias contiguas, pero ligadas siempre por una convivencia de vecindad en comunicación constante y cotidiana apenas tenía existencia, sino que por el contrario, estaba subordinada a una Corporación de más amplio poder y de más amplia extensión territorial: la Comunidad, con toda la plenitud de funciones judiciales, administrativas y militares, etcétera, o la Merindad comunera, en la que las funciones judiciales estaban separadas y conferidas a un merino, como en la llamada Merindad de la Rioja, residente en Santo Domingo de la Calzada. En Castilla la población, aldea, lugar, etc., apenas tiene personalidad, ni aislada ni agrupada, apenas tiene facultad pues la entidad fundamental y preponderante, la Comunidad, es entidad que actúa sobre territorios de gran extensión en los que, como en el caso de la Tierra de Segovia, se pueden medir distancias de más de cien kilómetros, condición que hace imposible el cuidado de los intereses de la vida de convecinos, que es suficiente para probar que los fije y el objeto de estas Corporaciones son muy distintos de los que tienen que atender los organismos de la vida municipal.

Es decir, que en Castilla el organismo libre no es el municipio, sino otro de carácter de Gobierno regional, o sea que en Castilla, por estar el organismo local supeditado a la Comunidad, no existe la tradición de la supremacía del Municipio, aun cuando sí la de la plenitud de libertad del organismo regional. La Comunidad es, además, organismo de distinto origen que el denominado Municipio y que corresponde a organizaciones que, según varios autores, ya existían entre nuestros ascendientes antes de la llegada de los romanos. La expresión de la tradición comunera en los fueros escritos, su desarrollo, teniendo siempre presente la vieja raíz, es labor de Castilla en colaboración con Vasconia y sin intervención leonesa; se, inicia en el fuero vasco-castellano, de Nájera, se continúa en el de Miranda de Ebro, donde se exime la jurisdicción del merino, sigue en Belorado y Burgos y llega a su plena ex. presión en la redacción de Sepúlveda, de donde toman sus normas Cuenca, Calatayud, Daroca y Teruel, pues la comunidad como organismo adecuado a una realidad geográfica, se extiende por todo el país castellano-aragonés que constituye la región geográfica serrana central española. En Ávila comprende la Comunidad doscientos diez pueblos; en Daroca, ciento diez, y en Teruel, ochenta Y dos. Como se ve aquí hay una tradición de repúblicas libres, pero no de Municipio libre que, si alguna vez aparece como en las nueve villas de Daroca, sigue perteneciendo a la Comunidad, aun cuando tenga, como El Espinar, fuero propio, dado por la Comunidad como organismo superior del territorio.

En oposición a la aspiración de la organización de España en regiones autónomas, se presenta la creación de Municipios libres que actúen sobre una agrupación de familias constituidas y viviendo en vecindad. Este Municipio libre no es castellano; es el Municipio leonés de origen godo-romano, iniciado en la legislación con el fuero de León de 1020. Este Municipio es el que, tan general e impropiamente se llama castellano; este Municipio leonés es el que, hace pocas semanas se tomaba como fundamento para un proyecto de reorganización regional en una reunión celebrada en Valladolid en que los reunidos cayeron una vez más en la equivocación de tomar por castellana la tradición leonesa de dicha ciudad y en el error de suponer semejantes e iguales a las inconfundibles de León y Castilla respectivamente.

Luis CARRETERO ("Segovia Republicana", 7 agosto 1931.

(Regionalismo castellano nº 4, pag 36-38)

martes, julio 26, 2005

Comunidades castellanas (Joaquín Pedro de OLIVEIRA MARTINS, Historia de la civilización ibérica. Aguilar S.A. de Ediciones. Madrid 1988 pp 203-212)

LOS ELEMENTOS NATURALES

La naturaleza del asunto y la subordinación de las diferentes materias a un cuadro sistemático nos imponen ciertas repeticiones -por lo demás útiles, porque fijarán en el espíritu del lector el carácter de los hechos esenciales que estamos es­tudiando-. Ya bosquejamos los diferentes ele­mentos y condiciones del desenvolvimiento de la moderna sociedad peninsular en su conjunto; nos toca ahora examinarlos uno por uno y en la historia de su transformaciones como partes del todo nacional a cuya reconstitución asistimos.

Vimos cómo el sistema municipal se consolidó y amplió en virtud de las propias condiciones espontáneamente creadas por la Reconquista. Con­forme los territorios iban cayendo bajo la domina­ción de los reyes cristianos, reuníanse, formando nuevas ciudades, los colonos mozárabes (llama­dos presores y privados) y los colonos libres (condiciones y clases cuya naturaleza ya hemos
estudiado), o bien continuaban viviendo en las que íntegras pasaban al nuevo régimen. Un jefe, delegado del rey o de algún conde, fácilmente regiría una colonia de adscritos; pero no ocurri­ría lo mismo al tratarse de hombres libres en el pleno goce de los fueros municipales respetados por los emires. Presores (1) y colonos instaban, sin duda, la reconstitución de la antigua ciudad y estos deseos concordaban con el interés que los reyes tenían de repoblar los territorios devastados y mantener la población en las regiones de nue­vo pobladas. Así se explica la liberalidad con que se otorgaban cartas pueblas o cartas forales. En esas constituciones no se reproducían uno o más tipos de forma sistemática, porque se care­cía entonces de ideas fijas o rígidas de adminis­tración, como las que había entre los romanos.

Cuando los eruditos, al comparar y clasificar las cartas forales, hallan hoy, a posteriori, tipos genéricos, demuestran con ello cierta paridad de condiciones, por cierto natural, sin que sea lícito inferir de esta analogía la existencia de un sis­tema en la distribución de esas cartas. Ni las ideas de entonces, ni las condiciones sociales, lo permitían. Las cartas consignaban los usos pre­establecidos y expresaban los términos de un concordato o convenio entre dos verdaderos poderes: el señorío (del rey, del conde o de la Igle­sia) y el concejo; por estos dos aspectos las es­tudiaremos.

Si se ahonda en el primero, vemos hasta qué punto las nuevas condiciones desfiguraron y per­virtieron, hasta destruirla, la forma que la pro­piedad tuvo entre los romanos, precisamente al dar al municipio un carácter político que esfuma su antigua significación social y económica. Por otra parte, en el creciente y casi total olvido del derecho antiguo, los concejos, a pesar de atrave­sar, sin destruirse, toda la época de disolución, perdieron con la sociedad entera la noción del carácter filosófico o general de las leyes roma­nas y de las del Código visigótico, redactado a su imagen y semejanza, adoptando -y no podía de ello eximirse- las costumbres y usos bárbaros de los pueblos germánicos, o bien consagrando los usos y costumbres indígenas, bárbaros tam­bién, que la civilización romana no logró nunca borrar completamente (2).

Por ello, en los nuevos concejos, tales como podemos estudiarlos en las cartas forales, vemos establecida la compurgatio, juicio de Dios o Werg­held, esto es, las diversas formas del procedimien­to rudimentario de los pueblos bárbaros, sin la menor alusión a principios generales en el cuer­po o sistema de disposiciones jurídicas, calcadas ahora exclusivamente sobre la costumbre. Esta circunstancia, conjugada con la del carácter po­lítico de los concejos, indujo a un moderno es­critor nuestro a defender una doctrina que la Historia no confirma: la del exclusivo origen germánico de los concejos peninsulares de la Edad Media; teoría insostenible, por cuanto la ciencia nos demuestra la existencia ininterrum­pida de la institución a través de los diversos accidentes de la disolución de la sociedad anti­gua; e insostenible, sobre todo, porque presupone la eliminación de las poblaciones hispanorroma­nas y funda la existencia de la clase media del período visigótico en las masas de pueblos ger­mánicos que vinieron a repoblar España. Com­prendemos, sin embargo, la alusión, al ver cuánto se transformaron la fisonomía y los caracteres del antiguo municipio con los accidentes de la His­toria (3).

En efecto, además de las adulteraciones del de­recho antiguo, observamos también que el mo­derno concejo, al coexistir con la propiedad feu­dal y el régimen político aristocrático, se trueca de municipio romano en comunidad o república medieval. Los romanos habían transformado en municipios las antiguas ciudades más o menos autónomas al modo (4) salvaje; en la anarquía de la Edad Media, los municipios, deshecho el prin­cipio de unidad del Estado, revierten al tipo le­jano o primitivo, hasta el punto de que en Italia y en Alemania aparece restaurado el régimen fe­deralista anterior al romano (5). La fuerza irresis­tible del medio, que determinara la revolución del Derecho, produjo también la de las instituciones. Los concejos son, como los señoríos, miem­bros casi independientes de una federación po­lítica. La nación es la congregación de un sistema de dominios aristocráticos y de un sistema de concejos o comunidades democráticas.

La administración interna de éstas es tan inde­pendiente como la de los primeros. Las especies varían, pero generalmente la magistratura muni­cipal se compone de cierto número de alcaides, encargados de la jurisdicción civil y criminal, de un alguacil mayor o cabo de milicia, de cierto número de regidores, la mitad caballeros -ya ve­remos más adelante en qué consistía la caballe­ría villana o burguesa-; la otra mitad, simples ciudadanos; de jurados o sesmeros, especie de abogados o tribunos del pueblo, encargados de defenderlo contra las demasías de los jueces; de fieles, en fin, que, con los nombres de alami­nes, alarifes y almotacenes, eran los oficiales eje­cutores de las ordenanzas municipales.

Vimos anteriormente que el municipio romano, a pesar de caracterizarse, como el mir ruso, por sus funciones administrativas y económicas, y no particularmente políticas, gozaba de un self-go­vernment exigido por la naturaleza de la institu­ción; ahora hallamos una verdadera autonomía, porque los concejos están, con relación a sus so­beranos, en el mismo plano y condición que antiguamente las ciudades federadas respecto a la república romana. No confundamos, pues, el hecho, además, era una consecuencia necesaria de la misma institución, que ahora proviene de la creación espontánea de una autoridad política análoga a la que da autonomía a los señoríos aristocráticos. Este paralelismo se acentúa progresivamente con la historia del desenvolvimiento y caída del sistema municipal. El carácter de los concejos y el de los señoríos proviene de las mis­mas causas y obedece a una ley común. Son dos corrientes que en la reconstitución de la sociedad traducen, una la aristocracia germánica, y la otra, la democracia latina, bajo formas que la mis­ma reconstitución impone que sean comunes, y que por ello determinan también cierta confra­ternidad histórica en el proceso de reducimiento a la definitiva constitución política de la nación y la monarquía.

Los concejos de la Edad Media ya no son los órganos sociales en que se fija tan sólo la vida económica de las poblaciones dentro de la esfera de un Estado militar políticamente soberano y centralizado. Manteniendo sus caracteres antiguos, el concejo es ahora en sí mismo una miniatura de Estado: la unidad nacional, por consiguiente, sólo aparece expresa en los lazos más o menos frágiles de la confederación de concejos y seño­ríos. El concejo continúa siendo una unidad so­cial (6), pero también se convierte en entidad polí­tica y militar; tiene tropas y fortalezas, y la reunión de sus fuerzas con las de los hidalgos forma un ejército, del cual es jefe el monarca. Cada municipio es casi una república y la na­ción, por este lado, ofrece el aspecto subsistente aún hoy en la organización federal de Suiza, a pesar de los hondos cambios producidos (7) por la influencia ejercida por las instituciones de las naciones próximas. La misma soberanía de la justicia, respetada siempre por la corona, casi llega a perderse; y al fin del siglo xI es tal la importancia y la fuerza de las repúblicas conce­jiles, que los reyes han de inclinarse ante ellas y acatar la preferencia de la autoridad de los magistrados populares sobre los merinos y fun­cionarios de la corona y admitir que la elección de los jueces municipales recaiga en un vecino del concejo.

Y no para aquí el movimiento de independen­cia, que fomenta y anima el ejemplo de la de los señoríos aristocráticos. Por momentos, el lazo que hacía dependientes de la corona a los concejos se afloja hasta deshacerse, como a menudo se rompían los tenues vínculos que obligaban con el rey a sus vasallos poderosos. Los concejos for­man entre sí confederaciones o ligas, imitación de las de la nobleza; son las uniones o herman­dades, con las que las ciudades se dan trato de estados, y, federadas, pactan con la Corona, como un estado con otro. Estas ligas llegan a adquirir cierto carácter de permanencia en períodos tur­bulentos, como fue el del reinado de Juan II de Castilla, en el cual Murcia y Sevilla se reunieron en una especie de Cortes o asambleas federales. Los reyes no podían dejar de inclinarse ante ta­maña fuerza y reconocerla, si no legalmente, como un hecho vivo, enviando embajadores a las Cortes y suscribiendo pactos con ellas. «Castilla parecía -dice un historiador- una confedera­ción de repúblicas, trabadas por medio de un superior común, pero regidas con suma libertad y en las cuales el señorío feudal no mantenía a los pueblos en penosa servidumbre.» La no exis­tencia de esta dura servidumbre y la exención de los pesados tributos que oneraban el tránsito y comercio en las tierras de señorío habían con­tribuido poderosamente a desarrollar la riqueza de estas clases libres, constituidas junto a un ré­gimen aristocrático y a su ejemplo en cierto sen­tido.

La coexistencia de estos dos sistemas, seme­jantes exteriormente, pero en esencia opuestos; de estos dos sistemas que, desenvolviéndose aná­logamente, bajo el imperio de condiciones idén­ticas, representaban, sin embargo, en la nueva sociedad la corriente aristocrática germánica y la democrática latina; en principio irreconciliables, por partir de ideas opuestas, basadas en los mo­dos diversos de apropiarse la tierra; es la causa principal de la ruina del sistema comunal de Es­paña, que en este punto obedece a la corriente general de Europa, más que en parte alguna vi­sible y manifiesta en la historia de las repúblicas italianas.

La riqueza de los concejos excitaba la codicia de los nobles arruinados; y en la entrada de és­tos y de sus vasallos en el gremio municipal sem­braba en él el desorden; lo confirma la sangrienta historia de Sevilla bajo el conde de Arcos y bajo el duque de Medina Sidonia, historia que repro­duce entre nosotros la de los podestás italianos. Sometido el concejo a la tiranía de un noble, pronto aparece el rival que le disputa la presa; y así el forum municipal se transforma con frecuen­cia en campo de batalla.

Elimínese esta influencia y la historia de la Península habría podido ser la de Suiza; porque solas, frente a frente, la monarquía y las uniones federales de los concejos, no es lícito dudar a qué parte hubiera correspondido la victoria. Téngase en cuenta que en el campo de los concejos están los hidalgos y entre ambos se yergue la monar­quía, con lo cual se confirma la verdad del ada­gio latino. El rey, sometido a los nobles con las fuerzas comunales y a los concejos con las tropas aristocráticas, por la fuerza de las cosas había de venir a ser el heredero de ambos poderíos.

Pero no es esto sólo lo que da la victoria a los reyes. Concejos y señoríos, aunque injertados en tradiciones diversas, procedían de una formación espontánea surgida y desenvuelta en una anarquía de la Reconquista. Las condiciones de su des­arrollo imponían a los concejos vicios de ori­gen, que acaso el tiempo y la forma republicana hubiesen corregido, si los hechos históricos ya mencionados no hubieran determinado que la corrección se operase por vía de la unidad mo­nárquica. Con el gradual desenvolvimiento del organismo nacional iba apareciendo la necesidad de unificación y definíase la idea del derecho, condenando en principio el sistema de usos, ex­cepciones y privilegios que formaban el cuerpo de la jurisprudencia foral. La ley había de adqui­rir de nuevo un carácter general y una base fi­losófica, expresiones necesarias de un organismo social perfecto, y dada la lucha entablada entre la democracia y la aristocracia, sólo la suprema­cía monárquica podía hacer adelantar aquel paso a la vida nacional de España.

Por ello vemos que ahora se repite, aunque por motivos diversos, la absorción de la autori­dad política de los concejos del mismo modo que en la época del imperio romano se realizó por motivos de orden fiscal y administrativo. Ya a fines del siglo xiii, los reyes se reservan el dere­cho de nombrar ciertos oficiales municipales, y en el xiv se inicia la era de la abolición de estas libertades concejiles. Alfonso XI de Castilla (1312­1350), decididamente se arroga el derecho de nombrar alcaides y jurados municipales, y en 1327 Sevilla pierde la facultad de elegirlos, por­que de la elección provenía «mucho mal, mucho escándalo e mucho bollicio». La Historia sigue en ese tiempo el mismo derrotero en Portugal; y en toda la Península, a partir de la segunda mitad del siglo xiv, los concejos pierden, con los usos y ordenanzas del cabildo, su autonomía política, para perder poco después también, con las refor­mas de los fueros, las legislaciones particulares, condenadas ya no sólo por el grado de la cons­titución orgánica de los estados peninsulares, sino además por la tradición erudita del Derecho ro­mano, cuya influencia en este momento histórico valoraremos en el lugar adecuado.

NOTAS

(1) Reciben el nombre de presores los colonos infe­riores a la clase noble y privilegiada, que recibían tierras conquistadas a los moros en el reparto que hacían los reyes.
Los godos llamaron ya privados a los que recibían en el reparto de las tierras conquistadas una porción de las mismas. (N. del T.)
(2) V. Instit. primitivas, especialmente en el libro III «Los usos forales de los juicios portugueses», y Re­gime das riquezas, págs. 173-75.
(3) V. Instit. Primitivas p 147 nota
(4) Hist. Da repub romana II p 139-40
(5) Hist. Da repub romana I
(6) V. Regime das riquezas, págs. 173-75.
(7) V. Taboas de chron., págs. 361-62.

(Joaquín Pedro de OLIVEIRA MARTINS, Historia de la civilización ibérica. Aguilar S.A. de Ediciones. Madrid 1988 pp 203-212)

La supuesta hegemonía castellana

Dicen las historias oficiales al uso que con la unión de las coronas castellana y leonesa se establece la hegemonía de Castilla, primero en todos los países de estos reinos y después sobre España entera; y que a partir de entonces Castilla impone sus normas y sus ideas y, bajo su enérgica dirección, comienza a forjarse «a la castellana>, la unidad española. La verdad es, a nuestro juicio, todo lo contrario: con la última unión de las coronas comienza la declinación definitiva de todo lo verdaderamente castellano. Una exposición detallada de lo que realmente fueron las tres uniones de las coronas de León y de Castilla - imposible en este lugar- pondría de manifiesto que, lejos de castellanizar a León, como generalmente se acepta, leonesizaron a Castilla.

La tercera unión de las coronas de León y de Castilla se efectúa en la cabeza de un leonés, Fernando III, nacido en plena tierra leonesa, criado en Galicia y educado en Ia corte de León como heredero de la corona leonesa, quiera por un azar de la historia, la muerte sin hijos de su pariente el rey de Castilla, hereda la corona castellana antes de subir al trono leonés. Su proclamación como rey de Castilla tropezó con fuerte oposición por parte de los concejos castellanos. No obstante las dificultades iniciales, consigue afianzarse en el trono de Castilla, en el cual y desde los comienzos de su reinado trata de destruir las instituciones más auténticamente castellanas. A la muerte de su padre y contra la voluntad de éste, se ciñe la corona de León con el apoyo del alto clero que, juntamente con la aristocracia, le ayuda a continuar la política tradicional leonesa. El momento es propicio para ello, porque el rey cuenta con la fuerte ayuda de la nobleza y la Iglesia mientras la fuerza militar y política de los concejos comuneros entra en decadencia cuando, después de la batalla de las Navas de Tolosa, el moro enemigo camina hacia el ocaso y la corona ya no requiere tan perentoriamente como antes el auxilio de las milicias concejales.

Todas las conquistas que posteriormente haga la monarquía de las coronas unidas - con el nombre de Castilla por delante- serán en beneficio del rey, los nobles - la mayoría no castellanos- y la Iglesia; estos territorios serán gobernados a la manera de la monarquía neogótica y en ellos regirá el Fuero Juzgo como ley general del país. Las comunidades de villa y tierra, los concejos comuneros y las milicias concejales van perdiendo incesantemente terreno ante el poder creciente del trono, la Iglesia y la aristocracia cortesana. El patrimonio comunero es objeto de continuas depredaciones por parte de la corona y sus aliados. La monarquía, encabezada primero por los herederos del Imperio visigodo, después por los Habsburgos, de estirpe austriaca, y últimamente por los Borbones, de origen francés, se impone cada día de manera más absoluta, juntamente con las oligarquías que la apoyan y a su lado medran. Apartadas en su rincón de la Península, las antiguas repúblicas vascongadas - hermanas y aliadas de las viejas comunidades castellanas -, de economía entonces atrasada, menos vulnerables y más vigorosamente defendidas, sobreviven, decayendo, hasta el siglo XIX, cuando el centralismo jacobino-napoleónico en boga suprime sus autonomías a la vez que malbarata los todavía cuantiosos bienes comuneros de Castilla.

A la vista de todos estos hechos, que demuestran el descaecimiento hasta la extinción de todos los rasgos característicos de la nacionalidad castellana ante el predominio de la tradición imperial de la monarquía leonesa, no es posible afirmar racionalmente que a partir de 1230 Castilla consolida para siempre su supremacía en España.

Castilla tuvo en la historia de España un papel singular, y en ella destacó por su propia personalidad durante los tres siglos que aproximadamente transcurren desde sus comienzos como estado vasco-castellano independiente de la monarquía neogótica, que se enfrenta simultáneamente al moro y a los reyes leoneses y navarros, hasta la tercera unión de las coronas de León y de Castilla, principio manifiesto del ocaso castellano. Castilla nunca ejerció en España hegemonía alguna, ni en la Edad Media - que en general fue época de preponderancia leonesa - ni después; ni menos en los tiempos recientes en que su participación en la dirección del estado español ha sido menor que la de otras regiones peninsulares. Y en lo que a predominio cultural se refiere, basta reparar en que - si no consideramos castellana a Madrid, por su personalidad singular en el conjunto español- ni siquiera ha habido durante mucho tiempo una universidad verdaderamente castellana, aunque dos leonesas, las de Salamanca y Valladolid han hablado frecuentemente en nombre de Castilla.

La única creación castellana que se extiende y perdura es su lengua, pero aquí conviene puntualizar:
a) que si bien obra de Castilla, no lo es exclusivamente de ella, pues hemos visto que el idioma llamado castellano se desarrolló a la vez en el País Vasco, en Navarra y en Aragón;
b) que su propagación por los países vecinos, más que a imposición forzosa de Castilla se debió a sus cualidades intrínsecas y al peso del conjunto de pueblos que hemos llamado vasco-castellanos;
c) que a los países de lengua catalana, a Galicia y a ultramar no lo llevó Castilla sino una monarquía imperial, de la que Castilla era parte minoritaria, que la impuso como lengua oficial del estado.

La fisonomía de Castilla comienza a desdibujarse con la unión definitiva de su corona con la de León. Su personalidad nacional decae sin interrupción desde entonces y se hunde con mayor rapidez a partir del derrotado alzamiento contra el emperador Carlos V, impropiamente llamado guerra de las Comunidades de Castilla», y la implantación del absolutismo real. Su figura histórica y su personalidad han sido ocultadas en un sutil proceso que ha consistido en dejar el nombre de Castilla - de tradicional prestigio popular- como título único de las coronas unidas, retirando poco a poco el de León, pero manteniendo como esencias de la monarquía las fundamentales de la neogótica. Y así se ha borrado la personalidad castellana hasta el punto que los nombres de León y Castilla, que significaron en la historia de España diferentes concepciones tradicionales, representan hoy, para la mayoría de los españoles, una sola y misma cosa. De esta manera se ha intentado presentar a la monarquía imperial y a las oligarquías a ella asociadas como continuadores de la tradición nacional del país, para lo que resultaba un obstáculo el recuerdo de la vieja Castilla comunera y foral; y con el objeto de borrarlo se ha tratado de deformar la historia y de inventar una falsa tradición: la de la hegemonía castellana en el conjunto de estados y países de las coronas unidas; lo que lleva implícito que la monarquía española es continuadora de la tradición política del pueblo castellano, y que esta tradición sienta las bases de un estado autoritario, centralista, teocrático y militar. Este esquema daba también por triste resultado que toda oposición al unitarismo imperial y todo empeño democrático tenían que asumir en España una actitud anticastellana, puesto que Castilla resultaba la gran responsable de los entuertos y males padecidos por todas las Españas. A este confuso panorama histórico han contribuido además causas objetivas y desafortunados azares, como el hecho de que, primero en la titulación de los monarcas de León y de Castilla y después en la de los reyes de España, el nombre castellano encabezara una larga retahíla que generalmente se reducía al título de rey de Castilla, en el primer caso, y de Castilla y Aragón -a veces también simplemente Castilla -, en el segundo.

De esta manera, confundidos y revueltos los vocablos y sus significados, el nombre de Castilla se extiende por todo el orbe; y a medida que se pronuncia más y más, la verdadera Castilla influye menos y menos en la monarquía que lo utiliza. A Castilla se achacan todos los entuertos de la corona española - a los que España no siempre es ajena -; y también se le atribuyen hazañas y glorias que no le corresponden. Así se ensalza el esfuerzo militar de Castilla en las luchas de la Reconquista, olvidando que con frecuencia la carga principal de la batalla contra el moro recayó en los ejércitos del reino de León. Se olvida que la fundación de la Universidad de Salamanca es obra de uno de los reyes más leoneses de la historia. Este mismo rey, Alfonso IX de León, convocó las primeras Cortes de España - y aun de Europa -, que no fueron castellanas, como generalmente se dice, sino leonesas. Se alaba o denigra a los exploradores, grandes capitanes, conquistadores o colonizadores castellanos, así sean andaluces - como Gonzalo Fernández de Córdoba o Álvar Núñez Cabeza de Vaca -, extremeños - como Cortés y los Pizarro- o leoneses - como Diego de Ordás, Juan Ponce de León o Francisco Vázquez de Coronado -. Se censura a los gobernantes castellanos, aunque se trate de un andaluz de estirpe leonesa criado en Italia - como el conde-duque de Olivares - o de un extremeño - como Godoy -. En una monografía histórica vallisoletana se llega a escribir que Pedro Ansúrez, el famoso magnate de la corte de Alfonso VI de León y cabeza del partido leonés en las enconadas luchas de aquellos días entre leoneses y castellanos, fue un conde de Castilla.

(Anselmo Carretero y Jiménez. Los Pueblos de España. Editorial Hacer. Colección Federalismo. Barcelona 1992. Páginas160-168)