sábado, agosto 27, 2005

Villa y Tierra de Cuellar se unió en su fiesta


Cuéllar - 27/06/2005

Villa y Tierra se unió en su fiesta

La comunidad está formada por treinta y seis municipios de Segovia y Valladolid

Unas doscientas personas degustaron la paella gratuita que se ofreció en el parque

Unas doscientas personas participaron en la paellada popular

Nuria Pascual Mayo - Campo de Cuéllar

Los treinta y seis municipios que integran la Comunidad de Villa y Tierra Antigua de Cuéllar celebraron ayer en Campo de Cuéllar su fiesta que se celebra cada último domingo de junio con carácter itinerante entre las localidades que la componen. La Comunidad está formada por 36 pueblos de Segovia y Valladolid con una extensión aproximada de 905 kilómetros cuadrados y una población superior a las 26.000 personas. Su origen se remonta al siglo XII y está dividida en seis sexmos: el de Cuéllar, La Mata, Montemayor, Navalmanzano, Valcorba y Hontalbilla.

El intenso calor no mermó el ánimo de los vecinos de estos municipios que se desplazaron hasta Campo para participar en las actividades.

Los actos dieron comienzo con la recepción de autoridades y la presentación del número 7 de la revista “Mar de Pinares” que edita la propia Comunidad y que desde esta jornada comenzará a ser distribuida por todos sus municipios. Entre los asistentes además de la presidenta de la Comunidad, Marisa González,el diputado del área rural, José Martín Sancho, y el alcalde pedáneo de Campo de Cuéllar, David Santos, se encontraban representantes de los grupos municipales del Ayuntamiento cuellarano: José María Yagüe y Javier Hernanz, por parte del PP, y Ángel Gómez, Jesús de Benito y Encarna Magdaleno, de SPC.

Las autoridades tuvieron ocasión de visitar el interior de la Iglesia de San Juan Bautista ubicada en la Plaza Mayor de la entidad local donde pudieron observar los trabajos que se han realizado en el templo y los que es necesario acometer.

En torno a las 15.00 horas dio comienzo en el parque la degustación de una paellada popular elaborada por el Restaurante La Bruja de Sanchonuño, en la que participaron unas doscientas personas. A partir de las 17.00 horas el parque acogió juegos y diversiones para niños y las actividades concluyeron a las 19.00 horas con la actuación del grupo de danzas La Estepa de Pedrajas de San Esteban.

Incidentes

Entre los incidentes de la jornada festiva destaca que una persona de las que participaba en la paellada que se ofreció en el parque tuvo que ser atendida por efectivos del 112. Esto hizo que se produjeran momentos de confusión que desembocaron en una agresión a los medios de comunicación que cubrían la fiesta.

domingo, agosto 21, 2005

Segovia y Cervantes


Segovia y Cervantes


El historiador Manuel González Herrero presenta hoy el estudio “Segovia en la vida y obra de Miguel de Cervantes” / PEÑALOSA

Manuel González Herrero apunta en su último libro que un segoviano imprimió la primera edición de El Quijote

P. B. - Segovia

El historiador Manuel González Herrero asegura con firmeza que el impresor del Quijote, Juan de la Cuesta, era un segoviano que como tantos otros se trasladó a Madrid para buscar un mejor futuro. Para reafirmar su tesis, el académico de San Quirce, tiene centrados ahora sus esfuerzos en localizar la imprenta que Juan de la Cuesta cerró en la ciudad de Segovia para instalarse después en el taller de la madrileña calle de Atocha desde donde se lanzó a la luz pública la primera parte de la historia del ingenioso hidalgo, en 1605, y diez años después la segunda parte, así como Las novelas ejemplares, en 1613, de Miguel de Cervantes.

El origen del impresor de tan ilustres obras está reflejado, aunque solo como una posibilidad bien argumentada, en el libro “Segovia en la vida y obra de Miguel de Cervantes” , de Manuel González Herrero que será presentado esta tarde en el salón de plenos de la Diputación Provincial, en un acto que se suma a las celebraciones del IV Centenario del Quijote.

González Herrero sostiene que fue el cardenal Diego de Espinosa, nacido en Martín Muñoz de las Posadas, quien introdujo a Cervantes en el mundo de las letras, de la mano de Juan López de Hoyos.

Pero además de los vínculos que el cardenal y el impresor marcan entre la vida de Cervantes y la provincia de Segovia, el autor del estudio recupera una sucesión de referencias que aparecen en El Quijote a estas tierras, destacando por ejemplo la presencia de los paños o del Azoguejo. No hay que olvidar que el ventero que armó caballero a Alonso Quijano, había trabajado antes en la plaza segoviana “cita de pícaros y buscones”.

Para animar a la lectura del libro de González Herrero, recordamos que Sancho fue manteado por “cuatro perailes de Segovia”, que doña Dulcinea es “más derecha que un huso de Guadarrama”, o que el hidalgo caballero saboreó gansos de Labajos.

“Cervantes habla de Segovia pero escribe desilusionado, con una visión crítica de la decadencia del imperio español y de su mal gobierno”, ha precisado el historiador dando relevancia al doble propósito que Cervantes persigue a través de sus personajes: censurar los fundamentos ideológicos dominantes y recuperar los valores perdidos: justicia, fidelidad y honradez.

sábado, agosto 20, 2005

Manuel González Herrero une a Segovia y Cervantes en un libro



Manuel González Herrero une a Segovia y Cervantes en un libro

La Diputación acogió la presentación del trabajo


Manuel González Herrero, Javier Santamaría y Tomás Calleja Guijarro, en la presentación del libro / J. MARTÍN

El Adelantado - Segovia

La Diputación acogió en la tarde del pasado jueves, 7 de abril, la presentación del libro del historiador Manuel González Herrero ‘Segovia en la vida y obra de Miguel de Cervantes’, un acto en el que participaron el autor, el presidente de la Diputación, Javier Santamaría, y el escritor Tomás Calleja Guijarro.

González Herrero asegura en el libro que el impresor del Quijote, Juan de la Cuesta, era un segoviano que se había trasladado a Madrid.

La presentación de la publicación formó parte de las celebraciones del IV centenario del Quijote.

jueves, agosto 18, 2005

LA TUBERIA MANCHEGA. VIEJA CONOCIDA.


LA TUBERIA MANCHEGA. VIEJA CONOCIDA.

por Independientes por Cuenca


Este proyecto que, como su propio nombre indica, saca agua del Trasvase Tajo- Segura para llevárselo a la Mancha -fundamentalmente en las provincias de Ciudad Real y Albacete-, se proyectó durante el Gobierno del partido popular y se ha mantenido, después de la derogación del trasvase del Ebro, con el Gobierno del partido socialista.

Antes, ahora y en el futuro, este es un proyecto que aumenta para Cuenca, con nuevo embalse en Carrascosa del Campo que anegará una amplia extensión de tierra fértil, la herida de un trasvase que lleva lustros secando el futuro de esta tierra y sus gentes porque se lleva la riqueza sin dejar compensaciones.

Entre otros destinos, el agua que circulará por este nuevo trasvase, regará las oportunidades de futuro que para Ciudad Real se han comprometido en el macroproyecto “Reino Don Quijote”. Un complejo turístico CON PARQUES ACUATICOS EN PLENO SECARRAL MANCHEGO.

Sabíamos por tanto hace tiempo que esta obra traicionaba los intereses de Cuenca y que por tanto es ilegítima. Ahora se ha publicado además que puede ser ilegal porque se aprobó con la ocultación por parte de la Junta de Comunidades de un informe técnico que desaconsejaba con rotundidad el proyecto hidráulico.

Cuenca, castellana






por Antonio Melero, concejal de Independientes por Cuenca

Carta publicada en El Pais

Dice don Tomás Fernández, profesor de la UNED en el bonito reportaje sobre Cuenca que publican el domingo 7 de agosto, que "los conquenses no se sienten tan castellanos... y que su sentimiento de dependencia dudosa ha venido a ser sustituído por la Universidad de Castilla-La Mancha".
Cuenca ha sido castellana desde el año 1177, ciudad castellana con derecho a tener representantes en las Cortes de Castilla y ciudad comunera.
En Cuenca se habla uno de los castellanos más puros de España. Si algo no nos consideramos los conquenses es manchegos.
Y se de algo no podemos enorgullecernos los de Cuenca es de la Universidad de Castilla-La Mancha, que ha marginado sistemáticamente a nuestra ciudad con titulaciones de segundo orden.
La próxima vez que vengan por nuestra ciudad, pregunten a la gente de la calle lo que opinan sobre cómo nos ha tratado Castilla-La Mancha en estos 23 años de autonomía artificial. Igual don Tomás Fernández se lleva una desilusión.

sábado, agosto 13, 2005

SEGUNDO MANIFIESTO DE COVARRUBIAS (COMUNIDAD CASTELLANA)


SEGUNDO MANIFIESTO DE COVARRUBIAS



Castilla surge a la historia en el “pequeño rincón” montañoso situado entre el Mar Cantábrico y el Alto Ebro como un país de hombres libres dueños de las tierras que labran y de grandes extensiones de propiedad colectiva donde pacen sus ganados. Y nace y se desarrolla en Alianza con los vascos (Fernán González fue, no se olvide, el primer conde independiente de Castilla y de Álava, que comprendía entonces la mayor parte del actual País Vasco) independizándose del trono asturleonés continuador de la monarquía hispanogoda toledana, unitaria y de estructuras sociales muy jerarquizadas. La población castellana funde en su suelo viejas estirpes cántabras, vascas y celtíberas, forma una sociedad de tradición igualitaria y crea un Estado de base popular.

La vieja Castilla apenas conoce feudalismo; no medran en su solar grandes latifundios eclesiásticos ni laicos; y en él se desarrollan hermandades, cofradías, merindades y comunidades de ciudad ( o villa) y tierra que se gobiernan autónoma y democráticamente, sin grandes distingos sociales entre los individuos que las integran, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya se unen, libremente y por separado, a Castilla con sendos pactos forales y el vínculo permanente de un monarca común.

Los primeros castellanos se comportan como un pueblo original en sus instituciones, su idioma y su cultura; originalidad que en buena parte viene de sus viejas raíces prerromanas. Su lengua, el hoy llamado castellano, con claras influencias eusquéricas, es el más distante del latín entre todos los romances peninsulares. En la primitiva Castilla los cargos públicos son de elección popular, incluso los jueces, que administran justicia en nombre del pueblo. En Castilla, y en el País Vasco, nace así la primera democracia de la Europa medioeval.

Castilla y León, aunque vecinos, son países diferentes y de muy distintos orígenes y desarrollos. Las estructuras sociales y políticas de los países de la corona de León (Asturias, Galicia y León) están reflejadas en el Fuero Juzgo romanovisigótico, código fundamental en todos ellos (rechazado por los castellanos y los vascos), llamado también Fuero de los Jueces de León, pues con arreglo a sus leyes decidían en la ciudad de León, en suprema instancia, los jueces designados por el rey con jurisdicción en todo el territorio de la monarquía.

León y Castilla contribuyeron en sus orígenes de muy distinta manera a la formación de la nación española. Aquél estableciendo la unidad de un Estado español que – con la excepción portuguesa – llega hasta nuestros días; ésta, defendiendo la personalidad propia de los diversos pueblos hispanos, que también hoy perdura y la Constitución de 1978 proclama.

La historia de la Castilla original y auténtica viene siendo ocultada o adulterada desde hace siglos por una historiografía al servicio de las oligarquías dominantes y por el unitarismo y el centralismo del Estado. Se ha elaborado y establecido oficialmente una imagen de Castilla como pueblo imperialista y dominador que ha sojuzgado a todos los demás de España imponiéndoles por la fuerza su lengua, su cultura, sus leyes y sus concepciones políticas. Falsa imagen castellana que ha causado grandes estragos al dificultar gravemente el buen entendimiento entre todos los pueblos de España.

Castilla no es ni ha sido eso que, tergiversando la realidad, de ella con harta frecuencia se dice. No hay ni ha habido en España una hegemonía ni un centralismo castellanos. Las genuinas instituciones de Castilla nada tienen que ver con el absolutismo ni con unitarismo imperial. La verdadera tradición castellana tiene raíces populares y es comunera y foral: respecto a la libertad de las personas, igualdad ante la ley, Estado de derecho de acuerdo con los fueros y los usos y costumbres del país. “Nadie es más que nadie”, dice una viejísima sentencia popular. Castilla no ha dominado a los demás pueblos de España, ni les ha despojado de su personalidad histórica. No ha sido causante, sino la primera y mayor víctima del centralismo estatal; y no sólo del centralismo político y económico, sino también de un centralismo cultural y homogeneizador que ha desfigurado en todos sus aspectos – histórico, político, cultural, y hasta geográfico – su verdadero ser.

Los castellanos debemos rechazar y denunciar las imposturas de esa mitología falsificadora de Castilla. Esta no puede ser identificada con el Estado español unitario y centralista, del cual sólo fue una parte, y no la de mayor peso. Castilla no ha hecho a España, que es obra de todos sus pueblos; ni nació para mandar, pues surgió a la historia defendiendo su propia independencia; ni ha tenido “voluntad de imperio”; ni es verdad que sólo cabezas castellanas sean capaces de concebir la gran España de todos los españoles.

Castilla – toda Castilla, desde la Montaña cantábrica hasta las serranías de Cuenca, y desde la margen derecha del Ebro en la Rioja hasta la izquierda del Pisuerga en Burgos – debe ocupar el puesto, digno e igual, que en la comunidad fraternal de los pueblos de España le corresponde.

En este crítico momento de su historia el pueblo castellano se levanta para afirmar su derecho a la supervivencia y su voluntad de mantenerla.

Así decíamos los castellanos aquí reunidos, el veintiséis de Febrero de 1977, al constituir Comunidad Castellana como asociación abierta a todas las personas identificadas con su espíritu y sus propósitos.

Hoy, diez años después, Comunidad Castellana al repasar la labor realizada desde su fundación, reafirma sus propósitos originales y pone sus ideas de acuerdo con las nuevas circunstancias nacionales.

La Constitución democrática de 1978 por la que se rige la nación española, en su mismo preámbulo, proclama la voluntad de proteger a todos los pueblos de España en el ejercicio de sus culturas, tradiciones e instituciones; idea reiterada en el Artículo 2 que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación. La España de las autonomías está, pues, constitucionalmente asentada en la naturaleza varia y plural de una nación española integrada por diversas nacionalidades y regiones.

Promulgada la nueva Constitución, los primeros gobiernos que de ella dimanaron, de acuerdo con los partidos políticos mayoritarios, procedieron a establecer los correspondientes regímenes autonómicos en las diversas nacionalidades o regiones de España. En la mayoría de ellas (Cataluña, el País Vasco, Andalucía, Navarra, Galicia, Aragón, Valencia, las Islas Baleares, las Islas Canarias, Asturias, Extremadura y Murcia) se tomó como base indiscutible el respeto a los territorios de las entidades históricas. Las tres restantes (León, Castilla la Vieja – o sencillamente Castilla – y Castilla la Nueva – básicamente el antiguo reino de Toledo -) fueron suprimidas.

Castilla fue además destrozada en cinco pedazos: uno de ellos (provincias de Burgos, Soria, Segovia y Ávila) ha sido agregado al antiguo reino de León para formar un conglomerado político-administrativo llamado “Castilla y León” - que no es León ni es Castilla -; otro ha sido agregado a un segundo conglomerado llamado “Castilla-La Mancha”; dos castellanísimas provincias (la Montaña cantábrica, solar originario de Castilla y del romance castellano; y la Rioja, foco principal de la primera cultura castellana) antes que verse incorporadas a una nueva región extraña han preferido las correspondientes autonomías uniprovinciales, salvando así su propia castellana personalidad; y para terminar, el territorio castellano de Madrid, incluida en él la capital de España, ha sido convertido también en comunidad autónoma uniprovincial.

Para justificar tan desatinada arbitrariedad los políticos y tecnócratas que la defienden aducen conveniencias económicas y de adaptación al progreso de los nuevos tiempos y de otras razones no menos artificiosas y falaces, como la peregrina “necesidad natural” de que los castellanos reduzcamos el territorio de nuestro histórico solar para que quede dentro de los límites de la cuenca del Duero. Sabido es que las cuencas de los grandes ríos son frecuentemente asiento geográfico de diversas regiones o naciones. La del Duero es castellana por su parte alta, leonesa en la media y portuguesa en la baja. La del Ebro es en sus sucesivos tramos: castellana, vasca, navarra, aragonesa y catalana. Por otra parte, la porción mayor del territorio castellano se haya fuera de la cuenca del Duero: en la vertiente cantábrica santanderina y en las altas cuencas del Duero, el Tajo y el Júcar.

Todos los países afrontan problemas económicos, y cada nación tiene el espacio geográfico que la historia, por muy diversas circunstancias, le ha asignado. Y ninguna ha sido borrada del mapa porque un cónclave de tecnócratas lo haya considerado conveniente para la administración del país. El progreso material no está reñido con la fidelidad a la patria; al contrario los pueblos más cultos y desarrollados son los que con más esmero y cariño cuidan su herencia histórica y las tradiciones dignas de ser conservadas.

Castilla vive hoy una gravísima crisis en la que se halla en juego su propia existencia como entidad histórica en el conjunto de las Españas. Situación que no ha sobrevenido de repente. Por diversas causas, los pueblos castellanos han venido perdiendo la memoria de su pasado colectivo, base más firme de toda comunidad nacional, y más que por propia dejadez porque les ha sido secuestrada por el unitarismo estatal. Mientras a los catalanes, a los vascos y a otros españoles se les atacó desde el gobierno central por defender sus respectivas culturas y demandar el autogobierno regional, a los castellanos – y con nosotros a los leoneses y los toledanos, como si fuéramos un todo homogéneo -, al contrario, se nos aduló poniéndonos como ejemplo de “verdaderos españoles” y, por ello, de enemigos de toda autonomía regional – calificada de “separatismo” - , a la vez que se mistificaba nuestra historia a gusto y conveniencia de las oligarquías gobernantes, hasta el grado de que cuando, de manera general, se planteó en España la cuestión de las autonomías, pocos castellanos tenían idea clara de lo que Castilla significa, y así, sin previo consentimiento, nos encontramos con que nuestra patria regional – anterior al mismo Estado español – ha desaparecido del mapa.

Reiteradamente hemos afirmado, ante la indiferencia o la incredulidad general, que Castilla ha sido la primera y mayor víctima del centralismo estatal; pero nunca habíamos llegado a pensar que pudiera ser destrozada y eliminada del conjunto español.

¿ Qué hacer en tan grave situación ? Ante todo afirmar nuestra condición de castellanos y nuestra conciencia colectiva con el mismo vigor que otros pueblos de España ponen en mantener la suya.

Hemos de cuidar también la solidaridad permanente entre todas las provincias castellanas, cualesquiera que sean sus actuales condiciones políticas, tanto las incluidas en las nuevas entidades administrativas de “Castilla y León” y “Castilla La Mancha” como las que tienen uniprovincial autonomía.

La Montaña de Cantabria y La Rioja son dos trozos de Castilla que mantienen su propia personalidad histórica y hoy poseen una autonomía que en el futuro puede y debe hacer de ellas baluartes decisivos en la lucha por la reconstrucción de una nueva y cabal Castilla. Ambas provincias han sido partes fundamentales de la Castilla histórica y deben serlo de la Castilla del porvenir. Una Castilla sin las tierras de la Montaña cantábrica y de La Rioja es para nosotros una Castilla tan inconcebible como una Cataluña sin Gerona, un Aragón sin Huesca o una Andalucía sin Córdoba o Granada.

Tampoco podemos olvidar la naturaleza castellana de las tierras de Madrid, aunque esta provincia, por albergar la capital de España, revista un carácter singular. Por ello creemos conveniente para la provincia de Madrid, para Castilla y para toda España en general que la villa de Madrid sea dotada de un estatuto especial adecuado a la función de capitalidad. Ayudaría a estos fines el traslado del gobierno autonómico de la comunidad provincial a otro lugar de su territorio (por ejemplo Alcalá de Henares).

En estas confusas circunstancias, cierta propaganda pretende enfrentarnos a castellanos y leoneses. Es preciso deshacer tan torpe maniobra. El que muchos leoneses anhelen, como nosotros castellanos, la propia autonomía, lejos de ser causa de enemistad entre ambos pueblos debe ser motivo de alianza. Los leoneses y los castellanos debemos estar unidos y actuar juntos, no sólo como españoles – que todos lo somos por igual – sino como víctimas e este caso de una misma injusticia; juntos – que no unificados en un amorfo conglomerado – unos y otros para defender el derecho de nuestros pueblos a las respectivas autonomía regionales.

Una de las características más notables de Castilla es su interna variedad. El viejo reino castellano – y antes el condado independiente – estaba constituido por una multitud de comunidades autónomas en su gobierno interno, como un jefe común, conde primero, rey después. El devenir histórico ha ido reduciendo, en las estructuras políticas de Castilla y en la conciencia de los castellanos, el número de aquellas primeras comunidades al de las actuales nueve provincias.

Si la Castilla autónoma y cabal que propugnamos ha de darse en lo posible una organización interna acorde con su tradición y su naturaleza, debe constituirse como una mancomunidad de todas sus provincias en la que cada una de ellas mantenga la mayor autonomía propia, partiendo del principio que trata de evitar toda opresión centralista – de grande o pequeño radio – de que lo que pueda hacer bien el municipio – o la comarca – no debe hacerlo la provincia; lo que ésta sea capaz de realizar no debe absorberlo la región, y lo que la región pueda llevar a cabo no debe estar a cargo del Estado español.

El resurgir de Castilla tiene que ser obra de sus propios hijos. Lo que no hagamos nosotros para defender nuestra personalidad nacional y obtener nuestra autonomía, no nos lo hará – no debe hacérnoslo – nadie.

Castellanos: la tarea que tenemos por delante es larga y muy dura. A trabajar sin desmayo por una Castilla nueva y tradicional a la vez, fiel a lo que de noble y ejemplar tuvo su pasado y empeñada en levantar un mejor porvenir, a forjar la Castilla cabal de todas sus provincias y comarcas, Comunidad Castellana os convoca a todos en décimo aniversario de su fundación.

En Covarrubias, ante la tumba de
Fernán González, 26 de Febrero de 1987

viernes, agosto 12, 2005

La extensión (RES)

LA EXTENSIÓN

Extensión valor supremo al parecer del nuevo nacionalismo neocastellano, que al margen de la tendencia inherente a todo nacionalismo o micronacionalismo a la expansión, parece que en el caso castellano tiene una referencia singular y cercana en aquel libro publicado allá por el año 1980 titulado: “El nacionalismo: última oportunidad histórica de Castilla” de Juan Pablo Mañueco (Guadalajara, Prialsa 1980) recopilación de artículos publicados entre 1976 y 1979 época de planteamientos iniciales de las autonomías; el contenido del texto, que al parecer ha hecho furor en los posteriores partidos nacionalistas neocastellanos, no podía ser más decepcionante: ninguna referencia histórica castellana seria, ni social, ni jurídica, ni lingüística, ni menos aún antropológica , ni tampoco mitológica, no se sabe bien si por ignorancia culpable o por obcecación en sus ilusorias pretensiones; en breve se refería a la importancia estratégica que la mera extensión territorial por acumulación arbitraria de una serie de provincias del centro de España, falaz e impropiamente denominada Castilla, podría suponer en una futura arquitectura política.

Releido retrospectivamente contiene el libro todos los manidos tópicos después manejados por los nacionalismos neocastellanos de vario pelaje: reducción del más antiguo evento de la supuesta historia castellana al siglo XVI con la guerra comunera como hito imprescindible; réplica de los argumentos de los nacionalismos periféricos al primar como fundamento de la nacionalidad la lengua; apelación formal a la historia y desconocimiento efectivo de ella cuando se trata de deslindar las diferentes estelas históricas de León, Castilla y Toledo; sobreestimación de los factores geográficos y pragmáticos, la extensión entre ellos, a expensas de cualquier otra peculiaridad social, jurídica, histórica o lingüística; citas paradigmáticas de Julio Senador que no se acabó de coscar muy bien de lo que era León ni de lo que era Castilla, para él indiscriminadas tierras mesetarias; propuestas delirantes sobre el sector terciario como motor del desarrollo económico; despoblación creciente que hoy sabemos es un problema general de occidente y no desgracia particular de una parte; apelación entre cuartelesca y autoritaria a una para él unanimidad deseable sin fisuras de pensamiento ni diferencias de criterio; denuncia de malvados que conspiran sin descanso contra su inventada nación castellana, juramentos de odio eterno para un españolismo de dudosa caracterización tanto en sus habitantes como en su territorio; efusiones emocionales sobre el orgullo de pertenencia a la extensión de su inventada patria; descalificación histérica de aquellas personas o asociaciones - como C.C- que, coherentes con la historia, defienden una distinción clara de lo que es la modesta Castilla real de otros reinos que pertenecieron a la corona de Castilla, con los dicterios de condalista y fernangonzalista; repetición cansina de agravios a reparar con un lenguaje burdo, pleno de latiguillos, medias verdades, por no decir falacias y puras mentiras. En fin un dechado impresentable de verborrea delirante de pretendido nacionalismo castellano .

Esta joya del pensamiento político mereció en su día su exhibición en la televisión por el eximio escritor Miguel Delibes con motivo de una entrevista en la entonces única televisión estatal, que bien podría haberse molestado en seleccionar algún otro texto reivindicativo de Castilla con más habilidad; aunque ciertamente no era muy copiosa entonces ni ahora la literatura sobre este tema. No cabe duda por otra parte que por los comentarios y opiniones de Delibes, mucho mejor como novelista que no como historiador ni memorialista de Castilla, en que reiteradamente expone su tesis de que su natal y leonesa ciudad de Valladolid es Castilla la Vieja, y castellanos viejos sus habitantes, estaban en concordancia plena y evidente con la confusión global del libro mencionado de Mañueco, seguidor en esto de las irreales geografías noventayochistas y de Ortega y Gasset, por no mencionar a Onésimo Redondo, Ramiro Ledesma, Francisco Franco Bahamonde y a los caciques agraristas de Tierra de Campos,.

Receptáculo de la medida, la extensión es la última categoría que le queda al nuevo nacionalista neocastellano, más simplificador en esto que el propio Descartes con la filosofía aristotélica y escolástica, pues al fin y al cabo admitía este la res extensa y la res cogitans, mientras que el nuevo nacionalista además de la extensión solo puede echar mano de la res ignorans cuya sola postulación explicaría sobradamente la irreal extensión añorada, en cuyo caso vuelve a haber una craso reducción a un solo y erróneo polo. ¡ Que grande es mi pais! piensa en su delirio el nacionalista, como en las disputas de picadillo de los niños en que uno de ellos afirma: mi papá es jefe, a la cual raudo responde otro: pues mi papá es general, rápidamente retado por otro que asegura: pues mi papá es rey. Así también entre los nacionalismos vecinos se disputa siempre una cualidad única y pretendidamente superior al resto de la humanidad: uno dice nuestra lengua es la única no indoeuropea que subsiste en occidente; pues nuestra cultura tiene un seny que no te voy a contar dice el otro; pues los cromosomas de mi raza son chanchi dice el de más allá, y en fin, último y patoso advenedizo, el nacionalista neocastellano que difícilmente puede aducir la singularidad de una lengua universal o de una raza insólita dice para no ser menos: pues mi nación otra cosa no será pero lo que es grande, lo es en cantidad; en el fondo añora los dichos imperiales de la época filipina: en sus dominios no se pone el sol , no en vano su extensa delimitación de la supuesta Castilla coincide con el ideario imperial falangista de los años treinta.

Ningún reino, ningún imperio de la historia a basado su razón de ser en la extensión, los acontecimientos felices o desgraciados ligados a la suerte de guerras, conquistas o descubrimientos, hacían que nunca fuera idéntico territorio poseído, pese a que se conservaran iguales los principio de civilización y cultura que caracterizaban al pueblo o pueblos medulares de aquellas entidades políticas. Muy por el contrario los nacionalistas neocastellanos primero delimitan el mapa y luego tratan de probar homogeneidades más o menos plausibles; un auxiliar importantísimo para estos tejemanejes es censurar la historia de los orígenes de Castilla, uno de cuyos hilos conductores es precisamente el antagonismo con el reino de León; el segundo acto es considerar como escena primigenia de los castellano la llamada guerra de los comuneros en el siglo XVI que en realidad se manifestó en muchos de los reinos que componían el mosaico habitualmente denominado por simplificación corona de Castilla, y en una época en que el reino de Castilla estaba ya ampliamente descastellanizado o leonesizado para usar un término de Menéndez Pidal. No se puede decir no obstante que todos ignoran estas cosas, hay incluso eminentes historiadores que sabedores de estos antecedentes recurren a otros sofismas, tales como: leoneses y castellanos son muy parecidos; o aquella otra que dice: es más lo que nos une que lo que nos separa, no especificando claro está cual es la escala de uniones o separaciones y el instrumento de medida usado, es decir el separómetro, Con vaguedades de ese tipo sería difícil discriminar sorianos de turolenses, salmantinos de cacereños, riojanos de zaragozanos; en todos los casos hablan castellano, en su mayor parte pasan ampliamente de política, respiran, comen tres veces al día, duermen de noche y eventualmente exhalan flatos.

Al margen de estos grupúsculos algunos un poco más ilustrados llegan a distinguir la diferencia del conglomerado de reinos que formaban la corona de Castilla y el reino de Castilla, aunque con loable propósito proponen una federación de todos o los mejor dispuestos de los antiguos reinos que formaban la corona de Castilla, pero no son precisamente santos de la devoción de los nacionalistas neocastellanos forofos de la una, grande y libre. Llama a veces la atención en el comportamiento de estos últimos que dentro de la extensión inmensa una y grande, llegan a vislumbrar a veces diferencias geográficas, lingüísticas, históricas o folclóricas, ante lo cual se ponen en guardia y descubren un Mediterráneo trivial, viniendo a decir que su Castilla una, grande y libre tiene regiones, aunque no quieren decir con esto que Castilla sea una región española , como lo son Extremadura o Andalucía, bien conocido en la antigua enseñanza primaria ; la cuestión es bastante más confusa puesto que afirman como resultado de su postulada homegeneización de partida que León es nada menos que una región de Castilla. Pero a veces rectifican y la palabra región les parece sospechosa de interpretaciones antiguas, ninguneadoras y reaccionarias, y ante lo cual - ¡oh pasmo de los dioses!- deciden que es mejor el nombre de comarca, palabra de claras connotaciones ligadas al viejo imperio carolingio, sospechosa añoranza de la escena original de un paraíso imperial, por sus antecedentes inmediatos más cerca de las elucubraciones imperiales falangistas que no del viejo imperio de Carlomagno.

Ancha es Castilla dirán parafraseando el refrán popular; torpe y zafia sabiduría como la de tantos otros refranes que ya advirtiera en su día Alonso Quijano a Sancho Panza; como se ha dicho más de una vez la genuina Castilla es no tanto ancha como larga. Los nuevos nacionalistas al confundir lo que de manera genérica era de la corona de Castilla con que concretamente era el reino de Castilla han creado un extraño sucedáneo de Castilla y los castellano susceptible de extenderse cual chicle, lo mismo puede ser castellano Burgos que Murcia, Ávila que el Bierzo o Segovia que Sanabria; claro que la cosa no para ahí, no falta algún gaditano, malageño o granadino que en virtud de la pertenencia de sus tierras a la antigua corona de Castilla, y desconociendo absolutamente que cosa era el reino de Castilla, se consideran con derecho a denominarse castellanos; cuando un calificativo se aplica a todo en realidad ya no significa nada. El todo es la nada que diría Hegel. No tiene todo esto nada de particular puesto que el uso de sucedáneos chiclosos, en este caso Castilla y castellano, es muy beneficioso para partidos, que más que la naturaleza de Castilla y lo castellano, lo que buscan es el poder a través de los votos, por lo que son capaces de argumentar sofística y retorcidamente la mucha castellanidad de Puertollano en virtud de los votos que obtienen, es decir los puertollanicas no votan una opción por ser castellanos, sino - ¡oh milagro!- son castellanos porque votan a una opción. Pero en el arsenal del pragmatismo político moderno todo tiene explicación; medianamente informados de las teorías russonianas que subyacen a la moderna política de masas, creen que una nación se forma por la voluntad individual de sus miembros en un momento dado, claro que poco manejable la noción de voluntad , el político prefiere manejar la noción de sentimiento mucho más voluble y manipulable. Los sentimientos y emociones, raramente coincidentes con la verdad, vienen a ser pues casi exclusivamente la base en que se despliega la política y los nacionalismos modernos de muy vario pelaje, y tratan por tanto de excitar sentimientos no de alcanzar la verdad, ni menos aún de realizar la plenitud del ser y la beatitud. Una nación, un pueblo no es solo un presente refrendado por una mayoría, es también el pasado y el futuro, difícilmente explicable por arranques sentimentales; hoy día es francamente difícil de comprender para el ciudadano medio que pueblos y naciones se han mantenido en el tiempo por en virtud de la adhesión a principios atemporales por encima de lo meramente humano, origen de una transmisión tradicional que traspasa las fronteras temporales, y no por recuentos aritméticos momentáneos y ocasionales de pulsiones sentimentales.

Es curioso notar las desazones, desalientos e indignaciones que produce en el nacionalismo neocastellano extensivo y de secano el emergente nacionalismo leonés, por el momento bastante más numeroso en sus partidarios y seguidores que aquel. Se aducen no se que atentados al extenso espacio vital o lebensraum castellano, tanto más difíciles de creer cuanto que la declinante población castellana, si se excluye la provincia de Madrid, probablemente quepa holgadamente en el Principado de Mónaco , y si no fuera todavía el caso lo será a no tardar mucho. Cuando se contempla la postración reverente ante la extensión no dejan de resonar en la mente aquellas palabras de Cioran acerca de Rusia y su tendencia a la expansión imperialista:

… a imagen de las naciones con destino imperial, está más impaciente por resolver los problemas ajenos que los suyos propios

(E. M. Cioran. Contra la historia. Tusquets Editor. Barcelona 1976)

La extensión desmesurada no solamente ha sido objeto de los actuales partidos nacionalistas neocastellanos, muchos políticos de partidos estatales se han fascinado ante la idea de hacer carrera en la más grande de las regiones europeas (C y L), región ómnibus, como decía cierto historiador, que comprende indiscriminadamente churras y merinas; incluso fue esta eventualidad de realizar carreras apetecibles lo más que pesó en el actual diseño del mapa geográfico y la extensión autonómica:

Veamos cual fue la postura de los diferentes partidos políticos ante la cuestión leonesa después de las elecciones. Rodolfo Martín Villa, el dirigente más destacado de UCD en la provincia , manifestaba en una reunión de su partido que “ toda decisión sobre la autonomía tiene que proceder de la voluntad popular”. Pero al mismo tiempo los dirigentes de UCD consideraban más interesante para su partido y sus carreras políticas la integración de León en una gran región castellano-leonesa. A finales de marzo se reunían los dirigentes de UCD en la provincia y acordaban apoyar la opción regional Castilla-León.
…………………………………………………………………………………………….
En marzo de 1980 la dirección provincial del PSOE de León , pasando por alto la consulta a la opinión popular que repetidamente había propuesto, decidía la incorporación de la provincia a la región de Castilla y León.

( Anselmo Carretero Jiménez. Castilla. Orígenes, auge y ocaso de una nacionalidad. Editorial Porrúa. México 1996. p796)

Contrariamente a lo ocurrido en la Montaña cantábrica y la Rioja, los dos partidos entonces dominantes (UCD Y PSOE) acordaron oponerse a la voluntad manifiesta de los segovianos y apoyar la creación del conglomerado castellano-leonés, cuyas dimensiones –“la mayor región de Europa” decían con orgullo sus patrocinadores- hacía muy codiciable su gobierno para los políticos deseosos de poder y prestigio.

( Anselmo Carretero Jiménez. Castilla. Orígenes, auge y ocaso de una nacionalidad. Editorial Porrúa. México 1996. p803)

Las ansías de extensión de los actuales partidos nacionalistas neocastellanos supera con mucho a los partidos que cocinaron en su día las actuales autonomías, pretenden nada menos que meter en el mismo saco León, Toledo y Castilla, haciendo gala mucho más de apriorismos burdos y mendaces que no ventajas y componendas coyunturales astutas como hicieran en su día UCD, PSOE y PC. Además esta nueva propuesta de gran Castilla induce fatales y desagradables resonancias con gran Serbia de Milosevic y las atrocidades cometidas en su nombre. Al parecer siguen obstinados, al igual que algunos varones obsesionados y rijosos, en la senda del “caballo grande ande o no ande”, y como en estos no es ello panacea de desarrollo firme y gozoso; así en el nuevo diseño de reparto de fondos entre autonomías ya se parte del principio de que precisamente la extensión como virtualidad de mayores posibilidades y recursos debe quedar excluida de entrada de cualquier consideración de apoyo, subvención o reparto distributivo. Así hasta un periodista políticamente correcto, turiferario de las instituciones, quejoso a veces de la falta de patriotismo castellano-leonés vagamente denominado mesetario y seguramente bien pagado por todo ello, llega advertir estos extremos :


Densidad y financiación

En el nuevo modelo de financiación autonómica aparece un apartado con el título de densidad demográfica, que es el paradigma de la discriminación política y económica que sufre esta Comunidad. El Consejo de Política Fiscal y Financiera pone dos condiciones para que las comunidades autónomas puedan a acceder a este capítulo: 1.- Deben tener una densidad demográfica que no supere los 27 habitantes, condición que cumple Castilla y León 2.Que su superficie no supere los 50.000 kilómetros cuadrados, con lo cual, Castilla y León no cumple esta condición y, por lo tanto, no nos llevamos ni un duro. Tan sólo dos comunidades, Aragón y Extremadura, disfrutan de estos dineros, por cierto,'con gobiernos regionales socialistas. La segunda condición, expuesta anteriormente, está redactada contra Castilla y León. Es inexplicable, La Junta no ha defendido los intereses de esta comunidad. ¿Cómo es posible que Castilla y León, una de las regiones mesetarias, quede fuera del reparto de los fondos de comunidades con baja densidad demográfica?. Pero existe otro capítulo en el modelo de financiación que lo denominan, «pobreza relativa», el cual está dotado con una cantidad insignificante, 150,253 millones de euros (25.000 millones de pesetas), lo que nos está indicando la poca importancia que dan los ideólogos del Consejo de Política Fiscal y Financiera a los más desfavorecidos. A través de una fórmula que han confeccionado, en la cual, intervienen la población y el Valor Añadido Bruto, Castilla y León sólo obtiene el 2,9% del total de estos fondos dedicados a la pobreza. Estos tecnócratas no tienen remedio cuando se trata de perjudicar a los pobres. Un ejemplo, si esta fórmula se hubiera aplicado para Castilla y León hace cinco años, cuando teníamos 50.000 habitantes más, hubiéramos tenido más dinero por este concepto. Es decir, en la fórmula lo que verdaderamente está penalizando es ser pobre y la despoblación, porque nuestra despoblación, la de Castilla y León, se debe en gran parte a la pobreza.

El 94% en la distribución de los dineros entre las autonomías depende de la población. Castilla y León, el problema que tiene es la despoblación, debido a nuestro crecimiento vegetativo negativo y a la emigración que aún sufrimos. La Junta tendría que haber luchado para que el criterio poblacional estuviera alrededor del 50%., el resto, a dividir entre el territorio, la densidad, la pobreza, etc. La Junta tendría que haber defendido la despoblación como un criterio de solidaridad interregional. El nuevo modelo de financiación adolece de una cosa, la falta de previsión sobre la evolución de la población, porque Castilla y León pierde población. Da la impresión de que primero se han pactado las cifras y luego se han puesto los criterios.

(Alfredo Hernández. El Mundo Castilla y León.16-septiembre-2001)

Si la organización de Castilla hubiera sido de abajo hacia arriba, desde las comunidades de villa y tierra hasta el reino, del hombre al ciudadano y de la libertad social a la jerarquía política, es posible que entonces las cosas hubieran sido otra cosa; pero ni los castellanos de ahora conocen su pasado sino que más bien procuran escamoteárselo todo cuanto sea posible; ni la política moderna no tiene en cuenta ninguno de los planteamientos del orden social tradicional castellano, sino que más bien apuesta por unas dimensiones cuantitativas del poder: extensión de territorio, masas de posibles votantes , dominio de medios y propaganda, apaciguar al mínimo, si pudiera, los sufrimientos y estimular al máximo la vanidad. Efecto no previsto de los manejos políticos partidarios, dos antiguas provincias - Santander y Logroño-, puesto que a una tercera – Segovia- le fue drásticamente prohibido, separándose y renunciando a los delirios de extensión de los engendros autonómicos creados en el centro de península, consiguieron en cierta medida una aproximación a la antigua organización territorial castellana que en cierta forma se podría resumir en los polos de: libertad local y pacto general, habiendo realizado en parte el primero, siendo imposible el segundo, puesto que la actual constitución española impide los pactos entre comunidades autónomas. Así pues dos comunidades que no se reconocen en absoluto en los engendros vallisoletanos y toledanos en que quedó dispersa Castilla, son los únicos pilares que quedan actualmente como posible reconstitución del orden social y político castellano tradicional. No conviene hacerse demasiadas ilusiones al respecto, la política moderna sea del partido que sea, nacionalista, centralista o regionalista, lo menos que desea es un orden en que le hombre tenga más reductos de libertad, de responsabilidad y de conciencia del que da un voto espaciado temporalmente por quinquenios poco más o menos. A cambio, dirán, tiene más renta por cápita, más kilocalorías en la dieta, más estupideces en los medios, más caballos de potencia en el automóvil y ventajas a las que los actuales neocastellanistas añadirían la no despreciable consideración de un territorio no libre pero si extenso; todo ello parece que al moderno ciudadano le mola más que la libertad, al fin y al cabo como decía Cicerón : “el esclavo satisfecho es el peor enemigo de la libertad”.

Vivimos en tiempos de un nuevo ciclo de representación de paradigmas bíblicos, el pueblo castellano como Esaú ha renunciado a su herencia por un plato de lentejas, por cierto cocinada con ingredientes deleznables: una gran dosis de ignorancia, una ración de abstracciones de médula la gran patria, lengua universal, un puñado de reducciones homogeneizadoras con los vecinos, tropezones de pragmatismos geográficos duerolándicos, todo ello salpimentado con supuestas ventajas y orgullo de la extensión. No se trató siquiera de una tarta o al menos de unos bombones tentadores, tan solo fue una miserable bazofia de lentejas, por ella los burgaleses se olvidaron lo que significaba .” Caput Castellae”, sin duda la indigestión de lentejas no permitió suficiente claridad para los latines; aunque expresada en castellano tampoco entendieron muy bien los sorianos aquello de “cabeza de Extremadura” a lo sumo se coscaron que tenía algo que ver con cabeza dura; los abulenses tampoco entendían que era aquello de “Ávila de reyes Alfonsos madre”, que vaya madre que los parió; para que seguir: los madrileños no se han tenido nunca por paletos y no se codean con sus vecinos; los alcarreños recibieron su merecido cuando se les ocurrió recordar que eran castellanos y Cuenca no existe, dicho popular entre los niños pijos de los madriles de los años veinte y treinta posteriormente modificado por los turolenses para reivindicaciones tangibles. Son tan timoratos, pancistas y desventurados que votan sin condiciones ni reservas a los de siempre; tanto que finalmente convencidos estos últimos de su fidelidad perruna y acemilesca prescinden de ellos para negociar sus intereses vitales pecuniarios con el estado y las otras autonomías, la experiencia demuestra sobradamente que no hay voz, ni respuesta, ni alternativas más o menos factibles; claro que no es ajeno a este comportamiento el enorme porcentaje de pensionistas sin ideas claras sobre la titularidad de sus derechos, ni sobre el sistema de financiación y funcionamiento de la seguridad social; extremos estos que parece no acaban de entender algunos periodistas políticamente correctos como el antes mencionado. A este respecto y como inciso póstumo no deja de sorprender el recibimiento alborozado que tendría entre los demasiados pensionistas castellanos la idea de independencia radical que propugnan algunos de los nacionalistas neocastellanos como propuesta de progresismo sublime y liberador; las ya abundantes pensiones mínimas y de subsistencia dejarían de financiarse por la totalidad del colectivo laboral español para reducirse drásticamente a una financiación en las partes más despobladas y envejecidas de la península; de esta forma además de las mentiras, disparates y delirios sobre su inventada Castilla acaso consiguieran un holocausto final por inanición de pensionistas castellanos que dejaría chiquito a Auschwitz, a Mauthausen, al archipiélago GULAG, o a las millonadas de cadáveres del gran salto adelante del excelso timonel Mao; hazaña que acaso les agradecieran los nuevos líderes neocapitalistas por el favorable impacto que tendría en la cuenta de resultados y el balance de muchas sociedades anónimas; de esta forma, con su desaparición final, los castellanos rendirían un último beneficio tangible y evaluable en acciones, bonos y cupones para mayor gloria del tráfago capitalista. Y aún quedan pesimistas.

El diagnóstico de moribundia de Castilla se impone cada vez más con una evidencia cegadora, tanto que no tardará en llegar el penoso momento de poner el epitafio: Delenda est Castilla.

jueves, agosto 11, 2005

LA EXTREMADURA CASTELLANA. MADUREZ DEL PUEBLO CASTELLANO (CAPITULO II MADRID VILLA, TIERRA Y FUERO.V.A.)

MADRID VILLA, TIERRA Y FUERO.
(Inocente García de Andrés, José Paz y Saz, Vicente Sánchez Moltó, Enrique Díaz y Sanz, José Luis Fernández Gonzalez, Ricardo Fraile Celis)
Editorial EL Avapiés S.A. Madrid 1989

CAPITULO II

LA EXTREMADURA CASTELLANA. MADUREZ DEL PUEBLO CASTELLANO


A) LA EXTREMADURA CASTELLANA

Al norte del Duero, los castellanos de la Castilla condal vivían una vida co­munal en sus Merindades y Behetrías, en aldeas libres, comunidades locales autonómicas con personalidad jurídica propia indudable, expresada en sus conce­jos abiertos, que poseían colectivamente los prados, montes, aguas, etc.
Naturalmente, la Castilla norteña del siglo X llevó este modelo a los vastos territorios de la Extremadura -al sur del Duero-, pero modificándolos por razo­nes espacio-temporales y creando, a su vez, nuevas instituciones populares que reproducen, en muchos aspectos, lo que fueron las viejas estructuras celtíberas sobre ese mismo territorio: las Comunidades de Villa y Tierra o Concejos de Villa y Aldeas.
En los documentos de los siglos XII al XIV, en que se repuebla y vive una vida pujante la Extremadura o Extremaduras, es considerada ésta como una enti­dad distinta y parangonable a los reinos de Castilla, León o Toledo, aunque no con el título de reino.
Efectivamente, superada por Castilla la vieja frontera del Duero y encontrán­dose al sur de dicha frontera otras circunstancias socio-políticas y espaciales, comienza la tarea de asentamiento y repoblación que queda reflejada en los Fueros de los siglos XI y XII.
En esos cien años se rompe definitivamente la dualidad urbano-rústica y acaba implantándose con éxito el modelo concejil más evolucionado, que tiene su origen y sus raíces en la Castilla norteña de las Merindades: El Concejo de Villa y Aldeas o Comunidad de Villa y Tierra.

Ciudades o villas -capitales- se ensamblan con las aldeas y lugares de sus respectivos territorios jurisdiccionales (alfoz, término, tierra) y se funden en un todo orgánico. La integración entre lo rural y lo urbano se hace a través de las colaciones o parroquias de la capital, vertebrándose el territorio en demar­caciones administrativas a modo de distritos urbano-rústicos.
Este es el origen y significado de las circunscripciones territoriales conocidas con la denominación más corriente de seamos y otras más singulares de cuartos (Buitrago), quintos (Calatañazor), sexmas (Molina de Aragón), ochavos (Se­púlveda).
Esta peculiar organización administrativa del territorio municipal, primero en distritos urbano-rústicos y, después, desdoblados en las componentes urbano y rural, aparecen en las Extremaduras de León y sobre todo de Castilla, al sur del Duero y hasta el Tajo.
En la Extremadura de León tenemos la Comunidad de Salamanca (la más pa­recida a las castellanas), con su territorio dividido en cuartos; la de Ciudad Rodrigo, con su territorio dividido en campos; Ledesma, en rodas; Miranda del Castañar, Montemayor, Salvatierra de Tormes, en cuartos; y Plasencia, en sex­mos, etc.
También en el reino de Toledo, volvemos a encontrar la compartimentac¡ón del territorio en cuadrillas en la jurisdicción y tierra de Talavera y en el término y montes de la ciudad de Toledo y jurisdicción de Alcántara.
Pero es, sobre todo, por la Extremadura castellana -provincias actuales de Soria, Segovia, Avila, Madrid, Guadalajara y Cuenca (en su zona serrana y alca­rreña}-, donde los Concejos o Comunidades de Villa y Aldeas o Tierra, ad­quieren su particular significado y protagonismo.
Es verdad que no hay una delimitación tajante y que existen zonas de tran­sición e influencia, al menos las colindantes, como la Extremadura leonesa, al­gunas zonas de Aragón y el reino de Toledo. Se puede hablar, sin embargo, de las Comunidades de Villa y Tierra como de algo propio y peculiar de Castilla, ya que es en su área donde cuaja este tipo de institución con más perfección y amplitud; pudiéndose afirmar, igualmente, que es desde Castilla de donde se lleva a esas otras zonas de los reinos de León y Toledo.
Ello nos permite, asímismo, hablar de las Comunidades de Villa y Tierra co­mo de instituciones fundamentales que, juntamente con las Merindades de la Castilla norteña, conforman y expresan la personalidad del pueblo castellano.
B) Las Comunidades de Villa y Tierra
Las Comunidades de Villa y Tierra, o Concejos de Villa y Aldeas, eran repú­blicas populares que, dentro del reino de Castilla, poseían los atributos de los estados autónomos de una federación. Castilla, el viejo reino de Castilla, era, a grandes rasgos, un estado federal, un conjunto de Comunidades Autónomas.
La Comunidad o Concejo tenía soberanía y jurisdicción sobre un territorio muy variable que comprendía varios pueblos (a veces más de cien y aun de dos­cientos), teniendo cada aldea, a su vez, una cierta autonomía local y vida propia dentro de la Comunidad.
El poder emanaba del pueblo y era ejercido en el Concejo de la aldea o de la Comunidad. Alcaldes y regidores son de elección democrática. Los concejos son abiertos, y en ellos participa todo hijo de vecino cuando son convocados a campana tañida y repicada, en el pórtico exterior de la iglesia a la sombra de viejos olmos plantados junto a ella.
La Tierra (así se llama el territorio comunero fuera de la villa o ciudad-ca­beza) estaba dividida en distritos administrativos que abarcaban varios pueblos. Estos distritos se llaman sexmos, ochavos, cuartos o quintos, según hemos seña­lado anteriormente. Cada uno de ellos nombra sus procuradores-representantes en el Concejo de la Comunidad.
Las Comunidades o Concejos tienen fuero y jurisdicción únicos para todo el territorio. Los ciudadanos son todos iguales en derechos.
Las fuentes naturales de producción son patrimonio de la Comunidad, prin­cipalmente los bosques, aguas, pastos, dehesas... con esta propiedad colectiva coexiste la privada de casa y tierras de labor y huertas.
Era también de propiedad colectiva el subsuelo -minas y canteras- y, en muchas ocasiones, ciertas industrias de interés general, como fraguas, molinos y otras.
Como el suelo es propiedad de la Comunidad, ésta puede repoblarlo ha­ciendo surgir nuevas aldeas. Estas aldeas se extienden por la Tierra de una Comunidad y sus alcaldes sólo pueden juzgar en causas menores. Para asuntos de mayor importancia están el concejo comunero y los jueces de la villa, quienes deciden, teniendo poder incluso, y en las circunstancias especificadas en los Fueros, para condenar a la pena capital.
La suprema autoridad del Estado castellano residía en el rey, que debía ejer­cerla con sujección a los Fueros. La justicia correspondía al monarca, pero en suprema instancia y con arreglo al «fuero de la tierra». Debían jurar los reyes, los fueros castellanos. Bastaba para ello el juramento de los Fueros de cualquiera de las comunidades. Las demás, por su parte, se aprestaban a acudir al rey para que les confirmara en sus fueros, usos y privilegios. Recordemos aquí como la propia reina Isabel la Católica, bajó desde el Alcázar a la iglesia de San Miguel
de Segovia, lugar donde se reunía el Concejo de la Ciudad y la Tierra, para jurar allí los fueros de esa Comunidad y, en ellos, los de Castilla en general; siendo, tras este requisito, proclamada reina de Castilla.
Las Comunidades poseían ejércitos con enseña propia y capitanes designados por ellas; milicias concejiles que seguían el pendón del propio Concejo. Na­turalmente que el jefe supremo de los ejércitos era el rey, a cuyas órdenes, o de la persona en quien delegara su mando, actuaban los capitanes de las milicias concejiles. Muy importante fue el papel de las mismas en la lucha de la Re­conquista y destacado el que desempeñaron en aquella decisiva batalla de las Navas de Tolosa y conquistas andaluzas. Por último, los Concejos tenían una ciudad o villa como capital: centro jurídico-administrativo, económico y social de la Tierra.

Insistiremos, finalmente, en lo que ya señalábamos con anterioridad, es decir, que las Comunidades de Villa y Tierra son instituciones propias y definitorias de Castilla, aunque se extiendan también en la zona limítrofe de Aragón (Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín) y por la Extremadura leonesa (Salamanca, Ledesma, Ciudad Rodrigo, Plasencia y otras) y en menor grado, por el Reino de Toledo (Talavera, Montes de Toledo y Alcántara)


C) Delimitación geográfica de la Extremadura castellana


Sánchez Albornoz, en repetidos textos, ha escrito también con su caracterís­tica brillantez, la grandeza histórica de la Extremadura castellana y de sus comu­nidades concejiles:
«La repoblación de entre Duero y Tajo -dice- facilitó el nacimiento de una red fortísima de pequeños y grandes concejos que se dividieron toda esa basta zona, no menos extensa que la comprendida entre el Duero y las sierras cantá­bricas. Las comunidades contrapesaron la potencia económica y política de los magnates y de la clerecía; los núcleos urbanos que les sirvieron de centro vital fueron cada vez más populosos y se hallaron al frente de extensísimos términos municipales, poblados de aldeas; y ningún señorío del Reino se les pudo equi­parar en población y en fuerza militar y económica ni logró organizar una mi­licia capaz de acometer las aventuras heróicas que llevaron a cabo, hasta en Andalucía.
«En Castilla esa apretada red de grandes concejos vino a sumar nuevas y po­derosas masas de hombres libres y propietarios a los que habían surgido al norte del Duero a raíz de la primera repoblación de los siglos IX y X. Y así se consti­tuyó una extraña comunidad histórica alzada sobre una amplia base democrática, un pueblo único en Europa y en España. Sí, también en España. León tenía el terrible peso muerto de la Galicia señorial y el señorío había triunfado, asímis­mo, en Asturias y hasta en los llanos leoneses situados al norte del Duero. En Aragón, las zonas comuneras no lograron superar a las zonas señoriales en que las masas labradoras se hallaban en condición servil. Y en la Cataluña feudal era aún menor que en Aragón la población no sojuzgada por la dura garra de los señoríos laicos y eclesiásticos. Sólo el País Vasco, tan unido a Castilla por lazos de sangre y de historia, se hallaba, también, organizado democráticamente».
En la primera etapa de su vida, hasta la ruina total de los almorávides, el poder de los concejos de Extremadura adquirió consistencia y fama, espe­cialmente por las hazañas y conquistas de sus milicias concejiles. Consta la cam­paña de las milicias de Madrid y de toda Extremadura, ya en 1109, para recupe­rar Alcalá, terminada sin éxito, según leemos en los Anales Toledanos I.
«Siempre tuvieron los cristianos de la Transierra y toda Extremadura, la costumbre de reunirse muchas veces cada año en grupos de 1.000 caba­lleros, o 2.000 o 5.000 o 10.000 o más e ir a tierra de musulmanes; y hacían muchas muertes y cautivaban muchos moros y hacían mucho botín e in­cendios».
(Cronica Adefonsi Imperatoris, num. 115)

«Tal temor infundían, que los musulmanes en sus razzias al Reino de Toledo se detenían muy poco, volviéndose con rapidez propter bellatores qui habitabant in Avila et Segovia et in tota Extremadura».
(Cronica, num. 142)
En la discordia civil, tras el matrimonio de la reina Urraca con Alfonso I de Aragón, se documenta el reconocimiento del Batallador en Segovia, Sepúlveda, Berlanga, San Esteban y Soria.
La actitud de los concejos en la minoría de edad de Alfonso III de Castilla (VIII de este nombre en la nomenclatura general) logró la independencia de Cas­tilla respecto a León y dio a Castilla un largo reinado en que serán protagonistas destacados los concejos de la Extremadura castellana. Se delimitan términos, se crean fueros y se prestan servicios de armas, abastecimientos y tributos a la guerra contra los almohades.
Las villas y ciudades de la Extremadura buscan contactos, no sólo para estas campañas, sino en forma de hermandades, bien para establecer comunidades de pastos, bien para defender los términos propios frente a un tercero.
Muerto el rey Alfonso, que recibió el apelativo del «Noble», quedó su reina­do en la mente de los concejos, como básico para su desarrollo.
La prematura muerte de Enrique I provocó una importante movilización polí­tica de la Extremadura y sus concejos con aire de hermandad. Al percibir la situación, y como entre nobles y algunos obispos habían proclamado a Fernando (hijo de Alfonso de León y de Berenguela de Castilla, educado en la corte leone­sa), sin ver clara su postura hacia los concejos ni sus derechos, con el peligro de que se entrometiese el de León, se alarmaron. Los concejos enviaron sus repre­sentantes a Segovia, donde deliberaron. La corte se precipitó buscando imponer su presencia al sur del Duero, encontrándose cerradas las puertas de Coca y habiendo de volver a Valladolid.
Las negociaciones de la reina madre, por sus representantes enviados a los concejos de la Extremadura, reunidos en Segovia, llevaron finalmente al recono­cimiento de Fernando (II de Castilla y III de León), hijo de Alfonso de León y Berenguela de Castilla, por entonces ya divorciados.
A pesar de las palabras, él no observó después lo convenido, y siendo joven hizo donación de aldeas separándolas de sus villas o ciudades, según había de reconocer más adelante. No obstante la Extremadura le sirvió fielmente con armas, dinero y consejo, obteniendo de él un conjunto de normas, la primera vez antes y la segunda después de las guerras de reconquista por Andalucía en que los concejos de Extremadura fueron parte decisiva.

El 1 de julio de 1222 otorgó el rey varios privilegios a favor de los concejos de Extremadura, conservándose el de Avila, dado el 17, Uceda el 22, Peñafiel el 23 y Madrid el 24.
Los concejos de Extremadura siguieron sirviendo al rey con sus milicias en las campañas de 1224 a 1248. En el sitio de Córdoba y Sevilla, los concejos de Madrid y Segovia aprovecharon la ocasión para tratar de sus ya viejos litigios sobre el Real del Manzanares.
El rey terminará convocando a los concejos de Extremadura en Sevilla. Los acuerdos pertinentes fueron despachados por la cancillería regia en 1250-1251. De allí surgieron los ordenamientos regios dados a Uceda (18 de noviembre de 1250), Cuenca (20 de noviembre de 1250), Segovia (22 de diciembre de 1250), Guadalajara (13 de abril de 1251), Calatañazor (9 de julio de 1251).
En el libro La entidad histórica de Segovia se recogen hasta veinticinco do­cumentos del reinado de Alfonso III de Castilla (VIII en la nomenclatura gene­ral), donde se habla de la Extremadura-Extremaduras como de un territorio con personalidad propia dentro de Castilla; y otros quince del reinado de Fernando el «Santo», Alfonso el «Sabio», Fernando III de Castilla (y IV de León), Alfonso el «Justiciero», Pedro I y Juan I.
Prácticamente hasta la unidad de las coronas de Castilla y Aragón, se le reco­noce personalidad propia.
Muy expresivo al efecto es el cuaderno de peticiones aprobadas y concedidas por Enrique II en las Cortes reunidas en Burgos el 7 de febrero de 1367, en las que se ordena «que los alcaldes que pusieren en tierra de Castilla fueren de Cas­tilla; en tierra de León, fueren de León; y en las Extremaduras, que fueren de las Extremaduras... »
Hemos acudido por nuestra parte a la sección de documentos que aporta el P. Minguella en su Historia de la diócesis de Sigüenza. El resultado es el siguiente: diecinueve documentos en los que se habla de las Extremaduras-Extremadura como territorio con personalidad propia. Subrayaremos, entre estos documentos, uno especialmente. Se trata de una carta de Alfonso el «Sabio» «al Concejo de Sigüenza de Villa e Aldeas. Salud e gracia. Fago vos saber que los caballeros e los omes del pueblo de vuestra villa e de las otras villas de Extremadura e de allent sierra que vos e ellos embiastes a mi a Burgos...»
Subrayamos este documento porque nos permite, al igual que otros muchos relativos a las Comunidades de Segovia, que se extendía a un lado y otro de los puertos de la Sierra, afirmar lo que sigue: que la Extremadura se llamó, cierta­mente, en un principio, a los territorios entre el Duero y la Sierra de Gua­darrama, pero luego se extendió «allent sierra», como dice el texto relativo a Sigüenza o «aquende y allende los puertos», como señalan numerosísimos do­cumentos referidos a la Comunidad de Ciudad y Tierra de Segovia.

Dos conclusiones importantes se deducen de la exposición anterior , que los Concejos o Comunidades de un lado, y otro de los puertos de la Sierra, formaban una unidad diferenciada de la Castilla original con límites en el Duero y que la Extremadura castellana es una parte diferenciada, con personalidad, propia del reino de Castilla.
Que los Concejos o Comunidades, hoy integrados en las provincias de Ma­drid, Guadalajara y Cuenca, son parte de esa Extremadura castellana y no parte del reino de Toledo. Más adelante nos referimos ampliamente a cómo, cuando los concejos de la Extremadura se unen en hermandad, a dicha hermandad se suman los concejos de Uceda, Talamanca, Alcalá y Brihuega, que muestran de esta manera con toda claridad cómo, a pesar de su pertenencia religiosa al arzo­bispado de Toledo y aún de ser señorío temporal del mismo arzobispado, no son parte del reino de Toledo, sino de los concejos de la Extremadura.
Añadiremos, finalmente, que el Concejo de Madrid formaba, igualmente, parte de esta hermandad o federación de Concejos de la Extremadura, como queda ampliamente reflejado en los documentos del Archivo de la Villa que es­tudiaremos más adelante.
Madrid es, históricamente, un Concejo, una Comunidad de la Extremadura castellana. Y el territorio que hoy abarca su provincia estuvo estructurado, desde su reconquista y repoblación y hasta la desaparición total de las Comunidades en el pasado siglo, en diversos Concejos o Comunidades que son los siguientes: Alcalá, Buitrago, Madrid, Talamanca y Valdeiglesias. El resto de la actual pro­vincia de Madrid fue parte de la Comunidad de Segovia en sus sexmos de Casa­rrubios, Lozoya y Valdemoro. Finalmente el territorio de el Real de Manzanares fue discutido y compartido por las comunidades de Segovia y de Madrid. De todo ello hablaremos en páginas siguientes.
Castilla acaba allí, donde acaba esta estructura comunera y foral de sus Con­cejos o Comunidades. Más al sur, el reino de Toledo, que siempre recibió este título.
En parte, y sobre todo en un principio, el viejo reino moro de Toledo se con­figura al modo castellano; pero pronto se impondrán -por circunstancias espa­cio-temporales de su repoblación- las ordenes militares y el Fuero Juzgo, otor­gando a este territorio una personalidad distinta de Castilla. Y así, cuando deja de hablarse de la Extremadura castellana -a la cual por otra parte, nunca se dará el título de reino- no dejará de hablarse del reino de Toledo como reino distinto de León y de Castilla.
Y estos son los pueblos y reinos históricos, las Comunidades históricas del interior peninsular, más allá de las autonomías actuales que, en contra del man­dato constitucional, no han respetado dichas Comunidades históricas, y más allá de esa otra división en Castilla la Vieja y la Nueva que no tiene base histórica referida a los territorios a que se ha aplicado.

El nombre de Castilla la Nueva podría aplicarse al Reino de Toledo, como se llamó Castilla Novísima a los reinos de Andalucía; pero no es aplicable a las tierras de Madrid, Guadalajara y zonas serranas y alcarreñas de Cuenca, que fueron siempre parte de la Extremadura castellana.
Aquí habríamos concluido este capítulo de no aparecer una publicación de Gonzalo Martínez que lleva por título Las Comunidades de Villa y Tierra de la Extremadura castellana. (Madrid, 1983).
Dos puntos, especialmente, cuestionan nuestras conclusiones. Uno, de menor importancia, como es el de la etimología de la palabra «Extremadura». Somos de los «muchos historiadores», quizá la mayoría, que hemos interpretado el vo­cablo Extremadura haciéndole derivar de Extrema Dorii o Extremos del Duero.
La línea del Duero fue frontera largamente discutida, efectivamente, pero no la primera ni la última. Gonzalo Martínez aporta una serie de documentos en los que se usa el término Extremo y Extremadura para designar tierras fomterizas o límites de la Castilla del s. IX y para identificar diversos lugares en las tierras de Arlanza y del Esgueva, sin inmediata referencia al rio Duero ni a sus proximida­des. Señala más adelante cómo es el reinado de Alfonso III -rey privativo de Castilla, VIII en la nomenclatura general-, quien estableciendo diferencias inte­riores de su reino se titula rey de Castilla, de la Extremadura y de Toledo, etc. y añade cómo es en 1181, y en territorio leonés, donde se encuentra por primera vez documentada la expresión Extremis Dorii. Se trata de un diploma del mo­nasterio de Castañeda, en la zona de Sanabria, y con esta expresión no se desig­na a la Extremadura castellana, sino a la leonesa, que respondía a una buena parte de la actual provincia de Salamanca y especialmente a la comarca de Ciu­dad Rodrigo... Pero en Castilla no conocemos ningún documento, anterior a don Rodrigo Jiménez de Rada, que haya designado a la Extremadura como los extre­mos del Duero... y concluye: «por lo que hay que asignar a esta segunda forma un origen derivado y culto de la primigenia y originaria, la única usada durante casi dos siglos en exclusiva, el abstracto Extrematura, formado por el concreto extremo y el sufijo del latín medieval -tura». No nos resistiremos en la acepta­ción de esta conclusión, que' nos parece suficientemente probada por dicho autor y las fuentes que aporta Pero, por lo mismo, sí nos oponemos a la «fijación geográfica del concepto Extremadura», que señala en su trabajo.
Los documentos del Archivo de la Villa de Madrid, que estudiaremos más adelante, nos presentan a este Concejo o Comunidad de Villa y Aldeas como uno más de la Extremadura castellana (sólo cuando se deja de hablar de la Ex­tremadura castellana, en el s. XV, el territorio de la actual provincia de Madrid comienza a incluirse en el reino de Toledo [de cuyo arzobispado, eso sí, de­pendió siempre] y posteriormente en Castilla la Nueva que va progresivamente fijando sus limites con la Vieja en las cumbres serranas que dividen las cuencas de Duero y Tajo).
Efectivamente, existe una «neta diferenciación entre la Extremadura (caste­llana) y Toledo». Y aplaudimos la claridad con que se expresa Gonzalo Martínezcuando excribe: «A mediados del s. XII, podemos decir que la Extremadura castellana limitaba al Norte con Castilla; al Este, con el Reino de Aragón; al Oeste, con el Reino de León y al Sur, con Toledo. De estos cuatro limites, tres son perfectamente definibles, porque el de Castilla es de naturaleza adminis­trativa, y los de León y Aragón, de naturaleza política».
Pero tenemos un punto de divergencia esencial en lo que se refiere a la iden­tificación del reino de Toledo con el arzobispado de Toledo. Comienza ad­mitiendo -el citado autor- como «única excepción», el territorio segoviano y sepulvedano del sur de la Cordillera Central, vinculados a la archidiócesis tole­dana. Para continuar, después, diciendo tímidamente: «Esta equivalencia entre Reino de Toledo y territorio de los Obispados de Toledo y Cuenca creemos también encontrarla en las Cortes de Valladolid de 1351».
Lamentamos que Gonzalo Martínez haya aceptado los conceptos de Castilla la Vieja y la Nueva referidos a las tierras separadas por el Sistema Central; y las cuencas de los ríos como configuradoras de las actuales regiones, hasta tal punto que nos llegue a decir, refiriéndose a la Cuenca medieval, que ésta formaba parte del reino de Toledo.
Cuenca es Comunidad de Ciudad y Tierra, libre y autónoma, como las otras Comunidades de la Extremadura, conquistada por Alfonso III de Castilla, el gran forjador de los concejos de la Extremadura, que le dio Fuero: el primer fuero escrito que se conserva de los Fueros de la Extremadura.
La propia Villa y Comunidad de Sepúlveda, cuna del derecho de la Extrema­dura, de forma que se identifica Fuero de Sepúlveda y Fuero de Extremadura, cuando busca para sí un nuevo ordenamiento foral que sustituya a su Fuero Viejo no hará sino una copilación de leyes tomadas en su mayor parte del Fuero de Cuenca.
Y esto será, precisamente, lo que marque la diferencia entre la Extremadura castellana y el reino de Toledo: que en el reino de Toledo se termina im­poniendo el Fuero Juzgo, tras un primer momento en el que, en algunos de sus territorios, se adopta el Fuero de Sepúlveda o de la Extremadura; y se impon­drán, igualmente, las órdenes militares, sobre las comunidades populares.
En el capítulo sobre «Extensión y divisiones administrativas de la Extrema­dura Castellana», el citado autor, tras reconocer la pertenencia a la Extremadura castellana de algunos territorios de la actual provincia de Madrid -los que perte­necieron a la Comunidad de Segovia- afirma tajantemente: «pero Madrid y su tierra nunca formaron parte de la Extremadura Castellana, perteneciendo siempre al Reino de Toledo».

Las páginas que siguen desmienten claramente esta afirmación tan categórica de Gonzalo Martínez que debió haberle acercado al rico archivo de la villa madrileña, con el que felizmente no ha acabado la corte ni el actual desbordamiento urbano, como ha acabado con tantos otros viejos monumentos.

Es de señalar, en primer lugar, que fue el rey Alfonso III de Castilla (VIII en la nomenclatura general) quien en 1202 otorgó Fuero al Concejo de Madrid, el cual se configuró como un concejo más de la Extremadura.
Al margen de todo el estudio posterior de la Comunidad de Madrid, en que se nos muestra en sus instituciones y en su evolución histórica como un concejo más de la Extremadura, traemos aquí algunos documentos muy significativos entre los que se guardan en el Archivo de la Villa.
Provisión del Rey Alfonso el Sabio ganada por los pecheros de Madrid. Año 1264.

«A todos los omnes de los pueblos de Madrit e a los pecheros de la villa. Salut e gracia. Bien sabedes que todos los conceios de Estremadura embiaron sus caualleros de las villas e sus omnes bonos de sus Pueblos a la Reyna e ellos pidieron le merced que nos mostrase los agrauiamientos e las fuerzas e los dannos que recibien: lo uno de los caualleros e de los omnes de las uillas, e lo otro por grandes pechos que dizen que pechauan. E uos a aquella sazon non embiastes a la Reyna nin a nos ni caualleros no otros omnes con uuestro mandado. Agora uiremos uuestros omnes bonos Domin­go Pedriz de pinto e Domingo Saluador de rabudo que embiastes a la Rey­na. E la Reyna rogonos por ellos e por uos que uos fiziessemos aquellos bienes e aquellas franquezas que fizieramos por su ruego a las otras uillas e a los otros lugares de Estremadura».


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Privilegio del mismo Rey Alfonso. Burgos, Martes, 20 de marzo del Año 1274, texto repetido en otra carta real del 27 de Octubre del mismo año.
«Otorgamos a uos el Concejo de Madrit, de Villa, e de aldeas por mu­chos seruicios e buenos que nos siempre fiziestes, e porque uos e los otros Conceios de Castiella e Estremadura nos promedestes por uuestras cartas abiertas de nos dar cada anno seruicio».
Ordenamiento dado a Madrid por el Rey don Sancho III de Castilla (IV de la nomenclatura general). 12 de Mayo de 1293.
«Sepan quautos esta carta vieren commo Nos don Sancho por la gracia de Dios, Rey de Castiella, de Toledo, de León, de Gallicia, de Seuilla, de Cordoua, de Murcia, de Jahen e del Algarbe e sennor de Molina: Catando los muchos bonos servicios que rrecebieron aquellos rreys onde nos veni­mos de los caualleros e de los otros omnes bonos de Estremadura».

Al final del documento que concede una serie de derechos y privilegios a los concejos de la Extremadura se refiere concretamente al Concejo de Madrid en estos términos...
«Et por que conceio de Madrit nos pidieron merced queles otorgassemos todas estas cosas sobredichas, et les mandassemos dar ende nuestra carta seellada con nuestro seello.
Nos sobre dicho rrey don Sancho per les ffazer merced touiserrcoslo por bien, et otorgamos gelas: e deffendemos firmemente que ninguno nos ssea osado de yr nin passar contra estas merzedes sobre dichas queles nos faze­mos nin passar contra estas merzedes sobre dichas queles nos fazemos nin contra alguna deltas en ninguna manera: e a qualquier quelo ffissiese pe­charnos ye en pena mil¡ marauedis de la moneda nueva: e al Concejo de Madrit o a quien ssu vos touiese el danno doblado: e demas al cuerpo e a cuanto ouiesse nos tronariamos por ello. E desto les mandamos dar esta nuestra carta seellada con nuestro seelo de plomo colgado».

(Documentos del Archivo General de la Villa de Madrid. Timoteo Domingo Palacio. Tomo I - Año 1888)

Volvemos de nuevo al estudio de Gonzalo Martínez, quien reconocemos ha realizado un importantísimo trabajo, aunque no estemos de acuerdo en todas sus conclusiones:
«El concepto geográfico de Extremadura Castellana para designar tierras del Sur del Duero, a un lado y otro de la Cordillera Central, entre Castilla y el reino de Toledo, muy vivo y generalizado durante los siglos XII, XIII y XIV, y que llegará a plasmarse administrativamente en una división territorial del reino (de Castilla) con alcaldes y consejeros propios, todavía alcanzará a hacer acto de presencia en el s. XV, la Extremadura, como entidad administrativa, desaparece en el gobierno central castellano y como tampoco había tenido nunca órganos propios en el gobierno territorial como Adelantados y Merinos Mayores, ya que cada Comunidad de Villa y Tierra dependía directamente del Rey sin otra auto­ridad intermedia, su desaparición administrativa será total en el s. XV... Tres factores creemos que van a coadyuvar a este olvido de la Extremadura como denominación geográfica a lo largo del s. XV: Primero, el afianzamiento y expansión territorial del régimen señorial y nobiliario sobre la Extremadura que rompe su indentidad original de tierra de la libertad con sus comunidades realen­gas de la Villa y Tierra; segundo, la aparición sobre las mismas de los corregi­dores reales que ejercieron su autoridad sobre determinadas porciones de la Extremadura atraen la atención sobre estas subdivisiones territoriales, perdiendo de vista el conjunto; y, en tercer lugar, la creación hacia 1536 de más provincias fiscales, que en sus demarcaciones desconocen ya la Extremadura histórica y contribuyen a borrarla definitivamente de la memoria de las gentes. Entretanto ha ido surgiendo al Sur de la Cordillera Central un nuevo concepto geográfico, que nunca tuvo realidad político-administrativa: el de Castilla la Nueva, y la Extremadura, en el sentir de sus propios habitantes, se desgarrará geo­gráficamente en dos denominaciones que han hecho su aparición en el siglo XVI; Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, divididas por la Cordillera Central...»
Añadiremos nosotros que, por esta misma época, se comienza a dar a Anda­lucía el nombre de Castilla novísima, nombre que no prosperará; y que las suce­sivas divisiones aministrativas que nos han traído hasta la moderna de 1833 van marcando cada vez mayor firmeza la división de la Extremadura castellana, esta­bleciendo los límites provinciales y de las llamadas Castilla la Vieja y la Nueva por las cumbres de la Cordillera Central, hasta llegar a desmembrar en aquella división provincial las tierras de Segovia, Ayllón y Medinaceli que "extendían su territorio a un lado y otro de los puertos.
Pocos años después, el 31 de mayo de 1837, un real decreto disolverá las viejas comunidades de Villa y Tierra que habían tenido una vigencia de más de ochocientos años.
Como ya escribíamos en otra ocasión, los límites de Castilla propiamente dicha, hacia el sur y hacia el oeste -dejando a un lado esas tardías denomina­ciones de Castilla la Vieja, la Nueva y Novísima- hay que buscarlas allí donde llegan las instituciones socioeconómicas que definen la personalidad de Cas­tilla: Merindades y Behetrías de la Castilla originaria y Comunidades de Villa y Tierra en la Castilla al sur del Duero.
El nombre de Castilla la Nueva debería olvidarse o aplicarlo, en todo caso, al reino de Toledo.
Queremos subrayar, finalmente, que sólo cuando en el s. XV, se deja de hablar de Extremadura castellana y por el peso y vinculación de las tierras de la actual provincia de Madrid y sur de Guadalajara a la gran sede primada de To­ledo, se viene a afirmar la toledanidad de aquellas tierras que son, por historia y configuración socioeconómica y organización política, parte inequívoca de la Extremadura castellana, al igual que la Comunidad de Cuenca.

miércoles, agosto 10, 2005

Un asunto nimio (Alejandro Cuevas. El mundo 25 agosto 2002)

HOY DOMINGO

Un asunto nimio
ALEJANDRO CUEVAS


(El Mundo de Castilla y León, 25 agosto 2002)

Cuando lle­gó la Espa­ña de las Autono­mías, algu­nos inge­nuos pensaron que eso iba a significar una mejor ges­tión del dinero público. Se equivocaban. Cuando llegó la Unión Europea, algunos ilusos recalcitrantes volvie­ron a creer en una adminis­tración más cabal de los re­cursos comunes. Se equi­vocaban de nuevo. Hoy por hoy, nuestros escuálidos monederos costean repre­sentantes políticos en Va­lladolid, en Madrid y en Bruselas, que es algo tan absurdo como ir al dentista y que te cobren tres veces por lo mismo y encima te extraigan la muela equivo­cada.

Antaño, los pisaverdes pasaban las horas muertas abrillantándose los botines o jugando al billar en algún salón rancio, ahora todos esos lechuguinos semianal­fabetos, como tienen tantos puestos jugosos entre los que elegir, son concejales, procuradores en las Cortes o jefes de área de cualquier estupidez con nombre rim­bombante. El poder ya no reside en el pueblo, pero el pueblo todavía no se ha en­terado y sigue pagando las facturas.

Todo este pequeño pan­fleto dominical viene moti­vado por la noticia de que el PSOE de Castilla y León denuncia que el 112, que en nuestra ( comunidad es el número de teléfono de emergencias no funciona adecuadamente. Dice que hay llamadas que se pierden al no ser respondidas y que los telefonistas no ha­blan árabe o portugués, lo cual no me parece tan gra­ve; es poco probable que los inmigrantes o visitantes sepan de la existencia de un número de teléfono y de un servicio que casi nadie conoce, puesto que no se le ha hecho la suficiente pu­blicidad (quizá por ahí de­berían llegar los repro­ches).

En cualquier caso, me­terse con el 112 es salirse por la tangente; a lo mejor la oposición tranquila es eso: evitar los ataques a te­mas cruciales y espinosos (por ejemplo: nuestro apol­tronamiento, nuestro aban­dono, nuestros organigra­mas institucionales inflados de espantapájaros que nos cuestan una fortuna) y centrarse en minucias ridículas para aparecer de vez en cuando en los medios de comunicación En el teatro electoral, los que están en las butacas ya no critican el argumento de la obra, simplemente se quiere subir al escenario y lucir su palmito bajo los focos, o dicho en otras palabras: quieren gobernarnos, vaya cruz, pero no para cambiar las cosas sustancialmente, sino para incrustar a los suyos en los organigramas hinchados de los que hablábamos antes. Y luego se quejarán de que la política está desprestigiada.

Unidad y diversidad (RES)

UNIDAD Y DIVERSIDAD

La naturaleza universal del hombre no puede ser aprehendida en virtud de características externas, sino en virtud de características internas, de manera que frente a la extensión , la dispersión y la multiplicidad lo verdaderamente universal es intensidad, concentración y unicidad; así la universalidad del Sacro Imperio romano germánico de occidente no estaba basada en lazos materiales, políticos o militares sino en un lazo inmaterial, ideal y espiritual que era la fidelidad; un entramado de fidelidad que era cimiento de unión de comunidades múltiples y diversas; situación que permitió la existencia de una civilización medieval tradicional relativamente estable donde pudo coexistir la unidad y la jerarquía con una amplia medida de diversidad, de libertad y de independencia. Ausente en su fundamento la organización externa en materia política, militar o económica la soberanía del emperador estaba basada en una acción de presencia, no en una acción directa, en términos taoístas se llamaría wu-wei, obrar sin obrar, algo desde luego solo concebible un una civilización tradicional fuertemente impregnada de un sentido espiritual, y cuya eficacia fue mucho más a nivel simbólico que a nivel real.

Se tiende a olvidar o a ocultar frecuentemente que desde el momento del nacimiento del Imperio de Occidente con Carlomagno, estuvo aquejado de una afección maligna que se podía denominar faústica, afección típicamente occidental como recuerda O. Spengler, una variante de una universal tendencia política a la codicia de poder y ventajas. Así en el debe de este imperio, como en todos los habidos, figuró pronto la guerra de expansión y conquista frente a sajones, ávaros, wendos o magiares entre otros, que desde una concepción monista de la verdad podía tener una explicación como misión, aunque ciertamente teñida de violencia; no así el caso de la guerra de invasión y conquista de territorios del imperio romano de oriente, cristiano mucho antes que existiera ningún imperio occidental. Ya la propia fundación del Imperio de Occidente se realizó en buena medida frente al Imperio de Bizancio, se reclamó una nueva fuente de legitimidad religiosa dogmática y jurídica, frente a la Ortodoxia de Oriente, alentada políticamente por el emperador desde el concilio de Francfort hasta llegar con las novedades dogmáticas occidentales al Cisma, impropiamente llamado de Oriente, puesto que las novedades fueron introducidas por los occidentales y en sus primeros momentos con la oposición del entonces Obispo de Roma a las pretensiones heterodoxas imperiales. Humus adecuado para la incubación del espíritu faústico, la tradición fue siempre frágil en Occidente, incluso en la Edad Media.

Desaparecidos paulatinamente los fundamentos espirituales tradicionales o verticales, por así llamarlos, de la soberanía, y reducida ésta a una dimensión secular, laica, material u horizontal, es decir la del estado moderno, surge inevitablemente debido a la inversión de las direcciones una intervención política directa que tiende a la uniformización, a la nivelación, al centralismo y al absolutismo con la consecuencia de la supresión de autonomías, de derechos, fueros, privilegios y la desnaturalización étnica. Perdido progresivamente el fundamento sagrado y celeste del orden humano y reducido a medidas puramente humanas, subjetivas, y conjeturables, avanza un progresivo desorden o entropía social que tiene curiosas manifestaciones, junto a una creciente metástasis de estados nacionales y micronacionales se produce una creciente laminación uniformizadora que elimina la diversidad de pensamiento, de mercados, de vestimentas, de alimentos, de razas, de plantas, de animales, en suma avance imparable hacia el desmadre y el caos. Se presentan así dos aspectos aparentemente opuestos de dispersión y uniformización , pero perfectamente coherentes en el fondo , no pretendiendo la globalización mundialista otra cosa que una pura reducción cuantitativa y economicista, para la que resulta un obstáculo hasta los últimos y endebles baluartes de justicia distributiva que mantenían hasta el momento los viejos estados nacionales. La propia guerra que de acuerdo con las teorías evolucionistas y progresistas debería desaparecer, ha progresado por el contrario muchísimo, cualquier guerra de la que la humanidad conserva memoria empalidece ante las guerras del siglo XX, y la propia globalización que se pretende fin de la historia no parece sino que va a universalizar el fenómeno de la guerra en alguna de las variadas formas de guerras o guerrillas de secesión, de narcotráfico, de revolución o de terrorismo. Algún cándido, sin duda poco versado en la Biblia y el Apocalipsis, suspira por un estado moderno, laico, secular y global o pseudouniversal como colofón final.

Sumergidos una civilización reducida, en el mejor de los casos, al horizonte de la razón instrumental no se tiene perspectiva suficiente para contemplar otras dimensiones del ser y la política como tantas otras cosas se enfoca con una óptica distorsionada que fue certeramente expresado por Nicolás Berdaieff, y que de alguna manera serán el leit motiv de estas reflexiones:

La política no es real en el sentido último, metafísico, de esta palabra, no llega hasta las raíces del ser; la política permanece en la superficie y no crea sino una apariencia de ser.

(N. Berdaieff. El sentido de la creción. Ed Carlos Lohlé. Buenos Aires1978, p335)


No faltará naturalmente los rechazos contundentes de esas afirmaciones y se echará mano de ese coloso poder que es el estado, como prueba irrefutable de la pesada realidad que es la política. No solo se ponderará su realidad sino su bondad, ¡manes de Hegel!, el estado como realización del espíritu absoluto. Sin llegar a esos extremos sino con una especie de buen sentido se justifica a veces de una manera un tanto neutral y abogadesca al estado como sustentador del bien común, cuyo calado no es tan profundo como a primera vista pudiera suponerse; de nuevo Berdaieff en sus agudas observaciones acerca del estado desde un punto de vista ético, da un contrapunto poco convencional:


El estado por su origen, su esencia y su fin no está más animado por el pathos de la libertad, que por el del bien, o por el de la persona humana, aunque tenga relación con ellos. Representa ante todo el organizador del caos natural, cuyo pathos es el orden, la fuerza, la expansión, la formación de grandes entidades históricas. Si mantiene de una manera coercitiva un mínimo de bien y justicia, no lo hace nunca porque sea naturalmente bueno o equitativo – estos sentimientos le son extraños –sino únicamente porque sin ese mínimo, se produciría una confusión general, que amenazaría con disociar las entidades históricas; porque peligraría de perder él mismo toda potencia y toda estabilidad. El principio del Estado es ante todo la fuerza y la prefiere al derecho, a la justicia y al bien. El acrecentamiento de su potencia es su destino, lo encadena a las conquistas, a la extensión, a la prosperidad, pero peligra también de llevarlo a su pérdida. En el conflicto de las fuerzas reales y del derecho ideal, el Estado opta siempre a favor de las primeras, y no es el mismo más que la expresión de sus correlaciones. No puede revestir ninguna forma ideal,- todas las utopías que lo sugieren están viciadas en su base -, no es susceptible más que de mejoras relativas, y estas están ligadas a los límites que se le impone. El estado aspira siempre a transgredir sus límites y a llegar a ser absoluto, sea bajo la forma de monarquía, de democracia o de comunismo .

(N. Berdaieff. De la destination de l´homme.Essai d’ethique paradoxale. L’Age d’ Homme. Laussane 1979 pp 253-254)


De forma que el estado moderno, sea cual sea, en cuanto bien común, es sencillamente un mal necesario, algo convenientemente ocultado por políticos, funcionarios y nacionalistas de vario pelaje, ese monstruo frío que muy en el fondo vislumbra certeramente el pueblo. Así que paradójicamente el bien común es un mal menor, el bien un mal, pero en nuestras latitudes saturadas de numerosos nacionalismos idolátricos se pretende, a manera del timo de la estampita, vender la moto de que el estado, surgido en el parto de la violencia, es la culminación feliz de la nación o micronación que se quiere fieramente independiente y capaz de suministrar una especie de anticipo jubiloso del paraíso, lo que deja patidifusos a los irreverentes que no aman locamente naciones ni menos aún estados.

El origen de esa imparable tendencia está en la misma noción de pueblo, que desde un punto de vista tradicional es la prolongación en la tierra de un orden celeste de derechos y deberes fuera de los cuales ningún sentido tiene el pueblo ni el hombre; pero liquidado el sentido tradicional y emergiendo un sentido meramente profano que ningún resquicio deja al orden trascendente, el pueblo pasa a ser colectivo definible y cuantificable por caracteres de inclusión o exclusión, lo interno externo, lo universal particular, la herencia espiritual genes biológicos, la fidelidad y el respeto coerción legal, es decir el pueblo tradicional, o jana en sánscrito, se convierte en demos, en moderna nación o nacionalidad, pero es dudoso que ningún moderno entienda ya de que se habla. El punto de vista nacionalista íntrínsecamente ligado a la exclusión es un permanente foco de discordia actual o potencial, según el momento y la historia corrobora bien la ejecutoria violenta del nacionalismo como invento moderno:

.
En todo caso los Estados disimulan tras ellos las naciones, con sus interese y sus fracasos, sus amores y sus odios respectivos. La nación representa incontestablemente un valor superior al Estado que no tiene más que una significación funcional, en relación con la formación, la protección y el desarrollo de la primera. Pero el valor nacional, como todos los otros valores, puede desfigurarse y pretender una significación suprema y absoluta. Llega a ser entonces nacionalismo egocéntrico, enfermedad de la que todos los pueblos están más o menos aquejados y que execra a todas las naciones salvo la suya, tiende a apoderase de la totalidad de los valores. Incluso reconociendo el valor de la nación, la ética debe pues condenar la aberración del nacionalismo, comparable a las del estatalismo, del clericalismo, del cientifismo, del moralismo, del esteticismo, que ofrecen todos formas de idolatría. En todo caso, si debe condenarlo, debe pronunciarse también contra la mentira que se le opone: el internacionalismo. Las naciones, en tanto que valores positivos, forman parte jerárquicamente de la unidad concreta de la humanidad que engloba su diversidad

(N. Berdaieff.Op Cit. Pp 261-262)

Nuestro país, destinado acaso a convertirse pronto en unos segundos Balkanes ,suministra una privilegiada atalaya para observar el imparable fenómeno de nacionalismos y micronacionalismos , estados y microestados, que a falta de una perspectiva tradicional y cíclica de la historia se convierte en un enigma que no aciertan a explicar ni la economía, ni los credos religiosos, ni la perspectiva evolucionista y progresista, ni la estatalista, ni la emoción aterrorizada del buen pueblo. Pero quizá el fenómeno más interesante no son precisamente los denominados nacionalismos periféricos, que la propaganda y los medios ponen cotidianamente en el punto de mira del ciudadano, sino más bien lo otro. ¿ Y que es lo otro?, lo otro es lo que en lenguaje periodístico se ha denominado: lo que queda de España, ese conjunto de retales no muy bien definidos que son Castilla, León, Extremadura, Murcia y otras. Fijándose en Castilla como retal objeto de atención preferente, llama la atención su extraordinaria laminación y uniformización debida al moderno estado español, nada extraño si se tiene en cuenta que el 60% o 70% de los castellanos viven en Madrid, capital del estado. Una primera impresión superficial, que a base de repetirse se ha convertido en tópico, se expresa en el sentido de que el castellano no es nacionalista, es bastante apolítico, es universalista y poco localista etc. Todos estos atributos son muy relativos y en la mayoría de los casos encierran una componente sofística poco acorde con la verdad.

La componente nacionalista del castellano medio poco tiene que ver con el ardor de neófito de los nacionalismos periféricos emergentes, se trata de una vaga admisión de su carácter de español, es decir perteneciente al fin y al cabo a un estado moderno llamado España del que se considera más sujeto paciente que otra cosa, por tanto político a su pesar que con un cierto tono escéptico admitiría en la mayoría de los casos algunas sentencias de Berdaieff:

La política rodea la vida humana como una formación parasitaria que le succiona la sangre. La mayor parte de la vida política y social de la humanidad contemporánea no es una vida ontológica real, es una vida ficticia, ilusoria. La lucha de partidos, los parlamentos, los mítines, la propaganda y las manifestaciones, la lucha por el poder: todo esto no es la verdadera vida, no guarda relación con la esencia y los fines de la vida, es difícil penetrar a través de todo esto para llegar al núcleo ontológico

(N. Berdaieff. Una nueva Edad Media. Ed Carlos Lohlé. Buenos Aires 1979. p164 )

Así el momento solemne en el que el pueblo castellano delega su representación en un partido con su papeleta, que no otra cosa es la democracia moderna, se cumple como quien rellena una quiniela, pero con bastante menos espectativas por un posible premio. Un partido de fútbol le presenta bastante más interés que un debate parlamentario de partidos, una serie televisiva medianamente pasable más que una campaña electoral y un concierto de rock más que un mitin. Y en el fondo de su corazón detesta pagar impuestos para el mantenimiento del estado español. La constitución, suponiendo que la conozca, le deja bastante frío, en el mejor de los casos le puede atribuir el mismo valor que al código de la circulación:

Ninguna legitimidad tanto de las antiguas monarquías como de las jóvenes democracias, con su teoría del pueblo soberano, ha conservado su imperio sobre las almas. No se cree ya más en una forma jurídica o política, y nadie daría más de medio copec por una constitución

(N. Berdaieff. Ob Cit. P70)

En lo que se refiere a universalismo, se trata en la mayoría de los casos de una confusión con la homogeneidad uniformizadora de la globalización, a la que propenden todas las naciones y megápolis, la pseudouniversalidad de coca cola, Mc Donalds y Eurodisney. En ese sentido se trata de evitar todo lo que suene a autóctono, mirado con un cierto complejo de inferioridad, resultando en efecto el castellano al revés que el andaluz un pueblo muy poco folclórico y típico; solo como ejemplo la Comunidad de Madrid acaba de rechazarun ofrecimiento de una notable agrupación musical para enseñar en las escuelas a los niños una sola canción y una sola danza del rico folclore madrileño; se incurre pues con facilidad en aquel dicho de Oscar Wilde de que nadie puede interesar a los demás si no es genuino. El castellano como otros tantos pueblo de Europa occidental fue perdiendo a lo largo de los siglos el sentido tradicional de la universalidad, con episodios de feroz exclusivismo como las cruzadas, la Inquisición, las guerras de religión, la secularización y el pragmatismo hedonista.

El castellano medio, incluido el madrileño, es por el contrario empobrecedoramente localista en demasiadas ocasiones, debido en buena parte a su laminación y despojo por parte del estado moderno, que comenzó mucho antes que en otras regiones, y sufre así un extraño síndrome de Estocolmo con relación a su raptor; en lugar de considerarse como pueblo y como individuo parte de España, se considera directamente español, de lo que se deducen comportamientos y pensamientos no siempre simpáticos y amistosos; en su opinión todos deberían ser igual que él; así por ejemplo un catalán o un gallego debería ser lo que el considera ser español y no hablar más que español, que en su estrechez ignora que es básicamente castellano, en lugar de sus lenguas vernáculas.

En medio de este fin de fiesta, no han dejado de presentarse voces de alarma que alertan acerca de la conveniencia de que Castilla esté presente y alerta en medio de la arrebatiña generalizada para llevarse su parte; lo que desde un punto de vista económico no deja de tener su lógica, probablemente mayor que la de aquellos que dan por supuesto e inevitable que en una lucha por la liquidación y finiquito, las regiones más fuertes económicamente hablando y más pobladas tienen todas las condiciones para llevarse lógica y fatalmente la mejor parte del pastel.

Pero lo más curioso no son estas lógicas implacables de lucha por el poder y la ventaja, sino los que las propagan. Suele tratarse de pequeños partidos políticos que surgidos en Castilla, aunque no todos, tienen una indeleble marca de origen que los identifica a cien leguas. Inhábiles para una identificación medianamente aceptable de lo que es Castilla, y tributarios de la uniformización estatal española, proponen amplias tierras para definirlas sin anclajes históricos que valgan, en base a una lengua común, al tópico de la parda meseta surcada de churras y merinas y a la convivencia secular de pueblos; recuerdan en sus argumentos los patéticos discursos de fin de año de aquel general gallego que con voz temblorosa y aflautada hablaba de la unidad y hermandad de los pueblos de España. Dan pues amplia razón a los periodistas que hablan más de lo que queda de España que no de Castilla, de Extremadura o de la Rioja. Y al igual que a su modelo a esta especie de neofranquismo castellanista o pancastellenista de nuevo cuño le surgen sus separatismos, cantonalismos y demás herejías: así leoneses que reclaman su herencia cultural, cántabros que ni soñando quieren tener su capital en Valladolid, riojanos que idem de lienzo y otras mil batallitas de aburrida enumeración. Proponen con entusiasmo Castilla nación, o Castilla comunera, desconociendo la mayor parte el significado de este adjetivo, otros Castilla fieramente independiente y otros una, grande y libre; tienen sin duda miedo a ser pocos o a ser poco extensos. Todo ello, para más inri, en medio de los pueblos políticamente más escépticos de la vieja piel de toro.

Extrañamente coincidentes algunos de estos pequeños partidos con los nacionalismos periféricos, hasta el punto de haber sido acusados de estar financiados por aquellos, proponen sin pudor una lista de las características nacionales castellanas, entre las que no dejan de incluir la singularidad de la lengua, que en este caso no se trata de una lengua postergada, sino de una lengua de extensión mundial hablada por unos 400 o 500 millones de personas. Al carecer propiamente de enemigo al que atacar, mecanismo paranoico y sádico que al parecer da buenos resultados en otros nacionalismos, no proponen sino las consignas de una España en pequeñito, o de lo que queda de España, pues estrictamente hablando su difusa idea de Castilla no significa nada, triviales discursos con toque de victimismo, y por supuesto, como partidos que son, homilías para que les voten con objeto de realizar sus inanes propuestas. Naturalmente el personal ya de por si poco propicio a la política, los acusa de insoportables y palizas, les aconsejan que se abstengan de hacer aburrida e insulsa propaganda partidaria, que se marchen con la murga a otro sitio a dar la lata, e incluso no faltan los que con razón les dicen que son más castellanos que ellos y que saben mejor que ellos lo que es Castilla. Víctimas de su agitación y ofuscación partidaria, no acaban de entender por que no los votan masivamente y porque no se engrosan sus filas con entusiastas seguidores; curioso desconocimiento del pueblo que en teoría quieren representar.

Hay otras variantes que más que nacionalismo pretende ejercer un vetusto izquierdismo a nivel local, reconociendo su progresivo desahucio a niveles más extensos, aunque curiosamente su definición territorial no deja de coincidir con el neofranquismo pancastellanista de los otros minipartidos; las propuestas por este lado además de los consabidos intentos de conseguir votos, se centran en la vieja propuesta de la socialización de los medios de producción, la igualdad económica, la exaltación proletaria y programas redentores y salvíficos del mismo jaez, amen de abundantes descalificaciones como vil reaccionario y fascista, adjetivo este último comodín y polisémico donde los haya, a los que no son partidarios de sus eslogans:

La socialización de los medios de producción no es verdaderamente el fin y la substancia de la vida. No encontrareis en lo económico nada que tenga que ver con los fines, no con los medios de la vida. La socialización de los medios de producción no es verdaderamente el fin y la substancia de la vida. La igualdad económica no es el fin de la vida. Y tampoco el trabajo material organizado y productivo, que el socialismo diviniza. La divinización socialista del trabajo material, con desprecio de sus valores cualitativos, proviene del olvido del fin y del sentido de la vida. Si el socialismo ha tomado tanta importancia en nuestra época es porque los fines de la vida humana se han oscurecido, han sido reemplazados definitivamente por los medios de la vida.

(N. Berdaieff. Ob Cit. P154)

En cualquier caso todos estos micropartidos: nacionalistas e izquierdistas ignoran o quieren ignorar la tragedia histórica castellana, la liquidación inaugural de sus fueros peculiares por el estado absolutista, que por lo visto era el progreso de la secularidad y el abandono de la tradición medieval ; atrapados por su idea recidiva de ser una nación moderna con su estado ad hoc y su inevitable uniformización, dominado por la derecha o por la izquierda, que poco importa ya eso en la época del pensamiento único, no comprenden que la persecución partidista del poder no añadirá más que nuevas discordias, confusión y trivialidad. De la misma forma que ante los enormes riesgos que presenta la economía gigantesca y globalizada de colapsar a millones de hombres, como puede ocurrir si fallara el suministro eléctrico a una megápolis millonaria durante una semana , se propuso la idea de una reducción de la economía a una escala humana, como fue la idea de Schumacher en su conocida obra “ Lo pequeño es hermoso”, desarrollo de consecuente de una ética budista de la economía; así la restauración del viejo concejo popular, de los fueros, de los pactos (phoedus), podría ser una reducción de la política a escala humana, una ayuda a los fines del hombre y no una subordinación de este a los partidos, a los estados y a las organizaciones y poderes supranacionales. Sería además una importante labor de ecología cultural antes de que se pierda definitivamente entre estados, partidos, diputados, programas, componendas, boletines oficiales, arribistas, sinvergüenzas y otros hasta la noción de lo que fue la Castilla comunera medieval.


ANEXO

La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos
Anselmo Carretero y Jiménez
Hyspamérica de Ediciones San Sebastián 1977

Páginas 141-143


Los unitaristas han de considerar artificioso y aun nocivo avivar en castellanos leoneses y toledanos las adormecidas conciencias de sus respectivos grupos nacionales, puesto que para ellos todo avance hacía la homogenización y el unitarismo ya es, por sí solo, un progreso. Opinión contraria a la de quienes creemos que la variedad en la unión y la armonía es más rica que la nivelación uniformadora y que toda personalidad colectiva es en principio respetable.

Por otra parte hemos visto que diversidad y pluralismo son condición natural de España; por lo que tanto los que preferirían la España una como quienes estamos identificados con la varia debemos aceptar las autonomías regionales por más adecuadas que el unitarismo a la tradición del país y a su propia naturaleza. Descentralización que ha de regir en toda España para evitar su funesta división en dos bloques discordantes: uno de pueblos con autonomía interna, otro totalmente gobernado por el poder central.

Para que la federalización de España tenga las consecuencias venturosas que de ella cabe esperar será, pues, necesario que todos sus pueblos asuman con entusiasmo el gobierno de sus propios asuntos. La falta de conciencia colectiva y de apetencias autonómicas observable en algunas regiones de España, lejos de indicar firme patriotismo - como los unitaristas creen o aparentan creer- es síntoma de postración, que nunca la sumisión y la modorra han indicado vigor y buena salud. La autonomía de las regiones que no luchan por ella (Asturias, León, Extremadura, La Mancha, Murcia, Castílla ... ) es un aspecto muy importante de esta cuestión sobre el cual ha dicho Madariaga palabras muy atinadas: «Hemos alcanzado un punto en la evolución política de España -escribía don Salvador en 1953- en el que la autonomía es ya necesaria no sólo a los países que la piden sino, quizás aún más, a los que no se dan cuenta de que les hace falta».

Se ha dicho repetidamente que el federalismo no se asentará firmemente en España mientras no arraigue en Castilla. Más cierto y obvio es afirmar que el federalismo que la nación española necesita requiere a su vez que todos los pueblos que la componen tengan conciencia de su personalidad colectiva.

Conciencia que no se trata de crear artificialmente en Castilla, que vivísima la tuvo hace ya más de un milenio -no conocemos ninguna epopeya que narre sucesos acaecidos en el siglo X en la que la comunidad nacional ocupe un lugar tan protagónico como el que en el Poema de Fernán González tienen Castilla y los pueblos castellanos -, sino de rescatarla del olvido y la mistificación histórica, lo que, ante todo, requiere deshacer el confuso embrollo en que se han envuelto las historias de los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo, poniendo en claro la particular de cada una de estas regiones.

Mientras se sigan confundiendo los nombres de Castilla, León y Castilla la Nueva, y con ellos los pueblos, países y entidades históricas que a cada uno corresponden, la cuestión federal del Estado español estará, desde el arranque, mal planteadas.

Aunque en menor grado que los catalanes y los vascos, muchos son los pueblos de España que poseen los elementos básicos de una nacionalidad, principalmente una larga historia propia. En sus entrañas están latentes el sentimiento y la conciencia de comunidad nacional, prestos a desarrollarse en cuanto las circunstancias les sean propicias. Bastaría, por ejemplo, que el pueblo leonés conociera claramente el asiento geográfico de su región y su particular historia para que de manera natural se despertara en él la conciencia de su ser, hoy generalmente confundido con el de Castilla. Y presentamos en primer lugar este ejemplo de la región leonesa por su gran significación. Entre todos los pueblos de España probablemente es el leonés el más llamado a afirmar la conciencia de su nacionalidad histórica; España entera, y no sólo él, lo necesita para resolver cabalmente uno de sus mayores problemas. Por la amplitud del país -de la Liébana a la Sierra de Gata y del Bierzo a Béjar-, la variedad de sus comarcas -la Montaña de León, el Bierzo, la Tierra de Campos, la Sanabria, la Tierra de Sayago, la Tierra del Vino, el Campo de Salamanca, la Berzosa, la Sierra de Francia...- y la belleza de muchas de ellas, y su prominente lugar en la historia de España, la región leonesa es una de las más destacadas de nuestra patria.

Considerado en su conjunto regional, León desempeñó durante los siglos más duros de la Reconquista un papel de primer orden en la historia peninsular. Seria imposible imaginar el Medioevo español sin la participación leonesa. Por su actividad en aquéllos tiempos y en siglos posteriores, la corona de León fue entre todos los estados peninsulares la entidad politica que mayor influjo ejerció en el destino de la nación española, realidad histórica mucho más importante de lo que generalmente se cree.

El mejor servicio que León podría prestar a Castilla y a España entera para la solución definitiva de la cuestión nacional por excelencia no es propugnar esa confusa y confundidora región castellano-leonés-manchega, a contrapelo de la historia, la geografía y los intereses de los respectivos pueblos, sino recobrar su propia y singular personalidad otrora sobresaliente en el conjunto de las Españas y hoy más caída en el olvido que ninguna. Empresa aún más ardua para los leoneses que la acometan que la -con análogos propósitos en cuanto a Castilla- ya iniciada por algunos castellanos.

Por otra parte, no sólo confuso y confundidor en el panorama político de las Españas es, en efecto, ese criterio de mezclar en un conglomerado castellano-leonés regiones y pueblos geográfica e históricamente tan distintos, sino también injusto, grandemente injusto, en lo referente a la organización estatal. No podemos comprender -si no es por grave carencia de sentido político o por inconsciente complejo de inferioridad- como, cuando se intenta resolver el problema de las autonomías de los pueblos de España en un gran Estado español que, sin unificarlos, una a todos ellos en pie de igualdad-, cuando asturianos, aragoneses, valencianos, andaluces, canarios... reclaman su propio gobierno interno con los mismos derechos que catalanes, vascos o gallegos -lo que debe concretarse en la igual composición de un senado o cámara federal-; un grupo de leoneses y castellanos comience por proponer que el peso de los votos de sus respectivos pueblos o regiones sea la mitad -o la tercera parte si se incluye a Castilla la Nueva- del de los demás integrantes de la Unión, puesto que juntos formarían una sola entidad politicogeográfica, no obstante la importancia y la personalidad histórica de cada uno de ellos.