jueves, junio 01, 2006

Antihistoricismos pseudoprogresistas (A. Carretero. El Antiguo Reino de León.1994)

Los «antihistoricistas», partidarios de «mirar siempre adelante», suelen defender la creación de las nuevas entidades de Castilla y León y Castilla-La Mancha con argumentos basados en el progreso económico y el desarrollo industrial, considerando vanos bizantinismos tanto las cuestiones de orden histórico como las de conciencia regional.

Los tecnócratas suelen enfocar la cuestión de las autonomías desde el punto de vista de su especialidad Jurídica, administrativa, económica, hidrográfica, industrial, etc.). En un libro sobre el régimen autonómico publicado en 1984, un renombrado catedrático de Derecho administrativo estudia ampliamente el tema de las comunidades autónomas en sus aspectos técnico-jurídicos y técnico-administrativos, en sus potencialidades de gestión, su proceso aplicativo, su eficacia administrativa, sus aspectos constitucionales, su afianzamiento definitivo, su homogeneización final por encima de particularismos estatutarios, la formación de técnicas y el perfeccionamiento de la jurisprudencia sobre la materia para llegar a la constitucionalización definitiva de un sistema de articulaciones y límites en un juego complejo de remisiones estatutarias, constitucionales y jurisprudenciales (37). De la raíz del problema y de sus orígenes: la pluralidad nacional de España; de la Constitución de 1978, que desde su preámbulo reconoce la importancia fundamental del problema; del derecho de los diversos pueblos de España a desarrollar su personalidad nacional; de los Estatutos de Autonomía como instrumentos para que las nacionalidades y regiones históricas puedan ejercer tal derecho... nada se dice en este estudio calificado de técnico.

Aunque la mayoría de los problemas sociales tienen vínculos de alguna especie con las estructuras económicas, en algunos casos fundamentales, la cuestión de las nacionalidades - el deseo de los pueblos de mantener su personalidad nacional - posee entidad propia y no admite razones meramente materiales.

En medio de la gigantesca crisis económica, política, social y nacional que en estos momentos (1991) está sacudiendo a la Unión Soviética en sus mismos cimientos, es frecuente leer opiniones de algunos de los principales protagonistas según las cuales los problemas nacionales a que el gobierno de la URSS se enfrenta pesan más que los económicos, con ser éstos de suma gravedad. La cuestión de las nacionalidades ha sido en muchos casos el eslabón más frágil de una cadena de conflictos.

Quienes en España se oponen rotundamente a la idea del estado federal parten generalmente del principio de que el federalismo significa un avance cuando sirve para unificar lo diverso y un retroceso cuando se propone organizar la diversidad, considerando dogmáticamente que la homogeneización lleva siempre consigo el progreso político y social y que la defensa de la variedad implica un retroceso. Dogma inaceptable para quienes consideramos que la diversidad es generalmente riqueza orgánica y vital, y la monotonía y uniformidad, pobreza y muerte. Se ha dicho con diferentes palabras que la uniformidad humana sería la petrificación del pensamiento y la muerte del espíritu.

El concepto unitario de la gran nación, míticamente ensalzado en los dos últimos siglos, no está esencialmente vinculado al progreso. El asunto requiere análisis mucho más sagaces. El federalismo -según Denis de Rougemont- tiene más de actitud vital que de sistema racional; «es mucho menos una doctrina que una práctica» (38).

Llegados a este punto creemos conveniente recordar mucho de lo dicho y hecho en los años (1978-1983) en que, con irresponsable precipitación, se destrozaron las históricas entidades de León, Castilla y Toledo para crear cinco nuevas regiones autónomas tras muchas discusiones, en algunas de las cuales nos consideramos moralmente obligados a intervenir. Los promotores de la región castellano-leonesa, cuyos núcleos más activos se hallaban en Valladolid, proclamaron la necesidad de obtener rápidamente el Estatuto de Castilla-León, que por iniciativa de los leoneses se denominó definitivamente -detalle muy significativo- de Castilla y León, sin perder tiempo en «cuestiones secundarias y vanas discusiones» en tomo a límites territoriales e «historicismos reaccionarios». Urgía -se decía- no perder el tren de la historia y era preciso que los castellano-leoneses no se quedaran rezagados con relación a las demás regiones en la obtención del correspondiente Estatuto de Autonomía. Muchos de los grupos que así se agitaban se habían opuesto antes de 1931 a toda clase de autonomías regionales y, en 1932, al Estatuto de Cataluña. ¿Por qué entonces tanta prisa? No porque tras siglos de unitarismo Castilla y León pudieran llegar tarde a nada perentorio (nunca urge cometer un dislate), sino porque la improvisación, la prisa y el barullo creaban las circunstancias más propicias para la liquidación de las milenarias nacionalidades de León y Castilla y para el asentamiento en la cuenca del Duero de la nueva región geográfico-administrativa castellano-leonesa, propugnada desde mediados del siglo xix por los caciques agrarios y en 1936 por el franco-falangismo. De aquí el querer acallar como historicistas reaccionarios a los defensores de las auténticas nacionalidades históricas; de aquí la urgencia de proclamar ante todo la región castellano-leonesa, dejando para después la cuestión de los límites territoriales y demás «detalles»; de aquí también la furiosa oposición a la autonomía uniprovincial de León -que afirmaba su leonesismo y de Segovia -que proclamaba su castellanía-, en contraste con la complaciente facilidad que se dio a las provincias de Santander y Logroño para obtener las suyas; como también se empujó a las provincias de Guadalajara y Cuenca -donde había un notable sentimiento castellanista- a que se incorporaran a la nueva entidad de Castilla-La Mancha; y se pasó por alto la castellanidad del territorio de la provincia de Madrid.

La verdad es que la mayor parte de lo ocurrido entre 1976 y 1983 en relación con las autonomías de las regiones correspondientes a los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo (Castilla la Nueva) se debe a desconocimiento -falta de información válida- sobre cuestiones fundamentalmente históricas.

El nacionalismo vasco no es mera invención personal de una mente más o menos delirante de finales del siglo xix; ni el regionalismo leonés sólo un pretexto para la creación de grupúsculos políticos en tomo a un nuevo conflicto regional. Ambos tienen raíces nacionales más viejas y no menos auténticas que muchos de los Estados que hoy integran las Naciones Unidas. Lo que sí son producto de confusas prestidigitaciones son las regiones que entre 1976 y 1983 se sacaron de la manga política los inventores de las nuevas entidades autónomas de Castilla y León, Castilla-La Mancha y sus epígonos. El «antihistoricismo» seudoprogresista y el pragmatismo tecnocrático, utilizados por la burocracia cultural al servicio de la politiquería, han podido más, en estos casos, que las razones históricas, primarias en las cuestiones nacionales y consideradas en la Constitución de 1978.


Todas estas deplorables actuaciones circunstanciales han contribuido a crear en la España de las Autonomías una dicotomía que resquebraja moralmente el mapa nacional, de la que ya hemos dicho algo en el capítulo XVII.

Para que los españoles estemos todos unidos por un común espíritu nacional será preciso que todas las nacionalidades o regiones del país tengan auténticamente una condición afín. No es posible equiparar la milenario nacionalidad catalana de un ampurdanés o la leonesa de un berciano con la madrileña -nacida en 1983- de un alcalaíno despojado de su castellanía. Hay, pues, un pernicioso desequilibrio moral entre las auténticas nacionalidades o regiones españolas creadas por la historia a lo largo de los siglos y las que son ocasionales productos políticoadministrativos de reciente invención.

Dos misiones clásicas tiene el intelectual en una sociedad democrática, dice José Luis Abellán: la de crítico de su mundo y de su época, de su sociedad, y la de creador, tanto en el campo del conocimiento científico como en el del comportamiento social. Tras la desmoralización profunda que el país padeció bajo el franquismo era preciso evitar un desencanto democrático, creando nuevas pautas de reflexión y un nuevo sentido de la convivencia (39). En estas circunstancias, Abellán señalaba dos tesis básicas del pensamiento político español: el problema de la razón y el problema de la identidad nacional.

La función primordial del pensamiento político era entonces ofrecer soluciones de sólida racionalidad a los problemas planteados frente al sectarismo, la injusticia y la arbitrariedad del régimen caduco.

El segundo gran problema que Abellán planteaba al comienzo de la nueva etapa constitucional y democrática era el de la identidad nacional, cuestión siempre latente en España, país de cultura plurilingüe y plurinacional, nación de rica complejidad.

Este gran problema de la identidad nacional de España sólo puede plantearse sobre fundamentos sólidos partiendo de una realidad primaria: la naturaleza plural de la nación. Quien - político o intelectual - pretenda ocuparse de tan complejo asunto debe comenzar por estudiar esta insoslayable realidad. No olvidemos que el derecho a opinar sobre algo va siempre acompañado de la correspondiente obligación de informarse sobre ello.


La riqueza que para Europa entraña la diversidad de sus naciones la expresa Ortega cuando exalta la magnífica pluralidad europea. No es posible observar la unidad de Europa -dice el filósofo madrileño«sin descubrir dentro de ella la perpetua agitación de su interno plural: las naciones. Esta incesante dinámica entre la unidad y la pluralidad constituye a mi parecer -continúa- la verdadera óptica bajo cuya perspectiva hay que definir los destinos de cualquier nación occidental». «Los hombres de cabezas toscas no logran pensar una idea tan acrobática como ésta en que es preciso brincar, sin descanso, de la afirmación de la pluralidad al reconocimiento de la unidad y viceversa. Son cabezas pesadas nacidas para existir bajo perpetuas tiranías.» «Libertad y pluralidad son dos cosas recíprocas y ambas constituyen la permanente entraña de Europa.» «Esta muchedumbre de modos europeos que brota constantemente de su radical unidad y revierte a ella, manteniéndola, es el tesoro mayor de Occidente» (40) (41).

Siempre que leemos estas palabras surge en nuestra mente la interrogación de cómo es posible que un español que con tanta agudeza y simpatía percibió la riqueza plural del espíritu europeo no viera con igual inteligencia y no menor alegría esta otra pluralidad, más apiñada y familiar que la europea, que es la España tan acuciosamente contemplada por el gran escritor. Porque si la muchedumbre de modos europeos que brota constantemente de la unidad de Europa y revierte a ella es el tesoro mayor de Occidente, la hermosa variedad de las Españas que mana de su fondo histórico común y enriquece el conjunto de todas ellas es la más preciosa joya de la cultura española. Nos referimos al Ortega opuesto a los anhelos autonómicos de los catalanes que, con sorprendente indiferencia hacia la policroma variedad cultural de España, escribía que sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Incomprensión que contrasta con la honda simpatía que a Maragall inspiraba la España varia, irreductible a una pero capaz de fratemal comunión aún no realizada.

(37) Eduardo García de Enterría, El futuro de las autonomías (Diario de León, 17-X-1984).
(38)Denis de Rougemont, La Table Ronde de l'Europe (Preuves,París,I-1954).
(39)JoséLuisAbellán,La función del pensamiento en la transición política ,en España 1975-1980: conflictos y logros de la democracia, Madrid, 1982.
(40)J.OrtegayGasset,La rebelión de las masas (Prólogo para franceses).
(41)ídem,Meditación de Europa. O.C., T.IX, Madrid,1962,pp.296,325-326.

(Anselmo Carretero y Jiménez. .El Antiguo Reino de León (País Leonés).Sus raíces históricas, su presente, su porvenir nacional. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid 1994, pp 883-887)

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