viernes, agosto 11, 2006

Castilla como identidad (Memorial de Castilla, Manuel Gonzalez Herrero , Segovia,1983)

Castilla como identidad

Castilla es una personalidad colectiva, una identidad histórica y cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del siglo IX como un ente nuevo y di­ferenciado, como una nación original, crisol de cánta­bros, vascos y celtíberos, radicada en el cuadrante no­reste de la Península. Este pueblo desarrolla una cul­tura de rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la lengua castellana y un con­junto de instituciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de signo popular y democrático, asentadas en la concepción fundamental castellana de que «nadie es más que nadie».

Cuando este pueblo consigue realizarse conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos, a nivel incluso de un propio Estado cas­tellano, Castilla da nacimiento a la primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla por la corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes suje­tas a una estructura global de poder. Este poder no res­ponde a los tradicionales esquemas populares y demo­cráticos castellanos, sino que acusa una vocación impe­rial y señorializante.

Paulatina pero sistemáticamente se produce la can­celación de las instituciones castellanas y el vaciamien­to de las formas culturales genuinas de este pueblo, aunque el Estado realice paradójicamente este proceso en el nombre de Castilla -falsa Castilla- por haberle secuestrado hasta su propio nombre. Naturalmente, de este proceso no es responsable el pueblo leonés, pri­mera víctima de las estructuras señoriales que le ha­bían sido impuestas y que se corrieron a Castilla y su­cesivamente a los demás pueblos que se fueron incor­porando al Estado español.

Por supuesto que la historia posterior a la absorción del reino castellano, hasta la más reciente, es también historia de Castilla; pero con la diferencia de que el pueblo castellano no ha sido ya protagonista sino súb­dito.

La autonomía, es decir la implantación en nuestra tierra de instituciones administrativas y políticas pro­pias, descentralizadas del aparato del Estado, es un objetivo que los castellanos podemos, debemos y nece­sitamos alcanzar. Ahora se nos ofrece la oportunidad histórica de rescatar a Castilla, la Castilla auténtica -pueblo oprimido por el centralismo y que no ha sojuzgado a nadie-, devolverle su verdadero rostro y asegurar a su pueblo la utilización de todos sus recur­sos, el desarrollo de su cultura y de sus tradiciones, el resurgimiento económico y vital, y el disfrute efectivo de las libertades individuales y colectivas, acercando el poder al hombre, a los cuerpos sociales, a los municipios, a las comarcas y a la Región.

Pero, para alcanzar esa meta, es preciso recorrer un cierto camino. No parece válido que, por prisa, im­paciencia o mimetismo, nos dediquemos de entrada a postular estatutos de autonomía o nos afanemos por esa invención llamada preautonomía, espejuelo carente sin duda de seriedad y contenido real. Aunque estos es­fuerzos sean respetables y hechos de buena fe, dado el estado de la región en la que no existe todavía un grado de conciencia mínimamente suficiente, pueden ser en realidad artificiosos y prematuros y a la larga perju­diciales por la desilusión popular que el previsible fra­caso de una autonomía inauténtica ha de conllevar.

Por ello más bien parece que lo que ante todo se necesita es trabajar para que el pueblo castellano re­cupere la conciencia de su personalidad colectiva; para que ese sentimiento soterrado que tiene de que es cas­tellano, aflore al plano lúcido de la conciencia y sepa y sienta que nosotros somos también un pueblo, una personalidad histórica y cultural, una comunidad hu­mana definida. En seguida vendrá, por la propia natu­raleza de las cosas, la afirmación y el consenso mayori­tario de este pueblo para reinvindicar su autonomía y asumir las capacidades políticas necesarias para ejercer el protagonismo y responsabilidad de sus propios asun­tos, en constante y fraterna relación con todos los pue­blos de España. La autonomía, o será el resultado de la conciencia de identidad del pueblo o no será sino un artificio político para distraer su atención de los verda­deros problemas que le afligen.

¿Cuál es la tarea y cuáles son los objetivos que tene­mos pendientes?.


Trabajo constante orientado a la renovación cultu­ral del pueblo castellano de cara al reencuentro con su propia identidad colectiva; profundización en la cul­tura castellana; defensa y promoción de todos los va­lores e intereses de la Región y, particularmente, por su injusta marginación, los de la población campe­sina; democratización efectiva de la vida local; descen­tralización autonómica de los municipios; instituciona­lización de las comarcas por integración libre de pobla­ciones de mayor afinidad, y equipamiento moderno y completo de las cabeceras comarcales rurales. En una palabra, sacar a la Región del subdesarrollo en que está sumida. He aquí la tarea, larga, difícil y a desarro­llar de abajo a arriba, que nos conducirá al renacimiento de Castilla.

En este gran quehacer de restablecer nuestra comu­nidad regional, se debe hacer lo posible para que no incidan, haciendo inviable la empresa, los problemas ajenos a la Región en cuanto tal, es decir las cues­tiones o tensiones de la política a nivel del Estado español. Quiere decirse que, ante la extrema gravedad de nuestra decadencia presente, para restaurar la Región --«área de vida en común»- deberemos esforzarnos para preservar y desarrollar el sentido solidario y co­munitario del pueblo en su conjunto, relegando todo planteamiento de facción. Porque, en una palabra, ne­cesitamos un ideal común: el resurgimiento cultural, cívico y económico de nuestra tierra. Este ideal común debe ser asumido por todas las clases y grupos sociales de Castilla, en un pacto regional para la recuperación y progreso de nuestra colectividad.

La región es una realidad compleja, hecha de fac­tores geográficos, históricos, antropológicos y cultura­les, y también económicos. Pero no es un hecho eco­nómico. El planteamiento técnico-económico, o tecno­crático, de la región, contemplada como un mero marco más eficiente para la organización de los servicios pú­bicos y de las relaciones de producción, no es sino una variante del centralismo político y administrativo y nada tiene que ver con una concepción humanista y progresista del hecho regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno ecológico y cultural del hombre y vía más efectiva para su libe­ración.

La región es básicamente un hecho cultural: una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los ante­pasados, las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y social, el medio en que se nace (o, como dice Santamaría Ansa, el medio que nos nace). Es la «nación primaria», en el sentido -humano y cultural, no ideológico, no politizado- con que esta expresión ha sido acuñada por Lafont. Es lo que nos­otros llamamos un pueblo: una comunidad de hom­bres que viven juntos y que, por la conjunción de una serie de factores comunes, se reconocen como una identidad.

Por eso las regiones no pueden ser inventadas o fa­bricadas. He aquí una corrupción y falsificación del re­gionalismo. La región no es un simple espacio terri­torial; es un espacio geográfico, cultural y popular. La región tiene que ser concebida a nivel de pueblo; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo. En otro caso se trataría simplemente de una nueva división administrativa del Estado, tan artificiosa como los de­partamentos o las provincias.

En España la necesidad de articular un auténtico regionalismo popular -para todos y cada uno de los pueblos que integran la superior comunidad nacional española, a medida que vayan adquiriendo la concien­cia de su identidad- es particularmente grave. Nada tan distorsionante para el futuro de España como la concurrencia de tres nacionalidades --Cataluña, País Vasco y Galicia-, fundadas en la 'realidad de sus res­pectivos pueblos, con otra serie de regiones -por ejem­plo, Castilla-León, Castilla-Mancha- trazadas artificial­mente con criterios políticos o económicos y que, por tanto, giran en órbita heterogénea e inarmónica respecto de las otras. Todos los pueblos españoles deben recibir el mismo tratamiento regional y autonómico; mejor dicho, se les debe reconocer idéntico derecho y oportu­nidad; sólo dependiente, en cuanto a su realización, del grado de conciencia, voluntad y madurez colectiva que vayan afirmando.

En lo que a nuestra tierra se refiere, creemos que la pretendida región castellano-leonesa es evidentemente falsa. No guarda ecuación con las realidades populares. Sus partidarios la definen como «las nueve provincias de la cuenca del Duero». Pero, sin duda, la «cuenca del Duero» (Valladolid) es un artificio tan arbitrario y centralista como la ,«región Centro« (Madrid).

Estimamos que hay una región leonesa y una región castellana, que son dos entidades históricas y culturales, dos comunidades regionales diferenciadas. Su concreta delimitación y la ordenación de sus relaciones son cues­tiones que competen al pueblo leonés y al pueblo caste­llano y que ellos mismos deben solventar, sin que puedan darse por resueltas «a priori» en virtud de opiniones de grupos o de imposiciones del aparato del Estado.

En este sentido, los castellanos hemos de saludar fraternalmente a los movimientos regionalistas leoneses, que justamente reivindican la personalidad del pueblo de León, y ofrecerles toda nuestra solidaridad y la vo­luntad de colaborar, cada uno en su sitio y en pie de igualdad, en la defensa de los intereses y en la recupe­ración de la identidad y autonomía de las !dos regiona­lidades.

En cuanto a Castilla, entendemos que se trata de Castilla la Vieja -norte de la cordillera carpetana--, por supuesto con la Montaña de Santander y la Rioja, cunas indiscutibles del pueblo castellano y componentes fundamentales de su personalidad colectiva; junto con las tierras castellanas del sur -de las actuales provin­cias de Madrid, Guadalajara y Cuenta-, que son tan castellanas como las del norte. También aquí, por lo que se ,.refiere a la delimitación de estas tierras caste­llanas comprendidas administrativamente en Castilla la Nueva, con las de la Mancha, que integra otra región con personalidad propia, la decisión corresponde a los pueblos interesados, a través de un proceso serio de in­formación y autoreconocimiento.

León, Castilla y la Mancha, es decir los países' en­globados en las áreas administrativas de León, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, tienen en efecto serios pro­blemas de identidad y límites. El proceso de restaura­ción de estas regiones, corno identidades populares, no puede sustanciarse con fórmulas precipitadas y arbi­trarias, que, duna vez más, no serían sino manifestacio­nes del espíritu centralista y del desconocimiento y menosprecio de las realidades culturales' y populares que integran España.

Pertenece a los mismos pueblos, leonés, castellano y manchego -que ahora empiezan a despertar y a pre­ocuparse por a la búsqueda de su identidad- resolver libremente sobre sí mismos y sobre la organización que hayan de darse. En esa tarea, de información, concien­ciación e institucionalización, es necesario obviamente que estos pueblos con dificultades colaboren y se ayuden mutuamente en un marco particularmente flexible de comprensión, respeto y solidaridad, hasta que logren profundizar y aflorar las verdaderas entidades popula­res que subyacen bajo las superestructuras ,adminis­trativas.

Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, 2ª edición aumentada. Segovia 1983, pp. 13-22

miércoles, agosto 09, 2006

Castilla y la Mancha (Comunidad Castellana 1981)

Castilla y la Mancha

Respuesta de Comunidad Castellana


Un “grupo de manchegos” nos distingue con una carta abierta, publicad.-3 en varios periódicos de la región, en la que manifiestan su desagrado porque en el órgano informativo de Comunidad Castellana han leído que La Mancha es una entidadad diferente de Castilla.

Comunidad Castellana tiene un pensamiento acerca de España y de los pueblos que la integran y, por supuesto, acerca de Castilla. Se podrá estar o no de acuerdo con ese pensamiento, será acertado o no, pero en todo caso creemos que no da motivo razonable a que nadie se pueda sentir molesto u ofendido. Comunidad Castellana se caracteriza por su sincero respeto a los criterios de los demás. Y, muy singularmente, por sus sentimientos de afecto y solidaridad hacia todos los pueblos que constituyen España, es decir la patria común de todos los españoles.

La confusión de nuestros comunicantes deriva, una vez más, de una errónea identificación de Castilla con el Estado o corona de “Castilla y León”. Paralelamente al caso de la otra corona española, el reino de-Aragón o confederación catalano-aragonesa, la titulada corona de Castilla no era un ente unitario , sino un conjunto de reinos, países o regiones:León, Galicia, Castilla, Toledo, Córdoba, Sevilla, Jaén, Murcia.

En los tiempos que vivimos, es decir, en la era del regionalismo -fenómeno vigente en toda Europa- no se trata del resurgimiento de los estados de la Edad Media. Los antiguos estados convergieron y desembocaron en el actual Estado español. Se trata de la recuperación de las regiones o pueblos que permanecen bajo las estructuras de poder. Castilla es una de esas regiones. Otra es el reino de Toledo, o País Toledano, del que La Mancha es una de sus comarcas más extensas y caracterizadas. Alfonso VI, como saben nuestros comunicantes, se titula rey de León, de Castilla y de Toledo.

El País Toledano es una entidad histórica, ciertamente ilustre, con personalidad propia, diferente de la de Castilla. (Se entiende de la Castilla-región o pueblo; no de la Corona de Castilla; como Cataluña por ejemplo, aunque históricamente integrante del reino de Aragón, no es ,aragonesa»).

La formación 'histórica y cultural de Toledo y La Mancha, su repoblación, sus estructuras sociales y económicas, difieren radicalmente de las de Castilla. No es este, sin duda, el lugar y momento de mayores ampliaciones.

Es cierto, como nos dicen, que en La Mancha se habla el castellano; como también en Murcia, en Canarias o en el Perú. Países que pertenecieron a la corona de Castilla, que por ello fueron políticamente ,castellanos», pero que hoy, obviamente, son murcianos, canarios o peruanos.

Por lo demás, es evidente que la condición de manchego es tan honrosa como la de castellano. Y la existencia de una identidad manchega no es que la mantenga Comunidad Castellana, sino que la proclaman, por ejemplo, entidades culturales de La Mancha como el ,Movimiento autonomista popular manchego,, (Puertollano) o la ,Asociación cultural manchega,, (Ciudad Real).

Fraternalmente, en el marco de una honda solidaridad española, pero sin las resonancias imperiales de una falsa idea de Castilla, deseamos todo lo mejor al noble y apreciado pueblo de La Mancha. Y saludamos muy atentamente a nuestros comunicantes.

COMUNIDAD CASTELLANA

Castilla nº 12 febrero marzo 1981

martes, agosto 08, 2006

Castilla país sin leyes. Alfonso María Guilarte

Castilla país sin leyes

Alfonso María Guilarte, Ed Ámbito. Valladolid 1989


El solar y los hombres

La vocación de libertad en su calidad de patrimonio universal parece indiscutible. La cuestión radica en ave­riguar las oportunidades que tuvieron los castellanos, para satisfacer esa vocación de libertad. Sobre esta base deberán ser leídas las páginas de Sánchez Albornoz y el librito de José Luis Martín (1982) acerca del castellano y libre, como mito y como rasgo definidor. Pequeños propietarios y libres escribe redundante el maestro. En la medida que sea, el cupo de libertad que puede gastar el castellano resulta, entre otros indicios por contraste, de dos instituciones en que el poder sobre hombres se hace depender del sometido. No hace falta decir que me refiero a las behetrías y a las cartas de población. Ambas comportan una relación jerarquizada pero -ya va dicho- que deriva de un acto en que algo cuenta la voluntad del sometido: la instalación en las tierras del dominio o la elección de señor cuya protección se so­licita. La carta sirve esa vocación de libertad limitando las prerrogativas del rey o del magnate, para fijar condiciones de vida. Las behetrías constituyen una réplica del régimen señorial, régimen impuesto, que se transmite de padres a hijos, es decir, un mecanismo de adscripción, que surge incialmente de una decisión del rey. Castilla, «país de hom­bres libres» depende de múltiples factores. En general de las circunstancias que condicionaron la repoblación. En concreto, del lento progreso hacia el poder de la nobleza hispana en comparación con la europea. Castilla país de hombres libres o Castilla -en la etapa de orígenes- sin hombres poderosos, parece más exacto.

A falta de cosa mejor y para una aproximación, como ahora se dice, al carácter de los pueblos, puede ser útil compendiar aquí varios datos y consideraciones sobre lo que el castellano ha sentido y ha pensado acerca de la creación del derecho tal y como resulta de sus comporta­mientos usuales. Se trata de particulares conocidos sobre los que se volverá con detalle en otros lugares del libro. El tema no es nuevo. hay buenos trabajos que, sin desvío de los cauces clásicos, facilitan la versión al día partiendo del contraste sustancial entre los diversos territorios de la Corona: la España «nuclear», Castilla, y la España «peri­férica» (Lalinde, 1966).

Que el castellano cotice al alza el derecho vivido jus­tifica, ante todo, la práctica de juzgar por fazañas (el actuar del juez desbordando los límites de su actividad técnica según Galo Sanchez , en lo sucesivo G. S.) y sus conexiones con la leyenda de Castilla y con el pretexto de este libro, que implica la santificación del derecho viejo, el que se viene aplicando, que en este origen remoto encuentra la razón de ser, su fundamento, su legitimidad. Bien pudiera latir aquí una concepción pe­culiar del derecho como reflejo de la vida y no como im­posición de una voluntad ajena e irresistible. El apego al fuero, el fuero antiguo en oposición al fuero postizo que es el fuero importado sin la aquiescencia de los vecinos del municipio; el apego al fuero que se aplica, que se «usa», proclama la ley dictada por el propio rey que tiene cinco siglos de vida y en tercer lugar, el extenso vuelo de la iniciativa privada y su insistencia en el método recopilador (la consolidación del derecho viejo) son muestra de acti­tudes favoritas de los castellanos. En el otro extremo -lo negativo- el repudio de la ley entendida como prerrogativa indiscutible de la Corona que se advierte desde la legendaria quema del Liber iudiciorum en la glera de Burgos y a lo largo de nuestra Edad Media, en prácticas de tan hondo calado. como la ley pactada y la resistencia armada frente a toda ley arbitraria. Se alude a la posibilidad de resistir el cumplimiento de una ley que, por las razones que sean, quebranta la constitución tradicional del reino. Por ejemplo, la que requiere la intervención del Consejo real en la ins­tauración de señoríos de nueva planta (por vía de donación o merced) ya que, en otro caso, la ciudad cabecera y, por descontado, los propios pueblos afectados están legitima­dos para negar obediencia al señor y para resistirle: que sin pena alguna se pueda hacer resistencia de cualquier calidad que sea o ser pueda aunque sea con tumulto de armas (pragmática de Juan II de 5 de marzo de 1442); que el rey no pueda hacer donación de ciudades, villas y lugares de su Corona real contra el tenor de lo contenido en esta ley (11). Es decir, sin la intervención del Consejo real y de los procuradores de las ciudades; de las Cortes, para sim­plificar. Como se sabe es una ley pactada entre el rey y las ciudades y por eso vincula especialmente a la Corona; no puede ser modificada unilateralmente (12)
.
La norma jurídica con fundamento en la aceptación de sus destinatarios y en ningún caso resultado de una voluntad ajena... Lo que el castellano anhela y lo que repudia -la medida en que lo consiga es otro asunto- en orden a las formas de creación del derecho que se consigna en este . párrafo y en definitiva lo que trasciende de la lectura de muchos lugares del libro.

Vivir sin leyes, la ausencia de normas de validez ge­neral, supone muchas cosas. Vivir conforme a normas que carecen del respaldo de una promulgación formal, pudiera ser el significado que nos interesa, para completar la imagen de lo castellano. Supone asimismo vivir de acuerdo con normas que en otro tiempo habían sido derecho escrito. Es en definitiva la posibilidad de elegir entre varias una norma que en principio no tiene más títulos que las preteridas para ser elegida. En todos los casos se vive un derecho que nadie sabe quien le ha impuesto y cuya legitimidad, en última instancia, arranca de los jueces que lo aplican. Cas­tilla país sin leyes y país de fazañas, peculiar concepción del derecho que es casi lo mismo.

(11). Nueva Recopilación: 5.10.3, tomada del Ordenamiento de Montal­vo, 5.9.3.
(12). En mi Régimen señorial, 2.a ed. 1987, 46-9.Op.Cit pp. 35-37

La leyenda

La leyenda en su versión antigua sitúa la instauración de los jueces en el siglo IX (a la muerte de Alfonso II) y, en su forma reciente, en los años de Fernán González (930/70). No será menester perder un renglón en justificar la imposible adecuación de los jueces legendarios a la or­ganización judicial de la época en que se les hace vivir. Cuando se cuece la leyenda, Castilla está a punto de dejar de ser un país sin leyes. El derecho está a punto de dejar de ser, o cada vez lo es menos, manifestación espontánea e irreflexiva de un sentir popular que expresa la costumbre o el juez mediante un desplazamiento de su actividad téc­nica (fazañas) para convertirse en un producto calculado e impuesto desde las alturas (el rey o las Cortes) que se aplica en ámbitos que exceden el de la reducida comunidad local obligada a aceptarlo. La vocación separatista y la concep­ción del derecho fundado en la excepcional relevancia de la actividad de los jueces como artífices de la norma jurídica están en la leyenda que, tras lo escrito a primera vista, pretende justificar en la historia -la historia lejana de los jueces avenidores- ambas cosas (la vocación separatista y los jueces con su derecho `libre'), ingredientes aprove­chables que tienen mucho que ver con el asunto que nos interesa aquí. Se quiere decir -en conclusión- que Cas­tilla en los años de la trasmisión de la leyenda (con mayor intensidad en la versión reciente) está integrada en un reino poderoso (la Castilla de leoneses, de gallegos, de asturia­nos, de castellanos, cada vez peor identificados) y su de­recho, sobre todo en cuanto a las formas de expresión, discurre por cauces que ha abierto en Europa la llamada recepción del derecho romano. La vocación separatista y el derecho, con esas peculiaridades domésticas, están per­diendo altura. Ni sus predecesores, ni los autores de la versión del 431 B.N. que en el reinado de Pedro I acogieron el mito de los jueces avenidores, respetarán demasiado la historia. Sin embargo, lo que cuentan ilustra la tradicional oposición al derecho escrito -valdría decir- la mejor mues­tra del sentir castellano. Los jueces serían la encarnación de la actividad de los antiguos juzgadores cuyo recuerdo había de contrastar, en el espíritu popular, con el nuevo estado de cosas y con la actuación de los de otros territorios (Galo Sánchez).

Castilla país sin leyes ,Alfonso María Guilarte, Ed Ámbito. Valladolid 1989 pp. 49-50

El derecho antiguo.

Con el estado visigodo sucumbe en 711 la unidad con­seguida por Recesvinto, en el siglo VI, mediante el Liber iudiciorum, cuerpo de leyes de carácter territorial sin dis­tinguir súbditos visigodos de hispano-romanos. Unidad en­tendida con reservas y, entre ellas, la que suscita la dudosa capacidad de los reyes para imponer leyes romanizantes, sobre todo, en las comarcas alejadas del poder central, sin contar el apego de los hispano-godos a las costumbres ger­mánicas e incluso la imaginada pervivencia de costumbres ibéricas, venía a decir G. S. Como quiera que sea, la Historia política interfiere en la Historia del derecho. La ruptura del año 711 provoca el fraccionamiento medieval y con ello surge un derecho nuevo que contrasta con el derecho musulmán y, en menor medida, con un poderoso competidor, el llamado derecho común, producto universal de la Baja Edad Media. Aparte la mentada ruptura, los fueros y los jueces creadores serán otros asuntos de este capítulo. Al volver aquí sobre los jueces creadores se em­palma con lo escrito en el apartado precedente y se insiste -ya se ve- en el tema crucial del libro.

Ruptura y fraccionamiento.

G. S. y con él todos admiten la existencia de un sistema de fuentes propio de los diversos territorios autónomos, visible en orden a distinciones y matices que operan sobre el ámbito de vigencia, el origen o la naturaleza de aquellas fuentes. León, Castilla, las provincias Vascongadas, Na­varra, Aragón, Cataluña, Baleares y Valencia son los te­rritorios medievales elegidos por G. S. para exponer su historia de las fuentes. A este propósito anotaremos que pocos dudan al proclamar la posibilidad de distinguir los derechos y los sistemas de fuentes que resultan del frac­cionamiento postvisigodo atendiendo a la sustancia o a la medida en que sobre ellos actúan influencias exóticas. Se­guir el rastro retrocediendo a los orígenes, ofrece más di­ficultades por lo que se refiere al derecho castellano, sobre todo en sus conexiones con el leonés. Modalidad fronteriza del derecho leonés se le considera, al derecho castellano, que surge en Burgos y, más tarde, en otros puntos como Sepúlveda con nuevos caracteres (R. Gibert). Todavía en el siglo XIV -afirmaba G. S. que nunca negó su existen­cia- hay huellas de ese derecho castellano. El derecho de Castilla la Vieja, para entendernos, separada de León y por oposición a la Castilla que empieza al Sur del Duero, llamada Extremadura. En el reino de León tenían otros fueros apartados, decía la crónica de Alfonso X, con el propósito de justificar la redacción y ulteriores concesiones del Fuero Real a ciudades de Castilla; para Burgos y otras ciudades y villas de Castilla que no estaban en el caso, explicaba la crónica. Las Cortes reunidas en Carrión en 1317 aludían al derecho aplicado por los jueces en los regnos de la Corona de Castilla. La referencia no es de­masiado precisa pero sí lo suficiente para autorizar -como pretende G. S. - la presencia de un derecho castellano que se distingue del leonés y del de otros territorios de la Mo­narquía (Extremadura, «según sus fueros de cada lugar»; Toledo, «según sus fueros e usos así como hubieron en tiempos de los otros reyes», etc., etc.)(1).

Castilla país sin leyes, sin textos de derecho territorial hasta el siglo XIII en que se sitúan los más antiguos aunque sean obra de compiladores que escriben por su cuenta. Enseguida se dirá algo de las fuentes locales, en contra­posición a las de carácter territorial que ahora se aluden. Baste afirmar que las de carácter territorial -por defini­ción- constituyen la expresión acabada del derecho, el derecho como norma de validez general; el derecho cas­tellano en nuestro caso.

(1). G. S. Antiguo derecho... 218/20 y Cortes, cit. pet. 5.°.

Op Cit pp.54-55


Circunstancias conocidas o cuando menos esbozadas, impiden culminar la indagación en tema de orígenes, entre ellas los cuatro siglos vacíos de testimonio, y hacen dudar de la legitimidad de nuestros títulos para hablar con certeza de un derecho castellano en sentido estricto. El derecho que vivían los castellanos de la Castilla condal, los primeros castellanos; los castellanos de este capítulo. Recordemos esas cosas sabidas antes de iniciar otro tema. Castilla com­pendio de pueblos de variada estirpe, estantes o llegados, al solar, en el siglo VIII. Pueblos antiguos al margen de las grandes corrientes históricas. Pueblos sin tradición ro­mana, pueblos tardía y parcialmente romanizados, según Menéndez Pidal, respecto de los cuales la presencia visi­goda -otro vehículo de la romanización, sobre todo, en el campo del derecho- se considera problemática. Pueblos mal identificados en un producto final del cual descono­cemos la proporción de sus componentes. En estas con­diciones, especular con los orígenes prerromanos del pue­blo castellano con el propósito de identificar su derecho, sería estéril.

Mientras el catalán, el aragonés o el navarro, etc., con­servarán esencias primitivas, el derecho castellano -la identidad perdida- al principio de la Baja Edad Media, era ya un derecho de toledanos, de extremeños, de anda­luces y, por supuesto, de leoneses y de castellanos.

La extraordinaria capacidad del derecho para sobrevivir constituye dogma predilecto de sus historiadores. Para so­brevivir incluso en los períodos de ruptura, se quiere decir y es que el derecho que, como producto histórico, difícil­mente supone creación ex novo, incorpora o mantiene en cada coyuntura, aportaciones de variada procedencia. Com­ponentes de otros derechos: el derecho romano, el derecho germánico, el derecho canónico, el derecho musulmán..., los elementos de influencia en la formación del derecho español. En los reinos y condados cristianos de la Recon­quista viven instituciones desconocidas o combatidas por la lex visigothorum que, a pesar de diferencias de detalle, parecen proceder, en lo fundamental, de un núcleo común anterior a la invasión árabe. Este sería -concluye la opi­nión dominante- el elemento germánico introducido en el período visigodo y renacido en la remota Edad Media.

Op. Cit pp.56-57

Fueros y ciudades

En­crucijada de razas y de pueblos, en Toledo, viven los judíos y los moros y, entre los cristianos, francos, mózarabes y castellanos. Estos tendrán su carta castellonorum, otorgada por Alfonso VI, antes del año 1101, que suponía jurisdic­ción privativa e importantes privilegios, aunque no con­tuviera el derecho de los castellanos en su conjunto sino sus aspectos más favorables. La crítica reciente, con apoyo en testimonios de primera mano y a propósito de este de­recho de los castellanos en Toledo, alude al conde Sancho García (995/1017), el de los «buenos fueros», porque son de su tiempo o porque son obra del conde (García Gallo). La carta de los castellanos, que fue confirmada por Alfonso VI y, más tarde, objeto de una segunda versión, certifica la quiebra de la unidad de fuero, la mencionada caracte­rística de la ciudad medieval. Bien es verdad que las cosas habían cambiado al filo de los siglos XI/XII; que había gran distancia entre Toledo y las poblaciones guerreras y campesinas donde funcionara sin fisuras la unidad de fuero. Por otra parte, la carta castellonorum abre una de las me­jores pistas para afirmar la existencia de ese derecho cas­tellano que tan mal conocemos.

En base de la apuntada distinción entre el derecho de la ciudad, la noción amplia, y el fuero municipal, la noción estricta, como instrumento escrito (ver más arriba), resulta indiscutible que sólo en parte aquél se hallaba recogido en éste. La insuficiencia del fuero es regla general aunque no siempre sea posible saber si las escuetas noticias de los documentos de la época se refieren a la acepción amplia o a la estricta que es la que aquí importa. Ni el régimen de cargas, ni el grado de autonomía que disfruta la ciudad, ni los aspectos importantes de la organización municipal re­sultan inteligibles de la simple lectura del fuero, los pri­vilegios concedidos por el rey, la costumbre y el usus terrae, o la Lex visigothorum, en la medida que pudiera suponerse vigente; en una palabra, lo que no está en el fuero porque el fuero es un testimonio incompleto del de­recho de la ciudad según la advertencia de G. S. Al margen del fuero pese a que, en ocasiones, las incluya, hay que contar con las sentencias de los jueces de especial signi­ficado en Castilla. Pero la jurisprudencia reclama estudio aparte.

Los jueces creadores

Lector de tantas lecturas no pasarían inadvertidas para G. S. las ideas de los juristas alemanes sobre el movimiento del derecho libre. Eran los primeros años de docencia cuan­do preparaba las páginas para la historia de la redacción del derecho territorial castellano que aparecieron, más tar­de, en el Anuario del año 1929. No pisaba entonces terreno firme la concepción del derecho como unidad cerrada que justificaba prohibir al juez que se negase a fallar y que crease derecho. Los partidarios del derecho libre -por el contrario- afirmaban la existencia de lagunas de la ley que había de colmar precisamente la labor creadora del juez. A falta de ley o de costumbre aplicable al caso, el juez debería fallar con arreglo a la norma que él mismo establecería de actuar como legislador. Parece evidente la influencia de la Dogmática de la época sobre G. S. a pro­pósito de Castilla, tierra de fazañas y del derecho libre. Graves carencias de los derechos locales y la ausencia ab­soluta de derecho territorial justificaron -si no precipita­ron- a los jueces castellanos a desbordar los límites de su actividad técnica como directores del proceso, cosa que hicieron con frecuencia e intensidad muy superior a la que es posible comprobar en otros derechos hispánicos. Sin embargo, habrá que añadir otras explicaciones que ni las carencias del derecho, ni las fazañas, era una exclusiva de Castilla. Cabe evocar, en este punto, la concepción peculiar del derecho como reflejo de la vida y no imposición de un poder irresistible; el respeto a lo que se practica, el derecho viejo y la reticencia ante lo que manda el rey, características del talante castellano. Que la facultad de juzgar por albedrío (en este caso sin sujección a lo establecido) tuviera valor de fazaña para el futuro, proclamaban los castellanos des­pués de quemar el Liber iudiciorum en Burgos.

Don Lope González y sus hermanos, hijos de don Ma­riote, fijodalgo, reclamaron la herencia de su tía monja, doña Roma; don Rodrigo, Ferrant Remont y doña Elvira de Cubo -el manuscrito lo detalló bien- que eran los parientes de don Lope, se negaron a compartir la herencia de la monja diciendo que don Lope y sus hermanos eran hijos de barragana. El juez sentenció en favor de don Lope. Puesto que los parientes -decía el juez- antes de la re­clamación habían partido cierta heredad de la tía monja con don Lope y sus hermanos, la partición debía seguir adelante y «ansí hubieronles de dar a partir en todo», ter­mina el texto de la fazaña con esta alusión a la ejecución de sentencia (7). El juez resolvió el conflicto entre partes dando la razón a los demandantes, como se ve, partiendo de una determinada doctrina en materia de filiación y de actos propios que no es necesario estudiar porque lo que importa es otra cosa. La decisión del juez tendría efectos para las partes implicadas en el pleito y también para los hijos de barragana y de hidalgo del futuro en lo que se refiere a la herencia paterna. Aquí se ha producido, pues, una declaración de derechos en favor de don Lope y de sus hermanos, pero además los jueces venideros, en casos aná­logos, tendrán un ejemplo a seguir. Que la sentencia haya circulado en numerosas copias, formando parte quizá de una colección de fazañas, no admite otra explicación.

El término fazaña fue utilizado sin orden ni concierto con demasiadas acepciones imposibles de reducir a un con­tenido mínimo válido para todas. Fazaña equivale a con­ducta ejemplar, digna de ser imitada; conducta conforme a valores aceptados en la época y si se quiere, con más precisión, narración de hechos que acreditan esa conducta. Esta sería la acepción de fazaña que luce en los textos literarios y especialmente en las crónicas. G. S. prescindió de las fazañas en el sentido amplio que es el original para moverse en el ámbito del derecho en el que tampoco es posible una lectura única del término. En ese ámbito se trata asimismo de una relación de hechos con valor ejem­plar; con valor ejemplar para el derecho. No será fácil prescindir de la nota de ejemplaridad el factor desenca­denante del alcance normativo de la fazaña, aunque no sea posible precisar si el modelo a imitar es, en rigor, lo que se predica del juez o de los protagonistas de la narración. En boca de los coetáneos la expresión fuero de albedrío podrá quizá significar juzgar por fazañas, es decir, actuando sin atenerse, el juez, a lo establecido, que era la práctica reiteradamente condenada por Alfonso X el Sabio. Bien pudiera acertar Tomás y Valiente identificando fazañas y «juicio de albedrío», paso que no llegó a dar G. S. Es capital la distinción entre sentencia -decisión que pone fin a un conflicto de derechos- y sentencia con valor jurisprudencial. El juez se convierte en legislador. Ha es­tablecido una norma para el futuro en casos análogos. Si otro cosa no se advierte, aquí hablamos de fazaña como sentencia con efectos al margen de los interesados en el pleito o causa que la motiva.

En puros términos la fazaña sólo constituye desplaza­miento de la actividad técnica del juez si éste, en su juicio, crea una norma; menos claramente si se funda en la cos­tumbre a la que, cuando menos, da forma (la materiali­zación del borroso precepto consuetudinario). Hay casos también en que el juez opera por analogía o mediante otros métodos que, en definitiva, derivan de la ley. En otros casos, en fin, la fazaña, alejándose de la variante que aquí se estudia, encuentra fundamento en el derecho escrito .
(7). Fuero Viejo, 5,6,2, y Lib. Fueros de Castiella, 186, etc.

Op cit pp.68-70


- El juez castellano sabe poco, carece de lecturas. No se busque en sus fazañas el menor rastro de un tratamiento técnico y menos científico del derecho. El juez es «defi­nidor» del derecho castellano por el acierto con que in­corpora a sus fazañas, sin manipulaciones, lo que ha visto que se practica y que está vaciado en las necesidades del tiempo.

Las fazañas resultan así el mejor testimonio del derecho castellano en la expresión cabal, incluso en sus contenidos arcaizantes que sería aventurado descartar. Pero ello sin desconocer que, aún actuando con materiales dados, el juez, al combinarlos con su personal criterio, ha logrado elaborar un nuevo derecho. La costumbre no escrita y variable de una localidad a otra ha sido la materia predilecta de los jueces castellanos. Lo han sido también las propias sentencias porque en la génesis de las fazañas no hace falta aludir al valor del precedente, no siempre inalterado, por cierto. Los fueros locales han sido, en fin, ingredientes de las fazañas como se ha dicho.

(10). 1.5.14 del Fuero Viejo y Lib. F.os 186; Pseudo Nájera 11, 18 y F.° - Ant. 18.

Op Cit p. 73

lunes, agosto 07, 2006

EL REGIONALISMO EN TIERRAS DE LEÓN,CASTILLA Y TOLEDO (A. Carretero J.)

EL REGIONALISMO EN TIERRAS DE LEÓN,
CASTILLA Y TOLEDO


La gobernación de España desde la Restauración tuvo firme asiento en una oligarquía política dirigente (ministros, senadores, diputados, gobernadores civiles, directores de periódicos) organizada en dos grandes partidos - el conservador y el liberal, divididos en grupos y subgrupos provinciales, comarcales y locales - que se turnaban en el poder según las circunstancias. El «político» de prestigio en Madrid, cerca del poder central; los caciques de rangos menores en las provincias, comarcas y municipios, dueños de las diputaciones provinciales y los ayuntamientos; y los gobernadores civiles en la capital de cada provincia como enlaces entre éstos y aquéllos. Tales eran las piezas fundamentales del sistema, dice J. M. Jover (49). En algunas provincias mantenían su poder los caciques a lo largo de decenios, tal el caso de los Gamazo, Abilio Calderón, Santiago Alba y Antonio Royo Villanova en la meseta leonesa. Estos grupos, que con la denominación de agrarios defendían los intereses de la oligarquía cerealista, fueron los promotores de un autodenominado «regionalismo castellano» defensor de los intereses de la burguesía harinera y agraria de la zona de Valladolid y la Tierra de Campos (26). En tomo a esta poderosa burguesía agraria, que se había beneficiado del proceso desamortizador dice un historiador vallisoletano -, «se gestó en la segunda mitad del siglo xix una conciencia regional castellana que tuvo por portavoz al periódico El Norte de Castilla, que como defensor de los intereses de la burguesía conservadora de la zona cerealista realizó una labor muy efectiva para la creación de una «conciencia económica regional». El primer objetivo concreto de esta oligarquía era conseguir medidas proteccionistas para los trigos de esta zona, dice J. Valdeón, empleando la expresión cuenca del Duero (50), muy utilizada por los intelectuales de la extensa comarca de Campos, para referirse a Castilla, especialmente por R. Macías Picavea y por J. Senador. En la lectura de estos autores, donde uno encuentre «Castilla» debe leer, pues, «cuenca del Duero, dejando fuera de su pensamiento todas las tierras castellanas de la vertiente cantábrica, y de las cuencas del Alto Ebro, el Alto Tajo y el Alto Júcar. Macías Picavea no concebía territorio castellano fuera del entorno de la meseta del Duero.

Los actuales historiadores de este regionalismo usan indistintamente las expresiones «regionalismo castellano» o «regionalismo castellanoleonés», según tengan en mente a León como anejo a una entidad principal o prescindan decididamente de él como algo definitivamente eliminado. Durante el siglo xix y hasta 1931 solía decirse Castilla y castellano; después, por respeto formal a los leoneses, comenzó a decirse Castilla y León y castellano-leoneses.

En uno de sus aspectos políticos más destacados, este regionalismo se manifestó desde su nacimiento fuertemente anticatalán. Sus portavoces se definían como defensores de «un nacionalismo españolista», un «regionalismo sano», aludiendo a los regionalistas catalanes como partidarios de un regionalismo destructor, separatista y antiespañol. A diferencia de los regionalistas catalanes, vascos y gallegos, estos «regionalistas castellanos» se oponían a la autonomía de cualquier región, aunque admitían la descentralización de municipios y provincias en el ámbito administrativo. Ya Unamuno había dicho, en sus singulares comentarios, que el «castellanismo» era mera negativa, simple anticatalanismo (5 1).

Destacado vocero del anticatalanismo en Valladolid fue Antonio Royo Villanova -ya mencionado-, aragonés arraigado en tierra del Pisuerga que fue diputado, senador y director de El Norte de Castilla. Royo Villanova llegó a ser fervoroso «castellanista» a partir de su anticatalanismo radical. Las manifestaciones más exaltadas de su nacionalismo unitario las hará años después, en las Cortes de la 11 República, al discutirse el Estatuto de Cataluña (5 1).

A la burguesía harinera el catalanismo le sirvió de argumento para provocar la reacción anticatalanista. Cuando en 1918 la Mancomunidad de Cataluña comenzó a ejercer sus funciones, representantes de las diputaciones leonesas y castellanas redactaron un documento dirigido al Gobierno (se le llamó el «Mensaje de Castilla») y acudieron al Rey con una declaración de principios y unas conclusiones. El Norte de Castilla comentó ampliamente el hecho bajo un titular que decía: «Ante el problema presentado por el nacionalismo catalán, Castilla afirma la nación española». El combate por parte de los «agrarios castellanos» estaba, pues, políticamente planteado: frente al comienzo de una autonomía en Cataluña, «Castilla» defiende la unidad española oponiéndose a que ninguna región obtuviese cualquier grado de autonomía. Y con esta bandera iniciaron una campaña nacional de agitación. Éste fue el primer documento colectivo de carácter regional emanado de este llamado regionalismo sano.

Los intereses «regionales» que el grupo encabezado por Alba defendía a comienzos de siglo en El Norte de Castilla -adquirido por el cacique zamorano en 1893 y dirigido entonces por Royo Villanova- y la orientación política que por aquellos días tenía el diario vallisoletano los examina Julio Arostegui en su estudio crítico sobre las agitaciones de los obreros agrícolas que se extendieron por la llanura leonesa del Duero en 1904.

Comienzos del siglo xx fue tiempo de crisis para la agricultura cerealista en España. La situación de los colonos modestos era tal que apenas si podían sobrevivir. La de los braceros o proletarios del campo, con los salarios congelados, aún era más angustiosa. Zona neurálgica de conflictos sociales agrarios en 1904 era la Tierra de Campos, en las provincias leonesas de Palencia, Valladolid, Zamora y León, donde hubo grandes huelgas protagonizadas por la multitud de braceros que moraban en estas tierras y trabajaban en explotaciones agrícolas insuficientemente desarrolladas, con técnicas atrasadas, cuyos dueños o arrendatarios estaban acostumbrados a obtener beneficios a base de salarios bajos y protecciones arancelarias. La condición de los braceros resultaba aún más lamentable si se tenía en cuenta que pocos de ellos tenían trabajo todo el año. El gobierno procuró que la prensa de la región guardara discreto silencio sobre los acontecimientos. El Norte de Castilla era el diario de la región más influyente en la opinión pública del país, empresa editorial que, con bandera «castellanista» y anticatalanista, defendía entonces los intereses de los terratenientes, negociantes y políticos cerealistas. Ocultar el fondo social del problema, eludir el análisis de sus causas profundas y manipular la información con argumentos ideológicos, era la táctica del periódico para defender los intereses de las oligarquías dominantes en la región -dice Arostegui- (52).

Tras la proclamación de la Il República en 1931, la oposición «castellana» al Estatuto de Cataluña, primero en ser discutido por las Cortes, tuvo su más fogoso vocero en Royo Villanova, entonces diputado «agrario» por Valladolid.

Los regionalistas castellano-leoneses - en lo sucesivo se llamarán oficialmente así, aunque el gentilicio se reducirá generalmente a castellanos -, hasta entonces enemigos de toda autonomía, pasan a ser adalides de la autonomía de la región castellano-leonesa, cuyo estatuto comienzan a preparar rápidamente con el propósito de que el gobierno de la futura nueva región estuviera en sus manos si la regionalización de España llegara a ser una realidad.

La sublevación militar puso fin a estos nuevos planes en el verano de 1936; y la burguesía agraria y terrateniente encontró acomodo en el régimen franquista, aprovechando el gobierno dictatorial y la demagogia falangista para proteger sus intereses y aumentar su influencia. La Castilla del primer franquismo fue políticamente, en su retórica, la Gran Castilla de Onésimo Redondo con amplia base en la cuenca del Duero y capital en Valladolid.

Especial interés para León y para Castilla tuvo el grupo jonsista, encabezado por Ramiro de Ledesma (zamorano de tierras sayaguesas) y Onésimo Redondo (de un pueblo vallisoletano). Ateniéndose a la confusión general en el uso de los gentilicios, los historiadores suelen señalar la condición «castellana» de ambos líderes. Onésimo Redondo ha pasado a la historia del falangismo como «Caudillo de Castilla» por antonomasia (53).

El falangismo vallisoletano no tuvo los mismos orígenes que el fundado en Madrid por José Antonio Primo de Rivera. Onésimo Redondo fue el creador de la llamada Junta Castellana de Actuación Hispánica, que en su primer manifiesto se dirigía a los «castellanos» y definía su región como el conjunto de las provincas de Castilla y de León. Esta Junta nació en agosto de 1931, casi a la vez que Rainiro Ledesma creaba las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), a las que el grupo de Redondo se unió en octubre del mismo año, mucho antes de que José Antonio Primo de Rivera fundara Falange Española, en octubre de 1933. Onésimo Redondo se manifestaba fogosamente contra los regionalismos y, dirigiéndose a sus jóvenes seguidores, les arengaba: «¡Jóvenes castellanos. Hombres de Castilla y León. Aferraos a vuestra eterna y justa demanda de la España una e imperial!» (54).

El movimiento que propugnaba para Valladolid la capital de Castilla no fue creación de la Junta de Onésimo Redondo, ni de las JONS de Ramiro Ledesma, ni de la Falange de José Antonio Primo de Rivera. El falangismo vallisoletano dice penetrantemente Dionisio Ridruejo- era una variante más radical, más antiliberal y más tradicionalista del agrarismo castellano-leonés (55).

A pesar de que en todas las actividades del regionalismo castellanoleonés vinculado al anticatalanismo y a la defensa de los intereses de la burguesía agraria figuraba la provincia de León al lado de las demás leonesas y de muchas de las castellanas (las de las cuencas del Tajo y el Júcar no), siempre se mantuvo en tierras de León un regionalismo de raíz histórica y cultural y un sentimiento colectivo leonés.

A partir de comienzos de siglo se efectuaron manifestaciones culturales leonesas con ocasión del centenario del Padre Isla y del IX centenario de los Fueros de León, en torno al Pendón Real de León o con otros motivos, y se hicieron publicaciones sobre temas leoneses o de autores leoneses.

El mismo Azcárate, un hombre de amplio espíritu liberal que luchó tenazmente contra el cerrilismo caciquil de su época, mostró siempre gran interés y comprensión por la cuestión de los regionalismos. Frente a los anticatalanistas y los antivasquistas, don Gumersindo creía conveniente organizar España en grandes regiones, comenzando por Cataluña, las Provincias Vascongadas y Galicia, que tenían mayor conciencia política regional, pues veía en el centralismo unitario un riesgo para el porvenir nacional. Consideraba a Castilla como una amplia región que comprendía todas las provincias castellanas y leonesas, pero dentro de ella estimó que su tierra leonesa, por la que siempre sintió gran cariño, tenía propia personalidad. Se consideraba castellano en sentido lato; y leonés dentro de ese ámbito mayor. Soy castellano -decía- puesto que soy leonés, y el reino de León es hermano del de Castilla. Aceptaba la unión fratemal de estos dos países, pero en el respeto de la personal¡dad de cada uno. Por eso, al referirse a los leoneses y los castellanos en relación con los regionalismos expresaba así su opinión: «El escudo de España luce, en lugar preeminente, el león al lado del castillo» (es decir, un hermano al lado del otro). Es de recordar que en la época de Azcárate no se tenían los conocimientos que actualmente se tienen del pasado nacional de España.

El regionalismo creado en Valladolid en tomo a los intereses económicos de los sectores dominantes en la comarca comenzó llamándose castellano, denominación que después cambió por la de castellano-leonés (aunque suele prescindir del segundo componente). Ambos nombres resultan inadecuados: el primero porque no menciona, como si no existiera, la región leonesa; el segundo porque el territorio que abarca no incluye gran parte de Castilla.

En el capítulo anterior informamos brevemente de las primeras manifestaciones de un regionalismo castellano basado en la recuperación de la memoria histórica y la conciencia colectiva, así como en el amor al país y a su cultura de los auténticos castellanos.

Lo que aquel boticario soriano, ante la para él lamentable decadencia de Castilla, proponía en Almazán en 1896 era, entre otras cosas más omenos atinadas, una división político-administrativa de España a la española, es decir, de acuerdo con sus antiguos reinos o regiones tradicionales (nacionalidades o regiones históricas en el lenguaje actual), que sustituyera a la afrancesada del Estado centralista.

El primer regionalismo castellano propiamente dicho no defendía intereses materiales de clase social alguna, ni trataba de echar la culpa de los males de su país a Cataluña ni a ninguna otra región de España. Se dirigía en sus actuaciones a todos los castellanos, labradores y no labradores, habitantes de los campos y de las ciudades, monárquicos y republicanos, católicos y no creyentes, acaudalados y proletarios. Los propósitos que le animaban eran ideales, sin relación alguna con empresas lucrativas. Algunos lo han calificado de ingenuo.

En 1918 se publicó en Segovia, patrocinado por la Sociedad Económica de Amigos del País, una obra titulada La cuestión regional de Castilla la Vieja, que tuvo gran repercusión en Castilla. Su autor, Luis Carretero y Nieva, que conocía lo escrito por Elías Romera, era hombre de formación muy diferente. Nacido en Segovia, había cursado la carrera de ciencas en Zaragoza y la de ingeniero industrial en Barcelona, donde se compenetró con el republicanismo federal. Había viajado por el extranjero y conocía bien Castilla, especialmente su tierra segoviana. Había residido, como funcionario del Estado, en Galicia, Logroño y Jaén. En el ambiente donde nació y pasó su infancia se había familiarizado con la geografía y la historia de la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia, tema por el que siempre sintió especial cariño. En 1919 su profesión le había llevado a León, ciudad en la que vivió con su familia hasta 1933, año en que se trasladó definitivamente a Madrid. Tenía, pues, motivos y condiciones para estudiar el asunto que trataba.

En este libro el autor explica su concepción geográfica de Castilla y lo que la historia del país ha sido; combate el falso tópico de la inmensa llanura castellana; se opone al confusionismo que engloba a León con Castilla la Vieja, y expone cómo a lo largo de la historia, en el desarrollo del Estado español, han ido desapareciendo las instituciones más típicamente castellanas. Señala la diversidad de las provincias y comarcas castellanas como una de las principales características de la región; y considera necesaria la creación de una Universidad de Castilla la Vieja que preste atención a la cultura regional, en lo que coincide con Elías Romera. Como conclusión, propone la constitución de la Mancomunidad de Castílla la Vieja con las provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Avila y un gobierno regional. Más adelante veremos cómo Carretero y Nieva amplía finalmente su visión de Castilla al incluir en ella, sin duda alguna, las provincias castellanas de las cuencas del Tajo y el Júcar.

Después de la publicación de este libro, su autor continuó realizando múltiples actividades en tomo al regionalismo castellano (artículos, conferencias, cursillos, libros), en España y en México, donde murió exiliado (56) (57).

Dada su desvinculación con cualquier clase de intereses de grupo (económicos o políticos), el regionalismo castellano no ha contado con más recursos que el desinteresado esfuerzo de sus defensores, no obstante lo cual la conciencia regionalista se extiende, con desigual intensidad, por todas las provincias de Castilla. En Segovia se ha mantenido un núcleo importante que vincula el amor a su tierra segoviana con el regionalismo castellano que concibe una moderna Castilla como mancomunidad de todas las provincias castellanas. En 1918 se funda el Centro de Estudios Regionales y Segovianos. En 1919 un grupo de intelectuales segovianos, al que se incorporó Antonio Machado, entonces profesor del Instituto, crea la Universidad Popular de Segovia (antecesora de la Academia de Historia y Arte de San Quirce). Forman parte de este grupo los más notables regionalistas segovianos. En el mismo año aparece el diario La Tierra de Segovia, de tendencia regionalista. En este periódico, el soriano José Tudela define el regionalismo castellano «como un resurgimiento espiritual y material de la región hacia una vida más libre y progresiva».

A raíz de la proclamación de la Il República, el Ayuntamiento de Segovia, mayoritariamente republicano, acordó por unanimidad apoyar la autonomía de Castilla la Vieja propuesta por el Ayuntamiento de Soria y rechazar la Mancomunidad de la Cuenca del Duero centrada en Valladolid. El grupo regionalista segoviano llevó a cabo una notable labor cultural en pro de una Castilla autónoma que comprendiera, además de las seis provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Avila, las castellanas de las cuencas del Tajo y el Júcar (58).

Por entonces y en el año siguiente, el escritor y profesor de filosofía Ignacio Carral realizó una intensa campaña de artículos y conferencias sobre la personalidad regional de Castilla y la necesidad de preparar su autonomía. Publicó en Burgos una serie de cinco artículos sobre el fracaso del unitarismo español, la geografía y la historia de la región castellana, y lo que Castilla debía hacer en aquellas circunstancias (59).

En la Universidad Popular segoviana, Carral dio una conferencia en la que rechazaba la división de Castilla en la Vieja y la Nueva, que dejaba el campo preparado para unir Castilla la Vieja a León y el resto de las tierras castellanas a La Mancha. «¡Y hacer desaparecer a Castilla del mapa de España!». (Augurios que si entonces algunos tomaron por desvaríos de intelectuales que no tenían sus pies en la tierra, fueron dura realidad cincuenta y dos años después) (58).

Al final de esta conferencia, Carral dio a conocer las bases para un Estatuto de autonomía del territorio segoviano, que con otros semejantes de las otras provincias castellanas pudieran integrar, progresivamente y de abajo a arriba, la región autónoma de Castilla (60) (61).

En los libros sobre el regionalismo en Castilla y en León (regionalismo castellano-leonés, generalmente abreviado como regionalismo castellano) apenas se encuentran menciones al regionalismo propiamente castellano, y las pocas que pueden hallarse suelen ser reducciones parcial y peyorativamente presentadas.


(47) J. Vicens Vives, Atlas de Historia de España, lámina LXVII y texto correspondiente, Barcelona, 1977.
(48) íd., ibíd., lámina XLII.
(49) José María Joyer, Introducción a la Historia de España (A. Ubieta, J. Reglá, J. M. Jover y C. Seco), Barcelona, 1965, pp. 626-627.
(50) Julio Valdeón, Aproximación a la historia de Castilla y León, Valladolid, 1982,
(51) EnriqueOrduñaElregionalism o en Castilla y León,Valiadolid,1986,p.114.
(52) Miseria y conciencia del campesino castellano, Introducción, notas y comentarios por Julio Arostegui, Narcea, S. A. Ediciones, Madrid, 1977, pp. 63, 65, 80, 253-257, 261-262.
(53) Onésimo Redondo. Caudillo de Castilla.
(54) EnriqueOrduña,ElregionalismoenCastillayLeón,pp.263-264.
(55) Celso Almuiña, Historia de Castilla y León. Tomo 10, Ámbito Ediciones, Valladolid, 1986, pp. 162-163.
(56) Regionalismo Castellano, IV, Segovia, 1982; número especial dedicado a la memoria de Luis Carretero Nieva.
(57) Manuel González Herrero, Memorial de Castilla, 2.1 ed., Segovia, 1983; el Cap.XIII está dedicado al pensamiento sobre Castilla de Luis Carretero Nieva.
(58) íd., ibíd., pp. 166-173.
(59) Diario de Burgos, 21 al 25demayo de 1931.

(Anselmo Carretero y Jiménez. .El Antiguo Reino de León (País Leonés).Sus raíces históricas, su presente, su porvenir nacional. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid 1994, pp 751-759)

miércoles, agosto 02, 2006

LA RECONQUISTA TERRITORIAL.LAS REPOBLACIONES LEONESA Y CASTELLANA del Reino de Toledo (Anselmo Carrertero)

LA RECONQUISTA TERRITORIAL.
LAS REPOBLACIONES LEONESA Y CASTELLANA

del Reino de Toledo

La conquista de Toledo, fortaleza punto menos que inexpugnable y de enorme importancia estratégica, permitió a los cristianos dominar un amplio territorio hasta entonces en poder de los islamitas y establecer una nueva frontera militar que dejaba atrás la definida durante mucho tiempo. La ocupación de Toledo permitió al emperador repoblar lugares muy importantes en tierras de León y de Castilla, y en el territorio del nuevo reino cristiano de Toledo ( Plasencia, Alcalá, Guadalajara, Talavera...).

La conquista de Toledo por el emperador leonés y el duro régimen de parias y otras cargas a que sometió a los musulmanes del Ándalus, incitaron a los reyes de taifas a pedir el auxilio de los almorávides del Mogreb. La invasión de estos fanáticos islamitas africanos permitió a los musulmanes recuperar la parte meridional de reino moro de Toledo recién ocupada por Alfonso VI; pero el territorio situado al norte del Tajo permaneció en poder de los cristianos. Las poblaciones más importantes de la cuenca norteña de este río siguieron en manos de los castellanos que, independientemente de la toma de Toledo, las habían conquistado y organizado a la manera de Castilla, con régimen comunero del tipo sepulvedano.

La ocupación de Toledo tuvo además mucha importancia para la corona de León, porque resultó valiosísimo apoyo para la reconquista y repoblación de la Extremadura leonesa (o Extremadura estrictamente dicha) emprendida después.

El reino de Toledo recién ganado al moro no fue castellanizado, como tan repetida cuán erróneamente se afirma. Alfonso VI de León y I de Castilla, monarca profundamente leonés, no castellanizó ninguna de las tierras por él conquistadas en el Ándalus, tanto en la Extremadura leonesa como en el reino de Toledo, sino que, en cuanto le fue posible, estableció en ellas la organización fundamental de la monarquía leonesa: supremacía de los poderes del trono y de la Iglesia y estructuras asentadas en la legislación romano-visigoda del Fuero Juzgo. Con la conquista de Toledo se reforzó el dominio del rey y de la Iglesia, la cual creó en la capital del nuevo reino cristiano un gran centro de poder eclesiástico aprovechando el prestigio tradicional del lugar.

Alfonso VI convocó en la ciudad una curia regia en la cual se hizo el nombramiento de obispo a favor del francés Bernardo y éste consagró la mezquita mayor bajo la advocación de Santa María. La nueva catedral fue dotada ampliamente con muchas villas y almunias de la región. El nuevo reino cristiano de Toledo tuvo así, desde su nacimiento, una poderosa y rica sede eclesiástica. Los bienes raíces de la iglesia toledana crecieron después más y más con la acumulación de diezmos, rentas, heredades y propiedades de toda clase (molinos, hornos, tejares, alhóndigas, tiendas, barcas, acequias ... ).

Con la conquista de Toledo aumentó el poder, el prestigio y la riqueza de la corona de León. Cuantiosas fincas rústicas y rentas se sumaron al patrimonio regio.

Las estructuras económicas y sociales del nuevo reino de Toledo quedaron asentadas sobre extensos señoríos territoriales y grandes concejos que, a diferencia de los tradicionales de las comunidades castellanas de ciudad y tierra, estaban estrechamente vinculados a la potestad real. Más tarde surgieron las órdenes Militares, como poderosas avanzadas al sur del Tajo en las vastas tierras de la Extremadura leonesa, la llanura manchega del mismo reino de Toledo y los grandes dominios aristocráticos de Andalucía y Murcia.

*

La zona fue conquistada mediante capitulación y repoblada por Alfonso VI que permitió la permanencia en ella de una población musulmana -mudéjares-. Esta conjunción de mozárabes, mudéjares -y en menor proporción de judíos- que habían permanecido en el país durante la dominación islamita, y nuevos pobladores cristianos -leoneses, castellanos y francos- daba al nuevo reino cristiano de Toledo, y especialmente a su capital, una fisonomía y un aspecto característicos.

Reconquistada por iniciativa de un rey leonés y principalmente por guerreros leoneses, la capital del reino moro de Toledo albergaba después de 1085 importante población mozárabe y junto a ella, buen número de castellanos y de francos. Los castellanos obtuvieron una carta especial que les aseguraba jurisdicción propia y algunos de los derechos que tenían en Castilla. Los francos recibieron también del conquistador privilegios relacionados con sus actividades comerciales. Los mozárabes obtuvieron una jurisdicción que fundamentalmente se basaba en la vigencia del Liber Judicum. Se proclamaba así en Toledo la validez simultánea de tres ordenamientos jurídicos: uno para los castellanos, que les garantizaba el uso de ciertos derechos y libertades -no todos- de su país de origen; otro el de los francos, que daba a éstos algunos privilegios definidos; y otro el de los mozárabes, acorde con la legislación del Fuero Juzgo. Esta última legislación, propia de la monarquía neogótica y conservada por los mozárabes, era pues la de los leoneses (entendemos aquí por tales a los moradores de todos los países de la corona de León); y terminó por imponerse sobre la de las otras dos comunidades cuyas diferencias dificultaban la unidad legislativa característica de la monarquía leonesa (9), pero tras larga lucha contra las leyes y costumbres castellanas, siempre en retroceso ante las leonesas, de tal manera que en el siglo XV en Toledo todavía se distinguía a los castellanos porque no se regían por el Fuero Juzgo como los demás toledanos que continuaban fieles al uso de este código (1 0) (1 1) (1 2).

La población mozárabe de Toledo, la de mayor tradición entre las que moraban en la ciudad, recibió de Alfonso VI, a la vez que el derecho de regirse por el Fuero Juzgo de los leoneses, que era también el suyo, el privilegio de mantener en uso su tradicional rito religioso, precisamente cuando acaba de ser abolido en los reinos de León y Castilla. La legislación de los mozárabes fue confirmada por los sucesores de Alfonso VI, cosa natural pues, en el fondo, era la misma de la corona leonesa que tenía corno máxima expresión jurídica el Liber Judiciorum o Libro de los jueces de León, al que también se llamó Ley de Toledo (9) (13).

Los mozárabes y la corona de León se reforzaban entonces mutuamente en las tareas repobladoras por las coincidencias en las concepciones sociales y aspiraciones políticas originadas en el tronco común de la monarquía hispano-goda. La identidad de las legislaciones mozárabe y leonesa ha sido señalada reiteradamente por Menéndez Pidal y siguen señalándola los modernos historiadores del derecho español (14) (15) (15a).

Notas

Coherentes con la dualidad de usos y fueros en la distintas comarcas del antiguo reino moro de Toledo, conquistadas y repobladas por castellanos (Madrid, Guadalajara y serranías de Cuenca) o por leoneses y castellanos (tierras toledanas en sentido restricto y vastos territorios manchegos) son los datos filológicos -leonesismos- que don Ramón señala en las zonas total o parcialmente conquistadas y colonizadas por leoneses en Extremadura, el País Toledano y Andalucía (1 6).

(9) E. Gacto y otros autores, El Derecho Histórico de los pueblos de España, Madrid, 1982, pp. 159-160.
(10) R. Menéndez Pidal, Castilla. La tradición. El idioma, Buenos Aires, 1945, pp. 18-20,32.
(11) íd., El idioma español en sus primeros tiempos, Buenos Aires, 1943, pp. 48-49.
(12) íd., La España del Cid, vol. I, p. 94.
(13) J. Font y Ríus, Historia Social y Económica de España y América, dirigida por J. V.
V., Barcelona, 1957, T. I, p. 288.
(14) L. G. de Valdeavellano, Curso de Historia de las Instituciones españolas, Madrid, 1968, pp. 643-644.
(15) Rafael Gibert, Historia General del Derecho Español, Granada, 1968, pp. 32-33.
(15a) Francisco Tomás y Valiente, Manual de Historia del Derecho Español, Madrid, 1987, pp. 121-122, 127.
(16) R. Menéndez Pidal, Origenes del español, Madrid, 1950, pp. 227-232.

Ansemo Carretero Jiménez. El antiguo Reino de León. Sus ríces históricas, su presente, su porvenir nacional .Centro de Estudios Constitucionales. Madrid 1994, pag 229-232)