viernes, febrero 09, 2007

El ESPAÑOL EN ESPAÑA ( Juanjo Albacete)

El siguiente artículo apareció recogido en la página de internet de Unificación Comunista de España http://www.uce.es/

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EL ESPAÑOL EN ESPAÑA
Junio 2001

El castellano, ¿un idioma impuesto?
Los caminos de la lengua

Los ecos de la polémica intervención del Rey en el acto de entrega del Premio Cervantes 2000 aún no se han apagado. Su doble afirmación de que “nunca fue la nuestra lengua de imposición” y que “a nadie se obligó nunca a hablar castellano” levantaron ampollas entre las fuerzas nacionalistas y, en particular, la segunda, un desmentido categórico por parte de escritores e intelectuales, sobre todo de izquierdas, incluidos los que utilizan la lengua castellana como vehículo habitual o exclusivo de expresión.Fuera del ruido interesado y de algunas fórmulas maniqueas utilizadas, la polémica plantea de hecho dos cuestiones del máximo interés y de la máxima actualidad.Una, la principal, es la que plantea la cuestión de si el castellano (o español) es y debe ser la lengua común de todo el pueblo de las nacionalidades de España, y cómo ha llegado a serlo, si fundamentalmente por “imposición” o por otras vías.La segunda, también de gran importancia, es la de si ha habido o no, y cuándo y cómo, represión y persecución de las otras lenguas que se hablan en España.Fueron catalanes, vascos y gallegos quienes adquirieron el castellano, no fruto de la imposición, sino de intereses propios y diversos, sin renunciar por ello a sus propias lenguas. Así el castellano se convirtió en una lengua compartida y en fuente de cultura colectiva

¿Es el castellano (español) una lengua que se impuso en su día por la fuerza a catalanes, vascos y gallegos, sobre la base de sojuzgar sus propios idiomas?

Así lo afirman, con absoluta convicción y sin el menor matiz, las fuerzas nacionalistas, y así lo han reiterado, como si de una inquebrantable obviedad se tratara, en sus manifestaciones de repulsa y protesta al discurso del Rey.Sin embargo, la realidad histórica y lingüística no es, ni mucho menos, tan concluyente. O, dicho de otro modo, lo que ellos consideran como obvio e indiscutible, es, en realidad, sumamente discutible y, en parte, falso.

La obviedad nacionalista se asienta en la idea-fuste de que si el castellano se habla en sus nacionalidades no ha podido ser por otra causa que la fuerza y a costa de reprimir su propia lengua, de la misma forma que su pertenencia a España no tiene otra explicación que la de haber sido conquistados por la fuerza y aplastando su propia soberanía e independencia.Pero de hecho (y, a partir de ahora, por obvias razones de espacio, voy a limitarme a un solo caso: el catalán, aunque las ideas generales expuestas son válidas para todos los demás), de hecho, digo, las cosas no fueron así.

En primer lugar, cuando los hablantes de un territorio cualquiera adquieren otra lengua, ¿es siempre por imposición?, ¿es siempre por la fuerza? ¿es esta una ley histórica?No, no lo es. Y el caso catalán es un paradigma de ello. Lo que no quiere decir, como veremos más adelante, que en determinadas etapas del proceso no haya existido una política deliberada de imposición del otro idioma e, incluso, de represión sobre el originario.

¿Cómo llegó a hablarse el castellano el Cataluña? ¿Por algún decreto real?

Evidentemente, en la arribada del castellano al Reino de Aragón hubo razones “de poder” (y una, de enormes consecuencias sin duda, fue el nombramiento de Fernando de Antequera, de la familia de los Trastámara, como Rey a partir de 1412, lo que suspuso inevitablemente el uso del idioma de Castilla en la corte), pero fueron mucho más importantes las razones, los intereses materiales, económicos y comerciales, e incluso el azar.

Puede decirse que uno de los factores que, a la larga, resultó más determinante, fue completamente azaroso. A mediados del siglo XIV, el Reino de Aragón era una potencia comercial y naval en el Mediterráneo. El tráfico naviero de los puertos de Barcelona y Valencia era incesante, y alcanzaba hasta las costas de Oriente Medio, estupendo foco de negocios, donde tenían consulados comerciales. Pero precisamente de allí, hacia 1350, comenzó a llegar una “mercancía” involuntaria y mortífera: las ratas, que viajaban en las bodegas de los barcos y que provocaron una sucesión de epidemias de peste negra que asolaron las zonas portuarias del Mediterráneo occidental. Se sabe que en Italia perecieron un tercio de los venecianos, la mitad de los florentinos,... La epidemia afectó a toda la península ibérica, pero en ningún lugar fue tan dañina y mortífera como en las zonas costeras del Reino de Aragón. Barcelona, que en 1340 era una metrópoli de 50.000 habitantes, en 1477 apenas llegaba a los 20.000 (Sevilla, en igual período, pasó de 12.000 a 32.000). Esta brutal y persistente mortandad provocó enormes trastornos económicos y sociales en el reino aragonés: la falta de mano de obra, el abandono del campo, el hundimiento de los negocios... desataron una gravísima crisis económica que forzó el abandono de su brillante expansión mediterránea y un viaje estratégico que conducirá, paso a paso a anudar lazos cada vez más intensos con su cada vez más poderoso vecino peninsular: el Reino de Castilla.

Dos medidas contribuyeron decisivamente a tejer esos lazos. Uno fue el interés de la industria textil catalano-aragonesa por el mercado lanero castellano. Ese interés es el que condujo en 1412 a entregar el trono del reino a la familia Trastámara que, no por casualidad, eran los magnates del comercio lanero castellano. Fue el interés por acceder a una materia prima básica para el resurgimiento de sus industrias lo que abrió las puertas del Reino a un Rey que trajo, como no podía ser de otro modo, no sólo su lana, sino su lengua, que de forma indolora ganó terreno de inmediato en la zona aragonesa, dialectalmente más emparentada con el castellano.

La segunda medida fue la reorientación del comercio marítimo. Los armadores barceloneses viraron sus objetivos comerciales hacia el norte de África, el oro guineano y la ruta de las especies, muy útiles para la industria alimentaria de la época; es decir, viraron hacia el Atlántico. Como en ese movimiento chocaban inevitablemente con un competidor más avezado y poderoso que ellos, Portugal, los navieros y comerciantes catalanes no tuvieron más remedio que aliarse con los castellanos, que, ellos sí, disponían de puertos y rutas comerciales en el Atlántico. Así comenzaron a hacerse transacciones comerciales en Sevilla en catalán, pero también en castellano... y documentos que simultaneaban ambas lenguas. La intensificación de este comercio es lo que llevó al convencimiento a la nobleza y a los comerciantes catalanes de la utilidad y la necesidad de dominar el castellano.

De modo que, cuando en 1474 se produjo la definitiva unión de Castilla y Aragón, por el enlace de Isabel y Fernando, el proceso de adquisición del castellano por los sectores dominantes y más influyentes de la Corona de Aragón está ya bastante avanzado. Lógicamente, con la unión de los reinos y el carácter dominantemente castellano de la corte (tengamos en cuenta que Castilla tenía entonces más de 2/3 del territorio y cuatro quintas partes de la población de la nueva unidad política) el proceso se aceleró. Y a ello contribuyó, también (más que ningún decreto, más que ninguna ley), la invención e implantación de la imprenta. Cuando en 1490 los primeros impresores alemanes se establecieron en Barcelona publicaban ya más en castellano que en catalán, por una sola razón: así vendían más. La misma imprenta del monasterio de Montserrat acabó por sumarse muy pronto a esta realidad lingüística.

Así pues, a finales del siglo XV, la conjunción de factores de muy diverso tipo (desde la peste negra a la unión dinástica, pasando por el comercio lanero o marítimo), habían hecho realidad que el castellano fuera una segunda lengua en Cataluña. No una lengua impuesta, sino una lengua adquirida por motivos de indudable peso.

Obviamente, no era entonces la más hablada, sobre todo en la áreas rurales. Pero esto es poco determinante, ya que en el período histórico de la modernidad, ¿qué proceso decisivo se ha decidido por el peso del “factor rural”? Es siempre el “factor urbano” el que predomina. Y así ocurrió también en el caso de la difusión del castellano en Cataluña. Como, en definitiva, por procesos paralelos aunque peculiares, ocurrió igualmente en Galicia y el País Vasco.

De modo y manera que puede afirmarse, respondiendo a la realidad histórica y lingüística, que desde finales del siglo XV, y ya desde luego en el XVI, el castellano es una lengua común de entendimiento entre los hablantes de lo que aún tardaría un tiempo en llamarse España. Una lengua común y compartida, que no excluye ni tiene por qué excluir a las otras lenguas, y que puede coexistir y coexiste de hecho con ellas. Desde esta perspectiva, las acusaciones generales de que el castellano “se impuso por la fuerza” son insostenibles, y patochadas como que “el español es la lengua de Franco” y que “la impusieron con las armas” son, amén de fórmulas demagógicas, una grosera falsificación histórica.

Persecución y fracaso

Negar que aquí se persiguió y reprimió a la gente por hablar catalán o vasco es no sólo mentir, sino agraviar la memoria y la lucha de mucha gente

Dicho esto, es también necesario establecer, con toda rotundidad y sin la menos ambigüedad, que es radicalmete falsa la tesis de que “nunca se obligó a nadie a hablar castellano”. Al menos desde principios del siglo XVIII, con la llegada al poder en España de la Casa de los Borbones, la dinastía de origen francés incorpora a la política española el principio de la homogeneidad y unidad territorial y lingüística que imperaba en la monarquía gala. Ello se va a traducir en una política deliberada y constante de promoción e incluso de imposición del castellano en detrimento de las otras lenguas. El absolutismo de origen francés entendía el Estado-nación, bajo la batuta del monarca absoluto, como un territorio uniforme en todo: incluida la lengua. Como el castellano era ya la más común y extendida, trató de imponerla a todos.

Pero, al menos en el caso español, no se puede magnificar, sobre todo, la eficacia “uniformadora” y represiva de esta política borbónica. Sus efectos no fueron ni mucho menos tan demoledores como en Francia, donde realmente se llegó a la extinción de algunas lenguas. Entre otras razones, porque, fuera de los ámbitos administrativos, las medidas difícilmente afectaban al pueblo. Todavía a finales del siglo XIX, más del 90% de la población era analfabeta, y casi un 95% estaba excluida de cualquier proceso educativo. No es que no quisiera, es que la Monarquía borbónica no disponía de medios ni de instrumentos eficaces para imponer el monolingüismo. De modo y manera que, pese a las intenciones monárquicas, se continuó hablando catalán, vasco y gallego con relativa libertad, aunque su uso administrativo y literario se fue reduciendo progresivamente. La verdadera persecución contra las lenguas de las nacionalidades no alcanzaría un nivel de agudeza y de eficacia realmente peligrosas para su supervivencia hasta el siglo XX o, más concretamente hasta la dictadura fascista de Franco. Fue entonces cuando se reunieron por primera vez las circunstancias de terror generalizado sobre la población, voluntad política de imponer una sola lengua (y extirpar las demás) y medios e instrumentos realmente adecuados para ello (prohibición de hablar y escribir en ellos, feroces castigos a quienes lo hacían y generalización de la escuela monolingüe a toda la población), capaces de dañar seriamente, no ya el libre uso, sino la pervivencia misma de esas lenguas.

Sólo el arraigo auténticamente profundo de las mismas, la voluntad de resistencia de la población y la pervivencia de un “uso privado” de ellas, acabó haciendo inútiles esos planes de extirpación. Y así, tras decadas de feroz represión, castigos, represalias y prohibiciones, ya a mediados de la década de los 60 (coincidiendo con la tibia “apertura” del régimen), comienza a abrirse paso un cierto uso público consentido (aunque combinado todavía con aleatorias medidas represivas) de esas lenguas, sobre todo en el campo editorial y en el ámbito universitario. Aunque la verdadera recuperación de la plena libertad lingüística no llegaría hasta el restablecimiento de la democracia, la aprobación de la Constitución y de los diferentes Estatutos de Autonomía, que reconocerían el carácter oficial de las lenguas de las nacionalidades y la posibilidad de una enseñanza integral en las mismas.

El franquismo dejó una herida real y profunda en el ámbito plurilingüístico español (como en muchos otros). Una herida tan próxima que forma parte aún de la biografía de muchas personas vivas. Negar que aquí se persiguió y reprimió a la gente por hablar catalán o vasco y que se impuso obligatoriamente el castellano es, pues, no sólo mentir, sino agraviar la memoria y la lucha de mucha gente.

Ahora bien, constatar esto no significa aceptar ni legitimar la “lógica del péndulo”. Es decir, pasar de un extremo al otro. El franquismo no es ni un resumen ni un compendio de la historia de España (como parece ser para algunos), sino un largo paréntesis de excepción. El castellano no llegó a Cataluña, el País Vasco o Galicia acompañando a los ejércitos de Franco. Estaba allí desde hacía 500 años y, como hemos visto antes, no fruto de ninguna imposición externa, sino de una adquisición interna. Fueron catalanes, vascos y gallegos quienes lo adquirieron, por intereses propios y diversos, sin renunciar por ello a sus propias lenguas. Así fue como se llegó a que el castellano (español) fuera la lengua común compartida y comprensible para todos, y una fuente de cultura colectiva. Esa posición del castellano no es para nada incompatible con la defensa, uso, promoción y enseñanza de las lenguas de las nacionalidades.

Quienes, esgrimiendo el franquismo como argumento único (pese a que hace ya ¡25 años! de su defunción), niegan esta realidad, y abogan por la progresiva eliminación del castellano (negando incluso la enseñanza en su lengua materna a los castellanohablantes en ciertas comunidades), cometen el mismo error ciego y torpe de quienes creyeron en otros períodos que las lenguas nacen o perecen por su voluntad o sus reales decretos. Los caminos de la lengua, como la historia demuestra, son muy diferentes.

Juanjo Albacete

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