martes, mayo 29, 2007

Miscelanea abulensica 2. Guerras abulenses y paz, RES

Recuerdo aún la primera vez que allá en la adolescencia me contaron que la ciudad de Ávila había sido conquistada y reconquistada nada menos que 14 veces, lo que me dejó bizco pues uno lo que escuchaba en la escuela era que la reconquista hizo retroceder a los moros de manera constante y providencial hacia su África originaria, sin driblings, regates ni burreos, al fin y al cabo eran los malos y les tocaba perder. También eran ganas de trepar murallas con opción a descalabro, y nada menos que 14 veces, aunque las murallas de entonces eran probablemente más bajas y menos impresionantes que las actuales. Aquella noticia era parte del acervo histórico transmitido por los historiadores locales de Ávila, testigos de una memoria intemporal de las gestas gloriosas abulicas.
Veamos como nos cuenta el asunto un historiador local entusiasta;
“Casi tres siglos transcurrieron desde que el des­venturado D. Rodrigo perdió con la mayor parte de España la Ciudad de Ávila, en el año, según los da­ tos más ó menos probables, de 714, hasta que la re­cobró definitivamente el rey D. Alonso v, hacia los años 1005 ó 1006; si bien de resultas de tantas pér­didas reconquistas como en este largo tiempo se verificaron, se hallaba casi yerma; porque en penoso y largo período, siete veces la ocupó el Moro y siete veces la recuperó el Cristiano.

(Primera)

Sucedió al glorioso Pelayo, instaurador de la naciente monarquía y á su indolente y descuidado hijo Favila, su yerno D. Alfonso I el Católico, y a los treinta años, poco más ó menos, de vivir bajo la cimitarra musulmana, vio Ávila ondear triunfante en sus viejas primitivas murallas el estandarte de la Cruz porque en los del 740 al 712 la reconquistó este valeroso Príncipe, que fue el tercero de los reyes Asturias. Lástima grande es que las crónicas de España refieran tan en conjunto la serie de las quistas del esforzado Alfonso I. Cuentannos en globo que después de haber obtenido grandes victoria; Galicia y Portugal, recobrando á Lugo, Oren; Tuy, á Braga, Flavia, Viséo y Chaves, vino á Castilla y libertó á Ledesma, Salamanca, Zamora, Astorga, León, Simancas, Ávila, Segovia, Sepúlveda Osma, Saldaña y otras muchas poblaciones de Cantabria, Vizcaya y Álava, llegando vencedor hasta Bidasoa y los confines de Aragón; es decir, que llevó sus armas victoriosas desde el mar Océano occidental hasta los Pirineos, y desde el Cantábrico hasta las cumbres del Guadarrama.

(Segunda)

Pero al cumplirse los veintisiete años ó veintinueve siguientes , esto es, en el de 767, Abderraman el Beni-Omeya, fundador de un poderoso imperio muslímico en España, independiente del de los califas de Damasco, condujo sus vencedoras armas hasta León; y Ávila sucumbió segunda vez bajo tan formidable poder. Y cincuenta más se pasaron en los reinados del virtuoso Fruela I, y de los débiles é in­activos Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo, el Diá­cono, hasta que, triunfador el rey D. Alfonso II, el Casto, pudo recuperar nuestra Ciudad (1) por los años 818, cuando extendió sus conquistas á Sala­manca, Alva y otros pueblos de la tierra llana de Castilla.

(Tercera)
Mas la raza de los Abassidas, que habia usurpado á la de los Omniadas el califato de Damasco, no pudo llevar con paciencia la proclamacion de Abderrah­man, último vástago de su familia proscripta, para jefe del Islamismo en España, y levantóse contra su poder Yussuf Abderrahman, el Ferhí, que dominaba gran parte de la Península central, negándole la obe­diencia. Sucédele en el mando de las huestes insur­reccionadas, muerto él y dos (lo sus hijos, el tercero, llamado Cassim-bem.-Yussuf (2), y á éste es á quien las crónicas abulenses llaman Muza-Abemcacim. Al llevar á esta época, y para entender á los historia­dores de Ávila, que durante la dominación de Ab­derrahman I y de sus sucesores Hixem, Alakem i y Abderrahman if, nos hablan de un rey moro de To­ledo y Ávila declarado enemigo y súbdito rebelde de la dinastía Beni-Omeya, es necesario recordar que desde el año 766, en que comenzó la insurrección de Cassim-bem-Yussuf, hasta el 838, en que queda ron vencidas todas las insurrecciones do la España árabe central, Mérida y Toledo tuvieron siempre en alarma al Emir de Córdoba; y como la pos¡ topográfica de Toledo era un obstáculo para la extensión hacia Castilla del mando musulmán cordobés, por eso Ávila obedecía frecuentemente á los intrusos y rebeldes jefes de Toledo, los cuales, como les convenía mucho conservar por amigos á los indolentes reyes de Asturias para tener guardada! espaldas, y dedicar toda su resistencia con mayor seguridad contra el Emir de Córdoba, hacian suave su yugo á los avileses. Y la misma cond hubo de seguir aquel Hixem, el Aliki (2), rico joven toledano, á quien las crónicas avilesas llaman Habemtacin, el cual, por el sólo deseo de vengarse de vazzir Abem-Alafot-bem-Ibrahitn, logró que estallase en Toledo, en 828, una conspiración, en que perecieron arrastrados por las calles sus ministros. Y así transcurrieron tres años, sin que los generales o jefes del cordobés Abderrahman lograran ventaja en el campo, ni en la ciudad, sobre los rebeldes hasta que en 832 pudo el Omeya hacerlos caer en celada (3) en el territorio de la antigua tierra de Ávila, á orillas del Alberche, causándoles gran pérdida; pero ni aun con eso se rindió la ciudad. Renovose la insurrección de Mérida; las fuerzas corbesas hubieron de acudir allá para apagarla, como lo consiguieron; pero entre tanto duró seis años toda­vía el asedio y sitio de Toledo, hasta que en 838, reducidos ya á lo alto de la ciudad y acosados por el hambre, tuvieron que rendirse los insurrectos, ca­yendo su jefe Hixem, el Alilii, herido en manos del jefe cordobés, que le hizo cortar instantáneamente la cabeza, y colgarla de un garfio sobre la puerta de Bab-Sagra; que despues, por corrupcion del lengua­je, se llamó Visagra. Por esta causa y de esta ma­nera cesó Ávila de obedecer al reyezuelo de Toledo, recuperándola el Emir de Córdoba.

Los Avileses, pues, al abrigo de aquellas luchas árabes intestinas, disfrutaban de una tolerancia, ya que no política, al menos religiosa, y que pronto volvieron á perder, porque los oprimió fuertemente el soberbio cordobés en el año 856, en que paseó sus armas triunfantes por las tierras de Toledo y Ávila, y cuya invasión causó, ó más bien prolongó, la du­ración de la tercera (1) pérdida de nuestra Ciudad.

(Cuarta)
Mas había sucedido al buen Ordoño I su ilustre hijo Alfonso, á quien su padre, desde muy joven, asoció á su mando para el mejor gobierno del reino. Fue el tercero de este nombre, que mereció el alto título del Magno, y en el principio mismo de su rei­nado, llegando victorioso á las cumbres que parten términos entre Toledo y Castilla, tercera vez recon­quistó á Ávila. Las crónicas del país fijan este suce­so en el año 864 (2), pero debió de ser por lo menos dos años después, si es que no mandaba el ejército como jefe, pero ni aun como rey, en la opinión de que creen con más acierto, que su padre Ordoño murió hasta en el de 866. En el espacio de tres décadas volvió á respirar la Ciudad libre de la opresión de las armas agarenas, mas cayó de nuevo bajo el alfanje (1) musulmán en 896.

Pero no debía de ser bajo el del franco .y noble Abdallah, que sucesor de Almondhir desde 888 gobernó al pueblo mahometano en el emirato de Córdoba hasta el año 912, porque tenia celebrado tratado de paz con Alfonso el Magno, que hasta muerte del rey cristiano recíprocamente guarda por muchos años, conservándose en amistosas relaciones. Por consiguiente, esta nueva ocupación Ávila por fuerzas agarenas ocurrió, á no dudarlo rigor de las armas vencedoras del rebelde Caleb-k Hafsun (2), que, hijo de un pobre artesano de Ronda, después capitán de bandidos en Extremadura, heredó los odios de su padre contra la sangre de los emires cordobeses, viniendo triunfador con la toma Zaragoza y Huesca á la cabeza de diez mil cabal cargó sobre Toledo, penetró en la ciudad, hízose aclamar rey, y tomó y guarneció los castillos de la ribera del Tajo, extendiendo su intrusa dominación hasta Ávila y otras poblaciones y comarcas colindantes con Toledo.
Más de esta cuarta catástrofe salvó á nuestra Ciudad, recobrándola triunfante por años 918, D. Ordoño IIi, hijo de Alfonso el Magno hermano de D. García (que apenas ocupó el trono), por lo que ya se pudo llamar rey de Galicia y de León. Verificóse, pues, la cuarta reconquista al paso este monarca recobró á Talavera, y poco antes de la gloriosa batalla de San Estéban de Gormaz en el siguiente año de 919.
(Quinta)
Perdióse de nuevo Ávila en el año 968, cayendo bajo el formidable poder de Alhakem II, sucesor del magnífico Abderrhaman III de Córdoba, al cual las leyendas avilesas llaman Alllagib ; pero á los trece años siguientes tornó á ganarla en el reinado de Don Ramiro 111 en 981 (y ya es la quinta reconquista), el bravo (1) conde Garcí-Fernandez, hijo de Fernan­ Gonzalez.

(Sexta)

Escaso tiempo respiró tranquila la Ciudad; que á los pocos años se apoderó de ella, destruyén­dola en gran manera, y es la sexta dominación sar­racénica, el terrible Almanzor, primer ministro y re­gente del califato del joven Hixem II en el afilo 985, según unos cronistas, y según otros en el de 989.

Aún se conserva un testimonio eterno de la pre­sencia en nuestro país del gallardo, del impetuoso y constante invasor del territorio de los cristianos, del poderoso y siempre temido Almanzor. En una de las muchas incursiones, con que por espacio de 25 años devastó los campos de Castilla y de León, y quizá en la misma época en que por sexta vez pasó Ávila á poder de los Agarenos, hizo su entrada por los ás­peros montes que sirven de fortísimos estribos á la escarpada y fantástica sierra de Gredos, de cuya pin­toresca situación ya hemos hablado en el tomo pri­mero. La tradición popular refiere que excitada viva­mente su curiosidad con la vista de tan enorme pro­montorio, y queriendo halagar á su ardiente imagi­nación meridional, exaltada con los cuentos y conse­jas que se referían de la fabulosa laguna de aquella ataña, se propuso verla, y acaso contemplar desde es­ta inmensa altura los dilatados campos de Casti­lla y de León que bajo sus pies se aparecían, ya que le fuese dado tenerlos sujetos á su dominio á pesar de las poderosas falanges que acaudillaba. Lo cierto es que subió, y que con su subida legó para siempre su nombre á un pequeño rellano, que en lo alto de la cumbre y ya a la vista de la laguna se muestra, y que desde tan remota antigüedad es conocido con el título de Plaza de Almanzor
(Séptima)

A su vez poseyó muy escaso tiempo la morisma nuestra Ciudad, porque la adquirió de nuevo para armas cristianas en 992 D. Sancho, conde de Cas­a (1), en el reinado de D. Bermudo II de Leon, llamado el Gotoso, adoptando la dura precaución de internar en el país ya conquistado los niños, mujeres y ancianos, y llevando consigo cuantos hombres útiles halló para la guerra, acaeciendo tal suceso poco antes de que tan brioso y fuerte conde se rebela ­contra su padre Garci-Fernandez, que falleció en 995. Este funesto estado de completa orfandad que yaciera la población por carecer de toda defens­a, hacíala frecuentemente presa de las incursiones ­que provenían de los Moros que habitaban las sierras de Piedrahita, Talavera y Toledo. Tampoco estos podían conservarla por la debilidad de sus ar­mas y escasez de recursos: y dando noticia del des­amparo en que la Ciudad se hallaba á los de Anda­lucía, acaeció que con «su venida (1) y entrada que hicieron, la Ciudad de Ávila, que poco á poco se iba reparando, por séptima vez sucumbió y de nuevo fue des­truida.


Y así continuó por algunos años todavía has­ta que para no volverla á perder la recobró por últi­ma vez y para siempre el cristianismo bajo las armas victoriosas del gran D. Alfonso V (2), hacia los años de 1005 ó 1006; pero aun así permaneció sufriendo todavía las bruscas acometidas de continuas algaras hasta que en 1083 la puso á salvo de todo insulto D. Alonso VI, el que dos años después acabó con el reino moro toledano , porque meditando con gran acierto, que la defensa de Ávila había de ser de la mayor importancia para los sucesivos triunfos de las tres coronas ya reunidas en sus sienes, de Asturias, de León y de Castilla, decretó su provisional forti­ficación.”

(Juan Martín Carramolino. Historia de Ávila su provincia y su obispado, Madrid 1872. Tomo II, pp 140-151)

Los actuales especialistas de historia están prestos a criticar a los denominados con cierto tono de suficiencia y ninguneo “historiadores locales”, aportando más comentarios, sospechas, modelos elucubrativos o hipótesis discutibles que documentos fidedignos y serios propiamente dichos, el caso es practicar una irreverente, demoledora e iconoclasta crítica de las hazañas locales, ganas de amolar para epatar de moderno, y fastidiar un buen guión de cine al estilo de “El señor de los anillos” de R. Tolkien pero en abulica, para no hablar del peligro que supone para el fomento del turismo.

Comprobemos el tono frío, aburrido y escéptico de un historiador contemporáneo:

“CAPÍTULO IV
1. INTRODUCCIÓN

La historia de las comarcas que a partir del siglo XII integraron la diócesis abulense está por hacer en relación con el periodo altomedieval. Las vicisitudes por las que atravesaron Ávila y las gentes que habitaban en ella y en sus alrededores durante esta dilatada etapa son prácti­camente desconocidas y nos resultan todavía hoy muy difíciles de comprender. Este largo tiempo histórico, que abarca cuando menos desde las décadas iniciales del siglo VIII, en que como resultado de la invasión y de la ocupación musulmanas de la Península Ibérica desapareció el reino visigodo de Toledo, hasta los últimos años del siglo XI, momento en el cual el avance cristiano hacia el sur provocó la incorporación definitiva de nuestro territorio al reino cristiano y feudal castellano-leonés, ha sido rellenado, a falta de un número suficiente de fuentes escritas o de otras pruebas documenta­les, de modos muy diversos por los historiadores. Distintas opiniones de muchos estudiosos, reali­zadas desde ángulos teóricos y con intenciones sociales diferentes, han contribuido a echar leña al fuego, ofreciendo descripciones, a menudo disparatadas y sin fundamento y a veces contradictorias entre sí, que aclaran pocas cosas y que hoy no nos sirven para intentar una aproximación al conoci­miento de cuál sería la realidad de ese pasado.
El problema parte de la carencia de información. La ausencia de evidencias documentales es casi absoluta. Para una fase histórica tan prolongada, que dura en la práctica cuatro centurias y que se corresponde con el periodo de predominio político, militar, económico y cultural de los musulmanes dentro del solar peninsular, sólo contamos en las crónicas y en otros textos similares, incluyendo tanto los de procedencia cristiana como los de origen islámico, con menos de media docena de men­ciones, y alguna de ellas no muy fiable o de dudosa interpretación, relacionadas directamente con la ciudad de Ávila o con cualquier otro espacio que pudiera depender de ella.

En principio, por lo tanto, podría decirse que es como si todo lo abulense que existía y bullía en torno al año 700, según lo acreditan varios documentos, hubiera de pronto desaparecido del mapa o, en una hipótesis más favorable, como si todo ello hubiese perdido a la vez y de golpe cualquier tipo de interés para unos y para otros. Con relativa lógica, se ha supuesto en consecuencia que o bien el territorio se despobló completamente o bien, al difuminarse el poblamiento anterior, perdió su impor­tancia, hasta el punto de desaparecer de todas las clases de registros escritos. Por este motivo inclu­so su nombre dejaría de figurar durante varios siglos sucesivos en los relatos cronísticos.

En definitiva, el periodo altomedieval se presenta, al igual que sucede para las zonas mas pró­ximas, salmantinas y segovianas, como una etapa de silencio y llena de brumas para la investigación. Por otra parte, se trata de una fase y un escenario que se han terminado por convertir en campo abonado para las elucubraciones de los estudiosos, cuando no en terreno propicio para el dislate y la fan­tasía. Desde antiguo, las diversas visiones ofrecidas sobre todo por la erudición local, a menudo inventando o manipulando datos y con frecuencia extrapolándolos de forma indebida, han venido a diseñar una imagen distorsionada y falsa, haciendo hincapié casi siempre en acontecimientos y situa­ciones heroicas, que de acuerdo con lo que nos dejan entrever hoy algunos testimonios se aleja bas­tante de la realidad. Pero lo mejor es repasar el proceso de elaboración de tales fantasías y tópicos por parte de la historiografia y de la erudición locales.

2. MITOS Y TOPICOS EN LA ERUDICION LOCAL

En los primeros años del siglo xvi, momento en que Ávila, como algunas otras ciudades de su empaque, comienza a recuperar y construir su memoria histórica, ni la llamada Crónica de la pobla­ción de Ávila (texto medieval que se conservaba manuscrito y que como tal se mantuvo hasta su pri­mera publicación a principios de este siglo) ni el librito de Ayora se refieren a este periodo. No hay en ellos menciones sobre la etapa altomedieval, sin duda porque se carecía de datos. Pero ya en las últimas décadas de la misma centuria la situación cambió de manera radical. Era necesario llenar los huecos documentales mediante el recurso a las tradiciones orales, cuando no a las circunstancias ima­ginadas por cada autor. Y, manos a la obra, a ello se pusieron con denuedo casi todos los eruditos que pretendían entonces historiar el pasado abulense.

Me referiré sólo a los ejemplos más significativos o que después han tenido más repercusión, hasta el punto de acabar por convertirse algunas de sus afirmaciones en auténticos lugares comunes de la historiografia local. Todas las copias conocidas del manuscrito denominado Segunda leyenda de Ávila resuelven el problema de un modo escueto y sensato. Se lee en una de sus versiones: "e otrosí se pendoló cómo este Pelayo fue el primero que comentó a converrir las Spañas, e otrosí los grandes tranzes, cuytas e menguas que los christianos, por la mala Caba, y más los que fincaron en Ávila habitándola, hasta que el rey don Alfonso el Sesto conquirió y ganó a Toledo". No hay más citas. Sin embargo, casi a la vez y con una diferencia de sólo unos cuantos años aparecieron las obras, ya clásicas, de Cianea y Ariz, donde todo se amplía, el relato cobra vida con gran lujo de detalles y donde la falta de pruebas documentales se suple con una extraordinaria imaginación, aunque sin fun­damento, por parte de ambos autores.

El primero de los citados supone a la ciudad del Adaja, no obstante las sucesivas alternativas de dominio cristiano o islámico sobre ella, que relata, y a las múltiples adversidades por las que atrave­saría durante siglos, con un poblamiento continuado con cristianos pagando tributos a los musulma­nes y con centros de culto religioso permanente en las iglesias de Santa María la Vieja y de San Segundo; incluso sostiene una cierta continuidad de la sede episcopal, datando con precisión la exis­tencia de un obispo abulense de nombre Pedro que participaría en el 825 en la supuesta batalla de Clavijo y de otro, llamado Vicencio, que firmaría el año 934 el famoso privilegio de los votos conce­didos por el conde castellano Fernán González al monasterio riojano de San Millán. Poco cabe comen­tar sobre tales fabulaciones. Sólo baste con decir que el documento de los votos, hoy muy bien cono­cido y varias veces publicado, fue falsificado dos siglos después de su datación, entre 1140 y 1143 para ser más exactos, y además que ni siquiera en su falsificación figura tal prelado. Y su afirmación de que el mismo conde castellano, en acción de gracias por la victoria cristiana en la batalla de Simancas, mandó construir una primitiva iglesia dedicada a San Salvador, donde luego y con la misma advoca­ción se levantaría la catedral abulense, no sólo es atrevida y de su propia cosecha sino indemostrable.

Pero para fabulador el benedictino Ariz. Si su monografía tiene ya el título sintomático de Historia de las grandezas de la ciudad de Ávila, no cabe duda de que su contenido supera, y con mucho, las inten­ciones proclamadas en su cabecera. Las dos primeras partes de su libro, según el propio autor declara, son una copia muy libre de la susodicha Segunda leyenda de Ávila, que él suele denominar "leyenda antigua" y atribuir su autoría, quizás para dar más crédito a su narración, al archiconocido falsario Pelayo, obispo de Oviedo en la primera mitad del siglo xii. Pero es tan libre la utilización que hace de la fuente básica que maneja que cambia su texto cuando le viene en gana, normalmente para introducir detalles que amplíen el relato y sirvan mejor para loar el glorioso pasado abu­lense. Por eso nada tiene de extraño que ponga fin a su libro con una página titulada "calamidades de Ávila", donde de manera breve, pero jugosa, cuenta los por­menores de las alternativas situaciones de dominio polí­tico por las que, a su entender, atravesó la zona abu­lense antes de su definitiva conquista cristiana.

Lo mejor será reproducir su texto: "Esta famosa ciudad de Ávila fue perdida como las demás de España, y en poder de moros el año de 714 en la bata­lla de Guadalete, desde quatro de setiembre hasta los onze, que duró la última batalla. Fue tornada a cobrar de poder de los moros por el rey don Alonso el Católico en el año de 735, y según otros en el año 740. Fue tornada a perder, y en poder de moros, ganándola el rey Abderramén de Córdova el año de 767 y en el año de 832 la poseya Mura Abentazín, que se alió con el reyno de Toledo, y con Ávila. Fue ganada a los moros por el rey don Alonso el Magno el año 864, y otros sienten averla ganado el rey don Ordoño Segundo de León, quando ganó a Talavera año 898. Fue perdida, y en poder del moro Abderramén el año 896. Fue tornada a ganar por el rey Ramiro Segundo de León año 910. Fue perdida por el rey don Bermudo, que la ganó Albagil Alman~or de Córdova el año 968. Fue ganada por el conde Garci Fernández de poder de Abdemelich en el año 981. Fue perdida, y en poder del moro Abigail Alman~or, el qual la des­truyó y assoló, que se tornava a poblar y reedificar el año 985. Fue ganada por el conde don Sancho, hijo del conde Garci Fernández, en el año 992, y no la pudien­do poblar, se quedó desierta y, quando el rey don Fernando el Santo visitó su reyno, llegando a Ávila, la vio despoblada, hasta que su hijo el rey don Alonso el Sexto la mandó poblar a su yerno el conde don Ramón, el qual entró en ella con los pobla­dores, que la historia ha dicho, en el año 1083. Por manera que estuvo desierta desde el año de 992 hasta el de 1081 ".

Como se verá, sus precisiones de nombres y fechas apabullan. Ojalá pudieran comprobarse. Lástima que, con el fin constante de ensalzar las gloriosas hazañas abulenses, embutiera sin la menor crítica lo que se sabía de la historia general en su historia local. Sin embargo, al margen de los deta­lles, existen dos ideas centrales y con interés en su monografía: la del cambio de manos entre cris­tianos y musulmanes durante los tres primeros siglos y la de la despoblación absoluta en el siguien­te. El propio autor benedictino precisó la cronología, añadiendo al margen y en letras de molde estas tres puntualizaciones: "Ávila de christianos 130 años, Ávila de moros 118, Ávila desierta 89 años".
Pero no paró ahí la cosa, ya que las opiniones de Ariz se difundieron y traspasaron los siglos y las fronteras, hasta ser repetidas, a veces añadiendo florituras todavía más legendarias, hasta la sacie­dad. Los testimonios son numerosos. En su catálogo de 1665 sobre los obispos abulenses, todavía inédito, Tamayo y Salazar repitió y aumentó lo referido, insistiendo además en la persistencia de la sede episcopal. Y en la misma línea se situó Méndez Silva, quien en su libro, confeccionado a modo de enciclopedia sobre muchas localidades españolas, en el breve capítulo dedicado a Ávila escribe: "Era colonia en tiempos de romanos y, estando desierta, la mandó habitar el rey Alonso Sexto al conde don Ramón año 1083 ó 1089, acabándose 1093, a cuia sazón avía 6000 vezmos, mayor parte asturianos nobles, cercándola de muros permanentes [...], cinco vezes se ganó de moros, primera Alonso el Católico año 748, segunda Alonso Tercero 864, tercera Ramiro Segundo, quarta el conde Garci Fernández 981, quinta el conde don Sancho 992".
Ya en tiempos más recientes, a mediados del siglo pasado y casi a la vez, el abate Rebours difun­dió tales datos incontrastados e improbables en francés y Martín Carramolino, no obstante su esta­tus académico, en varios de sus trabajos prohijó, siguiendo a pie juntillas, y amplió, hasta extremos insospechados, el relato de los acontecimientos inventado por el benedictino. Incluso un crítico de la talla del catedrático Vicente de la Fuente, en la serie que publicó sobre ciudades españolas, se apuntó, aunque con matices, al mismo carro, llegando a afirmar que Ávila "tuvo que sufrir todas las alterna­tivas de la guerra, viéndose a cada paso perdida y reconquistada, según el valor de los condes caste­llanos o de los caudillos moros que mandaban los ejércitos; sería demasiado molesto seguir paso a paso la historia de sus vicisitudes, hasta que en 985 la mandó arrasar el terrible Almanzor; en tal esta­do permaneció hasta que don Alfonso el vi encargó al conde don Ramón de Provenza, el año 1083, que la poblase, como lo hizo". Los mismos tópicos pasaron de unos a otros autores, siendo repeti­dos, por ejemplo, por Garcés González y por Fulgosio.

Por fin, será ya a finales del siglo xix cuando un escritor riguroso, como Ballesteros, quien conocía bien las leyendas que venían transmitiéndose desde antiguo, se atreverá a poner las cosas en su sitio (aunque sus palabras cayeron en saco roto y fueron ignoradas completamente por muchos de los eruditos locales posteriores). Este autor declaró: "si por inducción hemos tenido que ir supo­niendo, mejor que averiguando, los más importantes acontecimientos de Ávila en la Edad Antigua, no son mucho más fáciles de investigar los de esta otra edad, al menos en los comienzos de ella, a pesar de haber ya crónicas y documentos de donde pudiéramos deducirlos, si no fuesen éstos tan escasos e incompletos y, al mismo tiempo, tan poco merecedores de confianza, como escritos por los mismos interesados que intervinieron en los sucesos de aquella época".

(Historia de Ávila, Tomo II, Edad Media siglos VIII-XIII, coordinador Angel Barrios García. Institución Gran Duque de Alba, Diputación Provincial de Ávila. Ávila 2000. Cap IV, pp 195-198)


Bien documentadas o no, pero al fin y al cabo batallas sin fin que en más de una ocasión suscitaron pensamientos y comentarios en el Grande de Ávila acerca de la cuantos mandobles, hostias , descalabros y muertes se habrían producido en esa explanada, ante la Torre del Homenaje y la Puerta del Alcázar, recordado habitualmente con una cerveza o vermut en la mano. No es nada fácil entender hoy día las razones profundas del interminable batallar de entonces; al decir razones profundas se quiere decir que no lo son las explicaciones reduccionistas modernas de tipo económico, militar o geopolítico.

Las sociedades tradicionales, adjetivo nada fácil de explicitar en unas líneas, consideraban la guerra como una lucha contra el desorden, como una vía para el restablecimiento de la paz, la unidad y la armonía de los contrarios, algo bastante diferente de las modernas metas de predominio de poder político, económico y militar. Pero claro el orden en sentido tradicional emanaba de lo alto, muy distinto del capricho de un dictador tiránico, conducente a una represión brutal, o de la deliberación de un consejo humano con arreglo a unos criterios formales. La unidad no era la actual uniformidad global y borreguil sino el uno de la totalidad divina. El equilibrio no eran los contrapesos de influencias, las compensaciones frágiles o los compromisos más o menos fiables; el equilibrio se entendía como superación de los contrarios en el uno divino, principio y final , alfa y omega, manifestación y absorción a la vez.

Un moderno ciudadano agnóstico de nuestros días con incurable optimismo progresista estaría más o menos de acuerdo con aquellas estrofas de la Internacional:
“ ni en dioses , reyes , ni tribunos está el supremo salvador. Nosotros mismo mismos realizamos el esfuerzo redentor”.
Hoy día ya se tiene una ligera idea del balance cadavérico del intento de redención de la humanidad por parte del llamado socialismo real, pero parece que aún se insiste, por obcecación o por estupidez pura y simple. A tal moderno quizá le chocaría escuchar que en una sociedad tradicional se considera que fuera del Reino de Dios, se está fuera del orden , fuera de la justicia, fuera del equilibrio, fuera de la armonía o en síntesis fuera de la paz verdadera. De esta forma, se quiera o no, en este mundo se está permanentemente sumido en guerras exteriores e interiores, silenciosas en la mayor parte de las ocasiones y declaradas a veces ( sin olvidar la más reciente modalidad de preventivas), a todo tipo de niveles y de ámbitos, y desgraciadamente se desconoce cada vez más el arte de convertir esa guerra en vía para alcanzar le Reino de los Cielos, la alquimia que transforme la guerra en la paz. En un sentido tradicional la guerra es un proceso cósmico de reintegración de lo manifestado en la unidad original, y correlativo a ella la paz es la absorción de la multiplicidad en la unidad del principio divino; es decir que en un sentido tradicional la guerra persigue lo mismo que la paz aunque esto escandalice fuertemente a los oídos actuales.
Para ilustrar el sentido tradicional de la paz vienen a cuento unas palabras de Daniel Cologne:
‘La paz en el sentido cristiano y tradicional del término no es el efímero y frágil concepto de coexistencia de intereses y de apetitos diversos a que se limita que la legalización del triunfo del más fuerte. Es al contrario sinónimo de unidad primordial reencontrada y ninguna aristocracia aparte de la del espíritu podría ser su ratificación política. tal es el sentido de la palabra de Jesús: "Mi Paz os dejo, mi Paz os doy " (Juan 14,27)’.
Es decir la paz es el reino o ámbito del orden de arriba o celeste, del equilibrio, justicia o armonía de los contrarios, ámbito que en terminología taoísta se denomina Tai-Chi y en torno la cual gira toda la existencia manifestada. De acuerdo con esto la sabiduría evangélica no previene acerca de legalidades y justificaciones suficientes, sino que a manera de reto misterioso aconseja.: “ Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mat VII,33, Luc XII,31). Es dudoso que esa búsqueda colme su anhelo de encuentro en la ONU, en la Casa Blanca, en la UE o en las multitudes callejeras vociferantes.
Muy al contrario de dichas nociones tradicionales, el sentido coloquial en que modernamente se utiliza la palabra paz carece de connotaciones positivas, basta examinar el DRAE (Diccionario de la Real Academia), María Moliner o Seco y veremos como es una referencia siempre negativa y carente de contenido positivo:
- Pública tranquilidad y quietud de los estados en contraposición a la guerra.
- Sosiego y buena correspondencia de unos contra otros , en contraposición a disensiones riñas y pleitos.
- Ajuste o convenio que se concuerda entre los príncipes para dar la quietud a sus pueblos especialmente después de las guerras..
- Dejar en paz. No inquietar ni molestar.
- Hacer las paces. Acabar con una riña.
La lista de contextos en que se usa la palabra paz sería interminable, pero jamás se encontrará ni restos, ni el más ligero atisbo del sentido positivo y supremo de la paz en sentido tradicional. Nada raro pues que en estos días, incapaz el lenguaje actual de hacer referencia al contenido positivo de la paz, se esgrima una consigna exclusivamente negativa de disconformidad: “No a la guerra”; pero desafortunadamente eso solo no es equivalente a la paz sino que tan solo es algo que de una manera remota tiene que ver con la verdadera paz. El asunto no solo tiene que ver con las multitudes, también afecta a la prensa y a los medios; pocos entreven lo que hay más allá de las emociones elementales y su expresión directa, y los que lo intuyen parecen acometidos de un miedo cerval a explicitar y profundizar en la cuestión.
La guerra en una sociedad tradicional era un deber sagrado, como bien le recordaba Krisna a Arjuna en el Bhagavad-Gitâ; es un desorden que trata de reestablecer el orden (Dahrma), la paz, la armonía de los contrarios. La noción taoísta de acciones y reacciones concordantes nos recuerda que fuera del Tao originario no hay más que un conjunto de desórdenes parciales que contribuyen al orden total; así cada conquista de Ávila por los sarracenos implicaba un destino de reconquista por los cristianos cuyo fin era alcanzar el orden de la Universitas Cristiana ámbito a su vez para conquistar el Reino de los Cielos. La sociedad medieval cristiana por su parte sabía bien que “vita est militia super terram”, o el “ militia est vita homini” (Job VII,1),fragilidad recordada en el cántico “metia vita in morte summus” que nos ha llegado a través del canto gregoriano, conservado entre otros por los monjes del Monasterio de Silos, cántico que entonaban también los guerreros antes de entrar en batalla, en las batallas de antes se entiende porque los modernos misiles y bombas inteligentes ya no dan tiempo ni a entrar. Probablemente el moderno partidario profano de la paz piense que para que se va a luchar por nada si total son dos días, o, con inconsecuencia notoria aunque con pretensión piadosa, que en vez de luchar lo que había que hacer es repartir más los supuestos beneficios de la fabulosa máquina de la civilización moderna, máquina satánica que es la que produce en cadencia cada vez más acelerada los desórdenes y las guerras actuales; recuerda esta situación las secuencias de la película de los hermanos Marx en el oeste, cuando Groucho Marx desmelenado mientras echaba la madera arrancada de los vagones a la locomotora , gritaba desaforado:¡Es la guerra!.
Es por lo menos interesante meterse en el pellejo de aquellos guerreros que lucharon en las conquistas y reconquistas abulicas y escrutar los resortes últimos que los exponía al riesgo y a la muerte, dejando de lado las explicaciones académicas de que la caballería villana conseguía nuevas tierras y exención de impuestos; sería algo así como si a los rudos guerreros medievales les prometieran un caramelito: si te apuestas la vida a morir destrozado por una maza con pinchos, aplastado por un proyectil de catapulta o frito por una caldera de pez hirviente, te ofrezco a cambio una finquita y además te rebajo diez puntos del IRPF. Siendo la profundidad de este razonamiento la llave maestra de la moderna interpretación histórica, la dialéctica pedestre que pretende desvelar los arcanos del alma humana.
Si se investiga la actitud de los antiguos celtas –remotos antepasados de esos guerreros- frente a la guerra, una máxima nos da luz suficiente sobre su ánimo guerrero:

“Combatid por vuestra tierra y aceptad la muerte si es preciso: pues la muerte es una victoria y una liberación del alma".

Esto da constancia de un sentido heroico del combate, que de alguna manera deja constancia también en contrapartida de una inflación egoica y de un deslizamiento hacia la soberbia propia del guerrero de épocas tardías.

En cuanto a los godos, otra herencia ancestral a asumir, eran portadores de la tradición nórdica germánica, pletórica de componentes guerreras o de la segunda función en la terminología de G. Dumezil:

“Según esta tradición, ningún sacrificio, ningún culto eran tan gratos a Dios, ni más ricos en recompensa en el otro mundo, como aquel realizado por el guerrero que combate y muere luchando. Aún hay más: el ejército de los héroes muertos en combate debe reforzar la falange de los "héroes celestes" que luchan contra el Ragna-rök, es decir, contra el destino del "obscurecimiento de lo divino" que, según las enseñanzas, como en el caso de las clásicas (Hesíodo) pesa sobre el mundo desde las edades más remotas.

Algunos se sorprenderán al saber que las famosas Walkirias no son quienes recogen las almas de los guerreros destinados al Walhalla, sino la personificación de la parte trascendente de estos guerreros cuyo equivalente exacto son las fravashi que en la tradición irano-persa están representadas como mujeres de luz y vírgenes arrebatadas de las batallas. Personifican más o menos a fuerzas sobrenaturales en que las fuerzas humanas de los guerreros "fieles al Dios de la Luz" pueden transfigurarse y producir un efecto terrible y turbulento en las acciones sangrientas. “(J.Evola)
Hay otra componente medieval y cristiana a añadir a estos antecedentes, que frecuentemente se ha ocultado, un aspecto por así decir yang o duro del cristianismo, que no responde a la retórica de una homilía dominical contemporánea. Expongamos una pequeña antología:

"No olvidéis jamás este oráculo -decía San Bernardo- ya vivamos, ya muramos, del Señor somos. Qué gloria para vosotros salir de la confrontación cubiertos de laureles. Pero qué alegría más grande la de ganar sobre el campo de batalla una corona inmortal... ¡Oh!, condición afortunada, en la que se puede afrontar la muerte sin temor, incluso desearla con impaciencia y recibirla con el corazón firme".
"Que mayor gloria que no salir del combate, sino cubierto de laureles. Que gloria mayor que ganar, sobre el campo de batalla, una corona inmortal".(San Bernardo «De laude novae militiae»).
"Dispuestos a partir hacia donde estallara una guerra, a fin de llevar el terror de sus armas para defender el honor y la justicia"...(El Papa Urbano II dirigiéndose a la comunidad supranacional de la caballería cruzada).
Pobre Juan Pablo II si se le recordase lo que sus infalibles antecesores pensaban sobre la guerra contra el infiel en oriente medio. Parece que la última y declinante tradición indoeuropea persistió en atribuir a la guerra un carácter tan heroico como brutal, oscurecida y tergiversada la jerarquía de fines y medios, destino inevitable de las civilizaciones con predominio guerrero con el paso disolvente del tiempo. Este carácter bélico desviado condicionó el estilo del catolicismo occidental medieval, castrense y belicoso, del que dan buena prueba aquellos obispos cubiertos con cota de malla y armados de hierros ofensivos abundantes; aquellos papas de familias aristocráticas guerreras, prontos a la conspiración, a la violencia, a la instigación de guerras ofensivas, a tribunales inicuos y al asesinato, aquellos cruzados homicidas – entre los que destacaron los almogávares hispanos- que sembraron el pillaje, la profanación y la muerte de monjes y cristianos ortodoxos de Bizancio, el incendio de monasterios y como culminación la masacre, el robo, y despojo sacrílego de Santa Sofía de Constantinopla entre ríos de sangre humana y excrementos de mulas. Aún se conserva en Ávila una herencia siniestra de aquel resplandor espantoso: la Cofradía del Cristo de las Batallas, que siempre nos trae a la mente aquel dicho de : “le sienta tan bien como a un Cristo dos pistolas”, ideal estético plenamente cumplido por el catolicismo occidental. muy distinto en esto del cristianismo ortodoxo bizantino que rechazó sin contemplaciones el ideal extraviado de monje soldado de un San Bernardo.
En cualquier caso y al margen de los lances guerreros y pendencieros no faltan sin embargo textos que cuando menos son poco cómodos y amigables, desde la palabra del Apocalipsis según la cual "El Señor aborrece a los tibios" hasta el Evangelio de San Mateo donde estás escrito: "Yo no he venido a traer la paz sobre la tierra, sino la espada", “quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien la pierda por amor a mi la salvará” (Mat 16,25); de San Lucas. ¿ Pensais que he venido a traer la paz a la tierra?.Os digo que no sino la disensión (Luc 12,50), pasando por la imprecación de Jeremías: "Maldito quien hace débilmente la obra del señor. Maldito quien rechaza la sangre para su espada". Siempre a expensas de una interpretación tranquilizadora apta para burgueses civilizados, asustados de la tragedia abismal que encierran esas palabras.
Sin embargo acaso la más temible y amorosa de las sentencias evangélicas es precisamente la que figura en el Evangelio de San Juan , el discípulo amado de Jesús: “ nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Ninguna gloria ni honor a conquistar y ningún laurel o corona a poseer, aquí se refiere a la entrega absoluta o kenosis, actitud suprema de amor y de perfección que va más allá del honor, la gloria y del triunfo guerrero. Este sentido sacrificial supera el sentido heroico del combate, siempre acompañado de un tinte egoísta rígido y soberbio, y que salvo en rarísimas excepciones deriva hacia la fuerza bruta, la audacia temeraria, la cólera súbita y la desesperación, tanto más notorio cuanto más en su ocaso se encuentran las civilizaciones. Si alguna interpretación - siempre reductora y castrante- cupiera de esta sentencia en el ámbito del polemos o guerra parece que sería a la preservación, a la custodia, a la defensa de lo esencial sagrado y no a la conquista de lo condicional y transitorio.
Todas estas componentes dieron un carácter guerrero con tintes heroicos a la Edad Media, rápidamente desvanecido antes ya del renacimiento. Así a ya en siglo XVI la visión lejana, irónica, lastimera, con toque emocional, tierno y exento de toda sacralidad produce un Don Quijote, último espectro onírico de la caballería medieval. Por un lado Don Quijote en el relato novelesco y por otro mercenarios, levas forzosas, corsarios y lansquenetes en la realidad de las guerras de religión, en las conquistas terrenales nuevas y las expansiones de poderío de siempre. Menguante la idea de orden, y de justicia, en último extremo divinas, quedó libre el campo al desorden de la tierra, del oro, de las especias, del comercio, de la piratería, de los monopolios, del absolutismo, de los imperios terrenales. La desaparición de la conquista del místico Graal llevó consigo la conquista de la carnal América, beatamente ocultado por una convencional expansión cuantitativa y sin profundidad de unos elementos doctrinales ya entonces espectrales y casi totalmente carentes de auténtico contenido espiritual en occidente.
El progreso imparable de la modernidad se encargó del resto: conversión del guerrero en funcionario militar, liquidación del último resto del sentido heroico o por lo menos romántico del combatiente y su transformación en el servicio militar obligatorio, hijo de la Revolución Francesa, aunque muchos creyeron que se trataba del no va más de la esencia patria. El cuartel escuela de virtudes militares: machismo animalesco, sadismo reglamentario y ordenancista, brutalidad soldadesca, obediencia degradante de esclavo o de cadáver, consignas sentimentales delirantes y vacuas, alcoholismo y ahora parece que en el colmo de la liberación las mujeres también se apuntan al fregado; triste degeneración del heroísmo caballeresco sacral de antaño. Ya por último y para más avance imparable, reconversión de la delincuencia y la hez social en tropas de elite (Legión Extranjera, Paracas, Marines, fuerzas especiales, voluntarios de atrocidades varias...), cuyas gestas han saturado los fastos históricos del mundo moderno bien en su versión capitalista bien en su periclitada versión socialista, y últimamente puestas a disposición del ciudadano en la pequeña pantalla doméstica.
No menos interesante es indagar que se pensaba en el otro bando de las antiguas batallas abulicas, a saber en el bando agareno de la morisma. Aquí además de las herencias ancestrales guerreras, análogas si no iguales a las del otro bando, las características de la religión islámica añadían un suplemento de violencia muy respetable. Religión airada, religión de guerra llamaba Vicente Risco al Islam, y Cansinos Asens llamaba al Corán libro guerrero. La jihâd o acción armada ofensiva, que puede comprender todo tipo de violencia, y a veces traducida con el nombre honorificiente de Guerra Santa se considera por algunos ulemas, a veces con kalashnikov en mano, el sexto pilar del Islam. No solo las suras coránicas sino también los hadiths o sentencisa de la tradición oral son muy elocuentes a este respecto, solo a manera de ejemplo se ponen algunas: “el paraíso reposa a la sombra de las espadas”, "La sangre de los Héroes está más cerca del Señor que la tinta de los sabios y las oraciones de los devotos".
Muy distinto del cristianismo occidental que tardó siglos hasta sus desvíos violentos, el Islam comenzó desde del principio con violencia desatada y a punta de sable, con una pretensión de universalismo absoluto y proselitista y con vocación imperativa de conquista de la tierra entera, y con los inevitables extravíos que el paso fatal de los tiempos acaba por conferir a las sociedades con ideología guerrera. Las etapas de conquista se concretan en tres estados a la vez espaciales y temporales: 1º Dar al-Sulh o paz momentánea propia donde los musulmanes están en minoría y lógicamente no pueden pretender imponer la sariah o ley coránica como fundamento y principio social; 2º Dar al- Harb , zona de guerra o tierra de la violencia, en donde se considera lícito prácticamente todo tipo violencia para la imposición de un poder musulmán; 3º Dar al-Islam reino del Islam o espacio donde está en vigor la sariah o ley coránica.
Desconocidas ampliamente hoy día estas etapas de dominio musulmán, no lo eran en absoluto en la Edad Media peninsular, lo que pone en tela de juicio las modernas interpretaciones ingenuas y seráficas de armoniosa y angelical convivencia de culturas en aquellos tiempos, al estilo de un José Jiménez Lozano, evidentemente ajeno a las sorpresas y desconciertos que proporciona un conocimiento un poco detallado de la islamología. Las otras religiones del Libro –cristianismo y judaísmo- no son de libre práctica en el Islam, ni ahora ni nunca, están simplemente toleradas que es algo bastante distinto, y los límites de la banda de tolerancia lejos de tener ningún tipo de garantía de mínimos, han sido muy variables y fluctuantes a lo largo de la historia y desde luego siempre bajo una pesada discriminación tributaria; no cabe aducir a este respecto progresos históricos tranquilizantes en el ámbito de la libertad religiosa en el Islam, piénsese en la actual Arabia wahabita para no ir más lejos. Los reyes cristianos medievales de las Españas conocedores de estos asuntos se constituyeron en protectores de los moros en tanto entendían perfectamente la distinción entre la práctica privada de la religión musulmana, y las pretensiones irrenunciables de dominio y de poder del Islam que naturalmente no estaban dispuestos a tolerar, clave esta última para entender un poco el sentido de la reconquista y sus interminables batallas.
Existen diversas lecturas e interpretaciones del Corán y de la tradición oral en cuanto enunciados de una lengua sagrada capaz de transmitir la revelación divina; una de las más célebres se refiere a la Pequeña Guerra Santa o guerra exterior y la Gran Guerra Santa o guerra interior; en cualquier caso la interpretación espiritual profunda pertenece al ámbito minoritario y restringido del sufismo en principio ajeno a las escuelas teológicas y jurídicas que son las que marcan la pauta de la vida social y externa del Islam. Estas últimas son las que deciden y ratifican en los tiempos decadentes que nos está tocando vivir que un suicida, con pretensiones asesinas y carniceras, es un mártir, algo perfectamente ajeno al sentido de mártir en el cristianismo; tal vez sea que a Allah cual Moloch cartaginés sediento de sangre le sea grato no solo la sangre del suicida sino también la sangre, las vísceras, sesos y huesos destrozados de las víctimas. Por el terror hacia Dios, esta podría ser la máxima de un sector creciente del moderno islamismo, o si se quiere también por el imperio del terror hacia Dios , más parecida a alguna máxima en vigor por nuestros pagos hace no mucho tiempo.
Solo a manera de curiosidad inquietante conviene saber que la inmensa mayoría de los inmigrantes islámicos en Europa consideran que este continente es Dar Al-Harb, es decir zona de violencia o de guerra donde se debe imponer el Islam. En el caso de España no solamente se considera Dar el-Harb sino que en virtud del antiguo dominio musulmán se considera Dar al-Islam y por tanto tierra a reconquistar imperativamente. Por si parecieran solo simples tipismos históricos para resaltar un cierto misterio moruno romántico y orientalizante de la península, conviene recordar que muy recientemente el gran Jeque Mohamed Sayyed Tantawi, de la Mezquita del Al Azhar en El Cairo ha declarado la guerra Santa a España (La Razón 27 de marzo 2003). Es decir que a partir de ahora cualquier españolito de a pie puede tener el inmenso honor de acabar despedazado en cualquier momento por un fedayín terrorista o suicida para mayor gloria de Allah.
Guerras y batallas de ayer y de hoy, no solo las del Grande de Ávila. El caos infernal, el desorden y las guerras, que no la sola guerra que los medios intentan pasar como la única guerra actual, aumentan cual cáncer incontrolado. La simple protesta por un episodio concreto es absolutamente insuficiente, mucho más si su único fin es la mera expresión de un estado emocional transitorio; en muchos casos no va más allá de expresar la intranquilidad para la digestión que suponen noticias e imágenes. Hoy día ya es difícil de entender que incluso el más instantáneo y bien intencionado de los armisticios en un conflicto deliberadamente seleccionado por los medios, acaso el más grave pero en modo alguno el único, si acaso puede traer una momentánea tranquilidad aparente pero en absoluto la verdadera paz. En un orden social cuya meta prioritaria es el confort económico y social, sería ingenuo exigir esfuerzos que vayan más allá de una manifestación de opinión; sería interesante a este respecto saber que parte de las multitudes manifestativas estaría dispuesta a prescindir como medida urgente de un 30%, un 40% o un 60% del consumo de productos petrolíferos en los vehículos particulares, disminuir al máximo el consumo de plásticos y derivados del petróleo, restringir la iluminación superflua tanto privada como pública y en general todo consumo energético derivado del petróleo, todo ello con el fin de hacer caer la demanda, por tanto el precio del petróleo, por tanto la financiación de la guerra, y esto no como una campaña de ahorro energético sino como un esfuerzo y un sacrificio consciente para evitar males mayores. Y también además exigir la limitación de la soberanía representativa actual de los modernos partidos políticos, e introducir el tradicional y antiguo mandato imperativo, que garantice compromisos, que controle el exceso de poder de los estados, responsables últimos de las peores confrontaciones bélicas, y no lamentar después lastimeramente que el clamor la calle no se escuche en el parlamento; hoy por hoy de las masas consumistas y políticamente correctas malgré tout, difícilmente cabe esperar sacrificios para aliviar la catástrofes; en este sentido todos somos culpables no solo los políticos encumbrados por las máquinas partidarias. Es dudoso que los líderes políticos, las multitudes, los partidos en la oposición o los extraparlamentarios de diverso pelaje traigan la verdadera paz, ni siquiera que se sacrifiquen a fondo y de verdad por aproximarse un poco a ella, esa paz tradicional está más allá de los acontecimientos y componendas mundanas exteriores, acaso algo de eso se quería decir en aquellas palabras antes mencionadas de manera incompleta:
Mi paz os dejo mi paz os doy, no como la da el mundo la da os la doy yo” (Juan 14,27)

RES

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