jueves, agosto 07, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (9) Agricultura castellana

Villacastín. La agricultura y la industria castellana de antaño. Los economistas y sus fantasías destructoras

Tras el madrugón consiguiente, desciendo al Azoguejo y tomo el autobús de Ávila, a las ocho. Los pueblos de Madrona, Fuentemilanos y Zarzuela del Monte no despiertan, al paso, especial interés. Sí lo tiene el espectacular contraste de un cielo encapotado -a la derecha, la parte llana- y el sol vertiendo -por la opuesta- su nueva y dorada luz sobre cerros y colinas, separados por encinares y breves barran­cas. Llovizna a ratos. Ya cerca de Villacastín, aparece el poblado de Guijasalbas, donde juguetean unos chicos y chi­cas en espera del autobús de la concentración.

Me apeo en Villacastín y voy a desayunar al Albergue. Des­pués, bajo la llovizna, recorro el pueblo. Las casas son sóli­das, de buena piedra, tallada de las enormes pellas de granito esparcidas por los contornos. Algunas de las casas se adornan con blasones, y en una de ellas se declara: «Soy de Pedro Zúñiga», testimonio de la antigua presencia vasca en estas tierras. Veo el rótulo de una fábrica de embutidos con este virtuoso nombre: «La Prudencia». No parece muy grande el establecimiento, en concordancia con el título. Lo es, en cam­bio, una de harinas, titulada, piadosamente también, de Santa Margarita. Aparte esto, el pueblo vive de la agricultu­ra, y del fondismo y refresquismo resultante de ser impor­tante cruce de carreteras, muy amenazado por la prolonga­ción de la autopista que viene de Madrid. También hay ga­nadería en Villacastín, pero en baja: de las 18.000 ovejas de antaño, quedan sólo 5.000.

La víspera de Navidad de 1808, con su tropas, Napoleón entró a pie en este pueblo. Llegaba de Madrid, dispuesto a alcanzar y batir a los ingleses de Moore, y había cruzado el Guadarrama en medio de una tempestad. Su gente andaba muy mohína y era forzoso animarla con el ejemplo. Aquí de­bió de hacer alto el general para sacudirse la nieve, bajo los pórticos municipales, formados por trece arcos, cinco de los cuales, los del centro, se adelantan a la línea de la fachada y soportan un balcón corrido. Desde los soportales, al fondo de una calleja se ve la magnífica iglesia mayor, de San Se­bastián. Incompleta en su exterior, al parecer y en parte es obra de fray Antonio de Villacastín, aparejador de Juan de Herrera, tracista, dicen, de las fachadas y torres, una de las cuales no llegó a alzarse. El interior, proyectado por Rodrigo Gil de Hontañón conforme al estilo de la catedral de Segovia, es gótico y tiene un magnífico retablo. Se trata del mejor templo del obispado, excluida la catedral. Desde estos mis­mos soportales, tal vez repararía el emperador en el decla­matorio escudo barroco de una casa de la izquierda; aunque no era momento muy a propósito para semejantes minucias, con la tropa muerta de frío, maldiciendo y acaso blasfeman­do por lo bajo, o por lo alto.

Guarecido de la llovizna bajo los pórticos, donde ahora venden fruta, hortalizas y ropa, converso con unos labrado­res. Están aguardando la hora de subir a los locales del ayun­tamiento para pagar la contribución. A juicio de uno de ellos, Lorenzo, los jóvenes de hoy no tienen la fuerza que ellos tenían a su edad, sudando siempre; no con excesivo daño, deduzco del aspecto de todos. Otro, el más viejo, de ochenta años, aclara:

-Es que ahora, entre la concentración y los tractores, se trabaja mucho menos. ¡Con las mulas y corriendo todo el término de tierra en tierra los quería yo ver!

Cuando iba a hacerse la concentración parcelaria, me con­fiesa Lorenzo, él y otros muchos no la veían con buenos ojos. Ahora se han dado cuenta de sus ventajas. Pero todos se quejan del mal precio del trigo. En cuanto a la merma de los rebaños, dice uno:

-¡Qué remedio! Entre las repoblaciones y los cercados, ya no queda donde pastar. Además, nadie quiere ser pastor. Uno de los presentes, dueño de bastantes ovejas y otros ganados, lamenta las exigencias del peonaje:

-Cuatrocientas o quinientas pesetas quieren, ¿sabe us­ted? Y eso para lujo y caprichos, que no había antes, cuando todos vivíamos mejor. Ahora va una mujer a la carnicería, y si tenía intención de comprar carne corriente y ve a una vecina pedir de la mejor, ella también la pide para no que­dar por debajo.

Asienten todos, y todos se muestran sorprendidos del di­nero que corre.

-Y todavía a muchos les parece poco y van a buscar más por esos mundos.

Tras una pausa, el ganadero dice:

-Bueno, si a alguno de vosotros le va bien, puede llevarse el estiércol de mis cuadras.

-Ese te lo metes por el... -contesta uno de ellos, que sale tras el recaudador escaleras arriba, mientras los demás carcajean y se disponen a seguirlo.

El estiércol lo regalan los ganaderos, pero nadie lo quie­re. Esto me dice Lorenzo, y al preguntarle por qué, responde: -¡Toma! Porque no le echan paja y aquello es como un agua que da asco revolver.

-¿Y por qué no le echan paja?

-Porque ya no se estila en los establos modernos. Entre eso y otras cosas, la paja ya no vale la pena cogerla. No es como antes, cuando a más de usarse en las cuadras se mez­claba con salvado para hacer piensos. Hoy en día, los gana­deros ya no se molestan en preparar los piensos. Les van mejor, y es más cómodo y limpio, los piensos compuestos, que engordan más y más de prisa a los animales. Ahora, los labradores que ya no tenemos animales sacamos el grano con las cosechadoras y allá se queda la paja en las tierras. Unos la dejan sin más y otros, para que no prenda el grano que puede quedar en las espigas y trastorne el de la siem­bra, le pegan fuego.
Tras una pausa, añade:

-Donde esté el abono mineral, limpio y fácil de mover, sin incomodidades de transporte y mano de obra, que se quite el estiércol. Gracias al abono mineral cosechamos lo que nunca habíamos cosechado.

Lorenzo se va tras los otros y me quedo solo. Sigue llo­viendo, y a la espera de que acabe, mientras voy midiendo a trancos los pórticos, pienso en el mundo de nuestros labra­dores, tal vez el más cambiado en los últimos tiempos y sin duda el menos conocido. Unos lo presentan por el lado bucó­lico y otros por el dramático. Los primeros, herederos de un beatus ille a prueba de siglos, nos dan la lata con un ventu­roso mundo rural que nunca existió; los segundos agitan de vez en cuando los escenarios con unos labradores que esgri­men hoces, destrales y batederas para acabar con un tirano o para matarse entre sí por unos bienes en litigio o por una mujer. Nota común a los autores de una u otra de ambas versiones es la de ser gente de ciudad que en su salida anual de vacaciones se empeña en ver el Angelus de Millet entre na­turalezas apacibles o se sobrecoge al ver freírse hombres y mujeres bajo el implacable sol de julio en las eras de las mesetas centrales. Pues bien, ciñéndonos a una de estas me­setas, la del norte, centro de nuestro viaje, y considerando como inicio de aquel cambio la mecanización del trabajo agrícola, que ha arramblado con los Angelus de Millet y con los trillos y sus mulas, veamos cuál era la realidad anterior y cuál es la actual. Nuestras observaciones se refieren al la­brador medio dedicado a la atención de sus propias tierras, cereales en su mayor parte, sin jornaleros a su servicio. El labrador antiguo, el de antes de la mecanización del cam­po, deducidas las semanas y meses de forzosa ociosidad y di­vididos los días de trabajo de sol a sol por los componen­tes del año, salía con un promedio de cuatro a cuatro horas y media de jornada, alteradas en más o en menos en propor­ción a las dimensiones y exigencias del huerto familiar y al cuidado de su mayor o menor número de animales.

Hoy en día, con la economía de movimientos proporcio­nada por la concentración de parcelas, remplazados los ani­males de trabajo por el tractor, que acelera las labores, sus­tituido el abono orgánico por el mineral, suplido el horno doméstico por la panadería comercial y mecánica, vendidos o arrendados los huertos familiares a cultivadores especia­lizados y dejada la cría y venta de cerdos y animales meno­res a granjas y carnicerías, que en tiendas y, en el caso de las aldeas menores, en furgonetas ofrecen a diario sus pro­ductos, conforme hacen también los panaderos y los pesca­deros, la vida de los labradores transcurre con una jornada media de una a dos horas de trabajo. Este labrador, quejoso, con justicia, de la enorme diferencia entre lo cobrado por sus producciones y lo exigido por los tenderos al consumidor -pasado el escalón de los intermediarios-, reducida su jor­nada de trabajo a la mitad, duplicada su producción, con médicos y medicamentos gratis, con unos subsidios de vejez de apariencia precaria pero considerables en el mundo ru­ral, libre de la sujeción impuesta por el cuidado de los ani­males y harto de ver la televisión, muy a menudo decide cerrar su casa y, dejando en ella el tractor, compra un piso en la villa o ciudad próxima (Almazán, Burgo de Osma, Aran­da de Duero, Miranda de Ebro, Vitoria, Peñafiel, Segovia, etc.), y en los días de siembra, excava, recolección y demás faenas se traslada a la aldea, a menudo en su propio coche, para retornar de nuevo a la villa o ciudad, donde puede echar una partida en un bar, ir al cine o a lo que se ofrezca y asistir a los toros y fiestas cuando las hay. Los pueblos abandonados y solitarios, a menudo lo están sólo en aparien­cia. Han pasado a ser lugar de trabajo de una gente cuya vivienda estable se halla en otro lado.

Hace un siglo, antes del comienzo de la gran industriali­zación, y desde aquel punto hacia atrás (de ello dan fe Ma­doz, viajeros como Ponz y Jovellanos y tratadistas modernos, entre otros Solomon a propósito del siglo xvi), los pueblos tenían en mayor o menor grado sus industrias básicas: mo­linos, tenerías, una fábrica de gorras o sombreros, otra de enjalmas, un taller de aperos, unos telares, etc. Entonces, la muy soportable y en nada depauperadora jornada media de cuatro a cuatro horas y media la completaban los labra­dores, sobre todo en las largas épocas del año en que el campo no requería su atención, y más aún los jornaleros, con un quehacer en alguna de aquellas industrias, lo cual les agenciaba un jornal en dinero o una participación en los géneros elaborados. Y lo que la agricultura o la industria local no daba lo hallaban en los mercados o ferias de la ciu­dad o la villa próxima, donde al vender lo sobrante de su labor o mercar lo preciso, entraban en contacto con el mundo y sus novedades. Dinero circulaba poco, y maldita la falta que hacía, como no la hacían, por consiguiente, las preocu­pantes sanguijuelas, los lebreles y las mantis religiosa de la llamada liquidez, es decir, los bancos y cajas de ahorros.

Pero los tiempos cambiaron, y aparecieron los sacerdotes de una nueva religión, los economistas, con unos dogmas más oscuros y apremiantes que los de todas las religiones, vigentes o caducas. Uno de los dogmas de la economía era la concentración de las industrias en Barcelona y Bilbao como lugares más a propósito y, más tímidamente, en otras partes (ahora, Madrid), con lo cual las industrias rurales desapa­recieron para dar paso a los más largos y miserables años, más de un siglo, vividos por los agricultores de la meseta, forzados al ocio de media jornada e imposibilitados de completarla y agenciarse así un suplemento para proveerse de lo que no podían producir; su única esperanza a tal fin era la aparición de unos ingenieros trazando una carretera, un ferrocarril o, más tarde, un salto de agua. Mientras tanto, en torno a las fábricas de las grandes urbes, surgió un prole­tariado mísero, procedente primero de las tierras de jornal intermitente, propiedad de los latifundistas meridionales. Con la industria concentrada, multiplicó sus fuerzas el co­mercio, siempre loado por los economistas, alcahuetes, acólitos e incensadores del capitalismo como motor de su cien­cia. A tenor del desarrollo de la industria y el comercio, se fue produciendo un aumento continuo de los llamados por esos economistas sector secundario (la mano de obra indus­trial) y sector terciario o de servicios, es decir: banqueros (manipuladores de fondos que harían llorar de nostalgia a los más desalmados prestamistas hebreos de la Edad Me­dia), oficinistas y agentes de todo lo agenciable, viajantes de las manufacturas elaboradas, representantes y comisio­nistas de todo lo habido y por haber, barcos, trenes, camiones y ahora aeroplanos para transportar desde la periferia al resto de la península aquellas manufacturas; y más tien­das, y luego gigantescos almacenes y una máquina propa­gandística diabólica, y ventas a plazos, con nuevo circuito por los bancos mediante letras aceptadas que han acabado por hacer de la sedentaria profesión de notario una de las más dinámicas del mundo actual, tanto que, al no poder dar abasto a la ingente tarea del protesto en fecha fija de las letras impagadas, han sido autorizados a invertir el proce­so, o sea, protestar la letra y comunicarlo después, mediante tercera persona, al interesado. Forzosamente, uno ha de re­cordar que cuando en Soto en Cameros, pongo por caso, un labrador quería hacerse una capa, le bastaba con acercarse a los telares de un convecino y mercarle las cinco o seis varas precisas, sin intermediación de toda esa cadena de «servicios» con que los economistas de hoy calibran el pro­greso, en visión muy dispar de la de los revolucionarios de hace unos decenios, que iniciaban su acción al grito de «!Mue­ra la burocracia!».

Pues bien, aquella concentración industrial tan loada y dogmatizada ha dado lugar a estos hechos: primero, la ocio­sidad forzosa y el mortal aburrimiento de, un 25 % de la po­blación nacional, la del sector bautizado por los economistas como primario o agrícola y despreciado por los propios eco­nomistas al no producir más que el 12 % de la renta nacio­nal; segundo, la putrefacción de los centros industriales, con la consiguiente neurosis y degeneración vital de sus pobla­dores, sujetos a continua tensión en un medio insano, cen­tros a los que acuden sin cesar, atraídos por el señuelo de la televisión, la propaganda y los espectáculos multitudina­rios, las últimas generaciones de jóvenes provinciales y ru­rales decididos a no aburrirse más en las ciudades o villas adonde se han trasladado sus padres o en las aldeas donde continúan viviendo.

En la época de mi viaje leí en una revista provincial un artículo cuyo autor deploraba que en aquella provincia el sector primario supusiera el 48'1 % de la población ocupa­da, con aumento de la cifra correspondiente a cuatro años antes, del 45'6 %, datos suministrados por el estudio de una entidad bancaria (*). Ante ello, el autor del artículo se des­garraba el jersey, la camisa y la camiseta recordando este gran dogma de los economistas: si la población dedicada al sector primario en una comunidad excede del tercio de la mano de obra total, esa comunidad ha de clasificarse entre las subdesarrolladas. Días más tarde estuve en una aldea de la desdichada provincia y vi lo siguiente. Contaba la aldea con setenta familias (ocurría esto en setiembre de 1973) de­cididas a no marcharse de allí y a no contribuir como escla­vos urbanos al desarrollo nacional. A tal fin, estas familias, secundando la iniciativa del presidente de su junta vecinal, se embarcaron, mediante dedicación gratuita de su tiempo li­bre, aportación económica de todos ellos y alguna ayuda ofi­cial, al arreglo de los caminos que enlazaban con las carre­teras y las aldeas colindantes, a la pavimentación total del pueblo, a la concentración de manantiales en un gran depó­sito subterráneo, de donde derivaron los canales y conduc­ciones de agua a sus casas, a la obra de alcantarillado y de­sagües pertinentes y a la ordenación del alumbrado público. Habían iniciado ya la construcción de una piscina y un par­que de juegos para los chicos y estaban a la espera del telé­fono, tiempo atrás pedido. Mientras tanto, todos renovaban sus casas, trece de las setenta familias tenían en uso cuarto de baño y otras treinta o cuarenta tenían encargados sus elementos. Disponían de dos coches de alquiler y trece de propiedad particular, y una porción de vecinos estudiaba el reglamento de circulación y esperaba examinarse; había unas cuantas motocicletas y muchas más bicicletas. Hacían bue­nas fiestas patronales y gastronómicas, organizaban confe­rencias agrarias y estimulaban la plantación de árboles fru­tales. Todos ellos tenían televisión o radio, a las que se agarraban en lo más crudo del invierno, no en el resto del año. Iban bien vestidos y calzados, disfrutaban de un aire impoluto, pues los coches y motos sólo eran utilizados para trasladarse a otros lugares. Se alimentaban con los sanos productos de sus huertos y establos y los restantes los ofre­cían a diario en sus furgonetas los vendedores ambulantes forasteros. Y había en el pueblo una porción elevada de es­tudiantes de bachillerato y de escuelas profesionales, con algún graduado universitario. A todo esto, la fuente de in­gresos básica de la aldea era la misma de tiempos inmemo­riales, la resultante del cultivo de la vid, regulada ahora por una cooperativa comarcal. En resumen, y salvo los gradua­dos del sector terciario, con dos o tres metidos en el secun­dario de una fábrica de cementos situada a tres o cuatro quilómetros, todos seguían fieles al sector primario.

Volviendo a lo relatado por los labradores de Villacas­tín, al término de mi viaje conversé con un ingeniero agró­nomo, el cual me dijo respecto de la paja:

-Esa dilapidación, casi general en las comarcas cereale­ras mecanizadas, clama al cielo. Aparte la utilización antigua para cama y alimento del ganado y para otras cosas en mayor o menor decadencia como techumbres de chozas y alpendes, colchones, adornos diversos y sombreros, podría ser hoy de grandísima utilidad para obtener papel basto y cartón, de tanto consumo en la moderna industria del embalaje. En cuanto a su quema sobre las propias tierras de labor, la utilidad de sus cenizas queda anulada, con creces, por la destrucción de una serie de microorganismos necesarios o útiles en el proceso del cultivo.

-Y esa aplicación exclusiva de abonos minerales ¿qué efectos producirá a la larga?

-A la larga, y no demasiado larga si nos atenemos a las características de las tierras peninsulares y a las de la me­seta en particular, la desertización. Deslumbrados por los actuales rendimientos, los labradores se han pasado de la engorrosa fertilización a base de estiércol a la más cómoda, limpia y fácil de los abonos minerales, olvidando, o mejor, ignorando que con ellos la tierra va perdiendo lo que la hace fértil, es decir, el humus o materia orgánica. El con­tenido en humus ha de mantenerse entre ciertos límites, por debajo de los cuales la fertilidad decrece sin remedio. En otros países, y en contadísimos lugares de España, donde por escasez de animales se ha presentado el problema, se recurre al uso de estiércol artificial, hecho con montones de paja, abonos minerales y agua en los que se provoca una fermentación o descomposición. También se practica en aque­llos países el abonado en verde, consistente en sembrar una leguminosa y, poco antes de su floración, enterrarla con una labor de arado, a fin de que se vaya descomponiendo lenta­mente en la tierra, aumentando así la reserva de humus.

(*) ¿Por qué milagroso procedimiento se elaboran las estadísticas, manejadas después litúrgicamente por los economistas y proyectistas del desarrollo?

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp 486-494

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (8) Gacería de Cantalejo

Conoce al dedillo los dos cuadrantes superiores de la península y maneja aún la ya decadente gacería, jerga de los vendedo­res ambulantes de Cantalejo. Le interrogo acerca de ella, y mientras Moreno nos va trayendo vino, me explica lo que un pedagogo en estas materias llamaría vocabulario fundamental o básico: ura (agua), bayarte (vino), artón o levan­te (pan), cortoso (cuchillo), cortoso sierte (cuchillo de mesa), trincheiro (tenedor), urdalla (carne), zuzón sierte (jamón), triunfas (patatas), posa o poya (sal), pule urniaco (plato so­cio), pule atrevido (plato limpio), misir (comer), piplar (be­ber), regoso (tabaco), botafumairo (cigarrillo), bayuca (ta­berna).

-¿Y cómo dicen ustedes hombre y mujer?

-Hombre es man; y mujer, siona. Los niños son garcines. Dormir es somiar o soinear; y cama, piltra. En las ca­mas de los tiempos viejos no era raro encontrar alguna pi­cosa pitoche, que es pulga; y menos mal, porque aún eran peores los piojos o guilfos. Pero no había más remedio que pasar por todo para ganarse la peseta, que es bea o pilona; al dinero en general le llamamos moroza o pinarra; y las monedas son las sienas. -Luego, alzando la mano derecha-: Esto es pota, y en vez de dedo decimos potin.

-¿Y cómo se llama a lo bueno y a lo malo?

-Bueno es sierte; y malo, gazo. Al hablar se le puede llamar de dos maneras: falar y garlear, y el teléfono es el sonoso. Al cura le llamamos merche; y al guardia, sinífero. -Bajando la voz y haciendo bocina con la mano-: Y el trabajo que se hace en la cama con una mujer es pinar.

Carcajea fuerte el de Cantalejo, lo cual atrae la atención de los clientes de la mesa contigua, más sosegados ya. Aún le pregunto:

-¿Y cómo son los números?

-Hay pocos números: guaje (uno), arba (cuatro), salva (cinco), guaque (seis), cas (diez), pota (veinticinco), pápiro (mil) y mogullón (cinco mil).

El vocabulario se amplía e ilustra con las explicaciones y cuentos de Antonio de la Flor.

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja .Pp. 392



-Pues esto era la provincia de Segovia en aquellos tiem­pos, una verdadera Cataluña industrial. Si usted la recorre ahora, y veo que lo está haciendo, se dará cuenta de que Cantalejo es lo que más se le aproxima. Trilleros, ganaderos, muleteros y vendedores de todo lo habido y por haber, salían y salen de Cantalejo a las ferias y mercados de toda España. Y si una cosa se viene abajo, los trillos, por ejem­plo, en lugar de ponerse a llorar y a pedir cuartos al Go­bierno, inventan otra cosa, como está pasando con la cría de cerdos y terneros. Aquí no se achica nadie ni nadie emigra para hacerse carne de cañón de los fabricantes de Madrid, Barcelona o Bilbao, respirar basura, vivir en pisos como grilleras, malcomer, maldormir y acabar hechos una porquería, exprimidos como un limón. Bueno, pues para todo aquel trajín de ir y venir por toda España, para comunicarse y animar los tratos sin que los demás se ente­raran, inventaron los de Cantalejo la gacería. La base de ate lenguaje, según parece, y así lo cuenta don Gervasio Manrique, fue obra de los trilleros y ganaderos que acam­paban en las afueras de los pueblos, donde también acampa­ban otros negociantes: gitanos, húngaros, buhoneros, gua­rreros y chalanes, con quienes volvían a encontrarse en otras ferias y mercados. Hay quien sostiene que la gacería es de origen francés, porque, según cuentan, la industria de los trillos y la compraventa de animales las empezaron unos franceses emigrados cuando la revolución de su país, pero esto no tiene mucho fundamento porque, como dice don Gervasio, en la gacería hay pocas palabras francesas. Recuerdo ahora dos: sien, que es perro, y maire, alcalde. Abundan más las palabras del caló, como diñar, que es ma­tar o morir; piltra, cama; pinreles, pies; guilfos, piojos. De lo que llaman germanía, recuerdo man, que significa hom­bre. Del gallego tiene usted botafumairo, cigarrillo; falar, hablar; pousar, que es dejar o prestar; y acaso cedo, tem­prano o pronto, aunque esta palabra se encuentra también en el castellano antiguo. Del catalán dicen que es (usted lo sabrá mejor) monchetas, alubias, y misir, de minchar, co­mer. Hay también palabras del vasco, entre ellas, dicen, mandorro, asno, y ura, agua. Al parecer, los números uno y cuatro, o sea, guaje y arba, son árabes, y también jaima, que quiere decir iglesia. Del griego, según los entendidos, viene artón, con el que nombran el pan, y sinífero, que es tanto como genízaro y significa guardia, pero otros dicen que viene del latín signifer, el que lleva la bandera. Y gente muy entendida asegura que garcía, con que nombran el tato, viene del ibérico. Hay un montón de formas familiares o vulgares castellanas: antiparras, guipar, mollera, piplar, mosco (para decir un duro). Algunas palabras de la gacería son derivaciones arbitrarias de otras castellanas. Por ejem­plo, de «sonar» tiene usted sonaires, narices; sonosa, arma de fuego; sonoso, teléfono; por este estilo, llaman mordiosos a los dientes, tisnera a la sartén, cortosa a la navaja, huese­ra a la fosa del cementerio y picosa a la cebolla. Otras son comparaciones más o menos cómicas. Así, gusanera es la cárcel y carlista el gallo, mamones los labios y redonda la sandía. A veces desfiguran palabras castellanas cambiando el orden de los sonidos; para decir cribas, por ejemplo, dicen brica. Después, por convencionalismo o a cuenta de un hecho del que nadie tiene memoria, pueden decir: «Se ha presentado Casimiro». ¿Qué cree usted que significa esto?

-¡Quién sabe¡

-Pues que se ha echado a perder un plan o proyecto. A menudo, los gestos y guiños de quien habla dan su toque a lo dicho.

-¿Y la morfología y la sintaxis?

-Sigue las del castellano. La gacería se compone sobre todo de sustantivos, con pocos verbos, y pocos adjetivos también. Para que tenga usted una idea le diré dos o tres frases del trabajo de don Gervasio Manrique: La urdalla es sierte (La carne es buena), No garlees, que atervan la prosa (No hables, que entienden la conversación).

Op. Cit. Pp. 438-440

miércoles, agosto 06, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (7) División provincial española. Treviño

En 1590 eran 18 las provincias que integraban los reinos de Castilla y León: Ávila, Burgos, Córdoba, Cuenca, Granada. Guadalajara, Jaén, León, Madrid, Murcia, Salamanca, Sea>
vio, Sevilla, Soria, Toledo, Toro, Valladolid y Zamora. A ellas se sumaron en el siglo xviii estas otras 5: Galicia (con d partido de la Tierra del Conde de Benavente, y, después Jurisdicción de Viana del Bollo, segregados de la provincia de Valladolid, y los zamoranos partidos de Santiago, Mondoñedo, Orense, Lugo, La Coruña, Betanzos y Tuy), Palencia (con sectores de las de Burgos y Valladolid, sitos a oriente y occidente del Pisuerga), Extremadura (con Trujillo principalmente, de la de Salamanca), La Mancha o Ciudad Real (formada a costa de la provincia de Toledo) y la de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía (resultado de la colonización interior de Olavide sobre algunas zonas de las provincias de Jaén, Córdoba y Sevilla).

En la división de Floridablanca, de 1789, aparecen las 23 provincias antes mencionadas. Si añadimos a ellas las 5 de la entonces conocida por Cantabria (provincias de Álava, Encar­taciones de Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya) y las 3 de la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña y Valencia), re­sultan en total 31. Dentro de esta división, había enclaves dispersos; y dentro de una misma provincia, una jurisdicción podía tener enclaves dentro de otra. Existían provincias de s territorio discontinuo, tales como Madrid y Toro (la de Ma­drid tenía el término de Madrid y la zona alcarreña de Pastrana; la de Toro se componía de tres porciones: el Toro actual, Carrión de los Condes y Reinosa, las tres con sus tierras). La complejidad del mapa político-administrativo de Floridablanca y la diversísima nomenclatura de sus subdivi­siones internas hacían de él un verdadero caos.

En 1810, José Bonaparte deja de lado la tradición histó­rica y monta una división semejante a la departamental de Francia, creada por la Asamblea de 1791. En virtud de ello, se organiza España en 38 prefecturas y 110 subprefecturas. Salvo excepciones (Ciudad Real, Cuenca, Madrid y Teruel, que tenían dos; y Murcia, con cuatro), había tres subprefecturas por prefectura. Semejante división no tuvo más vida que la de su publicación en la Gaceta.

El 27 de enero de 1822 hubo una nueva división en 52 provincias. Señalaremos que Chinchilla era la de Albacete; Pamplona, Navarra; San Sebastián, Guipúzcoa; Vigo, Ponte­vedra; Vitoria, Álava; con tres luego suprimidas: Calatayud, Játiva y Villafranca del Bierzo (creadas, respectivamente, con territorios de Teruel, Valencia y León). Fue abolida en la etapa absolutista iniciada en 1823, y las provincias retorna­se a su primitiva organización.

La de 1833 (30 de noviembre), con 49 provincias, renueva bastante a fondo la división del siglo xvIII. Fue obra del ministro Javier de Burgos y se basa en unidades históricas, con estimación también de los factores geográficos. En ella s suprime la provincia de las Encartaciones. Al reino de Valencia se incorporan partes de Cuenca y Murcia; se des­membran las antiguas de Galicia, Extremadura, Sevilla, Gra­nada, Murcia, Burgos y León; desaparece la de Toro, distri­buida entre las de Zamora, Palencia y Santander. Deja de existir la de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía (incorporándose sus partes a Sevilla, Córdoba y Jaén). Galicia se fracciona en cuatro. Con zonas de Sevilla se forman Huelva y Cádiz; con otras de Granada, y en parte de Sevilla, se crean las de Málaga y Almería. Murcia pierde territorio en favor de Alicante, mientras gana otros de Cuen­ca y La Mancha, lo cual afecta a la nueva provincia de Albacete. De la provincia de León se desgaja Asturias, para formar la de Oviedo. De Burgos se desglosan Santander y Logroño. Y desaparecen casi todos los enclaves. De los exis­tentes hoy, los más importantes son el Condado de Treviño y el Rincón de Ademuz.

La división de 1833, prácticamente la actual, suele cali­ficarse de afrancesada y precipitada. No opina lo mismo el tratadista don Amando Melón, a quien hemos seguido hasta aquí y a quien habremos de volver en lo que sigue. El tema, por otra parte, nos proporciona ocasión de justificar, al menos en parte, nuestro itinerario. El libro ahora en manos del lector pretende ser un viaje por Castilla la Vieja. Pero ¿de qué Castilla la Vieja se trata? Determinar lo que ha de entenderse por tal no es tarea del todo fácil. Porque en lo cronológico, ¿a partir de qué momento los nuevos dominios de aquel reino empiezan a ser, más que Castilla la Vieja, una prolongación más o menos reconocible de su peculiaridad? En cuanto a lo geográfico, pensemos en los enclaves castellanos subsistentes en el siglo xvIII, y no olvidemos, por ejemplo, que Béjar, hoy en la provincia de Salamanca, per­tenecía a Castilla antes de su unión con León en la persona de Fernando III. Cuando el autor planeó su viaje, intentó marcarse unos límites precisos desde ambos puntos de vista. pero ante la dificultad de la empresa acabó por atenerse al entendimiento más común en nuestros días sobre Castilla la Vieja, entendimiento mitad administrativo (la división de don Javier de Burgos) y mitad escolar. Si este entendimiento tiene un punto o una serie de puntos arbitrarios, tiene también sus puntos de aproximación a lo más peculiar de la difícilmente determinable Castilla la Vieja. La lengua y el nodo de ser castellanos, en efecto, ofrecen cierta uniformi­dad en las provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila, con ciertos entrantes hacia las provincias limítrofes y con ciertas penetraciones de estas en aquellas. Junto a esta Castilla la Vieja y flanqueando unos dos tercios de su occidente, están las provincias de Palencia y Valladolid, integradas por tierras en parte castellanas y en parte leonesas. Al hablar de la Tierra de Campos, que en gran parte les pertenece y que linda con Castilla la Vieja, ya advertimos algo acerca de su adscripción o no adscripción a Castilla la Vieja y aportamos el parecer de un conocedor de tanta nota como Justo González Garrido (1), según el cual ni Tierra de Campos ni las provincias de Palencia y Valladolid son en definitiva castellanas, sino leonesas. Cierto que en las capitales de estas dos últimas provincias y sobre todo en la de Valladolid el viajero se encuentra con una terca afirmación de castellanidad por parte de sus naturales cultos, que rechazan el viejo clisé escolar y cartográfico según el cual el reino de León lo componen las provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia. No sería lícito olvidar que las referidas capitales eran castellanas al advenimiento de Fernando III. Ello y determinados hechos poste­riores -cuando al decir Castilla se pensaba en términos políticos y no históricos para denominar lo que quedaba de la península restando Navarra, la Corona de Aragón, Portugal y ,hasta 1492, los dominios musulmanes- favorecieron el equívoco. Entre aquellos hechos mencionaríamos respecto de Valladolid la frecuencia con que allí se reunían las Cortes, el establecimiento de la Chancillería, el matrimonio de Fer­nando e Isabel, el nacimiento de Felipe II, la capitalidad peninsular en tiempos de Felipe III, etc. De todo ello resulta que los de Valladolid recaban -coléricamente si se les obje­ta- su condición de castellanos, a lo cual añaden la perfec­ción de su lengua, cosa esta última harto discutible; pensemos sobre todo en ciertas particularidades gramaticales (uso de los pronombres átonos, por ejemplo) y en la entonación
( con la de los aragoneses la más dispar, en torno a Castilla, , de la que caracteriza a las seis provincias antes enumeradas). Cabe que en el papel de acordeón desempeñado por Vallado­lid y Palencia en las pugnas de León y Castilla la Vieja, antes de Fernando III, hubiera una simpatía o una tendencia fuerte hacia Castilla, pero esto no es título suficiente para llamarse castellano.

Volvamos a la actual división en provincias y a los ante­cedentes inmediatos de las que hoy forman, al menos esco­larmente, la denominada Castilla la Vieja. De la antigua de Burgos procede la mayor parte de las actuales de Santander y Logroño, tierras antes conocidas por La Montaña y La Rioja, respectivamente. Antes de la actual división, en 1801, Santander fue creada provincia marítima por Carlos IV, jun­to con las de Cádiz, Málaga, Cartagena y Alicante, segrega­das estas últimas de Sevilla, Granada, Murcia y Valencia. In­tegraron la hoy provincia de Santander los partidos de La­redo, Castilla la Vieja en Burgos y el marquesado de Argüeso, todo ello de Burgos, y se agregó al conjunto el partido de Reinosa, perteneciente a la provincia de Palencia, pasado a ella al disolverse la de Toro(*). Perdió, en cambio, algunos valles, incorporados al principado de Asturias (los de Peñame­llera y Riva de Deva). También le fueron segregados, respecto de la efímera división de 1822, los valles de Mena y de Tu­dela.

De Burgos salió también la provincia de Logroño, tomando como núcleo los partidos de Logroño y Santo Domingo de la Calzada. A ellos se agregaron Calahorra, Alfaro, Aguilar y Enciso (**), de Soria.
Burgos perdió igualmente, en beneficio de Palencia, el oeste del partido de Castrogeriz. Con las segregaciones enu­meradas se redujo la extensión de Burgos en un 28 %. Reci­bió Peñaranda de Duero, Haza y Montejo, antes pertenecien­tes a Segovia.

Soria, con lo incorporado a Logroño, pierde el enclave de Atienza y parte del ducado de Medinaceli, que pasan a Gua­dalajara. A su vez, procedentes de Segovia, recibe Barahona y Castil de Tierra.

Segovia, a más de lo cedido a Burgos y Soria, cede Iscar a Valladoid, y pasan a Madrid sus dominios de más allá del Sistema Central: el condado de Chinchón y los sexmos de Lozoya y Casarrubios.

Ávila pierde Peñaranda de Bracamonte, integrada en Sa­lamanca, así como un importante enclave situado entre Cá­ceres y Toledo. A su vez, recibe de Salamanca Piedrahita y Barco de Ávila; y de Toledo, Arenas de San Pedro.

En cuanto a Palencia, sobre lo dicho del partido de Castrogeriz y Carrión, recibió Palenzuela, de Valladolid. Valladolid cedió Mayorga y Mansilla a León; y a Zamora, Benavente y Puebla de Sanabria.

Guadalajara, además de lo incorporado de Soria, recibió Brihuega (de Toledo) y Sacedón v Molina (de Cuenca).

Madrid, con lo agregado de Segovia, recibió Buitrago, Col­menar y Manzanares (de Guadalajara) y Alcalá y Torrelaguna , de Toledo).

Finalmente, Utiel y Requena, de Cuenca, pasan a Valen­cia. Casas Ibáñez y La Roda pasaron a Albacete.

En las provincias exentas y Navarra no se hizo modificación alguna, conservándose en la actualidad los enclaves existentes en el xvIII; es decir, los de Petilla de Aragón y Baztán de Petilla (Navarra), al norte de la provincia de Zaragoza, y los de Orduña (Vizcaya) y Condado de Treviño (Burgos), ambos en la de Álava.

El Condado de Treviño (221 Kmz) lo forman dos ayunta­mientos: La Puebla de Arganzón, con Villanueva de la Oca, y Treviño, con 47 núcleos menores, en su mayoría de nombre vasco. Hay en el primero unos 500 habitantes, y cerca de 2.200 s el segundo, lo cual viene a ser la mitad que a principios de siglo.

En el orden histórico y de acuerdo con este trabajo (publicación de la Cámara de Comercio alavesa), el territorio en alavés en el siglo x, y sus pueblos pertenecían a la dió­cesis de Armentia, hoy de Vitoria; añade que era también alavés en los siglos xII y xIII, y en los dos siguientes, a ex­cepción de la villa de Treviño, que pasó a ser de señorío. La repetida publicación determinó una serie de tres artículos en «La Voz de Castilla», el periódico del Movimiento en Bur­gos. Según los dos primeros (el tercero no pude conseguirlo), doña Mercedes Gaibrós de Ballesteros, en informe aprobado por la Academia de la Historia en 1942, afirma que el condado dependió en todo momento de Burgos, aunque a conti­nuación se atribuyan a dicha señora estas palabras: «si ad­ministrativamente pudo considerarse como formando parte de Álava por figurar en la lista de tributación, en el siglo xII a partir del año 1200, en que fue ganado por Alfonso VIII e incorporado a la corona de Castilla, debe entenderse que históricamente pertenece a Castilla». Y estas son las noticias dads por Dionisio Ridruejo en libro reciente sobre este úl­timo reino: con Alfonso VIII, Treviño pasa a sus estados como enclave realengo, y así sigue hasta que Enrique II lo encomendó al régimen señorial creando el condado en favor del adelantado don Pedro Manrique. En el siglo xvIII, añade, aparece gobernado con dependencia de la regiduría de Burgos. El periódico antes mencionado insinúa entre los móviles del movimiento de incorporación a Álava el deseo de beneficiarse de los privilegios forales vigentes en esta pro­vincia.

Notas

(1)Según González Garrido, por su origen histórico, por su situación y por sus caracteres geográficos, Tierra de Campos es una región leo­nesa, aunque por derecho de conquista se incorpore tempra­namente a Castilla; y al reflexionar, en conexión con ello, sobre la actual división provincial de España, estima que el empeño de los de Valladolid y Palencia en ser considerados castellanos carece de justificaciones decisivas.

Tierra curiosísima es esta de Campos, según el análisis de González Garrido. Relativamente cercana al Cantábrico -150 quilómetros por su parte norte-, la elevada barrera montañosa interpuesta la priva de sus benéficos y tempe­rantes influjos. De aquí que, a pesar de su occidentalidad atlántica, se sienten más en ella las influencias mediterrá­neas, contrarrestadas, como es natural, por la altura. En su clima, en efecto, se aprecian muchos caracteres comunes con Levante: luminosidad y despejo del cielo, sequedad at­mosférica, aspereza del suelo y de la vegetación. Tiene algo del ambiente estepario, con degradaciones desérticas. Para encontrar caracteres geográficos análogos -dice-, hay que pensar en regiones tan lejanas como Asia Menor y el Tur­questán. Por la escasez e irregularidad de sus precipitaciones, por el régimen indeterminado de sus elementos climatológi­cos y por las fuertes variaciones térmicas, el clima de Campos es más bien semidesértico. La marcha de las estaciones no ofrece regularidad: los fríos y los calores, los vientos y las calmas, las sequías y las lluvias se suceden sin norma ni ley. Pero aun así, es tierra saludable y tónica, por la pureza del aire y por su altura media de 750 metros, el doble de la euro­pea, aunque algo por bajo de los 900 de media de la meseta septentrional. Ello determina la diafanidad de la luz, el ambiente puro y fino, la frecuencia del viento y la escasez de lluvias; caracteres favorables algunos, pero desventajosos los más. Las temperaturas, dentro de una misma jornada, experimentan oscilaciones de 25 grados, y alcanzan, a través del año, diferencias de 48 y 50 en épocas extremas. Se dan en Tierra de Campos, en el transcurso de las estaciones y aun en el de unas horas, los ambientes más opuestos del planeta. Por lo cual, la naturaleza de sus campesinos, habi­tuados a tales cambios, es firme y dura, apta para vivir en el Polo o en el Ecuador.

(*) El origen de esta provincia se remonta al testamento de Fernando 1 (IOLSL que atribuyó Toro a su hija Elvira; mantuvo su singularidad hasta el siglo xvIII

(**) La Rioja formó parte de la antigua Vasconia. Su antecedente más remoto fue el ducado de Cantabria, cuya capital fue sometida por Leovigildo en el año 574.

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp. 268-275

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (6) Dos reinos difeentes: León y Castilla

De la fonda voy al Alcázar de Segovia, lugar preferido de los Trastámara, que renovaron con él, el castillo del siglo XIII. Imposible, por innumerables, la evocación de las figuras histó­ricas vinculadas al Alcázar. Sería tanto como recapitular media historia de España. En el siglo xvIII, Carlos III ins­taló aquí la Academia de Artillería, primera institución es­pañola de este tipo y una de las primeras del mundo. El patio berroqueño, de tiempos de Felipe II, en nada armoniza con el conjunto de la construcción. Se han restituido a la vista los frisos árabes de algunas salas. La contemplación, desde balcones y adarves, de la amarilla fronda que acom­paña a los dos ríos y de las rojizas y onduladas tierras, más allá, produce en el viajero una rara sensación de impotencia en sus esfuerzos por entender el pasado. ¿Qué ideas e im­presiones despertaría todo esto en el siglo xIII y en el xv, los más atractivos e interesantes de la vieja Castilla? En momentos así, uno piensa si no será un fraude que las de­nominaciones de tierras y lugares perduren en lo geográfico, algo así como si las personas vivas adoptaran los nombres de los muertos. ¿Es hoy Castilla una realidad por la cual se puede transitar físicamente? ¿No será más bien un con­cepto histórico, tan ajeno al presente como puedan serlo las dinastías constructoras de las pirámides del Nilo o los pueblos lejanos y hoy misteriosos situados entre el Éufrates y el Tigris a la inquieta o amodorrada morisma que ahora pulula por allí?

- Nada me atrae tanto como hablar de nuestra ciudad. El pasado de Segovia lo sentimos los sego­vianos como presente, y nos duele porque aquí se malbarata­ron unas realidades y unas direcciones que, de haber sobre­vivido y avanzado, podían haber hecho de España una cosa muy diferente de lo que es.

El caballero vive en una casa antigua. El exterior de sus muros lo cubre el esgrafiado característico de Segovia: ye­serías recortadas, con trozos de escoria en centros o pun­tos de convergencia. Tal decoración dignifica los humildes mampuestos. Los muebles de la salita donde nos encontra­mos son de traza isabelina, dignamente añosos, como el caballero. Estanterías vidriadas y una penumbra apacible se extienden más allá del círculo de luz proyectado por la lámpara de pie que nos alumbra.

-¿Ha visto usted a don Manuel González Herrero?

-No, señor.

--¡Lástima que nuestro común amigo no le haya dado una carta de presentación, si lo conoce! González Herrero le hubiera informado mucho mejor que yo, pero de todas formas le diré lo que buenamente pueda, basándome en él y en otros historiadores segovianos como los Carretero, Luis Carretero y Nieva y Anselmo Carretero y Jiménez, padre e hijo, que han mantenido en alto y sin claudicaciones las banderas de nuestra tradición (*). Como usted sabe, Segovia fue ciudad de frontera, repoblada sobre todo por monta­ñeses y vascos sobre un fondo en gran parte celtíbero. El condado y luego reino de Castilla la Vieja se basa en estos elementos raciales, los de la gente más reacia al poder de Roma. Estos hombres, al poblar Segovia (nombre de origen celta) y lo que bajo tal nombre hemos de entender en la ulterior Comunidad de Ciudad y Tierra, gracias al riesgo de asentarse frente a un enemigo poderoso, los musulmanes, ganaron el derecho a su libertad y a la posesión de las tie­rras que cultivaban. Este dato es común a casi toda Castilla en sus primeros tiempos, pero la libertad y el correlativo entendimiento democrático, sin igual en la Europa de la época, se acentuaron al sur del Duero, en particular en Se­govia. Recuerde que en la Castilla inicial no hubo feudalis­mo. Cierto que tampoco puede decirse que lo hubiera en León, pero había allí un régimen señorial tan ajeno a lo democrático como lo feudal, régimen que extendido a Ga­licia y Extremadura se prolongaría después por la Mancha, Andalucía y América. Feudalismo al estilo europeo donde pro­piamente se dio fue en Cataluña, con pesada servidumbre para el pueblo bajo. No quisiera aburrirle con lo que se ha dicho infinidad de veces, pero hay que insistir en señalarlo: la independencia castellana se produjo por disconformidad con el Fuero Juzgo y el centralismo imperial leonés; contra ellos esgrimían los castellanos los usos y costumbres y la independencia de los concejos. Y ha de aclararse que los fueros dados por condes y reyes a las ciudades y villas cas­tellanas no fueron artificios de juristas ni concesiones más o menos originales, sino reconocimiento de lo que allí regía antes del fuero. A este sentido foral, coincidente con el suyo, se debe la incorporación de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa a Castilla. En esta nuestra extremadura castellana fronteriza con el moro, igual que en el resto de Castilla, no había ma­yorazgos y se vedaba muy en particular la enajenación de bienes raíces a favor de magnates y gentes de la Iglesia. Lo repetiré una vez más: Castilla no fue absolutista, absorben­te, intolerante, intransigente, centralizadora, unificadora ni imperialista, como en forma gratuita se ha dicho. Este modo de ser, o parte de él, cárguese si acaso en la cuenta de León, que además era teocrático y señorial, conforme apunté, y donde los funcionarios eran de nombramiento real; y lo que entre lo dicho no se cargue a León, cárguese a la dinastía borbónica. En Castilla, los concejos eran democráticos y se federaban en comunidades autónomas; los jueces y funcio­narios lo eran por elección popular, y había un entendi­miento laico de la cosa pública, no obstante su auténtica re­ligiosidad. Y todo el aparato de soberanía de los concejos lo respaldaban sus milicias. En conclusión, la diferencia radi­cal entre León y Castilla tenía un fondo racial y político. En León, y antes en Oviedo, se restableció la organización goda y hubo abundantes repoblaciones de mozárabes, unidos bajo los moros en una tradición que reencontraban al pasar las fronteras leonesas. El fondo racial de Castilla ya he dicho cuál era, y en ella, sobre todo en la antigua Celtiberia, que es el caso de Segovia, arraigaron con fuerza las organizaciones comunales. ¿Sabe usted lo que son las Comunidades de Ciu­dad (o de Villa) y Tierra?

Algo he leído, pero escucharé con mucho gusto lo que usted quiera decirme.

-Entonces ya sabrá usted que existieron en lo que son hoy o fueron tierras de Ávila, Segovia, Soria, Cuenca y Bajo Aragón, y en las ciudades o villas de Salamanca, Guadala­jara y Madrid. Ninguna de ellas superó en poder, riqueza y organización a la de Segovia. Aparece ya constituida en el siglo xi. Comprendía doscientos pueblos, agrupados en tre­ce sexmos (relativos a una primera división territorial en seis partes; en la de Sepúlveda eran ocho las partes, ocha­vos, pues) y alcanzaba a zonas de lo que hoy son provincias de Ávila, Toledo y Madrid. Al frente de cada sexmo había un sexmero, votado por los pueblos del sexmo. La comunidad de Segovia tenía tanta extensión al otro lado de la sierra como a este. Alcanzaba al Tajo, al Jarama y al Tajuña y rodeaba casi Madrid, a cuyas propias puertas llegaba por el oeste. Dada su estructura, era propiamente un estado sobe­rano, con su jurisdicción propia y su ejército. En ella, todos eran iguales ante la ley, se respetaba la justicia y se prote­gían los derechos del trabajo. Por encima de la comunidad tan sólo estaba el rey, en virtud de un pacto verdaderamen­te federal: juramento (antes de ser recibido como tal) de observar fueros, usos, costumbres, franquicias y libertades de los concejos. De esta suerte, junto con otras comunida­des y concejos, todos forales, democráticos e independien­tes (las hermandades y cofradías vascas y las merindades de la Castilla nórdica eran parecidas a las comunidades), por vía federativa que acataba al mismo rey, se integró la plu­ralidad llamada Castilla. Las más singulares, como he dicho, fueron, pasado el Duero, las asentadas en la Celtiberia, en la extremadura castellano-aragonesa, determinadas por un sustrato geográfico, humano e institucional vasco-celtibérico, un elemento germánico popular y un clima de frontera.


(*) Se alude, en cuanto a don Manuel González Herrero, a su libro «Segovia. Pueblo, Ciudad y Tierra», prologado por don Anselmo Carretero Jiménez; y en cuanto a este, a sus dos obras .La personalidad de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos. y «España y Europa..

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp. 458-463

martes, agosto 05, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (5) La Nobleza

Con Felipe III y el duque de Lerma, la prepotencia de ti clase nobiliaria se hace incontenible. La personalidad Castilla la Vieja, en tanto, sigue desdibujándose hasta resultar irreconocible. El antiguo reino de León, al expansionarse con la Reconquista, implanta en las tierras reconquis­tadas un régimen de tipo señorial; los campesinos que van a explotarlas dependen de los señores a quienes las tierras se adjudican como dominio, en recompensa de su intervención armada y de sus servicios al rey. En Castilla la Vieja,cambio, las tierras se adjudican a quienes las ocupan con su esfuerzo y las explotan con su trabajo, su riesgo y su vigilancia. Unidos los dos reinos, Castilla se vio siempre afectada por el peso de la tradición leonesa y su régimen señorial y por el enfrentamiento de la clase señorial al rey cuando este se resiste a sus continuas apetencias. Tal ocurrió a partir de finales del siglo xIII, con Alfonso X y sus inmediatos sucesores, en particular durante las minorías de los dos últimos (precisamente el tercero de ellos, Alfonso XI, cuando decidió hacerles frente, a Lerma vino para cercar a don Juan Núñez de Lara, de quien tendremos misión de hablar). Y de Castilla la Vieja salió, puesto que en el orden señorial era una especie de tierra de nadie, la mayor parte de las «mercedes» del bastardo Enrique II para atender a sus pedigüeños banderizos.

En los siglos xIII, xiv y xv, junto con el señorío terri­torial, en que el señor, como dueño de la tierra, ejercía una potestad derivada de las relaciones de dependencia personal o territorial, el señor -según Domínguez Ortiz- está en ella investido de jurisdicción ordinaria y de facultades pro­pias de la potestad real; hecho, por lo demás, común con los restantes países europeos; a lo cual ha de añadirse que en ese aspecto los señores del país vecino daban ciento y raya a tos del nuestro; porque el señorío en Francia era harto más duro que en España, y sus impuestos crecían en proporción tan exagerada, que dieron lugar a sublevaciones cam­pesinas más numerosas que aquí, y reprimidas con mayor rigor. Para asegurarse la fidelidad de la clase nobiliaria, los reyes reducían el propio patrimonio real, enajenando dominios territoriales con su jurisdicción y cediendo rentas so­bre salinas y minas, así como derechos de pontazgo y análogos. A finales del siglo xv, los Reyes Católicos privaron del poder político a los nobles, pero no del territorial, y re­conocieron su exención tocante a impuestos, y, salvo las tierras occidentales, distribuyeron entre ellos el reino de Granada. Medio siglo después de la subida de los Reyes Ca­tólicos, el duque del Infantado, de la familia Mendoza, era dueño de 800 aldeas, con 90.000 vasallos, y gobernaba desde Guadalajara como un príncipe.

Si la alta nobleza fue tenida un tanto al margen por los dos primeros Austrias, al morir Felipe II el avance señorial: se acentuó, conforme queda dicho, y ministros y favoritos iniciaron una loca carrera para conseguir vasallos. En tiem­pos de Felipe III, pues, y sus sucesores, la nobleza predomina de tal modo en palacio que -dice el propio Domínguez Ortiz- «resulta asfixiante, agarrada como la yedra al tronco». Con Lerma, uno de los más desvergonzados en este or­den, aquella nobleza se arrojó decididamente sobre los recursos estatales, así como sobre los cargos -ejercidos bajo Felipe II por secretarios pertenecientes a las clases de !a nobleza menor y de los hidalgos-, recursos y cargos distribuidos por el privado a su antojo para ser bienquisto del estamento. Porque no siempre eran honores lo perseguido. Cuando el profano ve, por ejemplo, que tal o cual persona ir de las letras pretéritas se afana en conseguir “un hábito” de una orden militar, piensa en la vanidad como pecado universal y de todos los tiempos; no se le ocurre pensar que con el hábito caían al favorecido estas dos brevas: la de la hidalguía, con su exención tributaria y sus privilegios judiciales, y una renta. De aquí que al pie de las cucañas nobiliarias hubiera siempre una multitud de ansiosos dispuestas a gambear hacia lo alto.

En la época que nos ocupa, los nobles constituían 1/10 de los habitantes de Castilla y León, o sea, 133.000 familias, según recordamos en Santillana del Mar; algo así como 650.000 personas (la proporción era más baja en la corona aragonesa). Eran legalmente nobles -y resumimos lo dicho por Domínguez Ortiz- la mayoría de los guipuzcoanos y todos los vizcaínos, a los cuales resultó de gran provecho tal condición, dadas las exenciones que implicaba. En realidad había en Vizcaya un régimen de indiferenciación social en que el estado plebeyo no existía. El gobierno real aceptó la -teoría de que, no siendo plebeyos, tenían que ser hidalgos. Por lo tanto, acreditar nacimiento en Vizcaya era gozar de los pri­vilegios del estado noble. Pero, a fin de evitar la contaminación con razas tenidas por inferiores y mantener así su privilegio, los vizcaínos tomaron disposiciones muy exclusi­vistas en su territorio y fueron los primeros (a fines del si­to XV) en prohibir la residencia a los cristianos nuevos; a los naturales de otras provincias que no podían probar limpieza de sangre los dejaban permanecer como residentes sin derechos cívicos. De aquí el sentido racista incrustado en la mentalidad de aquellas provincias. Pero lo curioso -subraya Domínguez Ortiz- es que los vizcaínos no vivían noblemente, según el concepto general: labraban la tierra y ejercían oficios, incluso los viles(1) y mecánicos, servían de escuderos, de secretarios (su especialidad) y hasta de lacayos y cocheros.

El mundo de los nobles lo integraban estos estratos: hidalgos, caballeros, títulos y grandes, constitutivos, a su vez, dos grupos: caballeros e hidalgos, grandes y títulos. Con­forme dijimos, en la franja cantábrica vivía la mitad de los hidalgos españoles. pero se contaban en ella muy pocos caballeros y los títulos eran casi inexistentes. En Galicia y tierras del Duero, vivían grupos compactos de hidalgos, aunque en franca minoría, y había algunos grandes y títulos muy acaudalados. En la mitad sur de España, la población hidalga no llegaba al 1 %. En resumen: muchos nobles de es­casos recursos en el norte, pocos y ricos en el sur; a la vez, muchos y mezquinos conflictos en el norte, convivencia más armónica en el sur, donde el noble solía ser más generoso y donde el pueblo aceptaba de mejor grado su superioridad.

Para pasar de hidalgo a caballero, era preciso convertirse en «señor de vasallos», proceso facilitado por la continua falta de dinero de los monarcas. Carlos I y Felipe II, con permniso de la Santa Sede y mediante indemnización de “juros” (renta perpetua sobre la Corona), vendieron muchos
los de obispados, monasterios y órdenes militares. Con Felipe IV se acentuó la venta y se enajenó aún más el poder de jurisdicción, ahora de pueblos realengos. En 1625 (comenzó a reinar este último monarca en 1621), la Corona concluyó un asiento u obligación con un grupo de banqueros,
que adelantó al Tesoro 1.210.000 ducados contra la garantía de 20.000 vasallos, entendidos estos como una propiedad cuya venta podía garantizar el adelanto. Por entonces, y antes también, decenas de millares de campesinos pasaron de la jurisdicción real a la nobiliaria, mucho más dura en cuanto a impuestos, exacciones y justicia, realidad denunciada mu­cho antes por el canciller Pero López de Ayala (1332-1407) en su «Rimado de Palacio»:

Commo los caballeros lo fasen, mal pecado,
en villas e logares que el rey les tiene dado,
sobre el pecho que le deven, otro piden doblado
e con esto los tienen por mal cabo poblado.
Do moravan mill omes, non moran ya trescientos,
más vienen que graniso sobre ellos ponimientos,
luyen chicos e grandes con tales escarmientos,
ca ya vivos los queman, sin fuego e sin sarmientos
.

Ya en posesión de un señorío, un hábito o una encomien­da (los hábitos los vendió Olivares a cientos), el caballero pugnaba por alcanzar un título, pues el creciente número de hidalgos y señores y la correlativa desvalorización de ambos estados, hacían que no se considerara noble en sentido riguroso a quien no poseyera un escudo de conde, duque o marqués (los ministros de Carlos II aprovecharon esta fuer­te demanda para vender títulos a un promedio de 20.000 ducados, algo así como diez millones de pesetas). A su vez. los títulos luchaban por ser grandes. En el siglo xvi había 20 grandes y 35 títulos. Al final del reinado de Felipe II, los títulos eran 99. Felipe III los aumentó en 20 marquesados y 25 condados, y a ellos añadió Felipe IV 5 vizcondes, 78 con­des y 209 marqueses. Al mismo tiempo, los 20 grandes del siglo xvi pasaron a ser 41 en 1627 y 113 en 1707.

Todo este elemento nobiliario, y con él la Iglesia, estaba libre de tributación. Con todo, los más encumbrados, por culpa de sus lujos (y también por las donaciones, beneficios dedicados a atención de sus vasallos, obras pías y de caes dad anejos a su condición) vivían entrampados. Con Felipe III, los lujos y consiguientes apetencias de los nobles crecieron. El conde-duque de Olivares contuvo un tanto estar les forzó a pechar algunas sumas, pero después, con Carlos ­II, se alzaron con todas las gangas. La monarquía del útimo Austria -dice Lynch- fue una especie de república aristocrática que hacía y deshacía los gobiernos del rey. No obstante, los nobles seguían entrampados, y para no ceder a su tren de vida hipotecaban sus bienes a la Corona y sacaban de esta pensiones y concesiones. La Hacienda pública, según el mismo historiador, era una especie de seguridad sociall para la aristocracia. Pugnaban sobre todo por ser vireyes, cargos sumamente rediticios que con Carlos II llegaron a subastarse (2). Además llevaban el control social y político de las grandes ciudades, pues si bien estas no podían ser de señorío, estaban, de hecho, dominadas por familias aristocráticas. Señalemos, al paso, que si la aristocracia superior solía vivir en la corte, la menor tendía a residir en las villas, y no en el lugar donde radicaban sus propiedades, tal como hacen hoy los labradores un tanto acomodados, según advertimos ya y volveremos a advertir.

Los lujos de los nobles (con los vestidos, muebles, tapi­ces, pinturas y otras cosas que reyes y nobles gustaban de importar) y el aparato bélico y civil del reino salían del trabajo de los campesinos de Castilla y León y del de los indios americanos, y más particularmente, a partir del siglo XVIII, de los primeros. Se llevaba todo ello la mitad y más aún de lo cosechado, a este tenor: la renta debida al señor suponía al menos un tercio; venía luego el diezmo para la Iglesia (con su contrapartida, cierto es, de obra pastoral, social y educativa, y con dispendios suntuarios a cuenta de los cuales cierto es también, se atrae ahora el turismo multitudi­nario y arqueológico); después, los impuestos de la Corona y los gravámenes sobre artículos de consumo básico; aña­damos los privilegios de la Mesta, cuyas ovejas (tres mi­llones y medio en 1525), vacas sagradas de aquella India pretérita, dañaban los predios cercanos a los mil quinientos kilómetros de recorrido de sus tres cañadas (3); por último, agreguemos las aduanas internas y las apropiaciones por parte de los nobles y la Iglesia -con autorización de Feli­pe II y sus sucesores- de tierras baldías y comunales, pri­vando así a los pobres del aprovechamiento por turno de sus parcelas, así como de prados y leña.

En 1787, al acercarnos al final del antiguo régimen, la po­blación nobiliaria de Castilla la Vieja era el 15'5 % de la total, muy superior a la media española (4'6 %). En su mayor parte, aparecen radicados estos nobles en la provincia de Burgos, que junto con lo que es hoy comprendía, conforme queda dicho, gran parte de las actuales de Santander y Lo­groño (las de Guipúzcoa, Vizcaya y Asturias albergaban la mitad de la población noble española).

Subsistía en el siglo xvIII el régimen señorial del xvII, aunque los reyes de esta centuria tendían a la anexión de estos señoríos. Las tierras señoriales -y en lo que vamos a decir del siglo xvIII resumimos algunas publicaciones de Miguel Artola- se situaban en las zonas periféricas provin­ciales, al quedar la parte central de cada una en poder del rey, en torno al más fuerte núcleo de población realenga: la capital de la provincia. Las tierras al margen de la intervención regia suponían casi el 60 % de la extensión de Castilla, correspondiendo sólo el 6,57 % a los religiosos, poca cosa esto último frente a la media de España: el 16'54 % (en 1787, el clero de Castilla la Vieja comprendía 13.202 indivi­duos, de ellos 7.450 seculares y 5.752 regulares). Entre los grandes de España, los principales titulares de señoríos cas­tellanos eran los duques de Frías, Medinaceli y Alburquer­que y el conde de Miranda. El mayor dominio era el del duque de Frías. Tenía bajo su jurisdicción 258 pueblos de las cuatro provincias, en su mayor parte pertenecientes a la de Burgos. Seguía a este el duque de Medinaceli, con 19 en Burgos y 127 en Soria. Pasaban de 100 los pueblos del duque del Infantado y del marqués de Aguilar, todos en Burgos, salvo dos villas sorianas del primero. El duque de Alburquerque era el más importante señor territorial de Ávila Y Segovia (60 en esta y 12 en aquella). Dominios de más de 50 pueblos dependían de los condes de Aguilar, Altamira y Miranda, del duque de Nájera y del marquesado de Villena. Los restantes titulados poseían menos de 50 pueblos. En cuanto a señoríos eclesiásticos, los monasterios de las Huel­gas y Oña eran los principales, sin exceder de una vein­tena de pueblos. El señor a quien estaba sujeta mayor extensión territorial y mayor población era el duque de Frías 69.135 habitantes); le seguían el duque de Medinacelí 44.308), el de Alburquerque (30.146), el conde de Miranda 29.000), el duque del Infantado (28.523) y el conde de Agui­lar (24.950). El poder de estos señores era a veces jurisdicnional, y otras suponía la percepción de ciertos tributos, en dinero o en especies.

El régimen señorial fue perdiendo su antigua importan­cia por la mencionada presión de la Corona y por la de los mismos pueblos, que acudían al rey para liberarse de los señores. También contribuyó a ello el absentismo de estos mimos. El 6 de agosto de 1811, las Cortes de Cádiz aproba­ban y la regencia promulgó-- la abolición de los señoríos, privando de funciones públicas a los señores, así como de la percepción de impuestos inherentes a su jurisdicción, pero los convirtieron en propietarios directos de la tierra, perdurando así el panorama social agrario existente hasta entonces y haciendo de la nobleza la más poderosa clase lati­tfundista, con la cual se estrellaría un siglo después la refor­ma agraria de la segunda república, único plan ulterior, en nada disparatado por cierto, para acabar con la injusta y perniciosa distribución de nuestras tierras.


(1) En la España de los Austrias lo eran, entre otros, los de albéitar o veterinario, carnicero, zapatero, pelaire y tundidor de paños (es decir, el que los cardaba y el que, a tijera, les cortaba o igualaba el pelo).

(2) La venta o subasta de cargos no fue un rasgo exclusivo de la vida es­pañola. Se vendían en otros países europeos, y a menudo con mayor desenfreno. En España, por ejemplo, nunca se vendieron los cargos de justicia, cosa que ocurría al otro lado de la frontera.

(3) En la Inglaterra isabelina, las ovejas fueron también la ruina de los labriegos, forzados al abandono del agro al ser cercados grandes predios para conversión en pastizales, que apenas ocupaban mano de obra.

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp. 302-309

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (4) Los Hidalgos

Ya dijimos que la franja cantábrica albergó en su día la acres de los hidalgos de España. Pues bien, dentro de aquella franja, Santillana parece alcanzar los límites de tal concentración, visible en los escudos de sus fachadas, enmarcados por pétreas plumas, fauna, flora, figuras humanas, divisas . y fastuosos ringorrangos. Pero no es sólo la complicación de las armas lo sorprendente, sino sus proporciones. Dan la impresión de ser piezas artilleras y aun baterías con que sus dueños, de casa a casa, dispararan sin cesar metralla herál­dica. Algunos de estos escudos, como ya vi en Laredo, presen­tan sin labrar sus piedras; otros tienen ya esculpidos celadas y remates, pero con el espacio de los cuarteles en blanco. Qué género de proyectiles de nobleza meditaban estos hombres para batir a sus convecinos?

Aquella densidad de hidalgos en la parte norte del país a explica Sánchez Albornoz, primero, por las masas de godos acogidos en el siglo viii a la corte de Oviedo, y después, por a s muchos «caballeros villanos» (de villas, burgos y ciudades) que en lucha contra los moros ganaron su ascenso a las últimas filas nobiliarias. Este portillo se cerró con los Reyes Católicos, pero volvió a abrirse con las empresas europeas y americanas, por lo cual, ya en el Renacimiento, se reprodujo el proceso ascensional de la Edad Media. Más tarde, losFelipes, siempre faltos de dinero para su política, dieron en vender ejecutorias de nobleza. Entre unas causas y otras, en los siglos xvi y xvn la proporción de hidalgos españoles respecto de los existentes en otros países de Europa era exagerada. Según cálculos de Domínguez Ortiz (*), en León y Castiilla había, a fines del siglo xvi, 133.000 familias con pri­vilegio de nobleza o hidalguía. Su número variaba grandemente de norte a sur. De acuerdo con las estimaciones de Sánchez Albornoz, en Asturias y León había tantos hidalgos como pecheros, es decir, individuos sujetos al pago de pechos o tributos. En Burgos, la proporción era de un hidalgo por cuatro pecheros; de 1/7 en Zamora, 1/8 en Valladolid, 1/10 en Zamora, Ávila y Soria; y 1/12 en Salamanca, Castilla la Nueva y Andalucía. Donde menos había era en Murcia y Segovia: 1/14.

La condición de hidalgo no se manifestaba sólo por preeminencias honoríficas. En el antiguo régimen, es decir, antes del xix, la igualdad ante la ley no existía. Nobleza y clero eran las clases privilegiadas. La distinción entre estas y la gente del común se evidenciaba además en el sistema muni­cipal y en el funcionamiento de las Cortes. Con todo, lo más escandaloso, diríamos hoy, era que los impuestos o pechos sólo recaían sobre los del común, los mencionados pecheros.

Conforme recuerda Domínguez Ortiz, tal organización se justificaba en que, con arreglo a la mentalidad medieval, el sacerdote contribuía al bienestar del reino mediante la ora­ción; el hidalgo, defendiéndolo con la espada; el hombre llano había de contribuir con el producto de su trabajo. Pa­gar tributos, más que un daño material, habría sido una ofen­sa a la condición superior del hidalgo. Tuvieron que batallar mucho los Austrias para conseguir que el clero y la nobleza tributaran en ciertos casos, y ello, salvando las apariencias con impuestos indirectos o en figura de donativos.

Aparte lo dicho, los hidalgos tenían privilegios penales. Sólo muy excepcionalmente se les podía someter a tortura, y no eran encarcelados por deudas. La cárcel de los hidal­gos, por otra parte, no era la misma de los plebeyos; de ordinario, hacía de tal su propia casa, un castillo o una ciu­dad entera. Y sus bienes, por ser a menudo de mayorazgo, no estaban sujetos a confiscación. Tampoco se les podían aplicar penas infamatorias (azotes y galeras), y si merecían la muerte, no había de dárseles en la horca, sino por de­capitación. Y mientras un pobre diablo (sigo resumiendo a Domínguez Ortiz) podía ser ahorcado por un hurto míni­mo, el delito grave y aun el asesinato por parte de un señor se cancelaba mediante multa o destierro.

Entre otros males derivados de este estado de cosas, sue­le señalarse que la resistencia a los quehaceres manuales y al comercio -ejercido a veces a través de intermediarios-, particularidad común a todos los nobles europeos de la Edad Media, contagió a muchos plebeyos enriquecidos y apetentes de nobleza, y en los medios rurales fue un mal ejemplo para los labradores. Retrasó, además, la aparición de la burgue­sía y su enfrentamiento con los estratos superiores, contra
lo ocurrido en otros países.

La ruina de los hidalgos se fue acentuando por la depreciación progresiva de los censos y por la revolución de los precios. En su etapa última pasaron a ser tema frecuente en la literatura caricatural.

Hemos recordado todo esto para venir a lo que podría considerarse epílogo de la lucha por la hidalguía, en el siglo xvlII y aun en el XIX, cuando, lejos ya los estertores de la dinastía austriaca, en que los títulos de nobleza se adquirían fácilmente por dinero(**), subsistía la vieja ape­tencia en un nuevo tipo social: el del indiano -muy abun­dante en Asturias y en la Montaña- que regresaba de América después de haberse enriquecido en el comercio y los negocios. Semejante enriquecimiento, en algún modo y con­forme a la tradición, manchaba su honra, por lo cual había de hacerse perdonar de los hidalgos o del persistente espíritu de hidalguía de su tierra. Lo intentaba fundando escuelas y hospitales, edificando iglesias o santuarios, canalizando aguas v abriendo fuentes públicas, etc. Pero la vía más recomenda­ble era la de entroncar por matrimonio con las familias hi­dalgas impecunes, como lo eran en su mayoría las del norte, al contrario que las del sur, que por ser pocas mantuvieron su solidez económica. Gracias a estos braguetazos a la inver­sa, los indianos podían alzar casas importantes y empotrar en sus muros el blasonaje adquirido. Tal es el origen de al­gunos de los excesos heráldicos que nos hacen sonreír en Santillana.

Lo curioso es que todavía subsistan, en el siglo xx, los reparos hidalguescos. He aquí el testimonio de un hombre nacido en Madrid y oriundo de la Montaña, acaso de ascen­dencia hidalga. Me refiero a José Gutiérrez Solana, fallecido en 1945. Este hombre, gran pintor a juicio de algunos, tuvo veleidades literarias --en las que se mostró rudo, grotesco y acaso en su descargo, enfermo o débil mental-. Pues bien, en un engendro titulado «La España negra», dice de los indianos de su tierra de origen, respirando anacrónicos ren­cores: «... y algunos se van a un juego de bolos que está al lado, donde están jugando los indianos en mangas de cami­sa; todos tienen la cabeza blanca de pensar en el dinero y hacer números; juegan en mangas de camisa, aunque haga mucho frío, para dárselas de pollos; son petulantes; llevan un pedrusco de brillantes en la sortija y cadena de oro, gas­tan faja y tienen todos tipo de patán y tendero».
(*)El autor manifiesta su reconocimiento al historiador don Antonio Domín­guez Ortiz, de cuya obra “El Antiguo Régimen: los Reyes Católica; y los Aus­trias”, ejemplo de equilibrio y claridad, proceden muchos datos históricos incorporo a este libro.

(**) La cosa no era nueva. Dice el Arcipreste (siglo X¢v) en su libro:

Sea un ome nesgio é rudo labrador,
Los dyneros le fazen fidalgo é sabydor,
Quanto más algo tiene, tanto es de más valo;
El que non ha dyneros, non es de sy señor.

Ramón Carnicer. gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp, 145-148

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (3) Diferencias entre León y Catilla

-Bueno, ahora voy a contestar a tu pregunta sobre lo que diferencia a León y Castilla. Me haré la ilusión de que estamos otra vez en el instituto, pero seré bre­ve, para que vayas pronto a dormir. La unión definiti­va entre los dos reinos se produce, como sabes, en la persona de Fernando III. Hijo de Alfonso IX de León y de doña Berenguela, su segunda esposa (hija a su vez de Alfonso VIII de Castilla), Fernando, leonés educado en León para ser su rey, lo fue primero de Castilla cuando a la muerte de su tío Enrique I fue proclama­da doña Berenguela, que renunció en seguida en favor de Fernando. Trece años después, en 1230, muere Al­fonso IX, y tras la renuncia de Sancha y Dulce, hijas del primer matrimonio de este, en cuyo favor había testado, Fernando III pasó a ser rey de León también y acometió sus grandes campañas andaluzas, iniciadas antes como rey de Castilla. Este rey, si bien respetó los fueros locales, concedió como ley general, a las ciudades ganadas por él en Andalucía y Murcia, el ro­manizado Fuero Juzgo de los visigodos o Fuero de los Jueces de León, contra la conciencia jurídica de los castellanos, que rechazándolo sistemáticamente y rom­piendo así con lo hispanorromano y lo hispanovisigodo, habían alumbrado un nuevo derecho a base de las sen­tencias de sus jueces.

Volviendo al principio, la llegada de Fernando III al trono castellano fue puro azar, y este mismo azar determinó que ello acaeciera antes de su ascenso al que le era propio, el de León. De aquí que en la enu­meración de sus dominios figurara primero Castilla y después León. Si los hechos se hubieran producido a la inversa, en lugar de rey de Castilla (con Toledo y el País Vasco) y León (con Asturias, Galicia y Extrema­dura) y los etcéteras posteriores, habría sido rey de León, de Castilla, etc., cosa más concorde con la his­toria, puesto que antes fue reino el primero que la segunda, y también con la realidad, porque unidos los dos reinos fue mayor la influencia leonesa que la cas­tellana. Así, las glorias y los males de los reinos ya unidos, que por simplificación generalizada irían re­duciéndose al nombre de Castilla, con la consecuencia de llamar castellanos a todos los súbditos del rey, se habrían atribuido con más justicia y verdad (sobre todo los males) a León.

Lo que fundamentalmente diferenciaba a León y Castilla era lo siguiente: León era un reino aristocrá­tico, señorial, unitario. Precisamente contra su unita­rismo se rebeló el condado de Castilla, la primera co­munidad peninsular que en términos actuales podría llamarse separatista. Castilla, en cambio, era popular, comunera, federal. En Castilla se vivía en régimen fo­ral, con arreglo a un sistema de usos y costumbres que nada tenían que ver con el unitarismo y centralismo leonés. Los vascos, que siempre habían mirado con re­celo el carácter feudal de Navarra -a fin de cuentas más próxima a ellos en raza y lenguaje- comprendie­ron, al unirse a Castilla, que el modo de ser y las ins­tituciones democráticas de los castellanos ofrecían ma­yores garantías para el mantenimiento de las propias; y no se equivocaron, porque Castilla se atuvo fielmente a lo pactado. En lugar de privilegios señoriales, había en Castilla pequeñas comunidades diferenciadas por sus fueros, como acabo de decir. Frente a las prerroga­tivas de la aristocracia leonesa, en Castilla todos eran iguales ante la ley. Quizá la institución más interesante de los castellanos sea la Comunidad de Ciudad (o Villa) y Tierra (las aldeas), de las que te hablé esta tarde. Las más importantes eran las de Ávila, Segovia y Soria, con más de ciento cincuenta pueblos cada una. Pues bien, todas ellas decaen a partir de Fernando III y van perdiendo entidad hasta su supresión en 1837. A las diferencias dichas, ha de añadirse esta otra: el gran poder de la Iglesia en la monarquía neogótica de León frente al laicismo de los castellanos, creyentes, sí, pero con unos obispos y clérigos atenidos exclusivamente a su función religiosa.

Hoy, en que parece no estar de moda, sobre todo en las regiones autonomistas peninsulares, se atribuye a Castilla el unitarismo hispánico, cuando lo unitario fue una característica de los leoneses, ilusionados siempre con rehacer el reino visigodo. Confirma en parte tales diferencias el hecho de que los mozárabes, supervivien­tes de la mentalidad visigoda en el sur, cuando hubie­ron de emigrar hacia el norte lo hicieron sobre todo a los dominios leoneses, mientras que las zonas de ex­pansión castellana abiertas por la reconquista se re­poblaban con cántabros y vascos. En Castilla, distante y aun abandonada del poder central leonés, enzarzada en larga lucha con los moros y forzada a una vida en modo alguno muelle, creció desde sus orígenes la li­bertad interior, favorecida por la carencia de grandes señores y de siervos y por el escaso poder del clero. Sus condes, que gracias a aquella distancia tuvieron gran libertad de acción, supieron atraerse la adhesión de los pobladores, de cuyo espíritu y apetencias eran testigos inmediatos. A lo largo de dos siglos, el ix y el x, los castellanos tomaron conciencia de su empuje colectivo y constituyeron una comunidad verdadera­mente libre.

También suele hablarse, en la periferia, del impe­rialismo castellano, consecuencia de su supuesto unita­rismo. La verdad es que los imperialistas eran nuestros paisanos los leoneses. Huellas bien manifiestas de ello quedan en el hecho de que en la conquista y coloniza­ción de América, y antes en la del sur peninsular, así como en la gobernación de los Austrias, abundan sobre todo los nombres de origen leonés. Muchos de los actuales latifundistas andaluces, que claman al cielo cuan­do se habla de reforma agraria, descienden de leoneses. En cuanto al centralismo, otro de los pecados atribui­dos hoy a los castellanos, diré que Castilla nunca fue centralista. Su Corte, incluso después de constituir uni­dad con León, siempre fue trashumante.

A Castilla se le achaca a veces la destrucción de España, pero lo cierto es que España destruyó a Castilla. Nada queda apenas de sus instituciones ni de la deci­sión y seguridad pretérita. ¿Qué beneficios obtuvo Cas­tilla del imperialismo que le atribuyen los catalanes, los vascos de hoy y los gallegos? ¿Dónde están las rique­zas que arrebató a la periferia y las que capturó más allá de la geografía peninsular? Castilla, como dice Sánchez Albornoz, no aplastó las libertades de unos ni de otros, y si impuso su lengua fue por el peso especí­fico de sus ingenios, creadores de la primera y más importante literatura peninsular. Los vascos llegaron con sus fueros hasta mediados del siglo xix, renaci­dos en parte con el concierto económico del actual, de­rogado en dos de sus provincias durante la guerra civil. Los gallegos no tenían libertad ninguna que per­der, porque siempre habían estado sometidos a sus obispos, abades y nobles, y después, hasta el siglo xx también, a los caciques, que tanto tú como yo hemos visto mangonear, y aún puede que sigan mangoneando. Y si Cataluña, tras unirse al Archiduque, perdió sus fueros (lo recuerda también Sánchez Albornoz), no fue por obra de Castilla, sino de Felipe V, que con su «De­creto de Nueva Planta» la incorporó, con Valencia y Aragón, también desposeídos de los suyos, a la monar­quía unitaria y centralizadora de los Borbones. Sin que deba olvidarse que antes y dentro de la corona orien­tal, Cataluña había apoyado la política centralista e im­perialista de los sucesores de Ramón Berenguer IV. Porque Pedro IV, entre otros, superó a todos los reyes peninsulares en la realización de tal política. Y cuando en definitiva es, «bien que se deshace entre las manos y en fin [el oro y la plata] es tesoro de duendes que se torna en carbones», como decía en el siglo xvi Juan de Mal Lara, recordado por Américo Castro, quien re­cuerda también este otro dicho del converso Herrando del Pulgar: «que para enriquecerse uno en breve tiem­po, eran menester dos pocos y dos muchos: poca ver­güenza y poca conciencia; mucha codicia y mucha dili­gencia». Pero vete tú con estas ideas a los desarrollis­tas y los consumistas de hoy, obsesionados por esa gente que rige el Mercado Común y se pasa meses y meses discutiendo sobre el precio de los tomates, las cebollas y otras hortalizas.

En fin, puede que esté generalizando excesivamente, pues sé muy bien lo difícil que es definir una comuni­dad humana, aunque ahora esté intentándolo sólo en parte. Pero hay algo en que la generalización ha de ser­me permitida. Esta: de las viejas e históricas persona­lidades regionales, Castilla es la única cuyos hombres no se jactan de pertenecer a ella. Piensa en catalanes, vascos, navarros, asturianos, aragoneses, andaluces, ga­llegos y no sé si también valencianos, mallorquines y canarios. Todos ellos se envanecen de su condición re­gional. Se creen el ombligo del mundo y los favoritos de los dioses (los andaluces, por ejemplo, dicen que aquella es la tierra de María Santísima). Los castella­nos no sienten tan pueril vanidad, salvo algún que otro majadero o componente de una fuerza viva local, lo cual no quiere decir que abominen de su tierra, ni mu­chísimo menos. Los únicos que se envanecen de ser castellanos, sin serlo realmente, son los de Valladolid, que además tienen un periódico titulado «El Norte de Castilla», sorprendente arbitrariedad contra la idea por todos aceptada de los puntos cardinales y contra la di­visión regional que en mis tiempos, y en los tuyos tam­bién, se explicaba en las escuelas.

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp.106-111

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (2) Caballada de Atienza

A mí me enloquece la historia. En mi tierra tenemos ¡tanta, tantí­sima historia! Soy de Toledo. Pero la de Atienza es muy bo­nita.

-Sabrá usted entonces qué es eso de la Caballada. –

¡Ya lo creo! Vengo todos los años a ella, en Pentecostés. Es una fiesta preciosa, con muchas danzas y ceremonias, y con muchas comilonas también, aunque no para mí, que en­gordo sin saber por qué. Preciosa, sí. La organiza la cofradía de la Santísima Trinidad, que era la de los antiguos recue­ros agremiados. Resulta que un grupo de estos recueros, en 1162, libró de las garras de su tío Fernando II de León (y us­ted perdone) al niño que habría de ser Alfonso VIII. El rey leonés, apoyado por los Castro, tenía puesto sitio a Atienza, guardada entonces por los Lara. El rey niño estaba aquí, y para librarlo de los sitiadores, los recueros, con la disculpa de que iban a su comercio, salieron con el niño oculto por esa puerta que habrá visto usted que llaman de Salida. Le diré, entre paréntesis, que eso de Salida es una corrupción posterior. En realidad, el nombre de la puerta era Salada, a causa de una fuente salobre situada en las proximidades. El barrio de esa puerta era entonces uno de los más populosos de Atienza, y a él correspondía la iglesia de San Bartolomé, conocida como iglesia del Cristo de Atienza. Pero esto no hace al caso. Pues bueno, cuando llegaban a la ermita de la Virgen de la Estrella, los recueros vieron que se les acercaba al galope una tropa de los sitiadores. Imagínese el susto, al suponer, como así era, que iban tras ellos. Entonces, ¿qué hacen? Pues entran en la ermita, sacan al pórtico la imagen de la Virgen y empiezan a bailar una danza morisca en su honor. Los soldados, entretenidos por la danza y creyendo que era una costumbre del gremio, ni se dieron cuenta de que los recueros más veloces, a galope tendido, escapaban con la criatura. Parece una película del oeste, ¿verdad? En
siete jornadas llegaron a Ávila y entregaron el niño a sus tu­tores, los Lara.

En este momento entra el fondista con la cena de don Juan. Trae un vaso, mediado, de leche y dos huevos pasados por agua.

-¿Me puedo poner a su mesa? pregunta. -Con mucho gusto.

-¡Ay, gracias! No me gusta nada estar solo.

Contemplado por Molinero, don Juan se concentra, casca uno de los huevos y comprueba, complacido, el grado de flui­dez con que el contenido se desliza en la leche. Sonríe Moli­nero. Ya es seguro que han quedado a su gusto, cosa que confirma al verter el segundo. Echa dos cucharaditas de azú­car y revuelve muy sonoramente la mezcla. Sin dejar de re­volver, explica:

-Es mi cena de siempre en Atienza. Me chiflan los huevos pasados por agua. Claro que -ahora en voz confidencia ­nadie los deja tan a punto como mi mamá, con quien vivo en Guadalajara; porque yo, gracias a Dios, solterito. ¿Es usted casado?

---Un poco. Bueno, quiero decir que no tengo más que un chico, lo cual no es estar muy casado.

-¡Ay qué gracia! ¡Un poco casado! Nunca había oído decir eso. Que yo recuerde, esa figura legal no la trae el có­digo civil, ni el canónico tampoco.

Molinero me pone en la mesa dos huevos fritos. Don Juan empieza a mojar pan en su combinación, y los de La Almunia de Doña Godina, que lo miran compadecidos como si estu­viera tomando un purgante, para neutralizar el mal efecto que debe de producirles la triste escena, se echan al cuerpo un vaso de vino de Cogolludo.

-Pues con este Alfonso VIII, que era agradecido, Atienza creció mucho. Aquí se labraban paños y cordobanes, había caldererías y ferreterías, ceramistas..., de todo. Y en Atien­za posó varias veces don Alfonso, algunas con su mujer, doña Leonor de Inglaterra, hermana de Ricardo Corazón de León, como usted sabe.

Don Juan moja y revuelve con gran avidez. Sigue:

-Atienza tiene mucha historia, mucha. Por aquí anduvie­ron personajes muy importantes de todos los siglos, entre ellos aquellos dos horribles hermanos del pobre Alfonso X el Sabio, que si hubiera sido santo, como su padre, a estas horas sería el patrón de nuestro oficio; hablo de aquel don Felipe, que colgó el báculo y los ornamentos abaciales de Covarrubias para intrigar contra su hermano el rey, a veces (da dolor decirlo) aliado con los moros de Granada. El otro era don Enrique, de quien se habla mucho en la crónica de Fernando IV. Menudo trabajo dio a la nobilísima doña María de Molina, que era una verdadera mártir. Al final, la pobre, no tuvo más remedio que darle la gobernación del reino; y entre otros lugares, recibió Atienza como heredad. Le llama­ban el Senador, a causa de sus andanzas por Roma, y de él dice la crónica de Fernando IV, con toda la razón, que era gran bolliciador». ¡Qué bonita palabra! A mí, el castellano antiguo me trastorna.

Concluido el pan, el abogado bebe los restos de la mezcla. Al poco llega Molinero y le sirve una manzana, y a mí, una naranja.

-Pues en 1305 (los abogados tenemos mucha memoria para las fechas, ¡aviados estaríamos si no la tuviéramos, con toda la legislación que se produce! ), reinando el mismo Fer­nando IV, cayó enfermo y murió aquí el odiado judío Si­muel, muy privado del rey, a quien acompañaba al retorno de unas vistas con el rey de Aragón. «Pesó mucho al rey», dice la crónica, «pero plugo mucho a todos los de la tierra». ¿Ha visto usted qué preciosidad de lenguaje? ¿Ha leído usted las crónicas antiguas? ¡Oh, son verdaderos tesoros! Yo, bue­no, puesto ante una crónica, me olvido de todo, y me es­taría sobre un pie una semana, sin comer, sin dormir ni nada.

-¿Qué entiende usted por «ni nada»?

-¡Ay, qué preguntas más malas hace usted!, !qué malas!

El abogado, gimoteando unas risas contenidas y bombar­deándome con miradas breves, empieza a pelar la manzana poniéndola a la altura de la nariz.

-Atienza es villa de fidelidades -prosigue-. Bien lo de­mostró con la Caballada, y lo confirmaría con Pedro I, el calumniado Pedro I, frente al bastardo Enrique, que era un hombre terrible y dio Atienza, y también Calatañazor y Al­mazán,-a aquel Beltrán Duguesclin, un salteador a sueldo que puso de lugarteniente a un escudero que no sé si se llamaba Trouchette o Tronchette, pues de las dos maneras se ve es­crito, una sanguijuela que dejó a los atienzanos sin un mara­vedí. Atienza padeció mucho en el siglo xv con las guerras de los infantes de Aragón, hijos de don Fernando de Ante­quera y hermanos de doña María, la esposa de Juan II de Castilla. A causa de estas guerras, Juan II y don Alvaro de Luna la tuvieron cercada sesenta días, intentando, inútilmen­te por cierto, arrojar de aquí a la guarnición navarra. Total, que al retirarse, los castellanos habían incendiado y destrui­do barrios enteros. Después de otros dos sitios, pasó de nue­vo a Castilla, en 1456 (esto es muy fácil de recordar: cuatro, cinco y seis), pero despoblada, con los bosques talados, lo cual arruinó tierras, originó barrancas, empedregó vegas fer­tilísimas y dejó a los de la villa sin leña ni caza. Después de todo esto, Atienza ya no volvería a levantarse.

-Le agradezco mucho este curso de historia que me está dando. Sabe usted mucho.

-¡Qué va, Dios mío! No hago más que repetir lo que dice nuestro gran historiador don Francisco Layna Serrano, con alguna que otra cosilla que he ido picando por ahí, sobre todo en las crónicas. Lo mío es el derecho civil y el procesal. La historia es mi hobby, como dicen ahora.

Ramón Carnicer. Gracias y desgracias de Castilla la Vieja. pp.51-54

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (1)

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja
Ramón Carnicer.
Plaza y Janés. Barcelona 1976

Este libro es la narración de un viaje realizado entre febrero y noviembre de 1973. El viajero, dentro de los vagos contornos en que suele inscribirse Castilla, ha intentado recorrer Castilla la Vieja, tomando como base las seis provin¬cias que tradicionalmente se vienen incluyendo en ella. Ha prestado más atención a las villas y aldeas que a las capitales, y ha puesto pie, por distintos motivos, en esta o la otra parte de las provincias limítrofes.

La razón principal del viaje fue la sospecha de que eran infundados muchos de tos tópicos sobre aquella región; unos, geográficos (Castilla como tierra llana); otros, espirituales (creados en particular por la Generación del 98); otros, políticos (imposición por parte de Castilla de ciertos moldes al conjunto peninsular); etcétera.

El viajero ha tratado de acercarse al pasado de Castilla la Vieja siguiendo las líneas discontinuas y a menudo trun¬cadas que desde ese pasado han llegado a nosotros. Para ello, ha leído viejos y nuevos papeles, ha evocado sombras lejanas y se ha puesto en contacto, en las seis etapas de su viaje, con la gracia -en el más alto sentido- de su geografía y sus gentes y ha percibido la soledad, el abandono y el olvido -las desgracias, en suma- abatidas sobre gran parte de esta región.
Aunque en él entre la historia, este no es un libro de historia, ni en él se hácen exaltaciones retóricas, impropias de una región tan ajena a la retórica como es Castilla la Vieja. Este es un libro de viajes, con las licencias que todo viajero tiene para dialogar y para reflexionar sobre lo que 1e sale al paso. Es, o puede ser tal vez, testimonio de una situación, acerca de la cual el viajero no quiere sentenciar ni vaticinar, ni tampoco entonar un réquiem, cosas que acaso pueda hacer el lector, si su paciencia le permite dar cabo a la lectura de este libro.

Barcelona, diciembre de 1975

La idea espantadiza de algunos catalanes respecto de la geografía castellana procede en buena parte, como en el resto de la periferia peninsular, de viejos errores acerca de lo que ha de entenderse por Castilla. De aquí que los gallegos crean hallarse en ella cuando pasan el puerto del Manzanal, poco antes de Astorga, lo mismo que los andaluces en cuanto dejan atrás Despeñaperros. En el caso de los catalanes, estimula aquella idea la visión de una parte muy considerable del sur de la provincia de Zaragoza (con un entrante en la de Teruel), por donde corre el ferrocarril de Madrid que utiliza ahora el viajero, el 2 de febrero de 1973. De nada vale, al paso por Caspe, pensar en San Vicente Ferrer, gran productor de milagros, gran predicador y misionero, especialista en bautismos multitudinarios de moros y judíos y fautor del acceso de los Trastámara a la Corona de Aragón, hecho que despierta duras nostalgias en los eruditos barceloneses usuarios de esta línea. Allá queda el adusto cerro del Compromiso para dar paso a un mundo lunar donde sitúan los arqueólogos la acrópolis de Azaila. Es natural que aquellos catalanes se es¬panten cuando al abandonar los límites de su región, bien cuidada, frondosa y oreada por el Mediterráneo, se encuentran con esta tierra que parece haber sido expoliada por una cuadrilla de bandoleros y sembrada de sal. Más allá, con la presencia continua del Ebro, las cosas empiezan a mejorar, y pasada Velilla, sin preocuparle demasiado si la cam¬pana de su torre suena o no suena sola como en tiempos en que anunció el Saco de Roma, la muerte de don Juan de Austria, la pérdida de la flota de Nueva España y otros sucesos, el viajero se aproxima al término de su viaje: Zaragoza.

Ramón Carnicer.Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. P.13