miércoles, agosto 06, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (6) Dos reinos difeentes: León y Castilla

De la fonda voy al Alcázar de Segovia, lugar preferido de los Trastámara, que renovaron con él, el castillo del siglo XIII. Imposible, por innumerables, la evocación de las figuras histó­ricas vinculadas al Alcázar. Sería tanto como recapitular media historia de España. En el siglo xvIII, Carlos III ins­taló aquí la Academia de Artillería, primera institución es­pañola de este tipo y una de las primeras del mundo. El patio berroqueño, de tiempos de Felipe II, en nada armoniza con el conjunto de la construcción. Se han restituido a la vista los frisos árabes de algunas salas. La contemplación, desde balcones y adarves, de la amarilla fronda que acom­paña a los dos ríos y de las rojizas y onduladas tierras, más allá, produce en el viajero una rara sensación de impotencia en sus esfuerzos por entender el pasado. ¿Qué ideas e im­presiones despertaría todo esto en el siglo xIII y en el xv, los más atractivos e interesantes de la vieja Castilla? En momentos así, uno piensa si no será un fraude que las de­nominaciones de tierras y lugares perduren en lo geográfico, algo así como si las personas vivas adoptaran los nombres de los muertos. ¿Es hoy Castilla una realidad por la cual se puede transitar físicamente? ¿No será más bien un con­cepto histórico, tan ajeno al presente como puedan serlo las dinastías constructoras de las pirámides del Nilo o los pueblos lejanos y hoy misteriosos situados entre el Éufrates y el Tigris a la inquieta o amodorrada morisma que ahora pulula por allí?

- Nada me atrae tanto como hablar de nuestra ciudad. El pasado de Segovia lo sentimos los sego­vianos como presente, y nos duele porque aquí se malbarata­ron unas realidades y unas direcciones que, de haber sobre­vivido y avanzado, podían haber hecho de España una cosa muy diferente de lo que es.

El caballero vive en una casa antigua. El exterior de sus muros lo cubre el esgrafiado característico de Segovia: ye­serías recortadas, con trozos de escoria en centros o pun­tos de convergencia. Tal decoración dignifica los humildes mampuestos. Los muebles de la salita donde nos encontra­mos son de traza isabelina, dignamente añosos, como el caballero. Estanterías vidriadas y una penumbra apacible se extienden más allá del círculo de luz proyectado por la lámpara de pie que nos alumbra.

-¿Ha visto usted a don Manuel González Herrero?

-No, señor.

--¡Lástima que nuestro común amigo no le haya dado una carta de presentación, si lo conoce! González Herrero le hubiera informado mucho mejor que yo, pero de todas formas le diré lo que buenamente pueda, basándome en él y en otros historiadores segovianos como los Carretero, Luis Carretero y Nieva y Anselmo Carretero y Jiménez, padre e hijo, que han mantenido en alto y sin claudicaciones las banderas de nuestra tradición (*). Como usted sabe, Segovia fue ciudad de frontera, repoblada sobre todo por monta­ñeses y vascos sobre un fondo en gran parte celtíbero. El condado y luego reino de Castilla la Vieja se basa en estos elementos raciales, los de la gente más reacia al poder de Roma. Estos hombres, al poblar Segovia (nombre de origen celta) y lo que bajo tal nombre hemos de entender en la ulterior Comunidad de Ciudad y Tierra, gracias al riesgo de asentarse frente a un enemigo poderoso, los musulmanes, ganaron el derecho a su libertad y a la posesión de las tie­rras que cultivaban. Este dato es común a casi toda Castilla en sus primeros tiempos, pero la libertad y el correlativo entendimiento democrático, sin igual en la Europa de la época, se acentuaron al sur del Duero, en particular en Se­govia. Recuerde que en la Castilla inicial no hubo feudalis­mo. Cierto que tampoco puede decirse que lo hubiera en León, pero había allí un régimen señorial tan ajeno a lo democrático como lo feudal, régimen que extendido a Ga­licia y Extremadura se prolongaría después por la Mancha, Andalucía y América. Feudalismo al estilo europeo donde pro­piamente se dio fue en Cataluña, con pesada servidumbre para el pueblo bajo. No quisiera aburrirle con lo que se ha dicho infinidad de veces, pero hay que insistir en señalarlo: la independencia castellana se produjo por disconformidad con el Fuero Juzgo y el centralismo imperial leonés; contra ellos esgrimían los castellanos los usos y costumbres y la independencia de los concejos. Y ha de aclararse que los fueros dados por condes y reyes a las ciudades y villas cas­tellanas no fueron artificios de juristas ni concesiones más o menos originales, sino reconocimiento de lo que allí regía antes del fuero. A este sentido foral, coincidente con el suyo, se debe la incorporación de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa a Castilla. En esta nuestra extremadura castellana fronteriza con el moro, igual que en el resto de Castilla, no había ma­yorazgos y se vedaba muy en particular la enajenación de bienes raíces a favor de magnates y gentes de la Iglesia. Lo repetiré una vez más: Castilla no fue absolutista, absorben­te, intolerante, intransigente, centralizadora, unificadora ni imperialista, como en forma gratuita se ha dicho. Este modo de ser, o parte de él, cárguese si acaso en la cuenta de León, que además era teocrático y señorial, conforme apunté, y donde los funcionarios eran de nombramiento real; y lo que entre lo dicho no se cargue a León, cárguese a la dinastía borbónica. En Castilla, los concejos eran democráticos y se federaban en comunidades autónomas; los jueces y funcio­narios lo eran por elección popular, y había un entendi­miento laico de la cosa pública, no obstante su auténtica re­ligiosidad. Y todo el aparato de soberanía de los concejos lo respaldaban sus milicias. En conclusión, la diferencia radi­cal entre León y Castilla tenía un fondo racial y político. En León, y antes en Oviedo, se restableció la organización goda y hubo abundantes repoblaciones de mozárabes, unidos bajo los moros en una tradición que reencontraban al pasar las fronteras leonesas. El fondo racial de Castilla ya he dicho cuál era, y en ella, sobre todo en la antigua Celtiberia, que es el caso de Segovia, arraigaron con fuerza las organizaciones comunales. ¿Sabe usted lo que son las Comunidades de Ciu­dad (o de Villa) y Tierra?

Algo he leído, pero escucharé con mucho gusto lo que usted quiera decirme.

-Entonces ya sabrá usted que existieron en lo que son hoy o fueron tierras de Ávila, Segovia, Soria, Cuenca y Bajo Aragón, y en las ciudades o villas de Salamanca, Guadala­jara y Madrid. Ninguna de ellas superó en poder, riqueza y organización a la de Segovia. Aparece ya constituida en el siglo xi. Comprendía doscientos pueblos, agrupados en tre­ce sexmos (relativos a una primera división territorial en seis partes; en la de Sepúlveda eran ocho las partes, ocha­vos, pues) y alcanzaba a zonas de lo que hoy son provincias de Ávila, Toledo y Madrid. Al frente de cada sexmo había un sexmero, votado por los pueblos del sexmo. La comunidad de Segovia tenía tanta extensión al otro lado de la sierra como a este. Alcanzaba al Tajo, al Jarama y al Tajuña y rodeaba casi Madrid, a cuyas propias puertas llegaba por el oeste. Dada su estructura, era propiamente un estado sobe­rano, con su jurisdicción propia y su ejército. En ella, todos eran iguales ante la ley, se respetaba la justicia y se prote­gían los derechos del trabajo. Por encima de la comunidad tan sólo estaba el rey, en virtud de un pacto verdaderamen­te federal: juramento (antes de ser recibido como tal) de observar fueros, usos, costumbres, franquicias y libertades de los concejos. De esta suerte, junto con otras comunida­des y concejos, todos forales, democráticos e independien­tes (las hermandades y cofradías vascas y las merindades de la Castilla nórdica eran parecidas a las comunidades), por vía federativa que acataba al mismo rey, se integró la plu­ralidad llamada Castilla. Las más singulares, como he dicho, fueron, pasado el Duero, las asentadas en la Celtiberia, en la extremadura castellano-aragonesa, determinadas por un sustrato geográfico, humano e institucional vasco-celtibérico, un elemento germánico popular y un clima de frontera.


(*) Se alude, en cuanto a don Manuel González Herrero, a su libro «Segovia. Pueblo, Ciudad y Tierra», prologado por don Anselmo Carretero Jiménez; y en cuanto a este, a sus dos obras .La personalidad de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos. y «España y Europa..

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp. 458-463

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