martes, agosto 05, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (4) Los Hidalgos

Ya dijimos que la franja cantábrica albergó en su día la acres de los hidalgos de España. Pues bien, dentro de aquella franja, Santillana parece alcanzar los límites de tal concentración, visible en los escudos de sus fachadas, enmarcados por pétreas plumas, fauna, flora, figuras humanas, divisas . y fastuosos ringorrangos. Pero no es sólo la complicación de las armas lo sorprendente, sino sus proporciones. Dan la impresión de ser piezas artilleras y aun baterías con que sus dueños, de casa a casa, dispararan sin cesar metralla herál­dica. Algunos de estos escudos, como ya vi en Laredo, presen­tan sin labrar sus piedras; otros tienen ya esculpidos celadas y remates, pero con el espacio de los cuarteles en blanco. Qué género de proyectiles de nobleza meditaban estos hombres para batir a sus convecinos?

Aquella densidad de hidalgos en la parte norte del país a explica Sánchez Albornoz, primero, por las masas de godos acogidos en el siglo viii a la corte de Oviedo, y después, por a s muchos «caballeros villanos» (de villas, burgos y ciudades) que en lucha contra los moros ganaron su ascenso a las últimas filas nobiliarias. Este portillo se cerró con los Reyes Católicos, pero volvió a abrirse con las empresas europeas y americanas, por lo cual, ya en el Renacimiento, se reprodujo el proceso ascensional de la Edad Media. Más tarde, losFelipes, siempre faltos de dinero para su política, dieron en vender ejecutorias de nobleza. Entre unas causas y otras, en los siglos xvi y xvn la proporción de hidalgos españoles respecto de los existentes en otros países de Europa era exagerada. Según cálculos de Domínguez Ortiz (*), en León y Castiilla había, a fines del siglo xvi, 133.000 familias con pri­vilegio de nobleza o hidalguía. Su número variaba grandemente de norte a sur. De acuerdo con las estimaciones de Sánchez Albornoz, en Asturias y León había tantos hidalgos como pecheros, es decir, individuos sujetos al pago de pechos o tributos. En Burgos, la proporción era de un hidalgo por cuatro pecheros; de 1/7 en Zamora, 1/8 en Valladolid, 1/10 en Zamora, Ávila y Soria; y 1/12 en Salamanca, Castilla la Nueva y Andalucía. Donde menos había era en Murcia y Segovia: 1/14.

La condición de hidalgo no se manifestaba sólo por preeminencias honoríficas. En el antiguo régimen, es decir, antes del xix, la igualdad ante la ley no existía. Nobleza y clero eran las clases privilegiadas. La distinción entre estas y la gente del común se evidenciaba además en el sistema muni­cipal y en el funcionamiento de las Cortes. Con todo, lo más escandaloso, diríamos hoy, era que los impuestos o pechos sólo recaían sobre los del común, los mencionados pecheros.

Conforme recuerda Domínguez Ortiz, tal organización se justificaba en que, con arreglo a la mentalidad medieval, el sacerdote contribuía al bienestar del reino mediante la ora­ción; el hidalgo, defendiéndolo con la espada; el hombre llano había de contribuir con el producto de su trabajo. Pa­gar tributos, más que un daño material, habría sido una ofen­sa a la condición superior del hidalgo. Tuvieron que batallar mucho los Austrias para conseguir que el clero y la nobleza tributaran en ciertos casos, y ello, salvando las apariencias con impuestos indirectos o en figura de donativos.

Aparte lo dicho, los hidalgos tenían privilegios penales. Sólo muy excepcionalmente se les podía someter a tortura, y no eran encarcelados por deudas. La cárcel de los hidal­gos, por otra parte, no era la misma de los plebeyos; de ordinario, hacía de tal su propia casa, un castillo o una ciu­dad entera. Y sus bienes, por ser a menudo de mayorazgo, no estaban sujetos a confiscación. Tampoco se les podían aplicar penas infamatorias (azotes y galeras), y si merecían la muerte, no había de dárseles en la horca, sino por de­capitación. Y mientras un pobre diablo (sigo resumiendo a Domínguez Ortiz) podía ser ahorcado por un hurto míni­mo, el delito grave y aun el asesinato por parte de un señor se cancelaba mediante multa o destierro.

Entre otros males derivados de este estado de cosas, sue­le señalarse que la resistencia a los quehaceres manuales y al comercio -ejercido a veces a través de intermediarios-, particularidad común a todos los nobles europeos de la Edad Media, contagió a muchos plebeyos enriquecidos y apetentes de nobleza, y en los medios rurales fue un mal ejemplo para los labradores. Retrasó, además, la aparición de la burgue­sía y su enfrentamiento con los estratos superiores, contra
lo ocurrido en otros países.

La ruina de los hidalgos se fue acentuando por la depreciación progresiva de los censos y por la revolución de los precios. En su etapa última pasaron a ser tema frecuente en la literatura caricatural.

Hemos recordado todo esto para venir a lo que podría considerarse epílogo de la lucha por la hidalguía, en el siglo xvlII y aun en el XIX, cuando, lejos ya los estertores de la dinastía austriaca, en que los títulos de nobleza se adquirían fácilmente por dinero(**), subsistía la vieja ape­tencia en un nuevo tipo social: el del indiano -muy abun­dante en Asturias y en la Montaña- que regresaba de América después de haberse enriquecido en el comercio y los negocios. Semejante enriquecimiento, en algún modo y con­forme a la tradición, manchaba su honra, por lo cual había de hacerse perdonar de los hidalgos o del persistente espíritu de hidalguía de su tierra. Lo intentaba fundando escuelas y hospitales, edificando iglesias o santuarios, canalizando aguas v abriendo fuentes públicas, etc. Pero la vía más recomenda­ble era la de entroncar por matrimonio con las familias hi­dalgas impecunes, como lo eran en su mayoría las del norte, al contrario que las del sur, que por ser pocas mantuvieron su solidez económica. Gracias a estos braguetazos a la inver­sa, los indianos podían alzar casas importantes y empotrar en sus muros el blasonaje adquirido. Tal es el origen de al­gunos de los excesos heráldicos que nos hacen sonreír en Santillana.

Lo curioso es que todavía subsistan, en el siglo xx, los reparos hidalguescos. He aquí el testimonio de un hombre nacido en Madrid y oriundo de la Montaña, acaso de ascen­dencia hidalga. Me refiero a José Gutiérrez Solana, fallecido en 1945. Este hombre, gran pintor a juicio de algunos, tuvo veleidades literarias --en las que se mostró rudo, grotesco y acaso en su descargo, enfermo o débil mental-. Pues bien, en un engendro titulado «La España negra», dice de los indianos de su tierra de origen, respirando anacrónicos ren­cores: «... y algunos se van a un juego de bolos que está al lado, donde están jugando los indianos en mangas de cami­sa; todos tienen la cabeza blanca de pensar en el dinero y hacer números; juegan en mangas de camisa, aunque haga mucho frío, para dárselas de pollos; son petulantes; llevan un pedrusco de brillantes en la sortija y cadena de oro, gas­tan faja y tienen todos tipo de patán y tendero».
(*)El autor manifiesta su reconocimiento al historiador don Antonio Domín­guez Ortiz, de cuya obra “El Antiguo Régimen: los Reyes Católica; y los Aus­trias”, ejemplo de equilibrio y claridad, proceden muchos datos históricos incorporo a este libro.

(**) La cosa no era nueva. Dice el Arcipreste (siglo X¢v) en su libro:

Sea un ome nesgio é rudo labrador,
Los dyneros le fazen fidalgo é sabydor,
Quanto más algo tiene, tanto es de más valo;
El que non ha dyneros, non es de sy señor.

Ramón Carnicer. gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp, 145-148

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