miércoles, agosto 06, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (7) División provincial española. Treviño

En 1590 eran 18 las provincias que integraban los reinos de Castilla y León: Ávila, Burgos, Córdoba, Cuenca, Granada. Guadalajara, Jaén, León, Madrid, Murcia, Salamanca, Sea>
vio, Sevilla, Soria, Toledo, Toro, Valladolid y Zamora. A ellas se sumaron en el siglo xviii estas otras 5: Galicia (con d partido de la Tierra del Conde de Benavente, y, después Jurisdicción de Viana del Bollo, segregados de la provincia de Valladolid, y los zamoranos partidos de Santiago, Mondoñedo, Orense, Lugo, La Coruña, Betanzos y Tuy), Palencia (con sectores de las de Burgos y Valladolid, sitos a oriente y occidente del Pisuerga), Extremadura (con Trujillo principalmente, de la de Salamanca), La Mancha o Ciudad Real (formada a costa de la provincia de Toledo) y la de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía (resultado de la colonización interior de Olavide sobre algunas zonas de las provincias de Jaén, Córdoba y Sevilla).

En la división de Floridablanca, de 1789, aparecen las 23 provincias antes mencionadas. Si añadimos a ellas las 5 de la entonces conocida por Cantabria (provincias de Álava, Encar­taciones de Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya) y las 3 de la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña y Valencia), re­sultan en total 31. Dentro de esta división, había enclaves dispersos; y dentro de una misma provincia, una jurisdicción podía tener enclaves dentro de otra. Existían provincias de s territorio discontinuo, tales como Madrid y Toro (la de Ma­drid tenía el término de Madrid y la zona alcarreña de Pastrana; la de Toro se componía de tres porciones: el Toro actual, Carrión de los Condes y Reinosa, las tres con sus tierras). La complejidad del mapa político-administrativo de Floridablanca y la diversísima nomenclatura de sus subdivi­siones internas hacían de él un verdadero caos.

En 1810, José Bonaparte deja de lado la tradición histó­rica y monta una división semejante a la departamental de Francia, creada por la Asamblea de 1791. En virtud de ello, se organiza España en 38 prefecturas y 110 subprefecturas. Salvo excepciones (Ciudad Real, Cuenca, Madrid y Teruel, que tenían dos; y Murcia, con cuatro), había tres subprefecturas por prefectura. Semejante división no tuvo más vida que la de su publicación en la Gaceta.

El 27 de enero de 1822 hubo una nueva división en 52 provincias. Señalaremos que Chinchilla era la de Albacete; Pamplona, Navarra; San Sebastián, Guipúzcoa; Vigo, Ponte­vedra; Vitoria, Álava; con tres luego suprimidas: Calatayud, Játiva y Villafranca del Bierzo (creadas, respectivamente, con territorios de Teruel, Valencia y León). Fue abolida en la etapa absolutista iniciada en 1823, y las provincias retorna­se a su primitiva organización.

La de 1833 (30 de noviembre), con 49 provincias, renueva bastante a fondo la división del siglo xvIII. Fue obra del ministro Javier de Burgos y se basa en unidades históricas, con estimación también de los factores geográficos. En ella s suprime la provincia de las Encartaciones. Al reino de Valencia se incorporan partes de Cuenca y Murcia; se des­membran las antiguas de Galicia, Extremadura, Sevilla, Gra­nada, Murcia, Burgos y León; desaparece la de Toro, distri­buida entre las de Zamora, Palencia y Santander. Deja de existir la de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía (incorporándose sus partes a Sevilla, Córdoba y Jaén). Galicia se fracciona en cuatro. Con zonas de Sevilla se forman Huelva y Cádiz; con otras de Granada, y en parte de Sevilla, se crean las de Málaga y Almería. Murcia pierde territorio en favor de Alicante, mientras gana otros de Cuen­ca y La Mancha, lo cual afecta a la nueva provincia de Albacete. De la provincia de León se desgaja Asturias, para formar la de Oviedo. De Burgos se desglosan Santander y Logroño. Y desaparecen casi todos los enclaves. De los exis­tentes hoy, los más importantes son el Condado de Treviño y el Rincón de Ademuz.

La división de 1833, prácticamente la actual, suele cali­ficarse de afrancesada y precipitada. No opina lo mismo el tratadista don Amando Melón, a quien hemos seguido hasta aquí y a quien habremos de volver en lo que sigue. El tema, por otra parte, nos proporciona ocasión de justificar, al menos en parte, nuestro itinerario. El libro ahora en manos del lector pretende ser un viaje por Castilla la Vieja. Pero ¿de qué Castilla la Vieja se trata? Determinar lo que ha de entenderse por tal no es tarea del todo fácil. Porque en lo cronológico, ¿a partir de qué momento los nuevos dominios de aquel reino empiezan a ser, más que Castilla la Vieja, una prolongación más o menos reconocible de su peculiaridad? En cuanto a lo geográfico, pensemos en los enclaves castellanos subsistentes en el siglo xvIII, y no olvidemos, por ejemplo, que Béjar, hoy en la provincia de Salamanca, per­tenecía a Castilla antes de su unión con León en la persona de Fernando III. Cuando el autor planeó su viaje, intentó marcarse unos límites precisos desde ambos puntos de vista. pero ante la dificultad de la empresa acabó por atenerse al entendimiento más común en nuestros días sobre Castilla la Vieja, entendimiento mitad administrativo (la división de don Javier de Burgos) y mitad escolar. Si este entendimiento tiene un punto o una serie de puntos arbitrarios, tiene también sus puntos de aproximación a lo más peculiar de la difícilmente determinable Castilla la Vieja. La lengua y el nodo de ser castellanos, en efecto, ofrecen cierta uniformi­dad en las provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila, con ciertos entrantes hacia las provincias limítrofes y con ciertas penetraciones de estas en aquellas. Junto a esta Castilla la Vieja y flanqueando unos dos tercios de su occidente, están las provincias de Palencia y Valladolid, integradas por tierras en parte castellanas y en parte leonesas. Al hablar de la Tierra de Campos, que en gran parte les pertenece y que linda con Castilla la Vieja, ya advertimos algo acerca de su adscripción o no adscripción a Castilla la Vieja y aportamos el parecer de un conocedor de tanta nota como Justo González Garrido (1), según el cual ni Tierra de Campos ni las provincias de Palencia y Valladolid son en definitiva castellanas, sino leonesas. Cierto que en las capitales de estas dos últimas provincias y sobre todo en la de Valladolid el viajero se encuentra con una terca afirmación de castellanidad por parte de sus naturales cultos, que rechazan el viejo clisé escolar y cartográfico según el cual el reino de León lo componen las provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia. No sería lícito olvidar que las referidas capitales eran castellanas al advenimiento de Fernando III. Ello y determinados hechos poste­riores -cuando al decir Castilla se pensaba en términos políticos y no históricos para denominar lo que quedaba de la península restando Navarra, la Corona de Aragón, Portugal y ,hasta 1492, los dominios musulmanes- favorecieron el equívoco. Entre aquellos hechos mencionaríamos respecto de Valladolid la frecuencia con que allí se reunían las Cortes, el establecimiento de la Chancillería, el matrimonio de Fer­nando e Isabel, el nacimiento de Felipe II, la capitalidad peninsular en tiempos de Felipe III, etc. De todo ello resulta que los de Valladolid recaban -coléricamente si se les obje­ta- su condición de castellanos, a lo cual añaden la perfec­ción de su lengua, cosa esta última harto discutible; pensemos sobre todo en ciertas particularidades gramaticales (uso de los pronombres átonos, por ejemplo) y en la entonación
( con la de los aragoneses la más dispar, en torno a Castilla, , de la que caracteriza a las seis provincias antes enumeradas). Cabe que en el papel de acordeón desempeñado por Vallado­lid y Palencia en las pugnas de León y Castilla la Vieja, antes de Fernando III, hubiera una simpatía o una tendencia fuerte hacia Castilla, pero esto no es título suficiente para llamarse castellano.

Volvamos a la actual división en provincias y a los ante­cedentes inmediatos de las que hoy forman, al menos esco­larmente, la denominada Castilla la Vieja. De la antigua de Burgos procede la mayor parte de las actuales de Santander y Logroño, tierras antes conocidas por La Montaña y La Rioja, respectivamente. Antes de la actual división, en 1801, Santander fue creada provincia marítima por Carlos IV, jun­to con las de Cádiz, Málaga, Cartagena y Alicante, segrega­das estas últimas de Sevilla, Granada, Murcia y Valencia. In­tegraron la hoy provincia de Santander los partidos de La­redo, Castilla la Vieja en Burgos y el marquesado de Argüeso, todo ello de Burgos, y se agregó al conjunto el partido de Reinosa, perteneciente a la provincia de Palencia, pasado a ella al disolverse la de Toro(*). Perdió, en cambio, algunos valles, incorporados al principado de Asturias (los de Peñame­llera y Riva de Deva). También le fueron segregados, respecto de la efímera división de 1822, los valles de Mena y de Tu­dela.

De Burgos salió también la provincia de Logroño, tomando como núcleo los partidos de Logroño y Santo Domingo de la Calzada. A ellos se agregaron Calahorra, Alfaro, Aguilar y Enciso (**), de Soria.
Burgos perdió igualmente, en beneficio de Palencia, el oeste del partido de Castrogeriz. Con las segregaciones enu­meradas se redujo la extensión de Burgos en un 28 %. Reci­bió Peñaranda de Duero, Haza y Montejo, antes pertenecien­tes a Segovia.

Soria, con lo incorporado a Logroño, pierde el enclave de Atienza y parte del ducado de Medinaceli, que pasan a Gua­dalajara. A su vez, procedentes de Segovia, recibe Barahona y Castil de Tierra.

Segovia, a más de lo cedido a Burgos y Soria, cede Iscar a Valladoid, y pasan a Madrid sus dominios de más allá del Sistema Central: el condado de Chinchón y los sexmos de Lozoya y Casarrubios.

Ávila pierde Peñaranda de Bracamonte, integrada en Sa­lamanca, así como un importante enclave situado entre Cá­ceres y Toledo. A su vez, recibe de Salamanca Piedrahita y Barco de Ávila; y de Toledo, Arenas de San Pedro.

En cuanto a Palencia, sobre lo dicho del partido de Castrogeriz y Carrión, recibió Palenzuela, de Valladolid. Valladolid cedió Mayorga y Mansilla a León; y a Zamora, Benavente y Puebla de Sanabria.

Guadalajara, además de lo incorporado de Soria, recibió Brihuega (de Toledo) y Sacedón v Molina (de Cuenca).

Madrid, con lo agregado de Segovia, recibió Buitrago, Col­menar y Manzanares (de Guadalajara) y Alcalá y Torrelaguna , de Toledo).

Finalmente, Utiel y Requena, de Cuenca, pasan a Valen­cia. Casas Ibáñez y La Roda pasaron a Albacete.

En las provincias exentas y Navarra no se hizo modificación alguna, conservándose en la actualidad los enclaves existentes en el xvIII; es decir, los de Petilla de Aragón y Baztán de Petilla (Navarra), al norte de la provincia de Zaragoza, y los de Orduña (Vizcaya) y Condado de Treviño (Burgos), ambos en la de Álava.

El Condado de Treviño (221 Kmz) lo forman dos ayunta­mientos: La Puebla de Arganzón, con Villanueva de la Oca, y Treviño, con 47 núcleos menores, en su mayoría de nombre vasco. Hay en el primero unos 500 habitantes, y cerca de 2.200 s el segundo, lo cual viene a ser la mitad que a principios de siglo.

En el orden histórico y de acuerdo con este trabajo (publicación de la Cámara de Comercio alavesa), el territorio en alavés en el siglo x, y sus pueblos pertenecían a la dió­cesis de Armentia, hoy de Vitoria; añade que era también alavés en los siglos xII y xIII, y en los dos siguientes, a ex­cepción de la villa de Treviño, que pasó a ser de señorío. La repetida publicación determinó una serie de tres artículos en «La Voz de Castilla», el periódico del Movimiento en Bur­gos. Según los dos primeros (el tercero no pude conseguirlo), doña Mercedes Gaibrós de Ballesteros, en informe aprobado por la Academia de la Historia en 1942, afirma que el condado dependió en todo momento de Burgos, aunque a conti­nuación se atribuyan a dicha señora estas palabras: «si ad­ministrativamente pudo considerarse como formando parte de Álava por figurar en la lista de tributación, en el siglo xII a partir del año 1200, en que fue ganado por Alfonso VIII e incorporado a la corona de Castilla, debe entenderse que históricamente pertenece a Castilla». Y estas son las noticias dads por Dionisio Ridruejo en libro reciente sobre este úl­timo reino: con Alfonso VIII, Treviño pasa a sus estados como enclave realengo, y así sigue hasta que Enrique II lo encomendó al régimen señorial creando el condado en favor del adelantado don Pedro Manrique. En el siglo xvIII, añade, aparece gobernado con dependencia de la regiduría de Burgos. El periódico antes mencionado insinúa entre los móviles del movimiento de incorporación a Álava el deseo de beneficiarse de los privilegios forales vigentes en esta pro­vincia.

Notas

(1)Según González Garrido, por su origen histórico, por su situación y por sus caracteres geográficos, Tierra de Campos es una región leo­nesa, aunque por derecho de conquista se incorpore tempra­namente a Castilla; y al reflexionar, en conexión con ello, sobre la actual división provincial de España, estima que el empeño de los de Valladolid y Palencia en ser considerados castellanos carece de justificaciones decisivas.

Tierra curiosísima es esta de Campos, según el análisis de González Garrido. Relativamente cercana al Cantábrico -150 quilómetros por su parte norte-, la elevada barrera montañosa interpuesta la priva de sus benéficos y tempe­rantes influjos. De aquí que, a pesar de su occidentalidad atlántica, se sienten más en ella las influencias mediterrá­neas, contrarrestadas, como es natural, por la altura. En su clima, en efecto, se aprecian muchos caracteres comunes con Levante: luminosidad y despejo del cielo, sequedad at­mosférica, aspereza del suelo y de la vegetación. Tiene algo del ambiente estepario, con degradaciones desérticas. Para encontrar caracteres geográficos análogos -dice-, hay que pensar en regiones tan lejanas como Asia Menor y el Tur­questán. Por la escasez e irregularidad de sus precipitaciones, por el régimen indeterminado de sus elementos climatológi­cos y por las fuertes variaciones térmicas, el clima de Campos es más bien semidesértico. La marcha de las estaciones no ofrece regularidad: los fríos y los calores, los vientos y las calmas, las sequías y las lluvias se suceden sin norma ni ley. Pero aun así, es tierra saludable y tónica, por la pureza del aire y por su altura media de 750 metros, el doble de la euro­pea, aunque algo por bajo de los 900 de media de la meseta septentrional. Ello determina la diafanidad de la luz, el ambiente puro y fino, la frecuencia del viento y la escasez de lluvias; caracteres favorables algunos, pero desventajosos los más. Las temperaturas, dentro de una misma jornada, experimentan oscilaciones de 25 grados, y alcanzan, a través del año, diferencias de 48 y 50 en épocas extremas. Se dan en Tierra de Campos, en el transcurso de las estaciones y aun en el de unas horas, los ambientes más opuestos del planeta. Por lo cual, la naturaleza de sus campesinos, habi­tuados a tales cambios, es firme y dura, apta para vivir en el Polo o en el Ecuador.

(*) El origen de esta provincia se remonta al testamento de Fernando 1 (IOLSL que atribuyó Toro a su hija Elvira; mantuvo su singularidad hasta el siglo xvIII

(**) La Rioja formó parte de la antigua Vasconia. Su antecedente más remoto fue el ducado de Cantabria, cuya capital fue sometida por Leovigildo en el año 574.

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp. 268-275

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