lunes, junio 28, 2010

El municipio autónomo (Luis Carretero Nieva 1917)

El municipio es, pues, una unidad social tan espontánea, tan genuinamente humana en todos los climas, en to­das las latitudes y en todos los tiempos, que nos atrevernos a llamarla el substractum social, como la familia es la cé­lula de la vitalidad humana y el individuo el átomo social: sin municipios no puede haber Estados, como sin indivi­duos no puede haber familias, advirtiendo, aunque de pasa­da, que los municipios no muy numerosos en que las afec­ciones, el trato continuo que ofrece la facilidad de conocer al vecindario, es el que reúne mejores condiciones de pros­peridad, por apreciarse más de cerca la intimidad solidaria de intereses.

Sin instituciones locales-ha dicho Tocqueville-una nación podrá tener un gobierno liberal, pero ella no conoce" el espíritu de la libertad. En el municipio es donde reside la fuerza de los pueblos libres; las instituciones municipales son a la libertad lo que las escuelas primarias a la ciencia; ellas la ponen al alcance del pueblo, ellas le hacen gustar y le habitúan a servirse de ellas como un remedio heroico. Por ellas adquieren los ingleses -según Gladstone- en su selfgovernment, la inteligencia, el juicio y la experiencia política que les hace tan aptos para la libertad; sin ella no podrían conservar sus instituciones centrales. Esta autono­mía es la base de la organización norteamericana, la más moderna forma de constitución de un pueblo; esta autono­mía, piensa actualmente Inglaterra que debe de ampliarse con las autonomías regionales que tiene en estudio. La re­volución francesa, a pesar de haber dado a la humanidad la gran conquista de los derechos del hombre, cometió la falta, cada día más manifiesta, de haber querido fundar la demo­cracia, destruyendo las únicas instituciones que podrían hacerla viable. Y los españoles, al copiar el patrón francés, hemos copiado también este defecto capital.

La armonización entre las corporaciones de distinto gra­do ha de hacerse por eliminación de las atribuciones que puedan cumplirse por las más Inferiores. Siendo los fines del Estado los provinientes por exclusión de la familia, del municipio, de la región y de la provincia, tienen que ser muy limitados, y de ahí que haya de contrastar su suprema soberanea con su reducida esfera y limitado poder, conden­sación, clave y residuo de las extensas autonomías inferio­res, resultando un Estado que, según S. Mill, será mejor cuanto menos gobierne y cuanto más deje gobernar a re­giones, provincia y municipios. De este modo se constituirá el Estado sobre la base de la división del trabajo, de la se­paración y diferenciación de funciones, y de las distribución de poderes públicos, sin rozamiento de las fuerzas indivi­duales y colectivas de la nación, sobre la variedad en la unidad para constituir la armonía.


Luís Carretero Nieva
Regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 401-402

viernes, junio 25, 2010

Las instituciones (Luis Carretero Nieva 1917)

Las instituciones

Las instituciones genuinamente castellanas viejas, las que no son resultado de la imposición romana, gótica o leonesa del pasado, las que no son tampoco fruto del absolutismo de las dinastías austriaca o borbónica españolas o copia insensata de la organización napoleónica, las instituciones creadas por el propio pueblo de Castilla la Vieja, son resultante de las dos fuerzas vitales que azuzaban al airea de la raza; el deseo de la independencia y la fidelidad en los pactos, así es que toda la organización castellana vieja es una concordancia de estos dos estímulos que con­ducen a un admirable consorcio entre el individualismo y el comunismo, dando como resultado el federalismo en lo político y el colectivismo en lo social, ya que, como dice Joaquín Costa, el colectivismo es, o parece ser, una como transacción o componenda entre los dos sistemas extremos, comunista e individualista.

No existe uniformidad en la organización y división política de nuestra antigua nación castellana, pues de una a otra localidad hay grandes diferencias, rigiéndose unas ciudades y comarcas por unos fueros y otras por otros; pero en medio de esta gran variedad hay un principio de armonía común a todo el reino, consistente en la existencia de organismos de administración pública local y en organismos comarcales, apareciendo todavía otra entidad superior a la comarca, pero inferior a la nación o reino. Tene­mos, pues, tres grados: el Concejo o Concejo menor; el Común, Comunidad, Urniversidad o Concejo mayor, y finalmente la Hermandad o asociación de comunidades y concejos. A veces hay villas que no constituyen comuni­dades con otras y son las llamadas villas eximidas.

Sobre la administración local castellana hay muchísimo que estudiar y por tanto mucho que aprender, siendo ,un tema que brindamos a los que sean aficionados a estudias históricos en el que puedan hacer descubrimientos preciosísimos y de gran utilidad para la reconstitución de nuestra Patria que no puede tener que la de asociar los elementos históricos nacidos en el propio territorio y, fruto de la labor popular de muchos años con aquellas con­quistas del progreso, inaccesibles a los antiguos. Para nuestro objeto que es solamente el describir, del modo que permite la extensión de este trabaja y para servicio del plan que hemos formado, cual era la arquitectura de nuestra genuina administración local, nos basta con los datos que hemos recogido en un corto, pero precioso trabajo del pu­blicista de Almazán (Soria), D. Elías Romera, y que se titula Breves noticias sobre las venerandas Municipalida­des de Castilla, desglose de un libro inédito cuya publica­ción será, a no dudarlo, un gran servicio que su autor pue­de prestar a nuestra región, tan necesitada de hacer que la propia savia nutra su organismo, en vano tratada de ali­mentar con exóticos jugos.

Fundamento de la organización política de Castilla la Vieja era el Concejo, llamado por algunos Concejo menor, que en resumen no era otra cosa sino la junta de los veci­nos con casa u hogar, que eran todos elegibles y electores para las cargos conecjiles y que cuando tenían que ventilar alguna cosa grave deliberaban en asamblea de todo el pueblo, a la que llamaban Concejo abierto, que se convo­caba a son de campana. El concejo estaba encargado del gobierno de la aldea, lugar, burgo o villa no eximida, Viendo presidido por el alcalde nombrado por el común o comunidad o concejo mayor, si bien en algunas casos el derecha de nombrar alcalde correspondía al señor, siendo este derecho una de las poquísimas conquistas que el feudalismo pudo hacer en Castilla cuando dominaba en la mayor parte de Europa y que debe de considerarse como cosa completamente extraña a la neta organización caste­llana. Al concejo menor incumbía el gobierno de la aldea en aquellos-asuntos de trascendencia puramente local.

Los servicios concejiles proporcionaban recursos o ingresos a los concejos, inspirados siempre en el bien público o del procomún llevados de un colectivismo tan práctico corno conveniente y saludable: también acudían a las de­rramas cuando no bastaban los ingresos de los servicios comunales.

A poco que se estudie la estructura de los antiguos concejos, se verá cómo prevalecía y predominaba en ellos el espíritu social corporativo, la conveniencia pública del pro­común sobre el interés privado del individuo, estableciendo una armonía, una mutualidad, una solidaridad de todos sus miembros entre si y con la corporación, que no puede me­nos de admirar todo el que serena y desapasionadamente medite y reflexione sobre las bases fundamentales de aque­lla sociedad, poco conocida y demasiado olvidada.

El funcionamiento del concejo castellano reportaba a la colectividad de sus vecinos ventajas que considerarían como apetecibles aspiraciones los colectivistas modernos de los que pueden considerarse como afortunados precursores los castellanos anteriores a la tiranía centralista, adulteradora de nuestra genuina tradición política. Hasta tal punto llega­ron nuestros concejos, tales fueron los beneficios que consiguieron, que vivían por si mismos, llevando además el bienestar y la comodidad a sus vecinos con el sabio uso del patrimonio llamado de propios y evitando con sus bie­nes comunales una miseria como la actual de las clases inferiores, que con vergüenza de la humanidad y escarnio de la justicia, tienen que sufrir sociedades que presumen de más adelantadas.

Los bienes de propios atendían simultáneamente a dos fines: costear tos gastos concejiles sosteniendo la hacienda del concejo y acudir a la comodidad y servicio de los ve­cinos.

La hoy tan suspirada municipalización de servicios, es cosa antiquísima en nuestra tierra castellana, donde viene practicándose utilizando los bienes de propios; casas, molinos, hornos, fraguas, tejeras, neveras, abacerías, meso­nes, carnicerías, tabernas, mataderos, almudíes, lonjas, teínas, etc.; la abacería era el lugar donde se vendían los artículos de primera necesidad que, como la carnicería y la taberna, se subastaban por el procedimiento que llamaban a mata-candelas o a candela pagada; para la carnicería se facilitaban por el concejo pastos en terrenos acotados y para la taberna se nombraban dos catadores entre los con­cejales que recibían el vino en las tinajas del común, las cuales tenían una tapadera con llave que guardaban los fieles; el molino y el horno de poya o de pan cocer, tam­bién se remataban, cobrando el rematarte los derechos que en el molino se llamaban de maquila y en el horno de hor­nazo o poya.

A más de estos bienes, consistentes en locales y artefactos acondicionados para cumplir algún servicio público, poseían los concejos terrenos patrimoniales que se usaban para acrecentar con sus frutos la hacienda concejil y que eran utilizados unas veces por contrata o arriendo y otras por administración directa, ejecutándose en este caso las tareas necesarias al cultivo o detrás cuidados requeridos por esos bienes por el vecindario y recogiendo sus productos el erario concejil como en los tajones del concejo de tierra de Soria y en las cerradas del concejo de Barbadillo de Herreros, ,Jaramillo, Hoyuelos y otros pueblos del partido de Salas de los Infantes, en la provincia de Burgos. En otros casos el producto, en vez de pasar directamente a las cajas del concejo, se emplea en sostener algún servicio, como los prados de Barbadillo de Herreros, que sirven para los gastos del toro semental propiedad del pueblo.

Aparte de estos bienes de propios, cuyos frutos servían para la hacienda concejil, existe otro patrimonio, también de los concejos, pero destinado al aprovechamiento directo, personal y gratuito de los vecinos, constituido por los bie­nes comunales. Estos bienes comunales se utilizan en di­versas formas por sorteo periódico entre los vecinos, como en Acinas, Pinilla de Trasmonte, Cilleruelo de Arriba y los del Valle de Tobalina, así como en Barbadillo de Herreros, todos de la provincia de Burgos, constituyendo comunidad ganadera en forma de piaras y rebaños concejiles, colmo en muchos pueblos de toda la región; por los llamados prados del concejo, cosechados por los vecinos, como los de Canicosa, Quintanar de la Sierra, Barbadillo de Herre­ros y otras de Burgos, y el famoso Prao-Concejo, guadañado en Tudanca (Santander), que motivó la descripción citada por Costa y admirablemente escrita por Pereda en la magnífica novela «Peñas arriba», de la escena de partición de hazas; por los sorteos anuales de monte, para bre­zo, árgoma, etc., como en Santander; por el aprovecha­miento de ,árboles y leñas tan extendido en toda la región; Por las vitas o quiñones vitalicios en la sierra de Segovia, también citados por Costa; por los oraños (palabra que, según Costa, sobrevive al vocabulario de los arévacos) de la comarca del Haza, provincia actual de Burgos (antigua­mente de la de Segovia); por los rebaños en común y otras múltiples formas que constituyen un tema más cuyo estudio es otra necesidad de la región.

Los intereses y las necesidades comunes de una co­marca, y muy principalmente los forestales y ganaderos, exigieron la creación de un organismo comarcal y, como dice muy bien el clarísimo Joaquín Casta, «.....hubieron de constituirse Comunidades de tres, de siete, de veinte, de hasta 140 y 160 pueblos, coro honores, ya de provincia, como la comunidad de Teruel, como la de Ávila, como la de Segovia, can su patrimonio de tierras y bosques, su administración, sus ordenanzas, sus juntas, sus tribunales, y de las cuales quedan aun no pocas en funciones, lo mismo que en la Edad media, materia digna de estudio y que sigue aún por estudiar».

Tenemos delante la más glo­riosa de las instituciones de Castilla la Vieja, las Comuni­dades de Tierra gemelas de las aragonesas, tanto por su desarrollo y preponderancia, como por su carácter gana­dero, pero diferentes de las similares trasplantadas al reino de León, en el que solamente fue notable la Comunidad de Salamanca, porque en el país leonés no llegaron a adquirir estas comunidades el desarrollo y preponderancia de Aragón y Castilla, donde florecían respectivamente las pode­rosas de Calatayud, Daroca, Teruel, Alcañiz, etc., y las no menos pujantes de Soria, Segovia, Ávila, Sepúlveda, etc. El país de León era eminentemente agrícola y es condición de la agricultura, la fijeza en el lugar, la unión a la tierra cultivada que provee al agricultor de lo necesario para su subsistencia, sin que tenga que acudir, como la ganadería, a buscar pastos en tierras vecinas, y sin precisar, por con­siguiente, de establecer cambio alguno para procurar el abasto de alimentos, de modo que respondiendo a estas condiciones las instituciones leonesas, se desenvuelven en servicios comunales estrictamente concejiles asentados sobre la base de utilización en común de las tierras de un pueblo, limitadas a su vecindario, sin comunidad con los otros pueblos comarcanos. Sirvan de ejemplo de este carácter agrario de las, instituciones leonesas, las de la tierra de Sayago (Zamora), las de Fuentes de Oñoro y Villarino de Aires ( Salamanca), y las de Llabanes, Valdemora, Villa­fer y Vega de Espinareda, en la propia provin­cia de León.

Los comunes , comunidades, universidades o concejos mayores constituían el gobierno de una ciudad o una villa y un cierto número de aldeas que formaban, lo que se lla­maba alfoz, alhoz, almocaz, tierra, ejido, universidad o comunidad del nombre de la villa o ciudad cabeza de la tierra. De un lugar a otro variaba con el fuero la composi­ción de la corporación que regía cada alfoz o tierra, siendo una cosa frecuente que las aldeas interviniesen en la administración comunal por un representante o sesmero por cada sexmo u ochavo en que se hallaba dividido el alfoz. La composición más general de uno de estos concejos mayores : los ­Alcaldes, o los procuradores síndicos, provistos por ­los lumineros de las parroquias o los mayor­domos de las cofradías, el Mayordomo ,el juez forero, elegido cada año por distinta parroquia o colación y el Escribano, Secretario o Fiel de fechos. El fundamento del sistema de provisión de cargos era el sufragio, con la igualdad más completa, acudiéndose en muy contados casos a la insaculación. Existía un ca­bildo de Jurados o procuradores del común, que asistían a concejo con voz pero sin voto y constituían una especie de cuerpo fiscal; dos de los jurados elegidos por el concejo, habían de ser Mayordomos del tesoro o de cámara. En la Comunidad de Segovia tenían representación en el siglo XIV los Linajes, con seis Regidores; los hombres buenos pecheros, con dos; y los pueblos del alfoz, es decir, de le Tierra; con tres Síndicos generales de la Tierra. Existía en Segovia un libro que se llamaba Libro verde de la Ciudad, compuesto en 1611 por el regidor Verástegui, que era un resumen de las costumbres, preeminencias y jurisdic­ción, según el cual los representantes de la Tierra eran en esa época dos, elegidos por los pueblos reunidos en la Ciudad la víspera de la Trinidad. Posteriormente la repre­sentación de la Tierra fué ampliada hasta un representante por sexmo.

Los principales fines de las comunidades eran, el apro­vechamiento en común de los terrenos propiedad de esta Institución, principalmente en el sostenimiento de la gana­dería, facilitando también tierras a los labradores por diferentes medios, corno las premisa, llamadas en Aragón es­calios, la utilización de las maderas y levas de los bosques comunales, la conservación de las murallas de la Ciudad, la construcción y reparación de puentes y caminos y otras muchas obras, de tal importancia, que una de ellas puede servirnos de ejemplo y es, la reconstrucción del famosísimo acueducto de Segovia, que tenía treinta y seis arcos arrui­nados, que fueron reedificados en los años de 1484 a 1489 por la Comunidad de su Ciudad y Tierra.

De todos modos y de acuerdo con las condiciones del país, el primero de los servicios prestados por las comunidales a sus habitantes era en Castilla la Vieja el de la faceria o mancomunIdad de pastos; pero a más de esto atendían a las necesidades y gastos de la justicia, a la vigi­lancia de las pesas y medidas, a la inspección de las indus­trias y comercios, a la enseñanza de oficios, al socorro de los labradores por las alhóndigas y pósitos, y finalmente, a la seguridad de los ciudadanos.

Para estos menesteres tenían las comunidades sus de­pendientes, entre los que figuraban los fieles almotacenes, - que cuidaban del peso y las monedas; los alamines, ins­pectores de la calidad, precio y peso de las mercancías, especialmente los comestibles; los fieles veedores, encargados del reconocimiento de las labores de los gremios y las oficinas de bastimentos, muestra de un intervencionismo del estado que hoy reclaman muchos; los alhondigueros o encargados de la alhóndiga; los guardas montaneros, encargados de hacer cumplir las ordenanzas que , regualaban el disfrute en común de los bienes.

Tal predicamento adquirieron en Castilla la Vieja las comunidades, que reclutaban milicias y con ellas acudían a la defensa de la Patria. Hacia los años de 1138 y 1139 aparecen las milicias concejiles o comuneras de Ávila, Se­govia y otras ciudades y villas, que sirvieron a Alfonso VIl de León y II de Castilla en sus guerras ton los moros. En época de Alfonso III de Castilla, llamado el de las Navas, octavo Alfonso de la cronología de los reyes de León, las comunidades acudieron con sus milicias a ,la batalla de las Navas de Tolosa, acaudilladas por la bandera o pendón de la comunidad o villa cabecera, siendo muchas las comunidades que se citan entre las que enviaron sus milicias a aquella batalla. La Ley XII, título XIV, parte Il de las Partidas que habla de las señas, banderas o estandartes que habían de llevar las huestes, dice: «0trosí las pueden traer concejos de comunidades o de villas; é por esta razón los pueblos se han acabdillar por ellos; porque non han otro cabdillo»,Pujames las comunidades en Castilla y aspirando cada día a mayor fuerza y preponderancia, fácil les fue formar ­liga o hermandad con otras, ya con el fin de perseguir los malhechores, ya con el de guardar las fronteras, o bien contra otras comunidades o ligas sobre términos y pueblas Aparece por consiguiente el tercer grada de corporaciones de la constitución política de Castilla en las ligas o .hermandades, acerca de las que dice Lecea (La Comunidad y Tierra de Segovia pag. 107): « Estas ligas o confederaciones llegaron a constituir un verdadero poder público independiente de la autoridad real , con ordenanzas, alcaldes, juicios y sentencias, hasta que por sus extralimitaciones hubieron de ser disueltas por el conquistador de Sevilla y por su hijo, el sabio Rey, autor de las Partidas»

Pero si aquellas primeras hermandades desaparecieron, no ocurrió lo trismo con otras que ge formaron nuevamente desde los años de 1282 a 1465 y que se conocieron por Hermandades generales de Castilla, de las que se ocupa elogiándolas entusiásticamente Martínez Marina en su Teo­ría de las Cortes, pues las tales Hermandades eran, entre otras cosas, verdaderas asambleas representativas a más de ligas de las comunidades y concejos contra el poder real, pidiendo respeto y garantía para las bienes y derechos de aquellas instituciones comuneras, o por mejor decir, de aquellos poderes locales y comarcales, determinando, en sus asambleas cómo «habían de facer para saber como pasaban las cosas e los fechos en las comarcas e que cada uno dellos trayese lo que pasare en su comarca», y ordenando que «los alcaldes de aquella hermandad, hicieran pregonar cada uno en sus comarcas aquellas resolu­ciones para que fuesen conocidas». Otra prueba termi­nante del gran poder y de la independencia que lograron estas hermandades, es el hecho de que la Hermandad de la marina, formada por la ciudad de Santander y las villas de Castro, Laredo y Santoña, ajustara una tregua de veinte años coro Eduardo III de Inglaterra, sin Intervención del rey de Castilla.

Claro es que toda esta libérrima independencia de los poderes locales, comarcases y de federación de comarcas, necesitaba de un organismo que les ligase entre sí conser­vando la integridad del país, dirimiendo las cuestiones que pudiesen suscitarse entre varios concejos, varias comuni­dades o entre el concejo y las ciases sociales que le inte­graban o aun entre el concejo y el individuo y garantizase al mismo tiempo la seguridad de la nación contra otros poderes nacionales extraños.

Esta era la misión del poder real en Castilla y para su desempeño disponía de cuatro facultades: la de administrar justicia constituyendo tribunal de apelación y nombrando los merinos o funcionarios judiciales en ciudades y villas; la dirección de la guerra que se sostenía con el concurso de las milicias comuneras y con la contribución de la fonsadera; la de atender a los gastos generales de la Nación con tributos como el de la martiniega, las caloñas y lamañería, que percibía la real hacienda, y la facultad o derechod e aposentamiento y mantenimiento del rey y su comi­tiva ó iban de jornada por el impuesto del conducho,llamado también los yantares. Las relaciones entre el reyy cada villa, ciudad o comunidad, venían reguladas por losrespectivos fueros, que al trismo mismo eran pequeñas constituciones locales. Los más notables de los fueros de Castilla la Vieja fueron el de Sepúlveda, el de Nájera, y el de Logroño. El de Logroño se extendió a unagran parte del país y por él se rigieron también con carácter­ generallas Provincias Vascongadas y la mayor parte de actuales de Burgos, Logroño y Santander. Resulta que los famosos fueros vascos son una muestra de las instituciones castellanas, o de una parte de ellas.

Complemente de la organización política de Castilla, fueron las Cortes . Instituciones que nacieran en España mucho antes de ser implantada en los restantes países europeos, En 1169, Alfonso III de Castilla (VIII según la suce­sión leonesa), cita a Cortes en Burgos a «la muchedumbre de las cibdades e enbiados de cada cibdad». Hay que confesar, sin embargo, que los reinos de León y Aragón precedieron al de Castilla en la Institución de las Cortes, que en León fueron celebradas por primera vez, con asis­tencia del estado llano, en 1088 y en Aragón en 1134, pero en contra hay que decir también que las Hermandades de Castilla venían haciendo las veces de Asambleas e inter­viniendo en la gobernación con tanta eficacia corno las Cortes, a cuyos efectos se adelantaron.

Romera describe así las Cortes de Castilla: «Las Cortes eran convocadas por derecho tradicional al principio de cada reinado, para recibir al nuevo rnonarca juramento de defender y conservar los fueros y libertades del reino, jurándole al propio tiempo los brazos o estamentos de prelados, nbles y procuradores (representantes de los »Concejos) fidelidad y acatamiento al nuevo soberano. También nombraban las Cortes los tutores del rey cuando no los hubiese testamentarios: tenían el derecho de dirigir quejas al rey y el peculiarisimo de conceder y notar las servicios y tributas e inspeccionar las cuentas del reino, es decir, que gobernaban y ejercían la soberanía en unión de la Corona. El presidente de las Cortes era el del Con­sejo de Castilla, que en unión de los procuradores acudía a la cámara del rey a escuchar la proposición real antes de comenzar las Cortes. Los procuradores hablaban por el orden establecido para las ciudades que representaban. Las peticiones que merecían conformidad del monarca se enviaban a las ciudades en despachos especiales llamados Cuadernos de Cortes. También se reunían Cortes en los »fechos grandes y arduos del Estado. Las Cortes nom­braban una comisión de tres diputados residentes en la Corte que llamaban Diputación de los reinos y subsistía de Cortes a Cortes. Los gastos de los procuradores se pagaban por los fondos comunales. La decadencia de las Cortes en Castilla fue simultánea de la de los concejos y comunidades, obedeciendo a las mismas causas».

Otra Institución, otro organismo nació paralelo y hermanado con los concejos; los gremios de artesanas, me­nestrales y mercaderes, a quienes dieron calor y vida, pues así corno los comunes eran la agregación obligada de todo el vecindario, sin distinción de clases y oficios, el gremio era la asociación forzosa de todos Ios individuos de cada oficio, regimentados por sus ordenanzas. En España fueron los gremios instrumento fecundísimo socialmente conside­rados; pero el exclusivismo, el monopolio de los tiempos en que nacieron, la excesiva reglamentación hasta imponer tasa en los precios de las mercaderías, les perjudicó bas­tante. Los gremios fueron auxiliar poderoso de la recon­quista, pues las mesnadas concejiles iban reglamentadas r gremios. Tenían estos su Cofradía y muchos su casa y capilla, y a la vez que asociaciones para el progreso de las artes e industrias, eran sociedades mutuas y hasta cooperativas de producción, y consumo que llegaron a dis­poner de grandes capitales, La institución altamente demo­crática de los gremios, coma compuesta del estada llano, tuvo por objeto robustecerlo; así que, reconociendo casi el mismo origen que los concejos, son instituciones que mar­chan paralelas, auxiliándose y defendiéndose mutuamente en su desenvolvimiento histórico- político, llegando los jura­dos de los gremios a formar parte de los concejos. Los gremios fueron un organismo que desapareció por la ola devastadora que, confundiendo el progreso can la mera imitación extranjera acepta toda lo extraño, sin detenerse a contemplar si es novedad perfeccionadora. Mucho haría en beneficio de nuestra historia quien recogiese las orde­nanzas de nuestros gremios, tanto para conocer el desarrollo de nuestra industria; corno para apreciar la manera de ser de nuestras costumbres y de nuestro fondo social. Instituciones análogas a los gremios eran las Cofradías de mareantes y Cofradías de pescadores, compuestas en los pueblos de la costa por las gentes de mar.

Hay otra institución castellana de gloriosísimo pasado, que demuestra además cuál era la Importancia de Castilla en aspecto comercial y es una prueba terminante de que nuestro país debe de considerarse en la historia como po­tencia marítima mercante de primer orden al mismo tiempo que quedará convencido, quien estas cosas estudie, de la grandísima compenetración existente entre las ciudades in­teriores y los puertos de la región, principalmente los de Santander, Santoña y Laredo. El órgano que ponía en mo­vimiento toda la riqueza de Castilla la Vieja residía en Burgos, viniendo a ser esta ciudad, más que la cabeza, el corazón del reino, propulsor de su sistema circulatorio que llevaba sus arterias hasta los puertos castellanos del Can­tábrico, hasta los centros manufactureros de Segovia y hasta las florecientes cabañas ganaderas de las Sierras so­rianas, testimoniando que entre las diversas comarcas de Castilla, marítimas, agricultoras, ganaderas o fabriles, había alguna trabazón más firme que la debida, al solo hecho de formar políticamente una nación. Esta función, de regular la circulación y cambio, era desempeñada por el Inolvidable Consulado de Burgos. Institución de fomento comercial y de carácter principalmente marítimo, primera que se reconoció y sancionó oficialmente en España, con anterioridad a los celebrados consulados de Barcelona, Bilbao, etc. Los reyes católicos concedieron en 1494 juris­dicción comercial al consulado de Burgos, pero el funcionamiento del consulado había sido reconocido anteriormen­te por Juan II en Soria (1447); en 1579 había el consulado entregado 30.400 ducados a Enrique II y en 1443 había pactado con el Hansa Teutónica, concediéndose recíprocas ventajas hanseáticos y castellanos para el comercio, navegavión e industria de entrambos países. En 1453, el consu­lado de Burgos y el concejo de Santander firmaban una escritura de concordia sobre derechos de transporte de mercancías. Fue el consulado de Burgos un verdadero tri­bunal y cámara de comercio y tuvo a su cargo las ramas de los seguros marítimas y fletes de naves, todo ello con perfecta autonomía y haciendo valer sus derechos y prerro­gativas ante toda clase de poderes. De la Importancia que adquirió, es una muestra la capitulación de Madrid, en la que Francisco I de Francia reconoció que la flota de la institución burgalesa había sufrido en la guerra danñs por 300.000 ducados. Las naves del consulado eran reputadas por tan excelentes, que el rey las pedía para viajar en ellas. Tal predicamento alcanzó la institución del consulado, que el rey de Francia dispuso «que los edictos y requisitorias del tribunal de Burgos tuvieran fuerza de obligar en­ Francia». El consulado se cuidaba además de procurar la conservación de caminos y de hacer distribuir y mandar el correo, así como de determinar en qué puertos y en qué naves habían de cargarse las mercaderías. La Institución decayó y en tiempo de Carlos III fue restablecida, pero más bien con carácter de lonja de contratación, principalmente de lanas. En 1775 se estableció en Santander un consulado, dependiente del de Burgos, que obtuvo su independencia en 1785, cumpliéndose la inexorable ley que sancionamos los castellanos de hoy y que lleva la hegemonía comercial a las orillas del mar. Sobre el consulado de Burgos ha es­crito una valiosa obra D. Eloy García de Quevedo.

El Honrado Concejo de la Mesta de León, Castilla y Granada, como indica su título, abarcaba en su jurisdic­ción a todos estos reinos y por tratarse de una institución que no era primitiva de Castilla, ya que también entraban en ella países ajenos a nuestro antiguo estado, la hemos dejado para lo último. No se sabe a ciencia cierta cuándo nació la mesta, pero debió de tener gérmenes muy antiguos, aunque no hay noticias ciertas de su existencia hasta los tiempos de Fernando III. Alfonso XI dispuso que los ga­nados quedasen bajo la protección del rey, constituyendo su agregación un rebaño que se conoció con el nombre de Real Cañada, es decir, que esta institución nació cuando Castilla estaba agregada a otros reinos y con la cooperación de varios de ellos; por eso dijimos que no era privativa de Castilla. Sin embargo, hay que presumir que en su gesta­ción tomase nuestra antigua nación una parte muy impor­tante, si se tiene en cuenta que la riqueza ganadera era la base de la economía castellana.

Es de creer que en su principio no fuese la mesta otra cosa más que la agremiación de los ganaderos en términos semejantes a las demás oficios o profesiones, pero distin­guiéndose de los demás gremios, porque desde el principia esta agremiación ganadera tuvo que extenderse fuera de los límites del municipio o comunidad por imposición del ca­rácter de la industria pecuaria. La ganadería reposaba en España sobre el principia de utilización de las pastos es­pontáneos, variables de comarca a comarca, según su clima con las épocas del año, donde se impuso la trashumación o sea el traslado de las reses desde el lugar en que se ago­taban los pastas a aquellos otros en que par las variacio­nes estacionarias les correspondía tenerlos en abundancia; así es que la asociación y el cambio reciproco de pastade­ros convenía a regiones que tuviesen distintos turnos en la lozanía de sus hierbas. Por eso la mesta estaba integrada par países muy distintos en su naturaleza, pues la variedad favorecía a su objeto.

El concejo de la mesta celebraba juntas, tomaba acuer­dos y nombraba alcaldes encargados de su ejecución. Tenía atribuciones gubernativas y judiciales en lo referente a gana­dería, constituyendo un verdadero estado dentro del Estado; es decir, que disfrutaba de privilegios que resultaban depri­mentes para los demás elementos de la sociedad nacional y sumamente onerosos para la agricultura. Su preponderancia era el dominio de los intereses de los más, pero tan desme­suradamente, que su subsistencia se hizo intolerable y aca­bó por desaparecer.

Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 83-99

El espíritu de asociación (Luis Carretero Nieva 1917)

El espíritu de asociación

El amor a la independencia es carácter peculiar del pue­blo castellana, conservado, siempre en aumento, hasta re­cientes siglos. No sucede lo mismo con el afán de aisla­miento que hoy domina a los castellanos, pero que no ha sido en tiempos pasados defecto de la raza. Muy al contra­rio, los ascendientes de los castellanas viejos son unos antiquísimos precursores de la federación en España, tanto que sus naciones fueron de las únicas de la península que formaron entre sí una federación, no limitándose a esto su deseo de asociarse con otros pueblos, ya que entre cánta­bros e iberos sino una federación permanente, hubo al menos repetidas alianzas y cambios de auxilios.

Un hombre tan autorizado a hablar de estas cosas como D. Francisco. Pi y Margall, escribe lo siguiente: (Las Na­cionalidades,, Libro III, Capitulo 1):

«Se da generalmente el nombre de España a toda la tierra que al sudoeste de Europa separan del resto del Continente los montes Pirineos y el mar de Cantabria. La Historia, en sus primeros tiempos, nos la presenta habitada por multitud de naciones que no enlaza ningún vínculo social ni político. Viven todas completamente aisladas, y ni siquiera se unen para contener las invasiones de Car­tago y Roma, que no tardan en hacer de esta infortunada región pasto de su codicia y campo de batalla de sus eter­nos odios. Si algún día las junta la necesidad, con la ne­cesidad desaparece la alianza. Sollo de cinco de estas naciones sabernos que se confederasen: las de la Cel­tilberia. De las demás, combate ordinariamente cada cual por su reducida patria, no siendo raro que esgrima a la vez sus armas contra los extranjeros y los vecinos. En la época de Augusto sucede por acaso que astures y cántabros se alcen contra las legiones de Roma; a pesar de su contigüidad y de sus comunes peligros no confunden ni reúnen jamás sus ejércitos». Y poco después agrega el gran escritor del siglo pasado, hablando de las mismas gentes autóctonas de España: «Llevan unas su espíritu de independencia hasta la ferocidad y el heroísmo, consagrándose hasta la muerte por no consentir la servidumbre: doblan otras fácilmente la cabeza al extranjero y se acomodan al trato de sus vencedores. Es distinta su cultura y hasta su origen. Proceden urcas de los iberos, otras dé los celtas y otras son mezcla de las dos razas.

Observemos ahora que la Celtiberia fue conocida con este nombre por los escritores griegos y romanos, que fun­dados en su situación occidental, con relación a los demás pueblos iberos, la supusieron poblada por una raza mezcla de ibera y de celta; pero un análisis de las costumbres, de las poblaciones, de los vestigios todos de la vida de nues­tros ascendientes, y el estudio de los mismos escritos de los propios autores, demuestran que no tenían ni la menor semejanza, ni afinidad de ningún género con los pueblos celtas, siendo hoy verdad reconocida y sancionada que los celtas no influyeron para nada entre los pobladores de la llamada Celtiberia. Esta región era, como dice el gran Pi y Margall, una confederación de cinco pueblos y según el sabio Costa, estas tribus o naciones eran: Arévacos, Tur­módigos, Belos, Tithios y Lusones (lusitanos aragoneses). No se comprendía en esta confederación a los vacceos, nación o tribu celta, más o menos pura, la más civilizada entre las confinantes con la llamada Celtiberia, que ocupaba tierras de Valladolid, Palencia y Zamora.

Pero, lo que nos importa para nuestro objeto es fijarnos en esa disposición de nuestros ascendientes tan favorable a la asociación, que les indujo a formar una confederación cuando todos los pueblos españoles vivían en el mayor, mientras que el nuestro no sólo se confederaba entre si, sino que entablaba relaciones con los cántabros que fueron todo a lo largo de la historia compañeros tan inseparables de Castilla la Vieja y tan esenciales en constitución que sin el concurso del pueblo cantabro, ni hoy ni en el pasado se concibe a nuestra región.

Lo que importa a nuestro objeto es señalar que los castellanos conservando siempre su libertad local, constituían sin embargo confederación; tanto que el Sr. Lecea, copiando al Sr. Pidal, dice en su libro La Comunidad y Tierra de Segovia, hablando de la constitución de Castilla «...era por este tiempo, digámoslo así, federal, una multitud de pequeñas repúblicas y monarquías, ya hereditarias, ya electivas, con leyes, costumbres y ritos diferente a cuyo frente estaba el jefe común.» Ese jefe común no era otro más que el rey de Castilla. Prosigue el Sr. Pidal diciendo: «En Castilla había varias clases de gobierno una era el de las Comunidades o Concejos, especie de repúblicas que se gobernaron bastante tiempo por sí mismas, que levantaban tropas, imponían pechos y administraban justicia a sus ciudadanos›

El espíritu de independencia es genuinamente ibero genuinamente cántabro; genuinamente castellano, por tanto, hasta el punto que ningún puebla del mundo podría prestar ejemplos tan concluyentes de heroísmo por la independencia como los de nuestras antecesores, pero ese espíritu de independencia viene unido a otro de solidaridad con el vecino, que dio coma resultado no tan solamente confederación de las municipalidades castellanas, formando el reino, sino también la creación de aquellas Hermandades de que después hablaremos, que son otra prueba más del espíritu federativo de los viejos castellanos.Hemos señalado como rasgo característico de nuestro pueblo, un amor sin limites a la propia independencia, pero hemos dicho también que era condición peculiar de nuestras gentes el respeto a los pactos, la fidelidad tan alabada por amigos y enemigas de nuestra gente, y con el respecto al pacto una consideración firme y decidida a la persona ajena. ¿puede haber pueblo con mejores condiciones carácter que estas para vivir en confederación? ¿Puede ser un pueblo así dominador ni absolutista?

El culto a la independencia originó la autonomía de los concejos castellanos y el sentido de federación procuró la unión de unos y otras formando la nación merced al vínculo federal del que era representante el poder real.

La fidelidad característica de la raza para la observación de todo lo pactada, era el principio de armonía entre estos dos temperamentos de nuestra gente, ya que todo el go­bierno del país consistía en el cumplimiento de los fueros locales o generales que más que otra cosa eran pactos verdaderos entre cada villa, ciudad o comarca y el rey símbolo del conjunto de todas ellas, entre el interés local represen­tado por el municipio y el general representado por la monarquía. Cuando se rompió este equilibrio, cuando se deja­ron de observar los pactos, cuando el poder real se desnaturalizó olvidando su misión, comenzó la corrupción del cuerpo castellano su alma se disipó en el tiempo y el espacio.

Valentin Almirall, el propulsor del movimiento regio­nalista de Cataluña, dice en su libro El Catalanismo, al describir el carácter catalán: «otra circunstancia muy digna de tenerse en cuenta en el temperamento de nuestro pue­blo, es su repulsión a ensalzar a los hombres y su afán de arraigar instituciones. Los hechos más grandiosos de nuestra historia y hasta los de nuestra leyenda, son o parecen ser obra de la colectividad». Esto que Almirall dice de Cataluña y los catalanes es tan aplicable, o mejor dicho, más aplicable todavía a Castilla la Vieja, del mismo modo que parecen pronunciadas expresamente para Castilla aque­llas p labras del maravilloso Castelar: «Si hay algún árbol cuyas raíces lleguen hasta las entrañas de nuestra tierra y se pierda entre los celajes de las tiempos pretéritos, sin duda alguna es la forma municipal, deríva­da las primeras tribus auftóctonas y definida por la prudencia y sabiduría de Roma». Es decir, que ya tenernos aquí una institución tan antigua tomo nuestros autóctonos, del pueblo, de la colectividad, anónima en su orrigen, que aun cuando institución general entonos los antiguos reinos o naciones de la península, no alcanza en ninguna de ellas la grandiosidad que en Castilla, ni produce en ningún sitio tan variadas derivaciones como en nuestra tierra.

Aquí, corno en todo cuanto se refiere a Castilla la Vieja tenemos que suplicar siempre al lector y recordárselo continuamente, que no confunda a nuestra región o antiguo ,reino de Castilla con la agregación de que formó parte llamado por antonomasia y con una falta de precisión, cuya consecuencias pagamos ahora, con el nombre de Castilla pero integrada, sobre todo, por el reino de León y estando regidos por la misma corona leonesa como Asturias y Galicia y las conquistas hechas por todas esas naciones leonesas, siendo motivo de continua confusión que el todo se denominado con la palabra, nombre de una parte y precisamente de aquella que, por su abolengo de raza, por el temperamento de su gente, por la situación geográfica que ocupa en contacto con otros pueblos más afines a ella que los que por azar fueron sus compañeros de agregación, por sus costumbres civiles, y por su manera de vivir más se distinguía del conjunto de los estados, agregados solo por el hecho de tener el mismo monarca. Así es que cuando Almirall marca la condición de los catalanes que se consigna en las palabras arriba transcritas, trata de hacer resaltar una oposición entre el carácter catalán y el que toma por castellano, confundiendo a Castilla con el conjunto de las pueblos o naciones a que estuvo agregada.

Las naciones leonesas (León, Asturias y Galicia) como pueblo que llevaba en sus venas más o menos porción de sangre celta, se distinguían por su temperamento conquistador, necesitaban caudillos que las guiasen, y los caudillo son siempre figuras ensalzadas a las que los pueblos dominadores tienen que aguantar a veces con la misma humille humillación que los pueblos conquistados.

El temperamento de Castilla es otro muy distinto. Desde los iberos hasta nuestros días, apenas suenan nombre personales en nuestra historia; toda -es anónimo, todo es labor colectiva y no se sabe la mayor parte de las veces dónde, cuándo, ni cómo se inició. Una de las más grandiosas epopeyas de la historia de toda el mundo, la forman los sitios de Numancia, y sin embargo, las plumas que rinden a la ciudad ibera los más honrosos homenajes que se han escrito, apenas consignan los nombres de Megara y de Retogenes, tal vez porque en el recinto numantino no había más figuras distinguidas que las precisas, muy respetadas sin duda alguna, pero nada aduladas ni glorificadas. Aparte la figura del Cid, de tan marcados rasgos godos, poco ligada a su nación, hasta el extremo de militar Muchas veces con otros reyes en empresas que en nada interesaban a Castilla, aparte de esta figura con tantos caracteres de legendaria, los héroes que ha producido Castilla por si sola, se han limitado a recobrar el suelo patrio castellano, de­biendo de reconocer que no han existido personajes que, cubiertos de laureles por su pueblo, hayan dado a la poste­ridad nombres gloriosos; Lo que pasa en el orden guerrero, ocurre del mismo modo en la literatura; así es que sabemos que el Poema del Mío Cid fue lanzado al aire desde los riscos sorianos de Medinaceli, pero no sabemos quién fuera el cantor anónimo. Otro tanto ocurre con nuestras instituciones celebradas por sus méritos, sin que los honores lleguen a sus autores, porque esto es también en Castilla o de autor desconocido o producto del esfuerzo de todos. Hay que confesar que Castilla tiene el defecto de no premiar con un recuerdo honroso a los hombres que la engrandecieron­.

Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellano.
Segovia 1917
Pp. 77-83

jueves, junio 24, 2010

Regionalismo, si: Nacionalismo, no (Luis Carretero Nieva 1917)


Regionalismo, si: Nacionalismo, no

CONFESAMOS que el propósito que nos hemos formado al escribir estas líneas es superior en mucho a nues­tras fuerzas. Contamos de antemano con el perdón de los lectores y entramos, por ello, animosos en la tarea, por la convicción arraigadísima que tenemos, de que es imprescin­dible abordar este tema, ya que en su estudio puede encon­trarse, concreta y claramente la diferencia, que de una manera demasiado abstracta, demasiado vaga, demasiado confusa, se ha pretendida señalar en Castilla la Vieja con los adjetivos sano y morboso aplicados a la palabra «re­gionalismo», queriendo con esto significar que las interpre­taciones que se diesen a la voz regionalismo, podrían co­rresponder a conceptos tan diferentes que muy bien llega­rían a ser opuestos.

Nacionalismo y regionalismo son dos vocablos, cuya significación es muy difícil de encontrar exactamente en los diccionarios de nuestra lengua, pues a más de tratarse de dos neologismos, hay que tener en cuenta que por encima del significado que filológicamente tienen las palabras, hay raro, que es el que' adquieren por el uso popular, y a ese, es al que vamos a referirnos, porque no Nos hemos propuesto discurrir sobre cuestiones gramaticales, ajenas por completo a nuestras aficiones, nuestros conocimientos y nuestros propósitos principales; porque querernos hablar de los conceptos que corrientemente se designan con esas pa­labras, no de las palabras mismas. Tampoco vamos a exponer teorías de una ciencia política que no poseemos, sino que nos limitamos a repetir y concretar las ideas que en esta materia son de dominio popular.

Nacionalismo y regionalismo son, en el sentido que se les da corriente y actualmente, dos palabras que significan conceptos antagónicos, porque antagónicas son, en ese mismo sentido, las voces «nación» y «región», de las que aquellas se derivan.

Decimos que nación y región, son conceptos antagóni­cos. Vamos a tratar de demostrarlo. Por nación entienden algunas el conjunto de hombres de la misma raza, el mismo idioma y una común historia, pero en el sentido que se aplica corrientemente en España, tal como la conciben la inmensa mayoría de los españoles, la nación, para ser tal, necesita reunir otra condición: la de tener un territorio con gobierno independiente, con soberanía completa, con re­presentación por si misma en el conjunto de las demás na­ciones.

Así demuestran entenderla los separatistas catalanes y bizcaitarras al pretender, más o menos ilusoriamente, más o menos explícitamente, más o menos prontamente, la ins­tauración de naciones en el solar de sus pueblos sobre la base de la unidad de su raza o la posesión de su peculiar lenguaje. Así entienden también la nación española los que toman esos mismos fundamentos de raza e idioma, asegu­rando la existencia de una raza española y dando por hecho cierto la desaparición de España de las lenguas distintas de la española, llamada también castellana.

De modo que lo mismo los centralistas que los separatistas consideran corno fundamental la independencia y unidad de poder, completísimas en cada una de sus nacio­nes, de tal modo, que la independencia absoluta y la pose­sión integral de las funciones de gobierno son las caracte­rísticas de la nación, que anhelan tanto unos como otros. Centralistas y separatistas son, en el fondo, correligio­narios .

Los centralistas, persiguiendo la conservación de una nación tal como está ya formada la nuestra, con una insti­tución central que absorbe todas las funciones de gobierno, que vive a expensas de la muerte de todos los organismos que integran el país sobre el que descansa la nación; y los separatistas, defendiendo la precaria idea de instaurar eso mismo en un territorio más chico y parte del de aquélla, in­curren en idéntico error fundamental, olvidando que hay unas necesidades generales y otras particulares que no deben de confundirse ni de despreciarse.

Los centralistas españoles han tenido que rendirse ante la evidencia; han tenido que reconocer, de grado o por fuerza, que según hay una vida local inconfundible con la nacional, hay otra vida limitada a la comarca, con necesi­dades y facultades propias, que les han obligado a la crea­ción de la provincia que es un organismo con férrea depen­dencia del poder central, que no le ha otorgado sus facul­tades propias, incapacitándola en esta forma para atender a sus fines, por estar dominada por un elemento extraño que siempre es dañosamente perturbador.

La región, tal corno la concebimos, no es una provincia, por cuanto que las facultades que la corresponden las posee completamente, sin que en el ejercicio de las mismas com­parta sus atribuciones con el poder central, ni obre por de­legación de él.

La región no es una provincia, sino una institución contraria a ella, pero que además se basa en un principio opuesto a aquel en el que los españoles fundarnos la nación, por cuanto que la nación, en el criterio de los centralistas españoles, estriba en la concentración de funciones y atribuciones, mientras que la región, en el nuestro, se funda en la distribución de las mismas.

La región es todo lo contrario a la nación, por cuanto que, careciendo de ciertas importantísimas funciones de gobierno y sus atribuciones correspondientes, necesita for­zosamente de una entidad que posea aquellas que no tiene, no pudiendo jamás ser independiente, viéndose obligada a formar parte de una nación compuesta con otras regiones, que garantice la seguridad del ciudadano y la integridad del territorio, que lleve la representación del conjunto en el concurso de las demás naciones y que sea el sostenedor del orden social, porque la región no puede desempeñar jamás funciones de soberanía.

La región es como esos seres cuya existencia no es po­sible sin formar grupo coro otros, por ser individuos capa­ces de atender a algunos, pero incapaces para otros de tos fines de su vida, así como de sus necesidades y por tanto el separatismo es incompatible con este concepto de la región, que tiene que unirse a otras por imposiciones de sus propias naturaleza y necesidades, independientemente de que actúe o no la fuerza.

La región, para conservarse, no requiere que se menos­cabe en lo más mínimo la integridad del agrupamiento na­cional, pues éste conserva la soberanía completa y única en todo el territorio nacional y posee total y exclusivamen­te todos los instrumentos necesarios para ejercer esa soberanía, siendo, además, el encargado de defender los dere­chos individuales frente a los desmanes de las instituciones de gobierno regional, que también poseen completamente por si mismas aquellas funciones, pero solamente aquéllas que, por corresponder exclusivamente a la vida de la región, no necesitan ser desempeñadas por el gobierno nacional. El regionalismo es la aspiración a conseguir el engrandecirniento de las regiones y la creación de instituciones para su gobierno particular, hasta obtener que se reconozca como de la competencia de estas, cuanto concierne al mejor acondicionamiento del territorio para mayor servicio y comodidad del hombre y al perfeccionamiento físico y moral del pueblo.

El regionalismo niega que la integridad del país y de la organización nacionales exijan en ningún caso y por nin­gún motiva, que el gobierno general absorba funciones y atribuciones que no necesita ni le corresponden, y niega también que sea más sólida la unión de una nación porque resida en una sola entidad la dirección de aquélla, pudiendo ocurrir que haya unidad de poder y, sin embargo, se, en­cuentre totalmente disociada la nación, por estar el pueblo divorciado del gobierno o hallarse en igual situación unas clases sociales con otras o las distintas provincias entre si.

No admite el regionalismo ese sofisma de ver la desmembración del territorio como consecuencia de la distri­bución de las funciones, que hoy concentra en si el Estado, en varios organismos o corporaciones con constitución apropiada para cada una de esas funciones, según el prin­cipio prudentísimo de la división del trabajo y con una zona limitada a que atender. No admite el regionalismo la pre­tensión de que el principio de intangibilidad de la nación exija que el mismo organismo encargado de la defensa de la patria, de la seguridad y amparo del ciudadano y de la representación del Estado ante el extranjero, deba de ser el que cuide de los bosques, ni el que se encargue de hacer un hospital o sostener una Universidad.

Sostiene el regionalismo que un poder que monopoliza tantísimas atenciones, no puede desempeñarlas, ni con resultado práctico ni con equidad, y hace resaltar el abando­no, tan vergonzoso en España, de cuanto se refiere al me­joramiento del suelo patrio y a la comodidad y prosperidad del pueblo, al misma tiempo que tiene que protestar con dolor de que las únicas atenciones sean para comarcas que saben imponerse con su fuerza o intrigan con sus caciques, procediendo este mal y esta injusticia de la esencia misma del mal centralista que ha cargado al gobierno nacional obligaciones superiores a su capacidad y que carece, ade­más, del poder y de la ecuanimidad necesarios para ser justiciero; de modo que, al pretender concentrar en su mano lo que debiera estar distribuido en quienes corres­ponde tener los recursos necesarios que el mismo Estado les arrebata, despoja a unos de lo que les pertenece y da a otros, por favor o por miedo, lo que no es suyo por dere­cho, resultando que con ello el poder central, en vez de ser lazo de solidaridad entre las comarcas de la nación, es el principal causante de las discordias entre ellas y el impor­tuno acicate de disensiones y recelos.

Pasemos ahora a tratar del regionalismo, en cuanto con­cierne particularmente a nuestra región de Castilla la Vieja.

Cuando en Castilla la Vieja se ha hablado de organiza­ción y aspiraciones regionales, se ha huido, como del de­monio, de emplear la palabra «regionalismo», que repug­naba a los castellanos viejos; pero como quiera que cuanto signifique engrandecimiento regional, es regionalismo, en nuestro lenguaje corriente, como intelectualismo, es ensal­zar la inteligencia; como españolismo, es encumbrar a España; como individualismo, es robustecer al individuo; cuanto tienda a engrandecer, ensalzar, encumbrar o robus­tecer a la región, debemos de llamarlo regionalismo.

La lógica del lenguaje vino por fin a imponer la palabra regionalismo, que debe de significar siempre la aspiración de una colectividad formada por todos tos castellanos vie­jos que desean el engrandecimiento de Castilla la Vieja, sin que se requiera otra condición, sin que se les someta a nin­guna disciplina, ni se les subordine a ninguna autoridad, ni se les sujete a otra ley que la de poner por delante de sus compromisos personales o políticos, el de defender las aspiraciones de Castilla la Vieja que se hayan manifestado por los clarísimos medios de que dispone la opinión públi­ca, así como aquellas otras que, por no haber salido de una persona o de un limitado grupo, convengan a la región, aun cuando no sean profesión popular todavía. La palabra regionalismo se pronunció y se repitió en nuestra tierra, pe­ro determinando su valor con los adjetivos «sano» y «mor­boso» de que hablábamos anterlormente.

Todos los escrúpulos, todos los recelos que hizo levan­tar la palabra regionalismo, los creernos ahuyentados con lo que dijimos en nuestros primeros párrafos, entendiendo que aquello que se ha tratado de denominar con la frase «regionalismo morboso» es una cosa tan distinta, tan con­traria al regionalismo, cual es el nacionalismo, impropie­dad de lenguaje y de concepto que se ha querida corregir, poniendo a la palabra regionalismo el adjetivo «sano» para librarla de aquella torcida interpretación y restituirla a su verdadero significado.

El «regionalismo morboso» disgustaba a los castellanos viejos, causándoles las mismas náuseas que nos produciría un nacionalismo por lejano que estuviese de nosotros. El nacionalismo es cosa que rechaza nuestro carácter con la misma indignación que pueda sentir el virtuoso ante el vicio, con el dolor que sufra el hombre de los trópicos ante los hielos del Polo, con el desprecio de un critico exquisito para una obra de artista sin inspiración ni técnica. El na­cionalismo supone dos cosas contrarias al espíritu castella­no: la imposición de un poder único y la separación del país del resto del mundo, mientras que la tendencia vieja castellana consiste en la conservación de autonomías y en la agregación de pueblos.

Todo el ideal político de Castilla ha sido el de agregar pueblos, conservando sus peculiares regimenes: por eso la agregación de Castilla y León ha sido deseo constante de los castellanos y por eso también el miedo a que la unificación destruyese la manera de ser típica de cada uno de am­bos reinos fue obstáculo que hubo que vencer. "toda la his­toria de Castilla es una prueba de estas dos inclinaciones la de agregar pueblos y la de conservar sus constituciones respectivas.

Los primeros actos de Castilla se dirigen tan sólo a li­brarla del poder de los reyes de León, persiguiendo la auto­nomía.

Después, cuando la tendencia a la agregación hace que Castilla y León tengan por segunda vez un mismo sobera­no (Fernando I), el respeto a las autonomías hace que un concilio (Cooyanza 1050) declare que los Reinos de Castilla y León no se habían unido, sino agregado, y que en cada una regirían sus leyes particulares.

Más tarde, en época de una nueva separación y en vís­peras de la jura famosa de Santa Gadea, los castellanos, buscando la agregación de reinos, eligen para Rey de Cas­tilla a Alfonso VI de León, pero no ocultan sus zozobras y sus temores de que la posible absorción leonesa destruya la manera de ser de Castilla.

Y todavía cabria preguntar si aquellos castellanos que se reunieron en la ciudad de Nájera para proclamar como Rey privativo de Castilla a Fernando, el futuro conquista­dor de Sevilla, no tuvieron presente en tan transcendental acto la posibilidad de que más tarde volviesen a juntarse en sus manos el cetro de Castilla y el de León, como efectiva­mente sucedió.

Años después, la ciudad de Segovia proclama corno Peina de Castilla y demás estados de su corona a Isabel, la gran mujer política, buscando sin duda alguna juntar los cetros de Aragón y de Castilla en un matrimonio, pero es­cribiendo al mismo tiempo el famoso Tanto monta, monta tanto. Monta tanto, tanto monta, Isabel como Fernando; tanto son, tanto significan, tanto pueden los estados cata­lano-aragoneses correo los castellano-leoneses, sin que ninguno de ellos deba sobreponerse a los otros. Si, por aña­didura, Castilla era una agregación de comunidades y me­rindades ¿tiene lugar el unitarismo en la tradición caste­llana?

En el pasado de Castilla, lo clásico, lo genuino, lo que nace del alma del pueblo, es el regionalismo. Lo exótico, lo impuesto, lo aceptado a la fuerza por. el país, es el centralisrno unitario. El nacionalismo con sus secuelas, la centralización y el imperialismo, son refractarios a nuestra tradi­ción, Si Castilla, con su espíritu expansivo y de agrega­ción, contribuyó ni más ni menos que las demás antiguas naciones a formar la España actual, no tuvo en cambio la menor intervención en el advenimiento del unitarismo gu­bernamental, resultado de urca política extranjera impuesta por reyes también extranjeros y sufrida por todos los anti­guos reinos españoles, siendo Castilla uno de los más cas­tigados.

Si el regionalismo está en la tradición castellana, veamos ahora si está también con la razón y con las aspira­ciones de los tiempos presentes.

Nacionalismo y regionalismo están integrados por un conjunto de sentimientos y una serie de aspiraciones. Hay países en los que el sentimiento patrio se traduce en una exaltación desmesurada de amor al país y de menosprecio para los ajenos, considerados tan sólo como territorios do­minables. en épocas de poderío; este amor patrio excluye todo sentimiento de solidaridad humana y su fruto es el nacionalismo.

Hay otros países que están persuadidos de la necesidad de vivir con absoluta libertad, peco en completa armonía con los allegados por razones de lengua de historia o sen­cillamente de amistosa veracidad geográfica y en estos países el espíritu federativo llega a arraigar hasta el extre­mo de constituir parte esencial de su genuina naturaleza, rechazando todo intento nacionalista. A propósito de esto, no podemos resistir a copiar las palabras que el culto bil­baíno, Sr. Balparda, dedica en la revista Hermes a la pro­paganda nacionalista bizcaitarra... «se comprenderá que la propaganda sabiniana, muy en contra de las ilusiones de su fundador, ha venido a desfigurar y destruir los rasgos fisonómicos de la personalidad de Vizcaya», porque hay países que llevan en la masa de su sangre el espíritu de asociación y precisamente son esos aquellos que más apre­cian su libertad, los que menos se someten a los ataques de la tiraría. Castilla mientras no decayó, mientras conser­vó pujantes sus virtudes, fue uno de esos países, y si acaso no lo es hoy, tan sólo a la decadencia de la raza debernos achacarlo.

Y es que el nacionalismo entraña separación, aisla­miento y hasta incompatibilidad entre la nación, que en cierto modo y en ciertos casos viene a ser como un grupo disidente y el resto del mundo abriendo un abismo alrededor de las fronteras nacionales, por lo que consideramos igualmente perjudiciales para la solidaridad humana el na­cionalismo, asentado sobre las naciones de gran territorio y el que quiere instaurar o restaurar otras más chicas en una parte de éste. El regionalismo reclama de la nación la devolución y distribución de funciones que tiene monopoli­zadas, no creyendo en ningún caso que la solidaridad exija el traspaso de estas funciones a otra entidad a quien no pertenecen; el regionalismo pretende fortalecer la capaci­dad directora de la región, pero deja desarrollarse libre­mente el instinto de sociabilidad con otros países y no sólo deja que, se desarrolle, sino que le estimula, porque la re­gión necesita de otras para constituir una nación y comple­tar los fines de su vida y el cuidado de sus necesidades, mientras que el nacionalismo pretende que la nación sea todo y atienda a todo y mande en todo, lo mismo dentro que fuera de fronteras; el espíritu nacionalista tiende a someter al pueblo al poder nacional, poniéndole en cuanto pueda frente a las demás naciones. Castilla la Vieja, dentro de España, ha sido siempre el más entusiasta defensor de la armonía y solidaridad nacionales, de la consagración de la sociabilidad entre todos los elementos hispanos y siendo así, mal puede sentir satisfacción con un centralismo que atosiga tan nobles intenciones.

Castilla la Vieja, puede afirmarse, rechaza de plano todo asomo de nacionalismo; pero ¿acepta el regionalismo? Para contestar a esta pregunta seria preciso que urja convulsión, curando la atonía del país, le pusiese en condiciones de res­ponder libremente, conscientemente. Algo significa, sin em­bargo, el interés que despiertan los temas regionales en el pueblo.

El regionalismo de Castilla la Vieja es una necesidad como sentimiento y otra necesidad como norma de conducta, deri­vando de ambas una obligación para los castellanos viejos.

Reina en Castilla la Vieja una verdadera anarquía, que admite sin protesta todo mandato de los poderes representativos de la sociedad, pero que encontrará seguramente quien trate de investigar la trabazón que en nuestro país existe entre la sociedad y el individuo. El ciudadano es en nuestra tierra un hombre que paga sumiso los tributos y acata con igual sumisión las leyes coma cosa impuesta por la fuerza o el deber, pero considerando los negocios públi­cos como algo completamente ajeno a sí mismo, como si el Estado fuese una entidad de la que el individuo no formase .parte, ignorando que los negocios de todos lo son de cada uno y no experimentando la menor sensación ante un pro­blema cualquiera de los del común. Es necesario en nuestra tierra hacer que en el individuo se despierte el amor a la so­ciedad, y ese amor tiene que formarse por las emociones sentidas en el lugar donde se nació, donde viven los compañeros y los amigos, donde está el panteón de los recuerdos, donde quisiéramos ver todas las perfecciones; despertando una serie de sentimientos que percibiremos también en los lugares semejantes al nuestro o en los ligados a él por cual­quier género de relación que nos traiga su memoria.

El enlace del hombre con la sociedad, ha de comenzar par el individuó, seguir por la familia y por la población en que se vive y continuar por las que en unión de la nuestra, forman una familia de poblaciones. Hace falta que el indi­viduo, para sentir el amor a la sociedad, tenga de cerca sus ventajas y pueda también hacerse cargo de ;sus calamida­des para que le afecten sus dolores. El sentimiento regio­nalista, uniendo al individuo con su localidad y con su re­gión, romperá el estado actual de cosas, en el que a la uni­dad exageradísima en el poder corresponde una disocia­ción extremada, sin que exista la trabazón afectiva, que es el fundamento de una sólida organización social.

A la indiferencia en el sentimiento corresponde la indiferencia en la acción. Si es una necesidad sentir, es otra obrar. Castilla la Vieja tiene obligación de hacer todo aquello que reclama su engrandecimiento propio y todo lo que demande la prosperidad de la patria española. Y conste que la mi­sión de Castilla la Vieja no puede reducirse jamás a dis­frutar de aquellas concesiones que pueda obtener del Esta­do a modo de enriqueñas mercedes, pues esto, ni puede causarle la inestimable interior satisfacción, ni corresponde a sus obligaciones, ni a sus conveniencias.

Lo que Castilla la Vieja necesita del Estada, no es el usufructo de tales o cuales ventajas en la colocación de las dependencias públicas, sino que se la ponga en condicio­nes de fomentar por si misma su riqueza patrimonial, Es obligación de los castellanos viejos sentir los males de su patria, gozar con sus venturas y atender a sus nece­sidades. Es también su deber hacer que no dependa del favor la vida grande o pequeña que pueda sustentar por si misma en beneficio suyo y de toda la nación española.

Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellanoPp 329-340

miércoles, junio 23, 2010

Las sociedades castellanas viejas (Luis Carretero Nieva 1917)

Las sociedades castellanas viejas

Concibiendo la sociedad general humana como una su­cesión de más pequeñas sociedades que toman al individuo como elemento primordial constitutivo de todas ellas, nos encontramos -en primer término con la sociedad familiar, a la que sigue la municipal. Familia y municipio tienen su existencia en España reconocida por las leyes, conservada por la costumbre y trasmitida a lo largo de los tiempos, sin que la más poderosa sociedad nacional haya consegui­do anularlas, si bien la sociedad municipal, principalmente la de Castilla la Vieja, haya recibido del poderío de la na­cional, serios y persistentes ataques que han mermado en mucho su pujanza.

La sociedad familiar presenta, dentro de la nación espa­ñola, diversas modalidades que estriban principalmente en la manera de perpetuarse a través de las generaciones hu­manas. También la sociedad familiar castellana tuvo sus caracteres particulares, hoy desaparecidos y no es cosa de este momento, ni cuestión de gran interés para los fines de este libro, distraernos a investigar los cambios que las leyes españolas y las variaciones de costumbres hayan po­dido introducir en la constitución de la familia tópica de Castilla la Vieja por tratarse de cena cuestión que, aun cuan­do de mucha importancia para el pleno conocimiento del pueblo castellano viejo, puede tratarse independientemente de aquellas otras, que son indispensables de estudiar, al pretender reorganizar la necesaria, aun cuando desapareci­da, saciedad regional en nuestro país de Castilla la Vieja; pues existiendo corno ex1ste;la sociedad familiar con el vigor necesario para subsistir, puede pasarse a la reorganización de las sociedades municipal y regional, prescindiendo por el momento de aquellas perfecciones que a la saciedad fa­miliar puedan acarrear las adaptaciones de las más modernas conquistas de la ciencia y de la experiencia de la vida a los elementos genuinos de la familia en Castilla la Vieja.

No ocurre lo mismo con la sociedad municipal que ha perdido vigor, fuerza y cohesión, siendo hoy problema capitalísimo para la regeneración del caduco país de Castilla la Vieja la reconstitución de las sociedades municipales con el pueblo de sus ciudades y aldeas, con creación de un po­der estimulante que origine una opinión y una voluntad pú­blicas dentro de cada uno de los municipios de la región, con la instauración de corporaciones concejiles, capaces de satisfacer en todo los designios de las respectivas opinión y voluntad locales, ajustando a ellas todos los actos del gobierno local. Porque de nada nos vale la consideración de que nuestra Castilla la Vieja haya gozado de muy pu­jantes corporaciones locales, si el hecho innegable, el hecho triste, el hecho notorio es que, al reducirse aquéllas a simples organismos subordinados al poder central y depen­dientes de él, se quebrantó también la sociedad municipal y tan sólo en determinados casos da muestras de vida, pro­bando más la necesidad de existencia que el hecho de existir.

Creemos que la reconstitución de las sociedades muni­cipales de Castilla la Vieja es necesidad perentoria de la misma importancia que el agrupamiento de los castellanos viejos en sociedad regional, que es empresa igualmente abandonada por ellos, los que víctimas del excesivo inter­vencionismo del poder central en todos los órdenes de la vida colectiva dentro de la nación, han perdido aquella en­tereza necesaria para que. cada entidad reclame el derecho a atender por sí misma a sus fines y han perdido también aptitudes por la persistencia de la tutela. Sin necesidad de volver a repetir, pues en el ánimo de todos están, las infini­tas razones que hacen de las organizaciones municipales, elemento principalísimo entre todas las agrupaciones huma­nas, confirmemos la obligación que incumbe al país castellano viejo de fortalecer con una reforma radicalísima la constitución de sus sociedades municipales mediante el es­fuerzo de todos, porque a todos nos interesa por amor de cornpatricios y por interés de consocios, poner a los habi­tantes de todos los rincones de Castilla la Vieja en condicio­nes de perseguir autonómica y eficazmente su prosperidad.

Sentada esta necesidad de reconstituir las sociedades municipales, despertando en cada municipio el interés de los vednos por los negocios del común, cabe sin embargo
la acción colectiva regional, aparte de la puramente local, para evitar la causa de la degeneración de nuestras socie­dades municipales y para corregir sus perjuicios. La causa de la decadencia de esas colectividades municipales es la ya tradicional persecución que los poderes centrales, desde antes de la unidad nacional, venían dirigiendo contra los poderes locales castellanos y sus inseparables y comple­mentarias instituciones comarcales hasta hacer desaparecer aquel beneficioso colectivismo, que tan bien se adecuaba al temperamento de nuestro pueblo, y que era el más señalado rasgo del espíritu de nuestras genuinas organizaciones po­líticas y hasta destruir una hacienda popular que era el fun­damento de tina envidiable riqueza pública; y las consecuen­cias fueron la desilusión y el apartamiento de las personas útiles al país y sanas de alma, desoladas por la magnitud de un desastre para cuya reparación se consideraron impo­tentes. La labor regional que hay que hacer, consiste en procurar la reorganización de las corporaciones municipales sobre una base tornada en la tradición castellana, pero con aplicación de los más recientes progresos de la ciencia política con una sabia adaptación del espíritu de nuestras instituciones a los tiempos modernos, consiguiendo lo que se hubiese logrado si estas instituciones hubieran seguido un camino en el progreso tan largo como el recorrido por cualesquiera otras, evitando la simple copia de lo ajeno y cuidando, además, de crear tantos tipos de organismos municipales como requieran las variedades comarcales indis­cutibles en la región. Porque todos los peligros que pueda tener un centralismo uniformista dentro de España, los tiene igualmente otro idéntico centralismo dentro de Castilla la Vieja, sin más variaciones que la de venir dentro de la región notablemente aminorarlos los inconvenientes por ser también menores las diferencias comarcales. De cualquier modo, en Castilla la Vieja hemos de tener unos municipios adaptados a la distribución de la población y al género de vida de la misma en las comarcas de sierras y montañas donde abundan las pequeñas, numerosas e inmediatas al­deas, formando municipios con muchos anejos, con concejos de aldea en cada una de estas y con un ayuntamiento único para varias, corno ha de haber en muchos lugares, lo mismo de Santander, que de Soria; de Logroño, que de Segovia; de Ávila, que de Burgos; y hemos de tener otros ayuntamientos aplicables a las ciudades, en las que los la­bradores o son una minoría o no existen, y hermos de tener otro tipo de municipios en tierras corno las de llanuras y riberas, en las que la población está concentrada en núcleos variables, pero grandes todos, si se comparan con los de las sierras, en los que generalmente la vida económica re­posa sobre el cultivo agrícola, el vitícola, el hortícola, y algunas veces sobre el forestal resinero. El municipio cas­tellano debe de inspirarse en las organizaciones que fueron resultado de una gran experiencia de condiciones del terri­torio y del carácter del pueblo que imprimieron una perso­nalidad señaladísima a los municipios de Castilla la Vieja, pero tiene que aceptar todas aquellas que sean conquistas en fiarle del progreso, porque tan perjudicial y funesto es confundir lo que es progresivo cocí lo que solamente es nuevo o exótico, corno seria torpeza considerar, como cosa genuina y propia del pueblo, a lo que solamente es viejo y no tiene mérito ninguno, pudiendo muy bien ser tan sólo un vicio perpetuado.

Luís Carretero Nieva
El regionalismo Castellano
Segovia 1917
Pp. 341-344

martes, junio 22, 2010

La necesidad del renacimiento (Luis Carretero Nieva 1917)

La necesidad del renacimiento.

Es la primordial entre todas ellas. La necesidad de reconstituir la región de Castilla la Vieja, de hacer que se relacionen entre sí sus provincias, de procurar que por los españoles en general dejen de considerarse como tipo de campos y ciudades castellanos, a campos y ciudades que no lo son, formando un juicio erróneo sobre nuestro país, confundiendo a Castilla la Vieja con la región leone­sa, no es mero capricho, sino necesidad imperiosa. La pre­tensión de que procuren agruparse para conocerse y ayu­darse mutuamente, comarcas que, por disponer de los mis­mos elementos de vida, tiene que resolver idénticos proble­mas; que sufren el mismo clima; que, por sus páramos y sus sierras, ofrecen el mismo aspecto geográfico tan dife­rente del de Campos y la Mancha; que, por sus pequeñas aldeas y sus modestísimas labranzas, tienen una economía rural común entre ellas y diferentes de las de aquellas in­mensas llanuras; pero, sobre todo, que, por haber pasado por iguales postergaciones entre sí, merecen de la nación el mismo concepto, no es en nuestro caso vano afán de restaurar retrospectivas divisiones, ni ciego empero de proclamar como mejores tiempos pasados. La adoración de la tradición por la tradición misma, el ansia de volver a trazar fronteras borradas por el tiempo y los sucesos po­líticos, que no tendrían otra finalidad que la muy pobre de decir, aquí terminan los unos y comienzan los otros, nos parece cosa baladí indigna de la menor atención. Del mismo modo, la afición de los leoneses a llamarse castellanos, nos parecería capricho inofensivo sin ulteriores consecuen­cias, si no fuese acompañada de otras circunstancias que le dan influjo sobre nuestra vida económica.

Castilla la Vieja ha de organizarse obedeciendo a la voz imperiosa de tres mandatos, que son: Primero; la defensa por los propios castellanos, utilizando cuantos medios estén a su alcance, de todos aquellos intereses que puedan en­contrarse en pleito con los de otras regiones españolas. segundo; la mutua ayuda para constituir un organismo ca­paz de combatir el atraso que, por diferentes causas, se ha apoderado de nuestro país y nos cure de esa pasividad mulsumana cuya consecuencia es no prestar la más mínima atención, ni aun apercibirnos, de la existencia de múltiples problemas de vital importancia para nuestra tierra, organis­mo que nos incita a adelantar en el camino del progreso la distancia que nos separa de aras provincias españolas. Y tercero; la necesidad de crear una institución que se ocupe de atender a la riqueza y comodidad pública, cumpliendo fines que hoy el Estado se ha apropiado, pero que no atiende; institución que cuide como cosa de su exclusiva com­petencia de todo cuanto concierne al fomento del territorio y al engrandecimiento y perfección del pueblo, recibiendo del Estado aquella parte de los recursos públicos que co­rrespondan a nuestra región, único medio de evitar des­iguales repartos en los servicios del poder central. Para esa, lo primero que tiene que hacer Castilla la Vieja, es co­nocerse a sí propia.

Necesitamos la región, porque nos hace falta defender­nos y engrandecernos, y separadamente, municipio a municipio, o provincia a provincia, carecemos de energías para lo uno y para lo otro. Si aisladamente medimos nues­tras fuerzas, el pesimismo se apodera de nuestro ánimo, pero si las sumamos, podemos concebir alguna esperanza.

Debernos explicar cuál es nuestro concepto de esa de­fensa y de ese engrandecimiento de que hablamos. Nadie negará, porque se trata de hechos consumados y varias veces repetidos, que en España hay en muchos casos opo­sición entre las necesidades de unas y otras regiones, sus­citándose continuamente litigios en los que el poder central tiene que actuar de tribunal sentenciador, influyendo mucho, muchísimo, en sus decisiones, la habilidad y entereza con que se hagan las defensas respectivas que requieren ser dirigidas por personas conocedoras del país a que se refie­ren y amantes del mismo, lo que ya es un indicio de la necesidad de esa unión regional que predicamos.

Pero hay más. Si el poder central se limitase a proceder con arreglo al mejor derecho, no haría falta más que expo­nerle, pero el poder central no puede o no suele proceder así; no acostumbra en cuestiones de índole económica a hacer otra cosa más que a favorecer el interés predominante y considera como tal al defendido por más y más fuertes elementos (poblaciones, gremios, ligas, etc.), de modo que un grupo de provincias puestas de acuerdo para apoyarse recíprocamente, disciplinadas organizadas para la acción mutua, lo mismo en sus organismos relacionados con la institución pública (Diputaciones,. Ayuntamientos, Comuni­dades de tierra, Juntas de puertos, etc.) que en los de vida absolutamente independiente como gremios, sociedades, sindicatos, etc., constituirían un sistema de fuerzas que in fluyese sobre el poder central y sus determinaciones grande y eficazmente.

Claro es, que para llegar a la formación de ese haz de fuerzas se requieren algunas condiciones, siendo la más importante de ellas que los problemas de primordial interés se presenten en términos comunes para todas las partes del conjunto, sin que haya incompatibilidad entre las aspiracio­nes respectivas en lo fundamental para la vida de cada una. Habiendo unidad o complemento reciproco entre los más importantes intereses, pueden sobrevenir transacciones mu­tuas para los secundarios en aras de los principales. Tanto más sólida será la unión entre dos países, cuando mayores y más necesarios sean las servicios que puedan recíproca­mente prestarse entre sí, con preferencia a ningún otro, o cuanto más semejantes sean estos países por sus condicio­nes naturales como clima, suelo, producciones, etc., y en las procedentes de sus vicisitudes como estado de cultura, de adelanto o de atraso, de protección o de olvido.

Si después de dicho esto volvemos la vista a Castilla la Vieja, nos encontrarnos desde luego con una porción de territorio, que apoyándose en los puertos de las sierras de Santander, se extiende por la provincia de Burgos; com­prende los Cameros y demás sierras de Logroño, Soria, siguiendo después por Segovia hasta abarcar una gran parte de la provincia de Ávila, conteniendo comarcas, cuya semejanza, que no puede ser más completa, indica sin el menor genero de duda, que son ellas las que constituyen el núcleo de territorio que debe de formar la región de Casti­lla la Vieja por ser las comarcas que más se parecen entre al de todas las que constituían el antiguo reino. Son las más susceptibles de una defensa en común, porque comunes hato de ser las causas que la motiven. En lo referente a las cos­tos santanderinas, diremos que si no hay esa homogeneidad que tienen entre si otras comarcas de la región, en cambio existen una serie de intereses que mutuamente se comple­tan. Un puerto y su zona terrestre correspondiente se nece­sitan mutuamente. Aparte su condición de puerto de Casti­lla, Santander ha tenido siempre grandes relaciones tanto, políticas como económicas con el resto del país; la forma­ción de núcleos regionales en comarcas marítimas vecinas.

A Santander obligan a ésta a estrechar sus relaciones con el resto de Castilla la Vieja; la importancia adquirida por Santander y su competencia en cuestiones ganaderas, es un estimulo más para que las provincias interiores, con única positiva riqueza en la mayor parte de su territorio ha de ser el ganado, se acerquen a Santander como guía; Santander está interesada en hacer que la zona interior de Castilla la Vieja se beneficie tanto por. dar aumento de vida a su puer­to, como por tener un lugar vecino en que emplear sus ca­pitales y desarrollar las energías de sus gentes.

La necesidad de engrandecerse la siente cualquier ser colectivo o individual, y es aspiración innata en todo hom­bre y en toda agrupación humana, aspiración que dure de ser fomentada en aquellas que por abatimiento, postración o mala suerte, quedaron a la zaga. El puesto que un pueblo ocupa en la escala del progreso, depende del grado de acierto y fortuna con que utilizó sus recursos y como el acierto de­pende del conocimiento y éste, del estudio o sea del trabajo, se deduce, que en cierto modo, cada pueblo ocupa el lugar que por sí mismo se ha conquistado; lo cual quiere decir que nada hay que esperarr de extraños redentores, que ese pueblo ha de procurar hacer los esfuerzos necesarios para salir del atolladero sin darlo a ajenos sacrificios. Castilla la Vieja tiene que labrarse a sí propia su presente y su porvenir.


Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 253-257

jueves, junio 17, 2010

Los recelos entre las regiones (Luis Carretero Nieva 1917)

Los recelos entre las regiones

El ya citado escritor Rovira y Virgili termina su prólogo, de El Nacionalismo Catalán, con estas palabras: «Sa­bemos que nuestro mayor y más temible enemigo, es el desconocimiento de nuestro problema por parte de la España castellana. Con el leal intento de contribuir a que sea »conocido mejor, damos nosotros a la publicidad este libro». Este desconocimiento de los problemas de otras regiones es reciproco en España, lamentablemente porque el desconocimiento engendra el recelo también mutuo, y tras del recelo asoma cuando nadie la llama ni hace falta la fosca figura del odio.

Es doloroso que haya habido momentos en los que hayan brotado algunos chispazos de odio entre Cataluña y Castilla; y lo más doloroso todavía es que tales chispazos hayan saltado incitados por una equivocación, por un error, como puede verse por las siguientes palabras del mismo Rovira Virgili. «Mas los catalanes no han odiado jamás a España por ser España. Sus sentimientos hostiles, en épocas determinadas, se han dirigido contra España ,o contra Castilla, por sentirse heridos ó vejados por ella. En todo caso, la fuerza de los sentimientos poco amistosos que pueda haber en Cataluña respecto a la España castellana; es inferior -tal es al menos nuestra profunda convicción­a la fuerza de los sentimientos del mismo género que hay en la España castellana respecto a Cataluña».

Aquí hay un error fundamental que consiste en suponer .que esas vejaciones sufridas por Cataluña, han sido causadas por España; error que aumenta al hablar de la España castellana, es decir, al suponer a Castilla como el elemen­to substancial e imperante de esa ficción que los catalanes y muchos otros españoles llaman la España castellana, concediendo a Castilla una supremacía sobre la España no ca­talana, que como hemos expuesto antes de ahora, se ha reducido a prestar un nombre para denominar con él un conjunto de países, pero sin tener eficacia ni aun casi influ­jo en la formación del espíritu que anima a los pueblos constituyentes del mismo. Otro error de los catalanes exac­tísimamente reflejado en los escritos de Rovira y Virglli, ha sido suponer que Castilla ha sentido contra Cataluña fuer­tes sentimientos de hostilidad. Los sentimientos nacidos al rebote de los catalanes se han manifestado en otras regio­nes españolas, con mucha, muchísima más fuerza que en Castilla la Vieja; se han manifestado con gran energía en Aragón, por boca de Zaragoza, y en el reino de León por las distintas campañas promovidas por la ciudad de Valla­dolid, la que como llevamos dicho, no puede en ningún caso ser tomada por los extraños como representante de Castilla la Vieja desde el momento en que nuestra región niega a Valladolid las condiciones de ciudad castellana, desde el punto en que Castilla la Vieja mostró un indicio por pequeñisimo que fuese, de no admitir la menor pretensión de ser representada por la región leonesa.

Afortunadamente Cataluña, la que se quejaba de que el desconocimiento de sus problemas por parte de Castilla, o de lo que los catalanes llaman la España castellana, era el causante de un odio Injustificado hacia ella; la región cata­lana que tanto se precia, no sin motivo, de clarividente, va comprendiendo a su vez que esos resentimientos de Cata­luña hacia nosotros son Igualmente improcedentes, por estar fundados. también sobre el error de creer que el espíritu impuesto en España fue el de las agregaciones de reinos occidentales, que se llamó con el nombre del de Castilla. Reconocido por los catalanes que el espíritu del poder do­minador en Cataluña no fue el de loa renos occidentales, necesitaríamos los castellanos a nuestra vez, que, deshaciendo­ errores, llegasen los catalanes a destruir ese otro en que comulgan con los demás españoles, de que los castellanos somos el elemento esencial y típico de la España occidental, y que por consiguiente las provincias leonesas están animadas total o parcialmente por un espíritu castellano.

Poco a poco se va andando el camino; poco a poco al reconocer la falta de fundamento, Irán cesando los agraviad de región a región. Ya Macías Picavea afirmó que] os poderes gobernantes de España, fueron completamente ajenos a nuestro país, vinieron animados de un espíritu que nada . tenia de español y sólo se ocuparán de destruir todo aquello que era genuino de nuestra tierra. Esa teoría del insigne escritor leonés la hemos aceptado con entusiasmo, negan­do que en España domine el espíritu castellano y no sólo la creemos cierta en el conjunto de las regiones españolas, sino que la creemos cierta también dentro de las regiones que con Castilla formaron las históricas agregaciones, ocurriendo acaso que Castilla la Vieja sufra el influjo de la región leonesa, pero negando rotundisimamente que en las provincias leonesas se tropiece con la más insignificante partícula de sustancia castellana.

Afortunadamente para todos, la opinión catalana va evolucionando; tanto es así que, hoy mismo,: mucho des­pués de haber escrito las anteriores páginas, nos encontramos con un librito de persona de tan singular autoridad como el Sr. Cambó, El pesimismo español, que nos trae la gratísima noticia de que Cataluña va comprendiendo que no fue Castilla la que la dominó; que Castilla (la agrega­ción de naciones del occidente de España) fue también do­minada, como lo demuestran las siguientes palabras del gran político catalán., «La política interior del Estado espa­ñol tuvo por base la destrucción de todo lo propio y característico de la vida castellana y catalana. La vida colec­tiva interior de Castilla fue destruida por Carlos I, el pri­mero de los Austrias. La organización colectiva catalana fue aniquilada por Felipe V, el primero de los Borbones». Los catalanes achacaban a Castilla el haber inferido a Ca­taluña el humillante agravio de imponerle una cultura, unas leyes, un espíritu y los propios catalanes vienen a recono­cer muy justicieramente que Castilla había sufrido a su vez análogas imposiciones, es decir, que Castilla no era el po­der dominador de Cataluña, pues quien no tiene fuerzas para conservar el dominio de sí mismo, menos las tendrá para imponérsele a los demás.

Un desconocimiento, un error hizo que Cataluña sintie­se recelos contra Castilla y con los recelos el resentimiento, abriéndose un abismo entre el hermoso país, perla del mar latino y aquel otro que amarraba a los muelles santanderi­nos las naves del consulado de Burgos, porque al mismo tiempo que Cataluña incurría en el error de considerar a Castilla como la sustancia primordial de España, como el elemento director de la misma, como la inductora de todos os actos de la nación, Castilla, la pobre y abatida Castilla que ha muchos años habla perdido su propia cultura, su constitución genuina, sus leyes, su carácter y su riqueza, llegó en algunos breves momentos a creerse dueña de la hegemonía española. Tal fue la sugestión causada por ajenos errores, que no faltó quien creyese muy seriamente que as humildísimas tierras de Segovia, de Soria, de Burgos, huérfanas de todo poder, sin aquellas energías precisas para sí mismas, que nuestra región, contando solamente. con nuestro puerto de Santander como pueblo moderno y con las riberas riojanas corno muestra de comarca fértil, tuviese, sin embargo, contra toda regla del discurso, capa­cidad para influir en la dirección de la vida nacional. Tan en serlo habían tomado los castellanos viejos esa creencia de que nuestra región constituía la enjundia del moderno pueblo español; tan inocentemente se habían convencido de que de ella emanaban las fuentes de la savia española, que toda censura, de las muchas justificadísimas que Cataluña habla lanzado contra los criterios que regían las acciones de .España, debía de considerarse por Castilla como censu­ras a ella misma, que de buena fe se creía madre de aque­llos criterios.

Pero catalanes y castellanos conocieron al mismo tiem­po, o casi al mismo tiempo, sus equivocaciones y con ello ganaron mucho para una futura cordialidad. Cataluña se convenció, como declaran las anteriores palabras de Cam­bó, de que Castilla para nada se había entrometido en el despojo que a Cataluña se hizo de su personalidad y de, sus libertades. Castilla vio también que esa importancia que se le atribuía en la creación y dirección de la moderna España era pura fantasía. Castilla ha visto que su papel, su pre­dicamento en el conjunto de los pueblos que se rigieron por el mismo cetro que ella, no puede ser más pequeño. Castilla ha visto que necesita también que su hegemonía no la posea ninguna región más que ella misma. Castilla vio la necesidad de no dejar su dirección ni al capricho de otras regiones, sean las que fueren, ni al azar de los tiem­pos. Cataluña se convencerá también de que Castilla la Vieja tiene su personalidad inconfundible con las de otros pueblos españoles de su misma lengua. Cataluña verá cómo la posición de Castilla la Vieja tiene muchos puntos que tocan a la de Cataluña, cómo unos y otros tenemos que dolernos de los mismos males generales, aun cuando les haya también que sólo sean particulares de cada uno. El caso es que unos y otros tenemos de qué lamentarnos.

Dijimos antes que la mayor diferencia entre Cataluña y lo que los catalanes llaman la España castellana, estriba en la situación de unos y otros en el actual momento histórico. Cataluña, como más en contacto con el mundo civilizado, como testigo presencial de progresos de que no disfruta España, ha podido darse cuenta antes que Castilla de lo torcido del camino seguido por los gobernantes españoles y ha comprendido antes que nadie la existencia del problema del mal gobierno. Cataluña, como pueblo diferenciado claramente por un idioma distinto de los demás hablados en España, como pueblo que conservaba más o menos decaído, pero visible el carácter diferenciador de su región, pudo darse cuenta antes que nadie de que la dirección del gobierno español era inadecuada para sus características variedades regionales; Cataluña, ante el ejemplo inmediato, sintió la codicia que le obligó a ir a la lucha y en la lucha templó sus energías. Se hizo fuerte porque en el uso mejo­ró sus facultades. Castilla la Vieja no ha experimentado la acción de estos estimulantes y una buena parte de su territorio sólo recibe la emulación del mundo por mediación de Madrid que, en este caso y sólo en este caso, es como no recibirla; así es que Castilla la Vieja durmió hasta ahora, porque ni llegaron a ella los ruidos, ni los fulgores de luz, ni la sacudida que pudieran despertarle. No hay que achacar a Castilla la Vieja, sino más bien a la neblina que la envuelve, ese sueño que provoca los siguientes reproches de Rovira y Virgili: «El dolor de muchos catalanes es no poder amar esta España triste de hoy, no poder ser con ella ni siquiera indulgentes. Lo que más nos separa de ella es su incuria ante los grandes problemas, su indiferencia ante los hechos del mundo, su abulia fatalista, su persistente sueño, del cual no logran despertarla ni el sonar de las horas solemnes en que se decide el porvenir de las naciones:» y pocas líneas más adelante, prosigues «Un rena­cimiento espiritual seria, sin duda, de gran eficacia para llegar a una mayor cordialidad castellano-catalana».

Un renacimiento espiritual de Castilla la Vieja sería una indiscutible ventaja, reo sólo para una mayor cordialidad entre Cataluña y Castilla la Vieja, sino también una pode­rosa palanca para remover los obstáculos que se oponen al resurgimiento español; pues aun cuando los hechos de­muestren de una manera clarísima que Castilla la Vieja ni tuvo parte en la hegemonía española, ni le corresponde ninguna responsabilidad mayor que a cualquier otra región, ni tienen sus actos mayor eficacia que los de las demás co­marcas españolas, ni hay razones de ningún género que obliguen a Castilla a defender un estado de cosas y un ré­gimen en cuyo advenimiento no tornó arte ni parte, no falta que haya quien crea que Castilla la Vieja está en él deber de amparar toda esa perjudicialísima organización actual, y sería de gran ejemplaridad para toda esa gente el hecho de que Castilla la Vieja consignase su protesta contra el abu­sivo centralismo y declarase la convicción que tiene de su derecho a trazar por si misma la norma de su desarrollo. Es decir, que si Castilla la Vida saliese de ese sueño en que la han sumergido las circunstancias, si acentuase su intervención, sí tratase de restaurar su carácter y sus ener­gías, el beneficio directo sería para ella; pero el que de rechazo recibiesen las demás regiones españolas, incluso la potentísima Cataluña, no habría de ser despreciable; es decir que, en cierto modo, todas las regiones españolas están interesadas en el resurgimiento castellano viejo.

Porque nosotros, los que hemos negado la hegemonía de Castilla la Vieja en España, los que la hemos negado también papel primordial en la empresa de la unidad nacional; los que la hemos negado Influjo en la gestación del actual carácter nacional, los mismos que creemos que el espíritu castellano ni dominó en España ni tampoco en las tierras de los extinguidos Estados castellano-leoneses, los mismos que afirmamos que en los países que fueron tales estados de haber un espíritu dominante es el leonés, pero no el castellano; nosotros creemos, sin embargo, que Castilla la Vieja puede actualmente desempeñar una importantísima misión en la organización regional de España.

Nosotros creernos en esa misión de Castilla la Vieja fundados en las condiciones de su posición geográfica, de su carácter actual, de su cultura actual, de sus afectos y de sus simpatías actuales y sus relaciones con el gobierno nacional también actuales. Nosotros vemos en Castilla la Vieja circunstancias presentes, del día mismo en que estamos, sin que acudamos para nada a buscarlas en la histo­ria, que la dan condiciones singularisimas entre todas las regiones españolas. Todas estas regiones española, Catal­uña o Andalucía, Valencia o Galicia, León o Aragón, han conservado la esencia de su carácter, o al menos un clarísimo recuerdo de él; la única que lo perdió casi por completo, la que tiene que hacer investigaciones casi arqueo­lógicas para encontrarlo, es Castilla la Vieja. Todas las regiones tienen una manera de pensar en cada cuestión que se les presenta completamente suya como consecuencia de la personalidad definida en todas ellas. Castilla la Vieja incide en sus sentimientos con unas regiones y participa de las ideas de otras. Castilla la Vieja, en su organización económica y social, tiene estructures de unas regiones y materiales de otras. En agricultura, por ejemplo, coincide Castilla parcialmente con La Mancha y la tierra de Campos por ser hoy uno de sus intereses el cereal dominante de fuellas llanuras; pero Castilla se asemeja a Galicia por la constitución económica agraria sobre la base del pequeño capital, la explotación doméstica y la tierra muy parcelada, semejándose también a la agricultura gallega por la producción pecuaria asociada al cultivo. Castilla la Vieja tiene con León las relaciones adquiridas en muchos años de con­vivencia; pero tiene con Aragón una semejanza grande en costumbres, temperamento y carácter. El castellano viejo es un hombre que nada tiene que envidiar como sufrido para el trabajo a nadie de España; pero influido por una cierta incuria, una especie de fatalismo andaluz, nada hace por perfeccionar los métodos ni por sugerir iniciativas. Castilla la Vieja, al definir su carácter, ha de encontrarse con afini­dades varias con todas las regiones españolas, de un orden con unas, de otro con otras, pero sin que esas afinidades le falten con ninguna. Es, por tanto, nuestra región la más a propósito para armonizar intereses y temperamentos, y es una lástima que por despreciar estas cualidades y por desconocer las situaciones en que pudieran utilizarse, se dejen de aprovechar.

Para poder servirse de todas estas cualidades en pro­vecho de todos, sería preciso un más exacto conocimiento mutuo.. El desconocimiento hizo, como vimos antes, que Castilla la Vieja y Cataluña se mirasen con algún recelo y el conocerse recíprocamente, dio como fruto inmediato un comienzo de sincera reconciliación; lo que nos hace presu­mir que si todas las regiones españolas supiesen que Cas­tilla la Vieja en lugar de ser un centinela puesto por el cen­tralismo unitario al servicio de vigilancia de los movimien­tos reivindicatorios de las regiones, es una región más que desea una unión más sólida por ser más armoniosa que la actual, pero más libre por dejar desenvolverse autonómica­mente a los grupos regionales; se sumarían indiscutible­mente a las aspiraciones de Castilla la Vieja, viendo en ellas una esperanza de renovación nacional.

Y hablando de relaciones entre regiones, no tenemos más remedio que ocuparnos de las actuales entre Castilla la Vieja y León, y muy particularmente de las existentes entre Castilla la Vieja y Valladolid. Es este punto que hay que acometer con todo valor, es tema que hay que estudiar
en toda su desnudez, pues si el desconocimiento mutuo ha causado recelos y resentimientos entre regiones, sería error gravísimo creer que deban de usarse frases de exquisita cortesía en las que brillase una pasajera amabilidad gratísima, pero que conservando el desconocimiento, conservase a la vez el semillero de las discordias.

Los vallisoletanos se lamentan muy doloridos de que Burgos les mira con recelo. Con toda la crudeza necesaria tenemos que declarar que no es sólo Burgos quien este receloso de Valladolid; que más, mucho más que Burgos, lo estamos todos los que en Castilla la Vieja y fuera de Bur­gos nos hemos ocupado de asuntos regionales genuina­mente castellanos viejos; que somos elementos de fuera de Burgos los primeros que hemos visto la incompatibilidad entre Castilla la Vieja y Valladolid; que ha sido preciso una labor de estimulo para que Burgos se decidiese a cumplir sus deberes de capital de Castilla la Vieja, recobrando la representación que Valladolid ostentaba injustamente; que en lugar de haber en Burgos un acicate, como el resenti­miento del poderío vallisoletano que les azuzase a los bur­galeses para impedir que la representación visible de Castilla la Vieja la ostentasen ciudades que pertenecían a ella, fue necesario vencer un incomprensible respeto o tal vez desagrado que a los burgaleses les infundía el tener que luchar contra Valladolid; que por una desacertada maniera de apreciar los deberes de cortesía, la ciudad y provincia de Burgos, en vez de procurar conservar la independencia de acción de Castilla la Vieja, había facilitado la intrusión leonesa, invitando a Valladolid y otras provincias de fuera de Castilla la Vieja para determinar sobre asuntos castellanos viejos, como por ejemplo, para hablar de la Mancomunidad; por cierto que la presencia de Valladolid y otras provincias leonesas en las reuniones para la Mancomunidad fue con­veniententisima, porque de allí salió la declaración de que entre las provincias reunidas había elementos para mas de una Mancornunidad; es decir, que se reconoció que había más de una región.

Es cierto, ciertísimo, que en todos los escritos de los que en estos años últimos se han ocupado desde Castilla la Viejo de problemas regionales, se marca un resentimiento contra las provincias leonesas, que es indiscutible enojo al tropezar con Valladolid. Los fundamentos de estos recelos son los mismos en que se basaban los recelos entre Cata­luña y el resto de Espada: los errores profesados por unos u otros. Por lo que se refiere a Castilla la Vieja, tenemos que declarar, con la misma firmeza y claridad que hemos confesado los sentimientos de enemistad que hay hacia las provincias leonesas, que tales sentimientos son superpuestos que recubren un fondo de cariño y afecto hacia las provincias leonesas; pero que por obra de las circunstancias presentes, la cordialidad, la amistad de Castilla la Vieja hacia León, está aletargada y en cambio, la enemistad, el resentimiento, por la actitud de las provincias leonesas, hállase despierto en Castilla la Vieja.

Y todo ello procede del desconocimiento. El desconoci­miento de los problemas de las aspiraciones y de los deseos de Castilla la Vieja, ha provocado en la región leonesa una postura de desdén que contribuye a excitar más todavía el resentimiento de los castellanos contra los leoneses, quie­nes siguen procediendo corno si Castilla la Vieja estuviese dispuesta a compartir con ellos los azares de la vida. La conducta de los leoneses se debe tan sólo a desconocimien­to, porque las palpitaciones del cuerpo castellano no se hacen sentir en el reino de León y sería preciso que su prensa regional (la de Valladolid) llevase la noticia para que fuese conocida; así es que los leoneses siguen ignoran­do lo que puedan ser las ansias de reorganización regional de Castilla la Vieja, porque sólo conocen de ellas los lige­ros ecos reproducidos por la prensa madrileña y creen que eso es tan sólo una ligera rivalidad entre Burgos y Valladolid , por proporcionarse territorios sobre los que poder ejercer algún influjo. Tal vez su conducta sería otra cosa si conaciesen los verdaderos términos del problema; si supiesen que las iniciativas han salido de fuera de Burgos; si supiesen también que Burgos no ha hecho al principio más que recoger can .menos interés ciertamente del que debía, los estímulos de las otras provincias de Castilla la Vieja.. Tal vez los leoneses procederían de otra modo si supiesen que Castilla la Vieja no ha obrado por excitaciones odiosas sino ahogada por el impetuoso caudal de savia leone­sa que anegaba todo el país de Castilla la Vieja, destruyen­do toda la floración genuinamente castellana. Tal vez los leoneses seguirían otra conducta si estuviesen convencidos de que Castilla la Vieja va adquiriendo un concepto claro de su personalidad, formando una voluntad y creándose una inteligencia.

Los leoneses procederían de otra manera si no descono­ciesen un principio: el de la hetereogeneidad entre Castilla la Vieja y León, porque parten del falso principio contrario, creyendo que Castilla la Vieja y León son algo semejante, algo análogo. Si llegasen a comprender su diferencia, en­tonces cesarían en sus intentos anexionistas, porque se les presentaría el dilema de que Castilla la Vieja era un pueblo muerto o no lo era. Si Castilla la Vieja era un pueblo sin energías vitales para nada podría servir ni a León ni a nadie su apoyo y constituiría una carga para cualquiera, por tratarse de un país pobre a quien habla que cuidar. Si, por el contrario, Castilla la Vieja era un país de grandes ener­gías vitales, fuerte, rico, inteligente, conocedor de su situa­ción y de sus problemas, se trazaría la norma que creyese más conveniente a sus intereses, secundaría la acción de las provincias leonesas cuando sus necesidades coincidie­sen con las castellanas; pero se apartaría de ellas en caso contrario, sin que la región de León pudiese disponer para nada de Castilla la Vieja. Si León llega a darse cuenta de la diferencia existente entre el país leonés y el castellano viejo, estarnos segurísimos de que la región leonesa no pondrá la menor traba para la organización regional de Castilla la Vieja, cesando los rencores para preparar ,una feliz inteligencia entre leoneses y castellanos; pero de no ser así, de no comprender León que Castilla la Vieja no puede someterse a sus normas, por necesitar dirección propia emanada de ella misma, el resentimiento de los castellanos contra los leoneses perdurará mientras Castilla la Vieja no recobre el dominio de sus aspiraciones.

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 215-227