miércoles, junio 16, 2010

La campaña catalana (Luis Carretero Nieva 1917)

La campaña catalana

En las postrimerías del siglo XVIII había llevado la di­rección de Espuria una pléyade de hombres tan ilustres, que sus apellidos eran Quintana, Floridablanca, Campo­manes, Jovellanos, Olavide, el gran riojano marqués de la Ensenada y con ellos el conde de Aranda, a quienes se deben las ideas y los impulsos padres de los progresos de que disfrutó la nación en el transcurso del siglo XIX; por añadidura, la epopeya de la guerra de la Independencia había encendido el espíritu de santa abnegación e el pue­blo en los comienzos de la nueva centuria y hecho apare­cer figuras como la de aquel arévaco de calzón corto que se llamó Juan Martín Díaz, E! Empeclnado, el más claro ejemplo del campesino castellano de su época.

La labor eficacísima de aquella colección de hombres que fueron el más honroso galardón de la monarquía española desde los tiempos de Fernando, Isabel y Cisneros, había hecho que una vez se sintiesen todas las regiones es­pañolas estrechamente ligadas al conjunto nacional. Reco­nocidas por aquellos paladeos de bienestar adquirieron la persuasión de que la nación española era algo más sólido, algo más sagrado, algo más augusto que aquellas sobera­nías que desde Madrid no se habían preocupado de otra cosa que de imponer a todo trance el dominio inexorable de un espíritu ajeno a España, que sólo tenia por norma la destrucción de las genuinas instituciones españolas, la implantación del absolutismo en el mando, la intolerancia en las ideas y en el arbitrio sin freno ni regla en el gobierno. El acierto de los hombres de una época harto efímera, había hecho arraigar la convicción y el sentimiento de que la na­ción española era madre amantísima, que con su manto protectora amparaba a todas las porciones de su pueblo y tan grande había sido el reconocimiento que subsistió, a pesar de la desastrosa dirección que siguió a la muerte de la me­ritísirna piña de grandes hombres y en época de Fernando, hizo todavía que Cataluña llevase los nombres de Gerona y El Bruch al cuadro de honor del heroísmo de España por España. El Estado español había cumplido sus fines, había desempeñado acertadísimamente su función y en conse­cuencia se fortalecía.

A la generación de los grandes políticos de los tiempos gloriosos del conde de Aranda, sigue en España el siglo XIX, fecundísimo en ansias de progreso y de reforma, pero estéril en cuanto a conseguir una sólida constitución nacional. Al grupo de hombres de méritos superiores a las alabanzas que se les concedieron, siguió otro grupo de políticos, admirables oradores, glorificados entusiástica­mente por el pueblo, y más todavía, por las clases llama­das intelectuales, como hombres de superior talento, pero cuyas obras sólo dieran por resultado una serie no inte­rrumpida de fracasos, si bien los mármoles y bronces estén pregonando sus merecimientos reales o supuestos. Tal vez tuviesen buena intención esos que fueron dueños de la di­rección de España en el siglo pasado, pero debieron de faltarles el conocimiento o el valor: el conocimiento, porque todas sus creaciones fueron una copia literal de las instituciones francesas, sin que hubiese capacidad para construir con sustancia genuinamente española un edificio social en que se aplicasen todos los adelantos del progreso humano; y el valor, porque carecieron del necesario para poner el interés general del país, el que se llama patrio, sobre otros de clase partido o dinastía, resultando que la nación era un patrimonio mal gobernado y puesto, además, al servi­cio y utilidad de sus administradores.

Cataluña, colocada en la parte de España más accesible a Europa, con una cultura pública que hace que la opi­nión catalana muestre en todo caso su juicio o su deseo, no tenia más remedio que conocer la diferencia entre la si­tuación española y la de aquellas naciones que veía pro­gresar á su lado. A Cataluña le faltó tal vez aquella con­moción de generoso interés por toda España, que pudiera haber cambiado los métodos de gobierno y sobre todo el espíritu de los gobernantes, desterrando de ellos los pre­juicios que fueron norma sus actos. Cataluña se vio ne­cesitada de arraigar en su pueblo la idea de la nacionalidad desaparecida de él por desconocimiento de su grandeza, que es cosa derivada siempre de sus beneficios, como la grandeza de la madre se deriva de sus sacrificios; esa misma idea de la nacionalidad que había desaparecido antes de los lugares del gobierno, rechazada por aquella otra idea del engrandecimiento del poder director. Cataluña sintió la necesidad de un gobierno, experimentó la necesidad de que el sentimiento patrio crease ese gobierno y el concepto de la nación catalana, que antes sólo existía en las ilusiones de los poetas, - adquirió realidad en la pública.

Más conveniente para los intereses de España y para los mismos de Cataluña, hubiera sido que, en vez de forti­ficarse el sentimiento de patriotismo limitado a Cataluña, se hubiese desarrollado otro más amplio, abarcando a la región en primer término y alcanzando a toda España, pro­curando los catalanes tomar una parte principalísima en la dirección nacional; pero había una causa que se oponía a esta solución y es que los catalanes habían confundido los conceptos de nación española y poder gobernante de la misma; así es que todas las calamidades, debidas a las torpezas de los gobiernos, las achacaban los catalanes a España; toda la incapacidad demostrada por los gobiernos de Madrid era tomada como incapacidad probada de Es­paña, A que arraigase esta manera de pensar en Cataluña, contribuyeron también las demás provincias, porque, asus­tadas prematuramente ante la demanda del establecimiento de gobiernos regionales que se ocupasen de hacer aquello en que hablan fracasado los madrileños, todos los españo­les volvieron a confundir los conceptos de nación española y gobierno de Madrid y creyeron que la creación de los gobiernos regionales, despojando al de Madrid de aquellas facultades en el concentradas y que no habían sabido usar, constituían un principio de desmembración de nuestra España,

Esta confusión entre el país español y el gobierno que le representaba, tuvo una extensión que perjudicó en mucho, a nuestra Castilla la Vieja. Los catalanes consideraron a los poderes madrileños en solidaridad íntima con el país de la España no catalana e incurriendo una vez más en el defecto cometido por todos los españoles de denominar al todo con el nombre de la parte, llamaron España castella­na a toda la que no tenía algún ascendiente catalán y cre­yendo a los gobiernos representación genuina del país es­pañol no catalán, de la observación de los caracteres de esos gobiernos, quisieron sacar una serie de deducciones que aplicar por extensión al pueblo gobernado, viniendo en resultado a hacer unos retratos del pueblo castellano, tan desemejantes del original, que en nada se le parecen.

En su campaña, los catalanes han incurrido en un con­junto de errores que han venido en perjuicio de Castilla la vieja y cuyos orígenes son los siguientes: confusión entre Castilla y el país español no catalán; atribución a Castilla de la hegemonía en España; atribución a Castilla de haber infiltrado su espíritu a España, imponiendo después a Cataluña una cultura castellana y, finalmente, propagar juicios inconvenientes acerca del carácter castellano.

Entre todos los españoles es artículo de fe la creencia e .Castilla ha sido la ;nación que se distinguió entre las extinguidas, la que llevó el papel principal en la de la constitución de la unidad española. Esta tos llena de muy apreciados honores a los castellanos; nos halaga sobremanera, pero no es justo. Es cierto, ciertísimo que Castilla contribuyó con sus esfuerzos al agrupamiento de los antiguas reinos españoles; pero es injusto no reconocer á los demás sus méritos, y desde luego es un despojo para el antiguo reino de León privarle de los laureles correspondientes al más distinguido, pues si en la empresa de asociación de las antiguas nacionalidades es­pañolas hay alguna que pueda sobresalir, ésta no puede ser otra nación más que el antiguo reino de León, el que en toda caso merecería la preferencia. La gestión de Castilla como nación, poseyendo su completa soberanía, fue muy breve; comenzó librándose de la denominación leone­sa recabando su independencia, y apenas había redondea­do su territorio, cae segunda vea en el cetro leonés, vuelve a separarse y vuelve a juntarse con León por tercera vez bajo Alfonso VI; se separa y vuelve a caer en poder leonés con Fernando el Santo. La gestión de Castilla no es otra cosa que la persecución de su independencia varias veces conseguida y perdida, sin que aparezca por ninguna parte el ejercicio de soberanía sobre las demás naciones compañeras de agrupación, cuando no dominadoras de Castilla.

El hecho de que impropiamente se usase el nombre de Castilla paca designar a todos los reinos regidos por el cetro le Fernando III y sus sucesores, no quiere decir que Castillo ejerciese la hegemonía española después de la unidad nacional ni antes de ella. Caso de haber habido en España otra hegemonía, después de la unidad nacional que la de los poderes centrales españoles, faltaría demostrar que el país que la ejerció fue Castilla y no el conjunto de na­ciones agregadas, conocidas con el nombre de ésta.

Para los catalanes es un hecho. indiscutible que hay en España tres países; Cataluña, con sus recientes pretensio­nes pancatalanas de incluir en ella a Valencia, Baleares y el Rosellón, (Portugal) y lo que los catalanes llaman Casti­lla. Reconociendo esas afinidades de lengua y de raza entere las naciones pasadas de la España mediterránea, no vemos por qué no ha de seguirse el mismo criterio respecto a las naciones occidentales, incluyendo a Galicia con Portugal, ni por qué ha de Incluirse en Castilla a León y Extremadu­ra unidas con Portugal y Galicia por lazos de la sangre. Creemos, corno los catalanes, que el puebla cantalán tiene su fisonomía y carácter propio; pensamos que Portugal también la tiene, creyendo además que Galicia y hasta León y Extremadura, tienen afinidades portuguesas. (El hidalgo de la leyenda es más bien portugués, gallego, ex­tremeño o leonés, que castellano); pero no nos explicamos por qué proclaman la uniformidad de todo el resto del país español y muchísimo menos por qué le designan con el nombre de Castilla. Porque en todo ese país que ellos llaman la España castellana o Castilla, está Andalucía, está Aragón, está Galicia, está León, está Asturias, está Extre­madura; y es evidente que entre todas esas regiones hay diferencias enormísimas para considerarlas como un solo pueblo, y que se llegan a dar casos como entre, castellanos y andaluces, en que un castellano se asemeja mas, mucho, más, a un catalán que a un andaluz. Por cierto que entre los pueblos españoles no catalanes ni portugueses, están los vascos cuyo carácter racial es tan definido que no se parece a nadie pero que se aviene muy bien con los caste­llanos, tanto que en el castellano es mas fácil entablar. rela­ciones de amistad e inteligencia firme con un vasco que con un andaluz, y que, a pesar de las diferencias que entre unos y otros establezca el régimen foral, después de todo, sean los castellanos el pueblo que a favor de la vecindad geo­gráfica más y más íntimamente han tratado los vasconga­dos sin que en la historia se registren desavenencias. Esta es una prueba de concordancia entre los temperamentos vasco y castellano, que no hay entre el castellano y el andaluz y mucho menos entre el vasco y el catalán a pesar de que haya habido quien intentase aunarlos salvando la distancia y saltando por las diferencias de raza y la separación histórica, creyendo sustancial una concordancia momentánea nacida en la coincidencia de las protestas de emancipación.

Es improcedente que después de admitida la diferenciación del pueblo catalán se afirme la unidad de todos los restantes de España, entre los que hay diferencias más hondas que las existentes entre el catalán y el aragonés y castellano, y es además una impropiedad que a ese conjun­to se le designe en ningún caso con el nombre de Castilla.

Hay entre Cataluña y el resto de España una marcada diferencia étnica y una mucho más notable diferencia de situación o de estado. Entre las diferentes regiones que constituyen el resto de España, existen también diferencias étnicas, pero hay una gran semejanza en situación o estado del que sólo se inicia una pequeña salvedad en las tierras vascas. Es decir, que lo que separa a Cataluña del resto de España, más que la cuestión de raza es la diferencia de situación presente, el estado actual de unos y otros países.


Los catalanes se muestran resentidos de un agravio que, según ellos, les ha inferido Castilla al ejercer la hegemonía en Cataluña, como consecuencia de ser Castilla el país que ha regido a España después de la unidad nacional. En esto estriba precisamente su error. Una vez constituida la agre­gación de los estados catalano-aragoneses, con los que existían bajo el mismo cetro que el de Castilla en la Espa­ña occidental, no hubo fusión de naciones. Aragón seguía teniendo su régimen y sus leyes y de la misma manera Cataluña y los Estados occidentales. La concentración de po­deres en la corona la inició Isabel dentro de los reinos de Castilla cuando Fernando continuaba conservando las ins­tituciones genuinas aragonesas; es decir que Castilla fue la primer nacionalidad que empezó a perder prerrogativas entre las españolas, cosa bien opuesta al disfrute de la hegemonía. Más tarde, por vicisitudes de la historia, se im­plantó en España un poder unificador que trató de someter toda la nación un régimen único basado sobre leyes y or­ganizaciones, inspiradas en unos principios completamente diferentes de todos cuantos habían fundamentado las cons­tituciones de los distintos estados de nuestra península y es de advertir que la primera de las antiguas nacionalidades que perdió sus propias leyes fue Castilla, en unión de sus compañeras anteriores a la unidad; lo primero que se des­truyó fueron las leyes castellanas, las organizaciones castellanas y entre ellas principalmente las municipales, que eran las más típicas; luego el primer espíritu que se trató de anular fue el de Castilla y por añadidura y en conse­cuencia, vino la desaparición de la civilización castellana, que pudiera haber dejado rastros en la nación española.

Y sin embargo, los catalanes achacan a Castilla de ha­berse impuesto con su cultura y su espíritu a Cataluña, como lo prueban las siguientes palabras de Rovira y Vlrgili : «Del mal gobierno español, de la incapacidad y la miseria del Estado, sufren sin duda alguna los castellanos de Castilla y los súbditos todos del Estado. Pero los castellanos de Castilla no sufren la imposición de otra lengua, de otras leyes, de otra cultura, de otro espíritu y esta im­posición es, en suma, lo que constituye la cuestión nacio­nalista».

No negaremos que la lengua castellana haya ocupado el lugar de la catalana en Cataluña, pero negarnos que haya sido Castilla la autora de la sustitución, porque, sin meternos a considerar si esa sustitución debió o no de hacerse, hemos de afirmar que todo ello fue obra del poder central español, tan ajeno a Castilla corno a Cataluña y hemos de afirmar también que Castilla, desde la decadencia de los municipios, desde casi el mismo momento en que se hizo la unidad nacional, sufrió los indicios de una imposición que es la misma de que se duele Cataluña, porque Castilla ha sufrido, corno Cataluña, la imposición de otras leyes; porque Castilla ha sufrida, tomó Cataluña, la imposición de otra cultura; porque Castilla ha sufrido, como Cataluña, la imposición de otro espíritu; porque Castilla, en el siglo XIX, ha tenido que aguantar más imposiciones de ajenas instituciones y leyes que Cataluña y, finalmente, porque Castilla ha recibido del poder central en el pasada siglo el despoja de un codiciable patrimonio, resto de sus instituciones municipales de otros tiempos, que era cuando le arrebató el poder central la raigambre de su riqueza regional.

Las leyes de la nación española no son ni las leyes tradicionales castellanas, ni una adaptación de ellas a los tiempos modernos, asimilando las conquistas del progreso; la cultura española no es precisamente la castellana; más bien es la creada con el concurso de todas las regiones y más ciertamente acaso la herencia de aquellas importacio­nes extranjeras, hechas par Austrias y Borbones; el espíritu de la nación española no es el clásico castellano de independencia y hermandad entre comarcas de que hemos tablado y el fundamento de la organización de la nación española, no es tampoco aquél de Castilla que permitía a los concejos levantar pechos y armar milicias como las que fueron a la batalla de las Navas de Tolosa, juntamente con las tropas aragonesas y navarras, ni el espíritu de la nación española es aquél de Castilla, que permitía a la Hermandad de la Marina de nuestra costa, pactar con el rey de Inglaterra.

Eso que los catalanes llaman la civilización de Castilla, la cultura de Castilla, el carácter de Castilla, es el espíritu, la civilización y la cultura del imperio que, dislocando la manera de ser de Castilla, adulterando a Castilla más que a ningún país de los de España, deslumbraba y abarcaba al mundo en competencia con el sol. Lo que hemos dicho acerca de la hegemonía castellana y acerca de la imposi­ción de la cultura castellana en Cataluña, hemos de repet­irlo al rebatir los conceptos que los catalanes se han for­mado sobre el carácter castellano; pues ese carácter que os catalanes retratan poniendo el rótulo de castellano, es el carácter de ese mismo imperio español, pero no se aviene con el de los habitantes de Castilla la Vieja. Nosotros, como castellanas viejos, hemos de decir que la gente de nuestra tierra no tiene en su índole psicológica ninguna de las virtudes, ni de los defectos que los catalanes pintan como los castellanos, que una vez más han usado la palabra Castilla para aplicarla a un concepto con el que Casti­la; la Vieja no guarda ninguna relación.

El problema regionalista se concibe de distinto modo desde Cataluña que desde las demás regiones de España, y nosotros, para acertar mejor al tratar de exponer el criterio le los catalanes, vamos a dejar que hable el escritor catalán Rovira y Virgili, que dice: «Es Una falacia decir que el problema catalán no es sino el problema español y que todos los pueblos que forman el Estado sufren del mismo mal. Eso no es cierto. Habrá hoy un problema político común a todas las tierras regidas por el centralismo ma­drileño. Pero además de ese problema, independientemen­te de él, hay en Cataluña un problema propio, especial. Este problema no es común a todas las regiones, Es nuestro y sólo nuestro. Un problema del mismo orden no el mismo problema-existe también en las tierras vascas»

Nosotros vemos que hay un problema general, que es el problema del mal gobierno; pero vemos también que hay una serie de problemas regionales, porque todas las regio­nes han recibido reglas inadecuadas a sus respectivas con­diciones; de modo que esos problemas regionales se mani­fiestan en todos aquellos lugares en que un estado de pos­tración no impida a la región conocerles, permaneciendo ocultos, pero subsistiendo allí donde las regiones no les ven por ceguera o por no querer mirar. Problemas caste­llanos y sólo castellanos, de Castilla la Vieja, había antes de ahora, les había principalmente desde la napoleoniza­clán del siglo XIX; lo que ocurría era que en nuestra tierra, no nos dábamos cuenta de nada, por despreocupación, por nuestra indiferencia ante todo aquello que no interese de un modo visiblemente directo a nosotros, nuestra familia, o el circulo de nuestros amigos; porque aquí, en cuanto una cosa interese a todos, es como si no interesase a nadie. Como por otra parte todos estos problemas regionales son en el fondo de relación entre la región y el estado central, concluimos en que hay un problema general para toda Es­paña tanto en su fondo como en su forma; el problema de un gobierno que no consigue satisfacer al país, y otro problema, común en el fondo para toda España, pero variable en la forma de región a región; el de la constitución de los organismos regionales y sus relaciones con el poder cen­tral. Así es que los problemas catalán y bizcaitarra se dife­rencian de los demás problemas regionales españoles en variantes de forma. Pero, además, y por otra parte, se di­ferencian en la manera como han sido planteados.



Las dos causas determinantes del planteamiento de los problemas regionales son, pues, los desaciertos del gobier­no en las diligencias que le corresponden, y el desdén hacia las modalidades regionales en la gobernación que ha motivado el que todas las disposiciones del poder central se dicten con carácter general y uniforme para un conjunto grandemente heterogéneo, resultando a la postre que lo que se quiso hacer servir para todos no convenga a nadie. Consecuencia de ello es que las regiones estén recibiendo continuos agravios de los gobiernos centrales.

Aquí viene la gran diferencia de unas a otras regiones, diferencia que se señala sobre todo en su actitud ante esos agravios de los gobiernos y ante los desastres que estos no supieron evitar. Hay regiones muertas, atrofiadas, cuya indolencia no les ha permitido siquiera ver qué diferencia puede haber entre el patriotismo y la sumisión consuetudi­naria; son soldados que no se dan cuenta de los peligros de la campaña, ni sienten la necesidad del esfuerzo, no pueden obrar ni como desertores ni corno héroes; son regiones que no plantean ningún problema. Hay regiones que ven en toda su negrura el problema nacional, que ven la proximidad de una derrota, que se dan claramente cuenta de la postración española en contra de los grandes alien­tos de otras regiones, que han llegado a perder la esperan­za en la fuerza colectiva que la consideran inferior a la suya propia; son regiones que se consideran con fuerza suficien­te para librarse de la desgracia,. pero les falta valor, deci­sión o voluntad para inducir a los demás a hacer un es­fuerzo, salvador; sólo ven la solución en la fuga, faltos de condiciones de héroes; son desertores. Hay otras regiones que no ignorar la enorme dificultad del caso; que saben muy bien que el esfuerzo necesario para afrontarla es inmensa, superior a las circunstancias; pero confían en que a gran­des trances vengan también grandes remedios y quieren hacer un acopio heroico de energías y decisión para salvar la nación salvándose; están convencidas de que es preciso fortalecer las energías de cada grupo, fortaleciendo al mis­mo tiempo la solidaridad entre ellos; están convencidas de que hay que poner la existencia de todas las partes inte­grantes del conjunto por cima de la fracasada organización que acarreó la peligrosísima situación; son regiones que condenan el sistema de ligación reprobado, pero que quie­ren hacer todos los sacrificios para crear otro en el fragor de la lucha sin abandonar jamás la pelea; proceden como héroes, que, dándose cuenta exacto del peligro, no desertan jamás; persiguen la victoria, sin que la amenaza de la muerte les haga renunciar a ella.

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 203-215

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