jueves, junio 24, 2010

Regionalismo, si: Nacionalismo, no (Luis Carretero Nieva 1917)


Regionalismo, si: Nacionalismo, no

CONFESAMOS que el propósito que nos hemos formado al escribir estas líneas es superior en mucho a nues­tras fuerzas. Contamos de antemano con el perdón de los lectores y entramos, por ello, animosos en la tarea, por la convicción arraigadísima que tenemos, de que es imprescin­dible abordar este tema, ya que en su estudio puede encon­trarse, concreta y claramente la diferencia, que de una manera demasiado abstracta, demasiado vaga, demasiado confusa, se ha pretendida señalar en Castilla la Vieja con los adjetivos sano y morboso aplicados a la palabra «re­gionalismo», queriendo con esto significar que las interpre­taciones que se diesen a la voz regionalismo, podrían co­rresponder a conceptos tan diferentes que muy bien llega­rían a ser opuestos.

Nacionalismo y regionalismo son dos vocablos, cuya significación es muy difícil de encontrar exactamente en los diccionarios de nuestra lengua, pues a más de tratarse de dos neologismos, hay que tener en cuenta que por encima del significado que filológicamente tienen las palabras, hay raro, que es el que' adquieren por el uso popular, y a ese, es al que vamos a referirnos, porque no Nos hemos propuesto discurrir sobre cuestiones gramaticales, ajenas por completo a nuestras aficiones, nuestros conocimientos y nuestros propósitos principales; porque querernos hablar de los conceptos que corrientemente se designan con esas pa­labras, no de las palabras mismas. Tampoco vamos a exponer teorías de una ciencia política que no poseemos, sino que nos limitamos a repetir y concretar las ideas que en esta materia son de dominio popular.

Nacionalismo y regionalismo son, en el sentido que se les da corriente y actualmente, dos palabras que significan conceptos antagónicos, porque antagónicas son, en ese mismo sentido, las voces «nación» y «región», de las que aquellas se derivan.

Decimos que nación y región, son conceptos antagóni­cos. Vamos a tratar de demostrarlo. Por nación entienden algunas el conjunto de hombres de la misma raza, el mismo idioma y una común historia, pero en el sentido que se aplica corrientemente en España, tal como la conciben la inmensa mayoría de los españoles, la nación, para ser tal, necesita reunir otra condición: la de tener un territorio con gobierno independiente, con soberanía completa, con re­presentación por si misma en el conjunto de las demás na­ciones.

Así demuestran entenderla los separatistas catalanes y bizcaitarras al pretender, más o menos ilusoriamente, más o menos explícitamente, más o menos prontamente, la ins­tauración de naciones en el solar de sus pueblos sobre la base de la unidad de su raza o la posesión de su peculiar lenguaje. Así entienden también la nación española los que toman esos mismos fundamentos de raza e idioma, asegu­rando la existencia de una raza española y dando por hecho cierto la desaparición de España de las lenguas distintas de la española, llamada también castellana.

De modo que lo mismo los centralistas que los separatistas consideran corno fundamental la independencia y unidad de poder, completísimas en cada una de sus nacio­nes, de tal modo, que la independencia absoluta y la pose­sión integral de las funciones de gobierno son las caracte­rísticas de la nación, que anhelan tanto unos como otros. Centralistas y separatistas son, en el fondo, correligio­narios .

Los centralistas, persiguiendo la conservación de una nación tal como está ya formada la nuestra, con una insti­tución central que absorbe todas las funciones de gobierno, que vive a expensas de la muerte de todos los organismos que integran el país sobre el que descansa la nación; y los separatistas, defendiendo la precaria idea de instaurar eso mismo en un territorio más chico y parte del de aquélla, in­curren en idéntico error fundamental, olvidando que hay unas necesidades generales y otras particulares que no deben de confundirse ni de despreciarse.

Los centralistas españoles han tenido que rendirse ante la evidencia; han tenido que reconocer, de grado o por fuerza, que según hay una vida local inconfundible con la nacional, hay otra vida limitada a la comarca, con necesi­dades y facultades propias, que les han obligado a la crea­ción de la provincia que es un organismo con férrea depen­dencia del poder central, que no le ha otorgado sus facul­tades propias, incapacitándola en esta forma para atender a sus fines, por estar dominada por un elemento extraño que siempre es dañosamente perturbador.

La región, tal corno la concebimos, no es una provincia, por cuanto que las facultades que la corresponden las posee completamente, sin que en el ejercicio de las mismas com­parta sus atribuciones con el poder central, ni obre por de­legación de él.

La región no es una provincia, sino una institución contraria a ella, pero que además se basa en un principio opuesto a aquel en el que los españoles fundarnos la nación, por cuanto que la nación, en el criterio de los centralistas españoles, estriba en la concentración de funciones y atribuciones, mientras que la región, en el nuestro, se funda en la distribución de las mismas.

La región es todo lo contrario a la nación, por cuanto que, careciendo de ciertas importantísimas funciones de gobierno y sus atribuciones correspondientes, necesita for­zosamente de una entidad que posea aquellas que no tiene, no pudiendo jamás ser independiente, viéndose obligada a formar parte de una nación compuesta con otras regiones, que garantice la seguridad del ciudadano y la integridad del territorio, que lleve la representación del conjunto en el concurso de las demás naciones y que sea el sostenedor del orden social, porque la región no puede desempeñar jamás funciones de soberanía.

La región es como esos seres cuya existencia no es po­sible sin formar grupo coro otros, por ser individuos capa­ces de atender a algunos, pero incapaces para otros de tos fines de su vida, así como de sus necesidades y por tanto el separatismo es incompatible con este concepto de la región, que tiene que unirse a otras por imposiciones de sus propias naturaleza y necesidades, independientemente de que actúe o no la fuerza.

La región, para conservarse, no requiere que se menos­cabe en lo más mínimo la integridad del agrupamiento na­cional, pues éste conserva la soberanía completa y única en todo el territorio nacional y posee total y exclusivamen­te todos los instrumentos necesarios para ejercer esa soberanía, siendo, además, el encargado de defender los dere­chos individuales frente a los desmanes de las instituciones de gobierno regional, que también poseen completamente por si mismas aquellas funciones, pero solamente aquéllas que, por corresponder exclusivamente a la vida de la región, no necesitan ser desempeñadas por el gobierno nacional. El regionalismo es la aspiración a conseguir el engrandecirniento de las regiones y la creación de instituciones para su gobierno particular, hasta obtener que se reconozca como de la competencia de estas, cuanto concierne al mejor acondicionamiento del territorio para mayor servicio y comodidad del hombre y al perfeccionamiento físico y moral del pueblo.

El regionalismo niega que la integridad del país y de la organización nacionales exijan en ningún caso y por nin­gún motiva, que el gobierno general absorba funciones y atribuciones que no necesita ni le corresponden, y niega también que sea más sólida la unión de una nación porque resida en una sola entidad la dirección de aquélla, pudiendo ocurrir que haya unidad de poder y, sin embargo, se, en­cuentre totalmente disociada la nación, por estar el pueblo divorciado del gobierno o hallarse en igual situación unas clases sociales con otras o las distintas provincias entre si.

No admite el regionalismo ese sofisma de ver la desmembración del territorio como consecuencia de la distri­bución de las funciones, que hoy concentra en si el Estado, en varios organismos o corporaciones con constitución apropiada para cada una de esas funciones, según el prin­cipio prudentísimo de la división del trabajo y con una zona limitada a que atender. No admite el regionalismo la pre­tensión de que el principio de intangibilidad de la nación exija que el mismo organismo encargado de la defensa de la patria, de la seguridad y amparo del ciudadano y de la representación del Estado ante el extranjero, deba de ser el que cuide de los bosques, ni el que se encargue de hacer un hospital o sostener una Universidad.

Sostiene el regionalismo que un poder que monopoliza tantísimas atenciones, no puede desempeñarlas, ni con resultado práctico ni con equidad, y hace resaltar el abando­no, tan vergonzoso en España, de cuanto se refiere al me­joramiento del suelo patrio y a la comodidad y prosperidad del pueblo, al misma tiempo que tiene que protestar con dolor de que las únicas atenciones sean para comarcas que saben imponerse con su fuerza o intrigan con sus caciques, procediendo este mal y esta injusticia de la esencia misma del mal centralista que ha cargado al gobierno nacional obligaciones superiores a su capacidad y que carece, ade­más, del poder y de la ecuanimidad necesarios para ser justiciero; de modo que, al pretender concentrar en su mano lo que debiera estar distribuido en quienes corres­ponde tener los recursos necesarios que el mismo Estado les arrebata, despoja a unos de lo que les pertenece y da a otros, por favor o por miedo, lo que no es suyo por dere­cho, resultando que con ello el poder central, en vez de ser lazo de solidaridad entre las comarcas de la nación, es el principal causante de las discordias entre ellas y el impor­tuno acicate de disensiones y recelos.

Pasemos ahora a tratar del regionalismo, en cuanto con­cierne particularmente a nuestra región de Castilla la Vieja.

Cuando en Castilla la Vieja se ha hablado de organiza­ción y aspiraciones regionales, se ha huido, como del de­monio, de emplear la palabra «regionalismo», que repug­naba a los castellanos viejos; pero como quiera que cuanto signifique engrandecimiento regional, es regionalismo, en nuestro lenguaje corriente, como intelectualismo, es ensal­zar la inteligencia; como españolismo, es encumbrar a España; como individualismo, es robustecer al individuo; cuanto tienda a engrandecer, ensalzar, encumbrar o robus­tecer a la región, debemos de llamarlo regionalismo.

La lógica del lenguaje vino por fin a imponer la palabra regionalismo, que debe de significar siempre la aspiración de una colectividad formada por todos tos castellanos vie­jos que desean el engrandecimiento de Castilla la Vieja, sin que se requiera otra condición, sin que se les someta a nin­guna disciplina, ni se les subordine a ninguna autoridad, ni se les sujete a otra ley que la de poner por delante de sus compromisos personales o políticos, el de defender las aspiraciones de Castilla la Vieja que se hayan manifestado por los clarísimos medios de que dispone la opinión públi­ca, así como aquellas otras que, por no haber salido de una persona o de un limitado grupo, convengan a la región, aun cuando no sean profesión popular todavía. La palabra regionalismo se pronunció y se repitió en nuestra tierra, pe­ro determinando su valor con los adjetivos «sano» y «mor­boso» de que hablábamos anterlormente.

Todos los escrúpulos, todos los recelos que hizo levan­tar la palabra regionalismo, los creernos ahuyentados con lo que dijimos en nuestros primeros párrafos, entendiendo que aquello que se ha tratado de denominar con la frase «regionalismo morboso» es una cosa tan distinta, tan con­traria al regionalismo, cual es el nacionalismo, impropie­dad de lenguaje y de concepto que se ha querida corregir, poniendo a la palabra regionalismo el adjetivo «sano» para librarla de aquella torcida interpretación y restituirla a su verdadero significado.

El «regionalismo morboso» disgustaba a los castellanos viejos, causándoles las mismas náuseas que nos produciría un nacionalismo por lejano que estuviese de nosotros. El nacionalismo es cosa que rechaza nuestro carácter con la misma indignación que pueda sentir el virtuoso ante el vicio, con el dolor que sufra el hombre de los trópicos ante los hielos del Polo, con el desprecio de un critico exquisito para una obra de artista sin inspiración ni técnica. El na­cionalismo supone dos cosas contrarias al espíritu castella­no: la imposición de un poder único y la separación del país del resto del mundo, mientras que la tendencia vieja castellana consiste en la conservación de autonomías y en la agregación de pueblos.

Todo el ideal político de Castilla ha sido el de agregar pueblos, conservando sus peculiares regimenes: por eso la agregación de Castilla y León ha sido deseo constante de los castellanos y por eso también el miedo a que la unificación destruyese la manera de ser típica de cada uno de am­bos reinos fue obstáculo que hubo que vencer. "toda la his­toria de Castilla es una prueba de estas dos inclinaciones la de agregar pueblos y la de conservar sus constituciones respectivas.

Los primeros actos de Castilla se dirigen tan sólo a li­brarla del poder de los reyes de León, persiguiendo la auto­nomía.

Después, cuando la tendencia a la agregación hace que Castilla y León tengan por segunda vez un mismo sobera­no (Fernando I), el respeto a las autonomías hace que un concilio (Cooyanza 1050) declare que los Reinos de Castilla y León no se habían unido, sino agregado, y que en cada una regirían sus leyes particulares.

Más tarde, en época de una nueva separación y en vís­peras de la jura famosa de Santa Gadea, los castellanos, buscando la agregación de reinos, eligen para Rey de Cas­tilla a Alfonso VI de León, pero no ocultan sus zozobras y sus temores de que la posible absorción leonesa destruya la manera de ser de Castilla.

Y todavía cabria preguntar si aquellos castellanos que se reunieron en la ciudad de Nájera para proclamar como Rey privativo de Castilla a Fernando, el futuro conquista­dor de Sevilla, no tuvieron presente en tan transcendental acto la posibilidad de que más tarde volviesen a juntarse en sus manos el cetro de Castilla y el de León, como efectiva­mente sucedió.

Años después, la ciudad de Segovia proclama corno Peina de Castilla y demás estados de su corona a Isabel, la gran mujer política, buscando sin duda alguna juntar los cetros de Aragón y de Castilla en un matrimonio, pero es­cribiendo al mismo tiempo el famoso Tanto monta, monta tanto. Monta tanto, tanto monta, Isabel como Fernando; tanto son, tanto significan, tanto pueden los estados cata­lano-aragoneses correo los castellano-leoneses, sin que ninguno de ellos deba sobreponerse a los otros. Si, por aña­didura, Castilla era una agregación de comunidades y me­rindades ¿tiene lugar el unitarismo en la tradición caste­llana?

En el pasado de Castilla, lo clásico, lo genuino, lo que nace del alma del pueblo, es el regionalismo. Lo exótico, lo impuesto, lo aceptado a la fuerza por. el país, es el centralisrno unitario. El nacionalismo con sus secuelas, la centralización y el imperialismo, son refractarios a nuestra tradi­ción, Si Castilla, con su espíritu expansivo y de agrega­ción, contribuyó ni más ni menos que las demás antiguas naciones a formar la España actual, no tuvo en cambio la menor intervención en el advenimiento del unitarismo gu­bernamental, resultado de urca política extranjera impuesta por reyes también extranjeros y sufrida por todos los anti­guos reinos españoles, siendo Castilla uno de los más cas­tigados.

Si el regionalismo está en la tradición castellana, veamos ahora si está también con la razón y con las aspira­ciones de los tiempos presentes.

Nacionalismo y regionalismo están integrados por un conjunto de sentimientos y una serie de aspiraciones. Hay países en los que el sentimiento patrio se traduce en una exaltación desmesurada de amor al país y de menosprecio para los ajenos, considerados tan sólo como territorios do­minables. en épocas de poderío; este amor patrio excluye todo sentimiento de solidaridad humana y su fruto es el nacionalismo.

Hay otros países que están persuadidos de la necesidad de vivir con absoluta libertad, peco en completa armonía con los allegados por razones de lengua de historia o sen­cillamente de amistosa veracidad geográfica y en estos países el espíritu federativo llega a arraigar hasta el extre­mo de constituir parte esencial de su genuina naturaleza, rechazando todo intento nacionalista. A propósito de esto, no podemos resistir a copiar las palabras que el culto bil­baíno, Sr. Balparda, dedica en la revista Hermes a la pro­paganda nacionalista bizcaitarra... «se comprenderá que la propaganda sabiniana, muy en contra de las ilusiones de su fundador, ha venido a desfigurar y destruir los rasgos fisonómicos de la personalidad de Vizcaya», porque hay países que llevan en la masa de su sangre el espíritu de asociación y precisamente son esos aquellos que más apre­cian su libertad, los que menos se someten a los ataques de la tiraría. Castilla mientras no decayó, mientras conser­vó pujantes sus virtudes, fue uno de esos países, y si acaso no lo es hoy, tan sólo a la decadencia de la raza debernos achacarlo.

Y es que el nacionalismo entraña separación, aisla­miento y hasta incompatibilidad entre la nación, que en cierto modo y en ciertos casos viene a ser como un grupo disidente y el resto del mundo abriendo un abismo alrededor de las fronteras nacionales, por lo que consideramos igualmente perjudiciales para la solidaridad humana el na­cionalismo, asentado sobre las naciones de gran territorio y el que quiere instaurar o restaurar otras más chicas en una parte de éste. El regionalismo reclama de la nación la devolución y distribución de funciones que tiene monopoli­zadas, no creyendo en ningún caso que la solidaridad exija el traspaso de estas funciones a otra entidad a quien no pertenecen; el regionalismo pretende fortalecer la capaci­dad directora de la región, pero deja desarrollarse libre­mente el instinto de sociabilidad con otros países y no sólo deja que, se desarrolle, sino que le estimula, porque la re­gión necesita de otras para constituir una nación y comple­tar los fines de su vida y el cuidado de sus necesidades, mientras que el nacionalismo pretende que la nación sea todo y atienda a todo y mande en todo, lo mismo dentro que fuera de fronteras; el espíritu nacionalista tiende a someter al pueblo al poder nacional, poniéndole en cuanto pueda frente a las demás naciones. Castilla la Vieja, dentro de España, ha sido siempre el más entusiasta defensor de la armonía y solidaridad nacionales, de la consagración de la sociabilidad entre todos los elementos hispanos y siendo así, mal puede sentir satisfacción con un centralismo que atosiga tan nobles intenciones.

Castilla la Vieja, puede afirmarse, rechaza de plano todo asomo de nacionalismo; pero ¿acepta el regionalismo? Para contestar a esta pregunta seria preciso que urja convulsión, curando la atonía del país, le pusiese en condiciones de res­ponder libremente, conscientemente. Algo significa, sin em­bargo, el interés que despiertan los temas regionales en el pueblo.

El regionalismo de Castilla la Vieja es una necesidad como sentimiento y otra necesidad como norma de conducta, deri­vando de ambas una obligación para los castellanos viejos.

Reina en Castilla la Vieja una verdadera anarquía, que admite sin protesta todo mandato de los poderes representativos de la sociedad, pero que encontrará seguramente quien trate de investigar la trabazón que en nuestro país existe entre la sociedad y el individuo. El ciudadano es en nuestra tierra un hombre que paga sumiso los tributos y acata con igual sumisión las leyes coma cosa impuesta por la fuerza o el deber, pero considerando los negocios públi­cos como algo completamente ajeno a sí mismo, como si el Estado fuese una entidad de la que el individuo no formase .parte, ignorando que los negocios de todos lo son de cada uno y no experimentando la menor sensación ante un pro­blema cualquiera de los del común. Es necesario en nuestra tierra hacer que en el individuo se despierte el amor a la so­ciedad, y ese amor tiene que formarse por las emociones sentidas en el lugar donde se nació, donde viven los compañeros y los amigos, donde está el panteón de los recuerdos, donde quisiéramos ver todas las perfecciones; despertando una serie de sentimientos que percibiremos también en los lugares semejantes al nuestro o en los ligados a él por cual­quier género de relación que nos traiga su memoria.

El enlace del hombre con la sociedad, ha de comenzar par el individuó, seguir por la familia y por la población en que se vive y continuar por las que en unión de la nuestra, forman una familia de poblaciones. Hace falta que el indi­viduo, para sentir el amor a la sociedad, tenga de cerca sus ventajas y pueda también hacerse cargo de ;sus calamida­des para que le afecten sus dolores. El sentimiento regio­nalista, uniendo al individuo con su localidad y con su re­gión, romperá el estado actual de cosas, en el que a la uni­dad exageradísima en el poder corresponde una disocia­ción extremada, sin que exista la trabazón afectiva, que es el fundamento de una sólida organización social.

A la indiferencia en el sentimiento corresponde la indiferencia en la acción. Si es una necesidad sentir, es otra obrar. Castilla la Vieja tiene obligación de hacer todo aquello que reclama su engrandecimiento propio y todo lo que demande la prosperidad de la patria española. Y conste que la mi­sión de Castilla la Vieja no puede reducirse jamás a dis­frutar de aquellas concesiones que pueda obtener del Esta­do a modo de enriqueñas mercedes, pues esto, ni puede causarle la inestimable interior satisfacción, ni corresponde a sus obligaciones, ni a sus conveniencias.

Lo que Castilla la Vieja necesita del Estada, no es el usufructo de tales o cuales ventajas en la colocación de las dependencias públicas, sino que se la ponga en condicio­nes de fomentar por si misma su riqueza patrimonial, Es obligación de los castellanos viejos sentir los males de su patria, gozar con sus venturas y atender a sus nece­sidades. Es también su deber hacer que no dependa del favor la vida grande o pequeña que pueda sustentar por si misma en beneficio suyo y de toda la nación española.

Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellanoPp 329-340

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