miércoles, febrero 23, 2011

Madrid: una calle (Eugenio Noel, España nervio a nervio, 1924)

MADRID: UNA CALLE

Muy temprano he tomado el admirable libro Studien uber Hysterie, de Sygmund Freud, y las Neurosis de angustia, de su discípulo Heckel, y me dispongo a reflexionar sobre estas mo­dernísimas cuestiones. Hace calor y el balcón está abierto. En mi mesa de trabajo y en pequeños facistoles tengo a la vista otros dos magníficos libros: de ese asombroso pensador austria­co Freud, Las raíces de la fantasía; otro, del enorme Jung, Der Julsall der Psychosse. ¿Quién ha encontrado pensamientos más grandes sobre los sueños, sobre las angustias e instintos sexua­les? También hay por allí un libro del doctor Krueger, a quien la Asociación Ibero-Americana ha otorgado el premio Cervantes, de mil marcos: Estudio sobre la historia fonética de los dialectos españoles en Occidente; un libro del economista Trietch, Alemania, hechos y guarismos, y una hermosa monografía de Fernández Pacheco, Pinturas prehistóricas y dólmenes de la
region de Alburquerque.

Es preciso leer, documentarse, ser útil a nuestro pobre país. De pronto, en la calle la voz cascada de un viejo tartajoso dice vecindario que «anoche soñaba él y que unos lobitos le comían...» El imbécil tiento flamenco es lúgubre y odioso cantado por la rota y desmayada voz del anciano. Desde unas ventanas le arrojan monedas y risas, y el abuelo canta una y otra vez ese infame absurdo. Las gentes le burlan y le azuzan; él canta y responde con soeces insultos a los agravios que recibe. Es necesario interrumpir el estudio, porque los torpes vocablos la necia cantilena distraen el espíritu.

Apenas se ha marchado, aparecen dos pescaderas, una por cada boca de la calle. Hasta los sordos se enterad de que las sardinas y el bonito vienen hoy de balde y coleando. Sus gritos espantables, agudos, fuera de toda lógica, entran en el gabi­nete, en los oídos, en el cerebro, y destrozan la atención, la inteligencia y las ganas de vivir. Después, como todos los días, riñen. Se han jurado anularse una a la otra, y la bronca es forrmidable. Todos los días sucede, y se espera eso con alegría; ventanas y balcones se pueblan de vecinos, y la escena es Inolvidable, digna de una página de Sotileza. Aún no se han extinguido sus gritos y vociferaciones, cuando, salido de la tie­rra, surge un lastimero canto de angustia; es un golfo que vende no sé qué chucherías para burlar el asilo, y entrevera con sus ofrecimientos de baratijas peticiones de socorro hechas con voz patibularia, con una salmodia quejumbrosa de santero de pue­blo, de postulante de las benditas ánimas del Purgatorio. Comiéndole los pasos llega una vieja famosa, que invariablemente hace su aparición con estas palabras: «Gracias a Dios que he llegado donde está la caridad...»; pero esas palabras son lan­zadas a los tejados con alaridos imposibles, una a una, sílaba e sílaba, como si además de pedir se sintiera odio a todo lo que descansa, a todo el que trabaja detrás de las paredes de las ilesas. Pasito a paso, la vieja anda la calle, y las estrofas horri­bles se ensartan unas en otras como en rosario tenebroso. Cuan­do dobla el ángulo de la calle, el alma se siente aliviada de un peso enorme. Mas en aquel momento he ahí la voz del verdulero madrileño neto, castizo, majo y estúpido. «¡Aquí está el tío, que mañana no vengo!...», grita. Y a esta necedad rugida pavorosamente siguen infinidad de ocurrencias, que son reídas por las criadas y comadres y celebradas también en alta voz, con lo que el verdulero se crece y el lío es de órdago.

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¿Para qué cerrar el balcón? Se oye lo mismo, se oye más parece que vocean y piden más fuerte al enterarse de que el balcón está cerrado. Ahora es un guitarro y una voz varonil entera, que canta la jota como en una lifara o francachela aragonesa, no sé si mejor o peor que el célebre Royo del Rabat no sé si la jota del fantástico moro valenciano Sidi-Aben-Jot la que oyera Bretón a la Delmás en Fuentes de Ebro. Lo quo si sé es que el tal baturro tarda dos horas en recorrer la calle, y su voz llena el ámbito, abruma, aturde, enloquece. Pero al menos ese mendigo tiene voz de hombre.

¿De qué voz es la de ese tío de la guitarra, una guitarra que tiene una campanilla en la punta? El buen hombre, que Dios confunda, canta o mía o berrea, baila y toca, todo ello como lo haría un loco escapado de un manicomio. Y por si esta locura no es bastante, ahí están unas docenas de chicos que le escarnecen y emperran. Aún no está ese fantoche en medio de la calle, cuando en la esquina aparece otro pordiosero cojo que canta bulerías y hace bailar a dos niños lamentables. Grupo tenemos, y grupo que ríe a carcajadas las necesidades del postinero niño, necedades que recuerdan aquel periódico madrileño del 1820 que se titulaba así: Voces de un mudito o jocoserías de un ciudadano que, habiendo perdido el uso de la palabra 1814, herido de un aire pestífero calentón, vuelve a recuperarla con la resurrección de la Constitución.

No ha terminado este histrión, cuando desembocan en la calle infernal dos de esos voceadores únicos, de los que echan caperuzas o guindas a la Tarasca y que venden a dúo nada me­nos que polvos matapulgas, chinches, correderas y demás pará­sitos. Hay que oírles vocear para creerlo. El uno chilla espantosamente; el otro ahueca la voz hasta hacerla profundamente horrenda, y los dos, cada uno por su lado, en inagotable ver­borrea, recomiendan sus cajas, cuyos polvos son... «¡un recla­mo —dicen ellos— y una propaganda de, la casa Thomas!... En seguidita entra en la calle el tío de las naranjas, un mozo que echa las naranjas en las cestas de las compradoras gritan­do cada vez más alto: «¡dos, ocho, y dos más, y seis más, y doce más; este tío se ha vuelto loco, vecinas!...» Quizá no lo esté él; pero oírle es volverse loco sin remedio. Y después de este energúmeno, aquí tenemos al carrero que vende sus verduras aullan­do un estupendo «; tía María!...», frase que repite millares de veces en fabordones absurdos; y a un trapero wagneriano, mejor dicho, stravinkyano, que se anuncia con un extraordinario ­lujo de disonancias rarísimas y extravagantes, escalas pentáfonas y hasta planos armónicos de Schoemberg o del diablo; y hasta una señora que da cacharros por trapos y los paga a quince céntimos el kilo; y a uno que compone paraguas, sombrillas, fueIles y artesones; y a un chico que vende lotes de kilo y medio de pepinos de Leganés; y a un campesino que expende ristras de ajos rojos de Pedroñeras o tempraneros de Chinchón; y un melonero de Villaconejos; y a la cangrejera «de mar y de río vivos»...

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Pobres libros, pobres estudios! Imposible trabajar. Ahí está la de las «moras, moritas, moras», con su dejo árabe y misterioso, reliquia tal vez de lejanos siglos. Y no extinguido aún su canto melancólico y oriental, que recuerda el dicho de Hanslik, de que el cambio de dos notas puede convertir una cadencia llena de distinción en una cadencia vulgar, he aquí a la ciega del acordeón con su señora madre, las que toman dulce asiento en cómoda silla de tijera y comienzan..., sin acabar nunca, el nunca bastante bien alabado «gitanillo»... Sin acabar nunca he dicho; Guyau, en su libro Génesis de la idea de tiempo, no ha contado con esta clase española de pordioseros que acaparan el tiempo de los demás y lo hacen con tal satisfacción, que más parece espíritu de sacrificio y prenda de su orgullo espa­ñolísimo, ese orgullo personal que Martín Hume nos ha echa­do en cara no poder fundir, en alguna causa común, con el del prójimo. Y nunca se marcharán de allí madre e hija si no las arrojan un grupo de mendigos, machos y hembras, que en coro abracadabrante soliviantan la vecindad con las estrofas del «Mi­mosa, mimosa» y el «Agua que no has de beber...». La apa­rición y divulgarización de estas coplas callejeras es uno de los fenómenos más curiosos de Madrid. Es un día cuando un pilluelo atraviesa la calle silbando y balbuceando la canción; pronto la cantan y silban los demás chicos, salmódiala malamente un por­diosero cualquiera, la tocan los organillos, la repiten cien ve­ces las criadas, la oye uno tararear en todas partes, se cuela de rondón en todos los repertorios de los pedigüeños, vagabundos y miserables, y un día cualquiera siente uno que, sin quererlo ni desearlo, se acuesta o se levanta sabiéndose de memoria la dichosa canción, la odiada canción. Después de eso tormento es terrible: todos los días, a todas las horas, en todas partes, esa canción nos sigue, nos apesadumbra, se mete en todos los escondrijos de la conciencia y del cerebro, nos prendemos muchas veces recordándola, la oímos a nuestros amigos, no hay ya quien no la sepa, la explote o la grite... Por eso al oírla en la calle los ojos se enturbian, los labios se enfurecen, dan ganas de salir al balcón y apostrofar a los que viven de repetir millones de veces esas funestas y cargantes melodías. Las letras de los libros desaparecen a medida que en la calle cantan; esos labios misteriosos que hay en nuestro cerebro se burlan de la conciencia repitiendo las estrofas memas, la música imbécil... Desde Kapila y Patandjali hasta Boustroux y Cohem no hay filósofo que no se haya ocupado eso; pero ¡oh Fustel de Coulanges, que nos has revelado ciudad antigua! ¡Oh Starke, que nos has revelado la familia primitiva! ¡Oh Spencer, que nos has revelado la moral de los diversos pueblos! ¡Oh Letourneau, que nos has revelado la psicología étnica! ¡Oh Gidins, oh Atkinson, Lubbock y demás ¿En qué país antiguo o moderno, y en qué ciudad se ha martirizado a los que trabajan con la explotación de esas canciones, de esos gritos, de esos voceamientos en tonos indescriptibles, capaces de revolucionar toda la filología comparada de un Saice, toda la penetración ibérica de un Oliveira Martins?...

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Pasan tranquilos, inexorables, absurdos, tres mancebos chuIones, organilleros retirados o personajes escapados de una novela castiza, con las caras de apaches de Picasso, o de presidiarios de Van Gogh, o de caídos de Solana. Estos sujetos vocean escandalosamente periódicos nada populares, y los vocean andando despacio, deteniéndose con misterio y pronunciando las palabras con tremenda y sugeridora fuerza: magna testatur voce per vias. Los balcones se llenan de gente. ¿Qué pasa? Y los tres ululan estas frases siniestras: «¡El Tal, con el extraordinario del misterio de la mujer asesinada en las tapias del Pardo... !» Es preciso oírles en esas frases las palabras «extraordinario» y «asesinada»; no es posible llegar más allá en la médula del escalofrío, de lo imprevisto, de lo salvajemente espantoso. Cuando les compran un número no dejan por ello de vocear, ni miran siquiera al comprador, serios, solemnes, como si al dar el número dieran algo de ellos mismos... Son lo que son ; los primeros voceadores de periódicos del mundo, y... ¡ olé !... ¡Pobres estudios, pobres libros! Esa mujer, que no fue asesinada jamás en las sugeridoras tapias del Pardo; ese periódico, que no es extraordinario, rompe una vez más la severidad del esfuerzo mental; la pluma se detiene sobre las cuartillas, horrorizadas; las tímidas ideas se esconden apresuradamente en trama inextricable de los axones de las neuronas hasta que se el vocerío. Pasa el vocerío y... viene el afilador, el buen y sufrido gallego, con su rueda arreada con todo, con su pasta de esmeril, el vivo y el nogal, su pizarra plana para asentar el filo, y sobre todo con esta sola condición acústica: que se oigan sus castraderas en los pisos más altos. El dios Pan no conoció sea tablilla de boj con doce agujeros de profundidad variable y que produce el sonido más penetrante y turbador que pudiera Imaginarse. Y detrás del sufrido capador de gatos, he aquí el comp00000ner tinajas, artesones y barreños»; al «de Jarama vivitos»; al de las «esteras y pleita fina»; al tío de las sartenes, al tío de la vajilla o lote de cacerolas de porcelana; a la ciega que aúlla: «No hay prenda mejor que la vista», y describe des­pacio y realista «lo que es haber visto y no ver...» Y como si esto no bastase, ahí está el hombre de las toallas: «¡Hay que ver la toalla que voy a dar por dos reales!» Y el cojo y manco de los alfileres, que vende diciendo: «¡Por Dios, señoras!»... y al que los chiquillos le increpan así: «Para la querida, ¿eh?» En el barandal de un balcón un niño llora sin consuelo, le han encerrado, y su llanto dura horas y horas. Los chicos de la calle insultan a la centenaria que vive en ella, y a pedradas la rom­pen el pucherito de comida de casa de la Marta, con el que vive todo el día. El piano del bar no cesa; incansable e inago­table toca el pasodoble del Gallo, el vals de La viuda alegre, Gigantes y cabezudos, Marina... La mujer del solar llama a grandes voces a sus hijos durante horas seguidas. Las niñas juegan al corro. Los niños cantan lo que todos los pordioseros cantaron antes. Un desbravador o chalán prueba en la calle los caballos. Y en una casa de huéspedes que hay enfrente, un tenor presunto berrea sin descanso el «murio disesperato» de Tosca.

Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
Pp. 184-189

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