martes, febrero 22, 2011

San Saturio en Soria (Eugenio Noel, España nervio a nervio, 1924)

SAN SATURIO EN SORIA

Pocos sitios tan interesantes como el cenobio de San Saturio en Soria. Aun después de la impresión producida en el alma por el claustro de la Colegiata de San Pedro y los arcos de San Juan de Duero, la visión de esta especie de anachoristyrion del monte Athos queda profundamente grabada en el recuerdo. A la izquierda del Duero, sobre elevadísimo sistema de riscos escarpes, la piedad de varios siglos —esa piedad de leyenda dorada a lo Vorágine, a lo Simeón Metaphrasto, a lo Juan Moscho— ha ido levantando en el aire y empotrando en los salientes y concavidades de las rocas un edificio singular. Consiste el célebre eremitorio en una serie de construcciones de ladrillo, piedra y yeso apoyadas en la montaña sagrada —una minúscula Hagión Oros—: Las paredes que dan al río son de un encanto indecible, de una curiosísima y sugeridora trama griega o maronita, o de lauras de San Sabas en el torrente del Cedrón; estampas del Serval, páginas de L'Afrique chrétienna, de Lecrercq; de Harnach en Das Mönchtum. Pero en esas paredes altas verticales al río no hay koinosbios, no hay vida común monacal, no existen esas balconadas o miríadas de ventanas que distinguen los monasterios inmensos orientales, donde «el que trabaja reza», según la bella frase de Benito de Nursia; son aquellos paredones recias mamposterías castellanas que siguen las grutas internas que habitara San Saturio, con pocos boquetes al exterior, aunque ese paisaje sea, como el del Duero por aquellos sitios, de una aspereza y rigidez de regla de San Basilio. He aquí lo que un alma estudiosa puede profundizar en la ermita soriana: la diferencia entre el fiero individualismo de nuestros anacoretas y la vida en común de los cenobitas da otras partes. La vida de San Saturio es una vida enteramente, nuestra; la historia de un santero, de un campesino iluminado que nada quiere con nadie y al que todos veneran porque nece­sitan de sus intercesiones. Él va pidiendo de puerta en puerta, y todos le piden a él. Le dan panes, y él da oraciones; si, al ir a la ciudad en busca del pan, el río viene crecido, Saturio pasa a pie enjuto sobre las aguas furiosas del río; toda su taumaturgia será parecida a ese prodigio, será algo necesario, una maravilla de la voluntad. Todo el interior de la célebre ermita responde a ese criterio de santidad ibérica, desde la sala capitular de la Hermandad de los Heros hasta la gruta profunda y realmente macabra que durante tantos años conse­rvara los huesos del ermitaño. Hemos pasado varios días en esos edificios sombríos estudiándolos y, poniendo aparte los convencionales cuidados de los que hoy viven de enseñar la laura; todo allí es nuestro, ibérico: las habitaciones donde se tiraron a veces los obispos en ejercicios espirituales, las co­cinas de los santeros actuales, las escaleras subterráneas, los pasadizos, antros, recovecos y capillitas. No hay un mueble que desentone de nuestro carácter ni una ventana que no esté Orientada magníficamente. Rejas, cuadros, mesas, bancos, sin que nadie se haya puesto de acuerdo en conservar su recio modo de ser, sin que ello sea una de esas «casas del Greco» o de otro tal, tienen un carácter inconfundible. No son cosas de épocas; son cosas de siempre, de esas cosas nuestras que participarán eternamente de nuestro modo de ser contempla­tivo, sobrio y huraño. Escribimos aquí varias tardes en nues­tro libro de santos Sobre oro bizantino, creyendo que el lugar se prestaría a reconstrucciones y estilos viejos, y no fue así. Estos sitios son lugares nihilistas, de quietismo priscilianista o de molinos, con tinieblas vivas y alejamiento total de la vida, no porque ella conturbe espiritualidades difusas, sino porque lo mejor de lo mejor es no pensar en cosa alguna. Estas car­tujas individuales son de una extraña singularización en la historia monástica. Parece en realidad que el que aquí se se­pulta lo hace por vivir alejado de todo, hasta de Dios mismo. Al poco tiempo de permanecer en estas cavernas molesta enor­memente oír hablar, y la misma palabra interior calla azorada. No es miedo, ni edificación espiritual, ni soledad inefable; es, sencillamente, que no se siente ansiedad alguna de hablar o de oír. «¿No sirves para nada? —dice un proverbio de la gente griega—. Hazte pappas.» Nuestros ermitaños, y más que ninguno los convertidos en santos y en patrones de ciudades, podrían añadir a ese irónico adagio vulgar excelentes páginas de alma de raza. La prueba de todo está en que la veneración de las generaciones entiende las cosas tan soberanamente bien, que si el santo resucitase no echaría de menos las desnudas paredes de la gruta donde vivió, y con gusto acogería las edificaciones nuevas, los utensilios y mobiliarios. Esta clase de renunciacio­nes cae de una manera excelente en las almas ibéricas; todas harían lo mismo a serles posible. Hasta la facultad de hacer milagros se comprende como fácil cosa. ¿Qué puede maravillar a un espíritu que no se asombra de su propia existencia y que reza para que los demás ganen el más allá cuanto antes sea factible? Indudablemente hay en eremitorios como este de San Saturio nuevos modos de ver nuestra originalísima visión religiosa, nuestra vida afectiva, nuestro, realismo sentimental, nunca más fieramente acusado que cuando alguno los nuestros se siente con vocación de hacerse solitario. Entonces, como ahora puede comprobarse aquí, es cuando proyectamos sobre las cosas esa especialísima manera de ser que las hace más ásperas, rígidas, secas, que ellas son en sí. Valen bien la pena santuarios como éstos. Siempre que se miren con nuevas actuaciones al visitarlos y no como peregrinos de un sentimiento helado en dogma.



Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
Pp. 134-136

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