lunes, junio 13, 2011

Las nacionalidades españolas I (Luis Carretero Nieva , Mexico 1948)

SUPLEMENTOS
de
"LAS ESPAÑAS"

México, D. F., Septiembre de 1948

LAS ESPAÑAS
REVISTA LITERARIA BIMESTRAL
Registrada como artículo de segunda clase el 3 de Junio de 1948.
REDACCIÓN Y ADMINISTRACIÓN:Yucatán 34-A - México, D. F.



EDITORES:
Manuel Andújar, José RamónArana, José Puche Planas,Anselmo Carretero.

José Torres Valbuena.
ADMINISTRADOR


LAS NACIONALIDADES
ESPAÑOLAS
por
Luis Carretero y Nieva

Dibujos deCarlos MaritChal Juan Renáu.

Decíamos, en las palabras preliminares del SUPLEMENTO con motivo del IX aniversario de la muerte de Antonio Machado, que es nuestro propósito alterna, en esta publicación los trabajos de creación literaria con aquellos otros en que se examinen los problemas fundamentales que España tiene planteados y cuyo esclarecimiento, sereno estudio y civil debate representa para los emigrados republicanos una de las más capitales —y urgentes— responsabilidades históricas. Porque nuestro apasionado afán de ,soñar una patria acorde con su lógico destino, con su genuina naturaleza, capaz de verificar una alta concepción del hombre y de la sociedad nuestros, sobre íntegras bases de libertad y democracia de ye- cunda convivencia, no puede ya satisfacerse con vagos anhelos, sólo ron rescoldo de nostalgias, sino que exige precisiones; puntos comunes estables, de sentir y de obrar, la elaboración, por tanto, de un pensamiento nacional acrisolado en las últimas y dramáticas experiencias de nuestro pueblo, determinado por su sangre, su dolor y su entrañable ilusión.

Consideramos esta tarea, agregábamos, como rica expresiva manifestación del diálogo, es decir limpios de prejuicios, sin el impedimento de las consabidas rigideces dogmáticas, abierto el entendimiento a toda clase de razones legítimas, profundamente respetuosos con la diversidad de opiniones que en torno a las cuestiones vitales de 'nuestro país se susciten o existan. En consecuencia, la aparición de ensayos de este género en los SUPLEMENTOS no implica la identi­ficación, total o parcial, de "LAS ESPAÑAS" con la tesis que los distintos autores sustenten, sino el reconocimiento objetivo de su valor documental intelectual, que en su momento será completado con aportaciones que proporcionen a nuestros lectores una visión más amplia y matizada de cada materia, que contribuyan ao fomentar un espíritu constructivamente crítico. ajeno a la polémica intransigente, al intercambio agresivo de argumentos irreductibles, herméticos por desgracia, aun tan, usual.

Para iniciar la serie, hemos elegido un tema de primera importancia., el de la misma y justa constitución de España. Ante él puede adoptarse esta o aquella actitud temperamental, o de principios —simpatizante de los movimientos autonómicos, federal, centralista, la que fuere— pero nadie puede desconocer el problema en carne viva, la conveniencia de hallarle una solución adecuada, defi­nitiva. El abordarlo elusivamente, sin la debida valentía espiritual, sin gene­rosas miras., daría lugar, llegada la grave hora de las decisiones, una vez extirpado el régimen, franquista, a un nuevo y malaventurado tejer y destejer—, a cerrar en falso una honda herida, al error reincidente de ignorar —o violentar— efectivas corrientes de opinión., generales estados de ánimo.


El análisis de Luis Carretero y Nieva "Las Nacionalidades Españolas”", al ofrecer datos originales, ideas vigorosas, un enfoque peculiar y recio de la tradición hispánica; contribuirá, con otras apreciaciones que habrán de pre­sentarse en estas páginas; a promover una conciencia un criterio más eficaces ' en torno a una de .nuestras principales misiones colectivas en el futuro inmediato, encaminados a' forjar la perdurable grandeza de España.



A la memoria de mi hijo Ricardo Carretero
y Jiménez, ingeniero industrial segoviano,
muerto en la Defensa do Madrid el 13 de abril de 1937



ANTE todo: ¿qué es una nacionalidad? Generalmente no hay conceptos más difíciles de definir que los más caracterizados en el conocimiento común y corriente. Eso pasa con el contenido de la palabra nacionalidad. Hemos de renunciar a tomar ninguna definición de nación de las que corren por el mundo y que tanto se han repetido en España, donde se ha recurrido a aquellos principios más desacreditados, como son el de la raza y el del idioma. Y hemos tenido que renunciar a estos caracteres por motivos de los que tenemos muestras muy precisas en España, por ejemplo en el País vasco. Es indiscutible que existe una nacionalidad vasca vigorosamente definida, pero no se debe al idioma, pues en el País vasco hay dos idiomas igualmente propios; el uno peculiar y exclusivo de los vascos: el vascuence; el otro, es un idioma muy extendido por el mundo, pero que se habló por los vascos desde su nacimiento, sin obedecer a ninguna coacción, antes que por los restantes pueblos de España y en cuya elaboración los vascos tomaron parte importante. En los balbuceos de tal idioma, el llamado castellano con tantos motivos como pudiera haberse denominado romance vascongado, cuando aparecen sus primeras formas en el alto Ebro, los alaveses toman parte en su formación, aun cuando continuase el vascuence en lo recóndito del campo alavés, y lo hablan antes que los riojanos, los sorianos, los sego­vianos, e incluso los burgaleses del sur de la Brújula; los navarros también ayudan a este proceso de formación y en tal tiempo aparece una modalidad navarra que queda desalojada por las formas del alto Ebro. Aun en los momentos de más completa independencia del País vasco, el castellano se usa espontáneamente por los vascos y en Navarra es idioma oficial de este reino antes de serlo en Castilla. Si el vascuence es un idioma exclusivo de Vasconia el castellano también le pertenece por derecho de producción, aun cuando en cooperación con otros; no es un idioma extraño. Pero, además, ¿es que los vascos que no hablan el vascuence, que hoy son la mayoría, no son vascos? Un vasco no necesita saber vascuence para ser vasco; sería más incomprensible que desconociese el castellano si ha de recoger todo el pensamiento del pueblo vasco y sus sentimientos, en todas sus modalidades; y no, importa que el vascuence sea más antiguo, pues las naciones cambian de Idioma sin perder sus rasgos nacionales.

Cosa análoga ocurre en Galicia y en Valencia, donde el uso del castellano está más generalizado que el de la lengua regional. En cuanto a los catalanes están tan familiarizados con su lengua privativa como con el castellano. ("Los catalanes —ha dicho recientemente el señor Bosch Gimpera— somos hoy bilingües. Hablamos el catalán porque es nuestra lengua materna, nos ex­presamos en castellano cuando en España se plantean grandes ideales nacio­nales, todos comunes, como empezó a ocurrir bajo el régimen republicano").

Si no fuese por los nombres vascos de sus pueblos, y aun así, muy des­figurados, nada encontraríamos en la provincia de Huesca que nos recordase la condición eminentemente vascona de la gente del país. Y en las cinco provincias leonesas de León, Palencia, Valladolid, Zamora y Salamanca, el castellano, al propagarse por allí, como por toda España, a título de español, ha barrido tan cabalmente al idioma propio y nato del país, el leonés, del grupo del gallego, que personas incluso de mucha ilustración piensan que el castellano es el lenguaje natural y tradicional de aquella tierra; y, sin embar­go, pese a la desaparición del idioma propio y al hecho erróneo y forzado de querer juntar con todo rigor a este país con Castilla, estas cinco provincias tienen entre sí una serie muy rica de condiciones comunes, que unen a las cinco y las distinguen de las otras de España. Tampoco se las puede consi­derar ya como parte de la nacionalidad gallega, aun cuando históricamente ha sido la más afín a ellas.

Portugal es una nación del grupo lingüístico de Galicia, pero no es precisamente parte de la nación gallega, pese a que los portugueses hablan n. idioma muy poco diferenciado del tronco original gallego, porque los puchos años de vivir independientes, de pensar y sentir de otra manera, han creado un carácter nacional distinto del gallego; por lo que hay otra rosa en la -que debemos convenir: la de que el carácter nacional es muy duradero y persistente, pero no eterno; la nación cambia, como cambia cuánto hay en el planeta, pero cambia a la vista de la historia, y con todos sus incluso la raza y el idioma.

El idioma es un producto humano, que varía profunda y frecuentemente. No es una causa de nacionalidad, sino, todo lo contrario, un producto de ella; que no define, pero que contribuye a señalar la figura de una nación.

No determina nada por sí solo, ni una nación necesita, para ser nación, de un idioma que sea producto de ella y sólo para ella. Familiar es para nosotros el ejemplo de las naciones hispanoamericanas, que hablan el mismo idioma. Caso contrario es el de Suiza, que, con tres idiomas diferentes, viene cons­tituyendo desde hace siglos una nación sólidamente forjada.

El criterio de las razas nos lleva a la misma confusión y el ejemplo que vamos a tomar es también claro. Es sabidísimo que el pueblo del Alto Aragón es vasco, y sin embargo estos hombres, que son aragoneses con un tantico de catalanes, no sienten ningún deseo de apartarse de los demás aragoneses para vivir en comunidad con los vascos. Creernos que es un error dar demasiada importancia a la condición racial, producto de la fantasía, en muchos casos, y que, aun cuando sea cierta, no es determinante, ni mucho menos, de las cualidades de una nacionalidad. Es además un concepto, dañino y perjudicial para una convivencia humana feliz, porque puede dar lugar a criterios altamente nocivos y a ideas monstruosas, como hemos visto en Alemania, dado que tales criterios raciales usados como definidores de pueblos conducen siempre a una exageración brutal del orgullo y de la esti­mación propia, así como al menosprecio de los demás. Por otra parte, el concepto étnico es una cuestión de zootecnia, sujeta a las leyes de esta ciencia, y en el ajetreo de la vida moderna, creador de un fuerte medio que obra poderosamente sobre el individuo, tiene cada día, en la cuestión nacio­nal, menos importancia.

Hablar en Europa de una raza para definir una nacionalidad actual es buscar la pureza en la confusión, cuando la población de toda Europa está tan enormemente mezclada que apenas quedan razas puras en su suelo, y sin embargo hay una gran cantidad de naciones ostensiblemente ciertas. En España, por su situación geográfica y otras circunstancias, la raza que menos alteraciones ha sufrido es probablemente la de las serranías castellanas de entre el Duero y el Ebro, donde, sin embargo, la historia nos acusa un fuerte contenido racial vasco, de cuyas gentes ha dicho Schulten, refiriéndose a las de las alturas sorianas: el castellano es ante todo y sobre todo un celtíbero.

Hay otros criterios, a nuestro juicio disparatados, pero que pese a su error se aplican todavía, sobre todo en escritores políticos, tal como el de que una nacionalidad está definida por un pueblo que ocupa el territorio de un Estado encerrado dentro de sus fronteras.

El libro de don Francisco Pi y Margall, "Las Nacionalidades", después de un estudio muy detallado de la cuestión y de una crítica concienzuda, rechaza en realidad todos los fundamentos de definición.

Por otra parte, un escritor inglés decía que en todo país hay en realidad dos naciones, a lo que agregamos: la de los que disfrutan de su patria y la de los que la padecen. Esto es muy racional y conocido: hay clases, ampliamente estudiadas, la de los opresores y la de los oprimidos, que no pueden pensar ni sentir igualmente, ni tener el mismo carácter, lo que se ve muy bien en la época feudal de la Edad media en la que la comunidad de ideal, la condición económica, las normas de convivencia y de cortesía están dentro de las clases, por lo que el noble piensa y siente como noble y merece las consideraciones de noble, lo mismo en su país que en cualquier otro feudal, mientras que el plebeyo es plebeyo, tanto en su tierra como en las restantes feudales, y se comporta como plebeyo; es decir, que los hombres de estas dos clases no pueden tener las mismas ideas colectivas ni los mismos anhelos, ni pueden apreciar ni estimar a sus propios países de la misma manera. Con esto podemos afirmar que el sentimiento de nacionalidad, para que se des­arrolle y se comparta por igual, exige que dentro de la sociedad nacional no haya clases opresoras ni oprimidas: la nacionalidad como sentimiento espontáneo, que no sea resultado de una educación embaucadora, no puede medrar más que dentro de la democracia. Otra cosa es el manejo de la plebe dentro de los imperios, en los que la nacionalidad, con sus vicios y sus virtudes, está oficialmente determinada por las conveniencias de las clases dominantes y las muchedumbres no hacen más que dejarse dominar por la fuerza o alucinar por la astucia al tragarse el anzuelo de que sus desgracias vienen de los enemigos extranjeros, con lo que despiertan odios que no van contra los dominadores propios, ni contra los poderes extraños, sino contra los pueblos sometidos a ellos.

Para que en lo que sigue podamos entendernos es preciso que fijemos un concepto de la voz nacionalidad. Desechados los fundamentos de raza y de idioma y otros más endebles, la definición más aceptable que encon­tramos para la nación es que se trata de una comunidad estable (aunque no eterna) históricamente formada como resultado de una convivencia secular sobre un mismo suelo, comúnmente sentida y aceptada, que da origen á hábitos y modos de pensar y sentir reflejados en una comunidad de cultura, y a veces un idioma propio. El concepto determinado en esta definición no es de las cosas, sino el de la comunidad de ellas.

En consecuencia, si no nos importan demasiado las razas nos interesan, en cambio, mucho las asociaciones humanas llamadas pueblos, pues el hom­bre no puede dar satisfacción plena a sus estímulos individuales más que viviendo como parte de un pueblo, ni puede acomodarse apegadamente al conjunto humano más que a través del pueblo en que vive, como los pueblos no pueden articularse en la humanidad más que por medio de los otros pueblos con los que están ligados por una relación. No comprendemos, ade­más, el entusiasmo por las virtudes innatas de las razas, que son ajenas al esfuerzo de las gentes que las componen, pero sentimos admiración por los méritos de los pueblos, que son la acumulación del trabajo de sus hombres.

Nos interesa también afirmar que las condiciones del suelo, como asien­to de una forma material de vida y de una economía, y las relaciones de producción dentro de una contigüidad de territorio, son factores que influ­yen de manera importantísima en la formación de una nacionalidad; y de ello tenemos ejemplos en España: la personalidad nacional catalana se consolida después de que una reacción democrática ha destrozado la primi­tiva organización feudal de los condados francos y ha creada una clase de menestrales, y con ella, unas maneras de producir y de distribuir la riqueza, relaciones todavía de tipo feudal, pero distintas de las peculia­res de la dominación franca y que no coinciden exactamente con las del resto español. En Galicia, las relaciones de producción, tam­bién de tipo feudal, distintas de las catalanas, pero semejantes a las leonesas, influyen también en la creación de una nacionalidad gallega con personalidad distinta de otras españolas. En Castilla, las relaciones de producción no son de origen feudal, aun cuando fatalmente perturbadas por el feudalismo, y contribuyen a crear una nacionalidad tan distinta de la leonesa que se separa de ésta en una guerra de independen­cia. El País vasco que, como Castilla, no asienta su sociedad sobre una base feudal, aun cuando inevitablemente se ve amenazado todo a lo largo de su historia por el feudalismo europeo, crea unas relaciones de producción que al dar al vasco una mayor libertad económica, cualquiera que fuese el grado de comodidad de su vida, desempeña un papel importante en la formación del carácter nacional vasco. En Andalucía se extiende el feu­dalismo neogótico astur-leonés pero con circunstancias geográficas y antece­dentes históricos diferentes, y nace una nacionalidad muy distinta.

Para completar nuestro concepto, como la nacionalidad no la defini­mos ni por la raza ni por el idioma, pensamos que, una vez tomada corno entidad básica la nación, hay supernacionalidades formadas por varias na­cionalidades afines y, contrariamente, hay subnacionalidades debidas a al­guna modalidad particular dentro de una nacionalidad.

En España, hay tan gran número de nacionalidades distintas, de tal diversidad y tan profundo carácter propio, que dentro de la península se distinguen entre sí más que muchas nacionalidades europeas representadas, más o menos acertadamente, por los actuales Estados.


AHORA bien, ¿ Cuántas y cuáles son las nacionalidades españolas? Para responder a esta pregunta hagamos primero consideraciones sobre su ori­gen. Este origen está en la conservación de los primitivos pueblos ibéricos, donde no fueron alterados por los influjos romanos o godos; en otros, en la mayor o menor intensidad de tales influjos; y por último en las difentes, modalidades de los pueblos y poderes germánicos supervivientes o reanacientes, según fuesen visigodos o francos, lo que da un gran número de combinaciones. Así, al caer el imperio visigodo de Toledo y formarse los reinos de la Edad media, los territorios de esas monarquías coinciden, con algunas variaciones, con los antiguos pueblos; pero, como la reconquista se hace en la mayor parte de España por las gentes romano-godas y en provecho propio, estas nacionalidades medievales adquieren entonces su carácter y los pueblos se modelan según las conveniencias de las gentes con­quistadoras, es decir, según conviene a los godos de Covadonga, que no dejan de ser extranjeros por el hecho de llevar varias generaciones dominando y expoliando a los españoles.
Pasemos una ojeada sobre los pueblos conquistadores.

En primer lugar nos encontramos, con los celtas, pueblo del grupo lin­güístico de los arios, que en varias oleadas se apoderan del occidente de España y que, por desalojamiento de los primitivos pobladores, son la base étnica del extremo noroeste, de la meseta leonesa del Duero medio y de Extremadura. Los celtas penetran mucho en el interior de España, pero no se puede precisar hasta dónde ni cuál es exactamente su influencia en la formación del pueblo llamado celtíbero, que muestra un fuerte carácter ibérico. En el país ocupado por los vascones, la dominación céltica no deja gran huella entre sus pobladores, y en el territorio de los cántabros los dominadores celtas acaban absorbidos por los indígenas.

En distintas épocas llegan a España fenicios, griegos y cartagineses, que se establecen principalmente en las costas y no entran profundamente en el país, limitándose a crear colonias que no perturban a los pueblos del' in­terior.

Los que logran dominar el suelo español, después de una prolongada y dura resistencia de sus habitantes, son los romanos, pueblo también del grupo ario, pero esa dominación no es completa ni uniforme, pues mientras en una gran extensión de España someten totalmente a la población autóctona, en otras conservando su mando por transacciones, respetando autono­mías para dominar militarmente el territorio, y en otras, como el país vasco, Cantabria y las sierras interiores de Soria y Segovia, donde Numancia resiste hasta su legendario sacrificio y donde los arévacos de Segovia son todavía rebeldes a Roma mucho después de la caída de la ciudad numantina, lo único que hacen es establecer destacamentos militares y cruzar el país con sus vías. La resistencia de los arévacos y la pobreza del país, que no incita n a gastar en él grandes sacrificios, dejan en poder de los autóctonos el gobierno y la vida civil y económica; por eso dice Gómez de Somorros­tro que el acueducto de Segovia, aunque obra de la cultura romana, está hecho por las comunidades indígenas.

Al terminar esta ligera reseña de los pueblos primitivos de España hasta la dominación romana, hemos de advertir que todos ellos, menos los de las cinco naciones de la Celtiberia, se caracterizan por su afán de ais­lamiento, por la falta de coordinación de unos con otros, lo que facilitó mucho la tarea de los invasores; pero nos interesa señalar que los pueblos celtibéricos vivían en confederación permanente entre sí y que tuvieron li­gas accidentales con cántabros y vascos. Este solar celtibérico, repartido después entre Castilla y Aragón, es el solar del Fuero de Sepúlveda y en donde, probablemente antes de la conquista romana, brotaron las institu­ciones que se llamaron luego "universidades" o "comunidades de ciudad y tierra."

Los godos conquistan el imperio romano y, como consecuencia, Espa­ña. De estos godos los llamados bárbaros del Norte, pretenden descender, y efectivamente descienden, sobre todo en espíritu, las dinastías españolas y las gentes de sangre azul. Pcrry, en su interesante libro "The Growth of of Civilisatión", dice que tales godos eran peores que Atila, que Gengis Kan y que el gran Tamerlán; don Pedro Pidal, que es hombre íntegro en cuanto a respetar la verdad de los hechos, pero que siente ardiente vene­ración por las dinastías españolas, tan extranjeras cuando nacieron como cuando escribía el culto asturiano, queriendo endulzar el acíbar, dice que los visigodos, o sean los godos de la rama que vino a España, eran los más suaves, los menos brutales, bien que unos y otros al tomar la cultura ro­mana se hicieron más moderados, pues los romanos, tan expoliadores como todos los conquistadores de todas las épocas, eran gentes de mayor finura y de agudo instinto político.

Estas gentes son las que traen a España el feudalismo. El imperio que crean es para beneficio de una casta de militares y eclesiásticos godos de la que el rey es el jefe supremo, pero que actúa con una asistencia de la corte que en realidad es una vigilancia, ya que el provecho es para todos ellos, que se reparten en feudo el suelo español, y con él los hombres. Aquí tenemos lo más importante de la dominación goda, el establecimiento del feudalismo que, si no trae a España los usos brutales y vejatorios de los feudos europeos, implanta unas relaciones de producción que determinan en los siervos un cierto modo de vida, una comprensión de su colocación en el mundo, un suspiro por la libertad o una sumisión resignada, todo lo cual moldea un carácter en el pueblo. Los vascos y los cántabros resisten tenazmente al imperio visigodo y los arévacos tampoco se acomodan a ,él, por lo que unos y otros conservan su carácter y muchas de sus instituciones prerromanas, mientras que los godos se establecen sólidamente en lo que se llamó los Campos góticos, o sea en la Tierra de Campos.

La separación de razas durante la dominación visigoda es constante y de hecho no se modifica por la legislación, pues si posteriormente se per­mitieron los enlaces con los hispano-romanos, corno ellos decían, por espíri­tu de vanidad aristocrática, esos matrimonios no se celebraron más que entre los godos y los magnates que quedaron de la dominación romana. El pueblo siguió rechazado por los godos.

Desde el punto de vista étnico, conviene hacer una aclaración. En to­da la península ibérica, las razas primitivas dominan sobre las invasoras; el pueblo no es latino ni godo. Salvo los celtas, que enraízan en España y forman la base étnica de algunas regiones, los invasores más numerosos son los godos, que vinieron en número de unos trescientos mil para una población española de seis u ocho millones, es decir, menos del cinco por ciento; los romanos habían sido menos y menos aún griegos, fenicios y cartagineses; y como los invasores no se renovaron por entradas posteriores, las razas invasoras que al correr de los tiempos pudieran mezclar su sangre con las autóctonas quedaron absorbidas por éstas, que prácticamente con­tinúan las mismas.

Los árabes, los llamados árabes, que en su mayoría eran gentes bere­beres, de las razas occidentales mediterráneas, también vinieron en menor número que los godos y la mayoría de los pobladores del territorio regido ,por los musulmanes eran españoles que habían adoptado las costumbres agarenas. Tan españoles de raza eran entonces los cristianos del Norte co­mo los habitantes de. la España musulmana.

La única invasión conocida que deja huella racial intensa es la celta, que ocupó el poniente de la península y a la que pertenecen también los vac­ceos de la llanura leonesa. A pesar del gran número de invasiones, y a pesar de que no existen razas puras en todo el mundo europeo y mediterráneo, el español es de raza predominantemente ibérica; podrá haber adquirido una cultura de otros pueblos, pero no es de sangre romana, ni goda ni :trabe. Donde sí abunda la sangre extranjera, y apenas se encuentra espa­ñola, es en las dinastías gobernantes.

En la determinación de las diferentes nacionalidades que actualmente habitan en el suelo de nuestra patria se ha dado gran importancia a los pueblos primitivos hispánicos y a su distribución en la península. Pero no hay que olvidar el enorme poder de asimilación de los forasteros que siem­pre han tenido todos los pueblos españoles y que ha sido comentado por varios autores. Este poder de asimilación subsiste en toda España. Incluso los ingleses, que en ninguna parte del mundo abandonan su idioma ni sus costumbres, en Andalucía hablan el español con fuerte acento andaluz, y allí, contra su resistencia reconocida, dejan de ser ingleses a la primera generación. Entre los más exaltados nacionalistas vascos y catalanes los hay con apellidos de todo el resto de España y de generaciones muy recien­tes, pero estos nombres son plenos vascos y plenos catalanes por esa pode­rosa fuerza de digestión del forastero que tienen todas las comarcas de España, como una propiedad común, cual otras muchas, a todas las nacio­nalidades españolas. A su vez, los descendientes de vascos, de catalanes, de leoneses, etc., se diluyen igualmente en las demás regiones españolas; y, cosa curiosa, los países y ciudades españolas que menos atraen al forastero son precisamente aquellos que más intransigentemente defienden un uni­tarismo español impuesto a la fuerza.

El valor que atribuye Bosch Gimpera a los pueblos españoles primi­tivos y a su distribución en la formación de las diferentes nacionalidades españolas es tan grande que, al referirse al influjo de las demarcaciones ro­manas en la determinación de estas nacionalidades y su reparto sobre el terreno, dice: "Se ha insistido a menudo en que las divisiones romanas pesaron en la tradición posterior y contribuyeron a dar el marco por el que se extendieron los pueblos medievales que aspiraron a tener los antiguos límites romanos. Lo que hay de permanente en algunos límites depende de la naturaleza de la población anterior prerromana y de la adaptación de las demarcaciones a dichos límites étnicos anteriores. En zonas en que los límites romanos alteraron el límite natural, surgieron territorios que fueron motivos de conflictos".

Ciertamente que se ha repetido mucho, y no sin cierto dejo de ala­banza, la trascendencia de las demarcaciones establecidas por Roma en Es­paña, su resistencia a través de los tiempos, el poder que han tenido de manifestarse después de invasiones y dominaciones posteriores, hasta el punto de servir de norma y base al aparecer las nacionalidades españolas con la caída del imperio visigodo, y la ratificación que muestra la solidez de este hecho por la razón de que hoy mismo persisten, pese a los inten­tos de unificación.

En la duración secular de esta supuesta creación romana, se ha queri­do ver una prueba del gran poderío de Roma, de su perspicacia para adver­tir el porvenir, su agudeza para penetrar en las realidades y su autoridad y prestigio para mandar. Pero no es así, y de tales alabanzas no queda más que la adulación que la humanidad regala todavía a quien dispone de la fuerza, o el mismo asombro que han despertado en gentes de humanismo incompleto aquellos dictadores que han tomado el mundo de circo sangrien­to en que ensayar sus monstruosos e irrealizables designios, decorados siem­pre con unos adornos de cultura, para disfrazar de deseos generosos lo que no son sino apetitos egoístas. La permanencia de las divisiones establecidas.

En tiempos de la romanización no es creación romana, sino, sencillamente, la preponderancia de una condición del país que Roma acata, acomodándose a ella. Los dominadores de un país extraño, vario en su constitución interna tienen siempre un interés grande de llegar a la unificación, que simplifica la tarea de dominio, haciéndola más fácil y firme; y como la dominación romana fue la más intensa de las extranjeras que ha sufrido Es­paña, ya que la gótica no fué en cierto modo más que una continuación o segundo período de la romana, es explicable que la acción de Roma haya sido estimada como fundamental y más notable en sus frutos. Pero, insis­timos, no fueron las condiciones de colonizadores y de gobernantes de los romanos las que dieron capacidad de conservación a su división de España, .sino la continuación de la condición íntima del español y de las condicio­nes geográficas naturales; por eso viene muy bien la penetrante observación de Bosch-Gimpera de que cuando la demarcación romana quedó en des­acuerdo con el hecho natural, se demostró la incongruencia por conflictos nacidos en la zona discordante.

En España puede comprobarse claramente la influencia de la geogra­fía en la historia, y lo vemos observando lo que ocurre en regiones de apa­rente semejanza o de supuesta identidad; probándonos además que, en este discurso, hay que dar más importancia al influjo del medio que a la herencia racial. Dos grandes divisiones sobresalen en la ordenación de los pueblos primitivos españoles; los que sufren una celtización y los que quedan libres de este influjo. En los pueblos influidos por la invasión celta está compren­dida la cuenca del Duero; pues bien, en esta cuenca hay dos países muy distintos que, con cortas diferencias de límites, correspondían, bajo la do­minación romana, el occidental al convento jurídico asturicense, y el orien­tal al convento jurídico cluniacense. Los romanos incluyeron en el con­vento jurídico de Clunia, o sea, lo que fue luego la Castilla del Duero, cuando saltó las divisorias del Ebro, a pueblos de los vacceos, entre ellos Pallantia (Palencia), que de acuerdo con la distribución prerroma­na de los pueblos españoles correspondían al convento jurídico de Astúrica, núcleo del reino de León. Los tiempos y las conductas muestran unas condiciones naturales permanentes del Duero medio, o sea del país leonés, muy semejantes por lo que se refiere a la organización económica y social a Galicia y Portugal, con los cuales había de formar más tarde un reino de León, caracterizado por lenguajes afines e instituciones iguales, pero diferentes, de las de Castilla y el País vascongado, esto es de los pueblos del convento jurídico de Clunia. Pero hay más todavía, al correr de los tiem­pos, la, tierras del Duero alto, que formaron parte del convento jurídico cluniacense y más tarde la Castilla comunera, después de la invasión celta vuelven a su condición ibera, miran hacia el Ebro y de espaldas al Atlántico, y por este dominio de un ascendiente ibero sobre una tierra dominada por los celtas, es por lo que se designan con el nombre, no sabemos hasta qué punto exacto, de Celtiberia; mientras que Pallantia y toda la Tierra de Campos conserva la influencia céltica, como todos los países que pertenecieron a la corona de León.

Con ello tenemos una prueba de que la geografía influye en la historia, no solamente por la situación de territorios, sino por las formas económi­cas que produce, en este caso ganadería de pastoreo y aprovechamiento fo­restal con pequeños retazos de agricultura (Castilla) contra agricultura y ganadería fundamentalmente estantes (León). Las condiciones geográfico- económicas no se clasifican tan simplemente como lo quieren hacer los que ponen los límites en las sierras que dividen las cuencas de los ríos. Obser­vemos que la cordillera central no ha dividido, hasta la creación de las actuales provincias según modelo francés, la jurisdicción de los organismo.. regionales de gobierno; las montañas separan dominaciones militares e imperiales, pero pocas veces separan pueblos, por lo que dice Jiménez Soler: "A lo largo de las cordilleras y a ambos lados de las mismas habitan los mismos pueblos"; lo que también observa Pi y Margall en "Las Nacionalidades", y lo vemos no sólo en Castilla sino también en el País vascongado.

El iberismo remonta las alturas que hay entre Castilla y Aragón, pero no llega a los llanos del Pisuerga y encierra en sí todas las tierras de la región serrana central, repartida hoy entre Castilla y Aragón, que fue país de pastores. Coincidiendo con esto, las instituciones castellanas comune­ras del fuero de Sepúlveda, que saltan las divisorias del Duero, del Ebro, del Tajo y del Júcar hasta casi llegar a tocar a Cataluña en Mosqueruela, no llegan a las riberas del Pisuerga. Estas llanuras cierran el paso a todo lo castellano, salvo al nombre y al idioma a título de lengua general españo­la. Vemos que la geografía influye en la historia de dos maneras: direc­tamente e indirectamente, disponiendo el suelo para una u otras formas y relaciones de. producción. Así al comparar las llanuras de Campos, "base geográfica del reino de León" según la expresión de Oliveira Martins, con la Mancha y con Castilla observamos que las instituciones típicamente leo­nesas, entre ellas el Fuero Juzgo, tan enérgicamente rechazadas por Casti­lla y el País vascongado, se repiten y extienden por las llanuras manchegas al sur de Toledo, con lo que este país pone un alto a las instituciones cas­tellanas, a pesar de estar adscrito a Castilla por la conquista.

El influjo de la geografía en la historia y constitución de Castilla no se comprende si no rectificamos un error muy generalizado, el de suponer que Castilla está constituida por las llanuras centrales y que la mayor par­te de su territorio es llana; por lo que tenemos que afirmar fuertemente que Castilla no está constituida por las tierras medias, núcleos de las mesetas,
sino por las montañas de Cantabria y por los "bordes de las mesetas", según decía Jiménez Soler, o por las "tierras marginales de' las mesetas", se­gún dice Bosch-Gimpera, o por la "región serrana central", según Luis de Hoyos Sainz; lo que da un carácter económico, de género de vida y relacio­nes de producción, acentuado en su unidad por la circunstancia de que la mayor parte de las tierras llanas que por vecindad y convivencia no pueden separarse de las sierras castellanas no han sido de economía basa­da en el cultivo agrícola, sino de pastoreo o forestal, lo que las separa de las llanuras colindantes que pueden verse en las tierras de Campos y la Mancha; tal es, por ejemplo, el caso del territorio de la antigua Comunidad de la Villa y Tierra de Cuellar. No olvidemos que los límites entre re­giones, tanto naturales como políticas, incluso los que separan nacionali­dades, no pueden trazarse por una línea, sino que suelen ser fajas de con­fusión imposibles de separar tajantemente por una frontera.

Los territorios mal colocados, sacados de su grupo nacional para agre­garlos a otro inadecuado, muestran tendencia obstinada a conservar las cua­lidades de su nacionalidad original. Así, las tierras del norte de Huelva, pertenecientes por conquista al reino de León, y que incluso recibieron la influencia lingüística del bable leonés, al encontrarse sueltas con los tiempos vuelven a sus cualidades primitivas de iletas y olbisinias, es decir, a su fondo ibérico en la modalidad andaluza. La tendencia es poderosísima aún en el caso de que la colocación artificiosa sea halagüeña y lisonjeramente aceptada, como ocurre con las provincias de Palencia y Valladolid, de la misma cua­lidad leonesa que las de León, Zamora y Salamanca, que a pesar de intentar confundirse con las de Castilla, ocultando su tradición leonesa, conservan completamente el carácter propio leonés.

En el panorama que presentan los pueblos de España de los tiempos primitivos, después de sus modificaciones en vísperas de las conquistas y colonizaciones históricas, vemos en líneas generales tres grandes grupos: los primitivos peninsulares preibéricos y precélticos, iberos y tartesios, y un territorio peninsular muy amplio correspondiente al trozo en que la celtización fué más intensa. Las diferencias de los pueblos de España son en origen 1.ik tales, pero su conservación o su modificación se deben principalmente a condiciones naturales y al influjo que estas condiciones ejercen sobre la economía y organización social. Un ejemplo de ello ya lo hemos señalado
en los pueblos comprendidos en las conquistas célticas más consolidadas, al ver que el territorio de esas conquistas en el occidente: Galicia, Portugal y tierras del reino de León en el Duero (inseparablemente la Tierra de Campos) se comparta de modo distinto al del país del alto Duero, que luego había de constituir la Castilla celtíbera. Una cualidad que contribuye a la conservación de los pueblos diferenciados es la que ve el señor Bosch‑Gimpera según la cual los pueblos peninsulares tienen la facultad de absor­ber rápidamente al forastero, incluso al conquistador; pero esto tal vez no sea rigurosamente cierto ; es decir, que no se cumpla cuando el invasor tiene empeño en conservar su linaje para no compartir el mando y el beneficio económico; este es el caso de los conquistadores romanos y godos que se colocaron en condiciones económicas distintas de las que reservaron para el pueblo nativo.

Salvo rectificaciones evidentes de límites, los pueblos de la España pri­mitiva coinciden con las diferencias territoriales de naturaleza geográfica y conservan sus peculiaridades, o muchas de ellas, a través de las invasiones, de modo que las agrupaciones formadas con ellas subsisten a lo largo de los siglos, se desenvuelven con mayor libertad en la Edad media y llegan hasta el día. Para confirmación, ciertas discordancias son enseñadoras: el país comunero de Aragón tiene al formarse la nacionalidad y durante siglos igual constitución que Castilla y diferente de la restante aragonesa; pues bien, ese territorio estaba unido con los hoy castellanos en la confederación de pueblos encabezada por los arévacos. En la conservación de los pueblos primitivos se encuentran poderosos motivos de determinación de las nacio­nalidades hispánicas formadas libremente a la caída del imperio visigodo; y si hay algún punto importante oscuro o dudoso es el del influjo que las conquistas célticas hayan tenido en tal determinación, porque los distintos autores no están de acuerdo y los criterios son dudosos en cuanto a su certidumbre. Así, ofrece duda la intensidad que pueda haber adquirido la conquista céltica en las tierras del alto Duero, al oriente del Pisuerga, esto es, en Castilla; tierras que después de algún tiempo vuelven a su modo de ser anterior, ibérico, lo que hace pensar que la celtización no fue muy profunda; duda que se acentúa cuando al examinar los hechos que inducen a pensar en un influjo céltico, vemos cómo se toman en cuenta, para afir­mar el celtismo, motivos lingüísticos, cual la abundancia de nombres célticos en el país, y en cambio se prescinde de otro hecho también lingüístico: el número mucho mayor de nombres geográficos vascongados en el mismo suelo.

Según los tratadistas de prehistoria, dos culturas distinguen a los pue­blos de España antes de la conquista céltica, con lo que se forman dos grupos, que posteriormente se convierten en tres con la invasión céltica; y como esos grupos contienen en conjunto más de sesenta pueblos, de aquí que tengamos en España una porción de personalidades nacionales.

No olvidemos que las nacionalidades son agrupaciones muy estables y duraderas, pero que no son eternas y están en cambio continuo, como todo cuanto hay en el Universo; y, si bien tienen su origen y su personalidad diferenciados, desde tiempos remotísimos, por esa condición cambiable, sobre

Su esencia prehistórica hay que admitir otro contenido que es fruto de los tiempos y vicisitudes posteriores.
Examinando el panorama de los pueblos españoles, vemos tal variedad de nacionalidades que hay que acudir a la clasificación para entenderlas, v con ellas podemos formar los siete grupos que estudiaremos a continuación, dejando a un lado la cuestión racial, que, a más de siempre confusa, no se debe tomar como base de criterio por tener la desgraciada virtud de azuzar sentimientos de soberbia y rencor, muy convenientes para las gentes gue­rreras y de ambiciones imperialistas pero inadecuados para estimular a los hombres a que se consideren y estimen como pertenecientes a una gran familia universal; hemos de fijarnos, en cambio, en aquellas condiciones de los pueblos que es necesario conocer para determinar el modo de llevarlos hacia el progreso humano y a la pacífica elevación individual y colectiva.

Fundándonos en los primitivos pueblos de España, en la geografía y la Condición económica, y en el desarrollo histórico de la personalidad de cada una, podemos llegar a la siguiente clasificación de las nacionalidades españolas:

GRUPO PRIMERO: VASCO-CASTELLANO.
Comprende las nacionalidades de Vasconia, Castilla, Navarra y Aragón.
GRUPO SEGUNDO: ASTUR-LEONES O GALLEGO.
Comprende estas cuatro: Asturias, León, Galicia y Portugal,
GRUPO TERCERO: CATALAN.
Este grupo no incluye en realidad mas que a Cataluña.
GRUPO CUARTO: ANDALUZ
Lo forma únicamente Andalucía.
GRUPO QUINTO: DE LAS EXTREMADURAS, DERIVADO DEL LEONES.
Pertenecen a él la Extremadura, la Mancha y Murcia.
,GRUPO SEXTO: DERIVADO DEL CATALAN.
Hay que contar en él a Valencia y las Islas Baleares.
GRUPO SEPTIMO: NACIDO DEL IMPERIO ESPAÑOL.
Lo forman solamente las Islas Canarias.

1 comentario:

Anónimo dijo...

una web de la C.V.T. de Daroca:

www.personal.able.es/pdiarte