jueves, julio 28, 2011

Cultura Europea (Denis de Rougemont)

Ante la avalancha de micronacionalismos que juran y perjuran acerca de sus especificidades culturales, resulta un alivio leer el pensamiento de un natural de Suiza, donde no se utilizan tales delirios como armas arrojadizas.

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La idea de que habría en Europa un cierto número de culturas nacionales, bien distintas y autónomas, cuya adición constituiría la cultura europea , es una simple ilusión de óptica escolar. Se disipa como bruma al sol a la luz de la Historia. La cultura europea no es y no ha sido jamás una adición de culturas nacionales. Es la obra de todos los europeos que han pensado y creado desde tres mil años, independientemente de los estados naciones que dividen hoy día Europa, y que la mayor parte (no los menores) tiene a lo más cien años de existencia: es preciso admitir se había constituido antes que ellos.

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Es preciso pues comenzar por hacer violencia a las realidades lingüísticas si se las quiere llevar a coincidir aproximadamente con las fronteras de una de nuestras naciones modernas.. Pero hay más. La lengua no sabría por ella sola definir una cultura: ella no es casi más que uno de los elementos de la cultura en general, por muy esencial que sea. Todos los otros: religión, filosofía , moral, bellas artes, folklore, ciencias, técnica y arquitectura, son largamente o completamente independientes de las lenguas modernas , y no son , con toda evidencia, reducibles a cuadros nacionales.

¿ Que tienes tu que no hayas recibido? Puede pues decir la cultura europea a cada uno de los 25 Estados-naciones que han recortado y desgarrado mucho tiempo el cuerpo de nuestro continente.

Ahora se encuentra con que los suizos están preservados – o deberían estarlo mejor que los otros- de la ilusión de las culturas nacionales, por el solo hecho de la composición lingüística de su estado..Están en medida de saber mejor que otros que la vida cultural de sus ciudades no depende de entidades nacionales en tanto que tales, sino que se liga directamente al complejo cultural europeo, de la misma forma que las ciudades libres de la Edad Media y los tres cantones primitivos fueron declarados “inmediatos al Imperio”, y esto era la franquicia y garantía de libertad frente a los príncipes de la época- hoy diríamos: contra los Estados-naciones.

La verdadera unidad de base de la cultura estando de esta suerte identificada, la cuestión que se plantea es la de saber como ciertas ciudades o ciertas regiones llegan entonces a diferenciarse, a individualizarse sobre este fondo común.
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De donde la densidad cultural de este pequeño rincón del país –educación en tres grados, letras y artes, ciencias y técnicas-. Densidad superior sin ninguna duda a la de un tramo cualquiera de un millón y medio de habitantes, elegidos en una de las grandes naciones vecinas. Y esto no es un elogio de la pequeñez en si, ni de las pequeñas dimensiones materiales o morales, sino al contrario de la pluralidad de dimensiones y de la variedad de los vasallajes posibles, los unos locales o regionales y los otros universales, tales como el federalismo los implica y permite componerlos.


(Denis de Rougemont, La Suisse ou la histoire d’un peuple heureux, libraire Hachette, 1965 )

P 186-190

jueves, julio 21, 2011

Guía de Castilla la Vieja (Dionisio Ridruejo, 1973)

Guía de Castilla la Vieja

Dionisio Ridruejo

Ediciones Destino 1973,1974


PRÓLOGO


Una dificultad material

La composición de este libro, que, en definitiva, es simple y de pocas pretensiones, ha pasado por algunas dificultades nacidas de un doble problema de límites. Se trata, claro es, de un libro de encargo que ha de encuadrarse en una serie editorial cuyas características conoce el lector: una Guía de España desarrollada por regiones, cada una de las cuales había de caber en un volumen densamente ilustrado, lo que reduciría el texto, en el caso de mayor holgura, a tres centenares de folios. Estrecho límite, sin duda, para un tema abundante. Imposible más que estrecho cuando el autor (como hice yo en mi primera tentativa) pretende no privarse de la digresión ensayística, de una cierta morosidad en la descripción de paisajes y ambientes, de introducir en el retrato una cierta cantidad de datos geológicos, económicos, históricos, sociales, psicológicos y artísticos, sin contar otros de carácter práctico que pudieran convenir a la comodidad del viajero. Así resultó que no había salido de Santander (por donde empezaba y empieza nuestro viaje) y ya rondaba el límite que antes de salir de Burgos remontaba los quinientos folios. Hubo que empezar de nuevo, no sin muchas cavilaciones, y, aunque los editores tuvieron finalmente la generosidad de concederme doble espacio, el resultado ha sido la sombra de una sombra. Espero, sin embargo, que baste para orientar al que, con ánimo curioso, se ponga en carretera para conocer el cuerpo real y complejo que dicha sombra evoca.

Regiones y pueblos

El otro problema de límites es un poco más grave: no se trata de nuestro libro, sino de su mismo objeto. El concepto de región pertenece a la llamada Geografía física y por lo tanto resulta forzado cuando se le aplica a la Geografía histórica o política, cuyas unidades se han constituido casi siempre en un proceso de desarrollo espacial que excluye la obediencia a un "hábitat" homogéneo y determinante. En España, sólo Galicia y hasta cierto punto Navarra han alcanzado personalidad de pueblo sin desbordar los límites de una región geográficamente definida. Las montañas gallegas eran ya viejas cuando el resto de la Península y buena parte de Europa yacían bajo las aguas. Navarra quedó cortada en el siglo XII por los dos mastines históricos (Castilla y Aragón) que ella misma había coronado. Los otros pueblos peninsulares se hicieron por corrimiento de fronteras primero y luego por incorporación de regiones y poblaciones dotadas de personalidad peculiar. Buscar, por lo tanto, la identidad "regional" de cualquiera de ellos significa desandar los pasos de su historia y, hasta cierto punto, perder de vista el sujeto que se persigue.

Castilla sin límites

En el caso de Castilla esta dificultades son extremas, pues ningún otro pueblo peninsular se resiste tanto a la idea del "hábitat" (fijo, sedentario, estable) ni sugiere tan vivamente la de un dinamismo sin riberas. El dinamismo de un grupo que se entrena en situaciones extremadas de pobreza y acoso y que, rompiendo todo cerco, acaba por perder el gusto (y la razón) de la tierra por la que ha combatido para alejarse más y más, sin otro límite posible que el del agotamiento. Esto parece ser la Historia de Castilla cuando se simplifica: una serie continua de conquistas y poblaciones a partir del grupo complejo que se constituyó a la defensiva en un rincón exterior de la montaña nórdica y que incluso hubo de replegarse a la montaña interior, para salir, acrecentado, a ocupar el norte de la Meseta desde los páramos de Amaya a los montes de Oca. Después, por el Pisuerga y por la sierra oriental abajo, hasta el Arlanzón y el Arlanza. Luego hasta el Duero y hasta las faldas del Guadarrama, sin dejar de internarse por La Rioja. Más tarde hasta la frontera Bética. Luego aun (enriquecedoramente) por Al Andalus, por toda la depresión del Guadalquivir y las altas montañas que otean el África. Y por América.

El dinamismo castellano

Cuando todo eso se recapitula esquemáticamente se tiene la sensación de un desplazamiento en masa, de un verdadero corrimiento de la nacionalidad, aun si se compara, no ya con los pueblos "cortados" del medievo español, sino con el pueblo paralelo dinámico y expansivo: el catalán-aragonés, cuyos avances dan la sensación de estar hechos "desde casa" y para volver, con seguridad y riqueza mayor, al "hábitat" originario. De donde resultará que el ente político generado por los dos (España) dará la ilusión de ser la pura consecuencia de la salida de madre del dinamismo castellano, olvidando la parte que en todo ello tuvo el cálculo del rey aragonés metido ya, a través de Italia, en el laberinto de la gran política europea. Desde luego fueron los castellanos los que terminaron por verlo así y ello explica que Castilla fuera lo más absorbido y desustanciado por la España siguiente que, en muchos aspectos, parece heredar ese desasosiego expansivo, ese encontrarse mal en su cuerpo y en su límite que ya sugería la vividura castellana.

La Castilla regional

La Historia puede, sin embargo, escribirse desde diversos puntos de vista y no cabe duda de que, con todo lo dicho (historia política) esa Castilla con los límites en corrimiento sucesivo fue también (historia social) la habitación de un estrato de pueblo que fecundaba sus tierras e imponía a la hidalguesca pasión expansiva un contrapunto de urbana o campesina laboriosidad y de ensimismamiento sedentario. Ésta es la otra Castilla, que podría responder a las acusaciones hechas a la primera con el argumento que Unamuno oponía a aquel amigo suyo, criollo de América, cuando le hablaba en Salamanca de las tropelías que en tierras incas hicieron sus antepasados (los del poeta vasco). A lo que el Rector respondió: “Querrá usted decir los suyos, porque los míos fueron los que se quedaron aquí”. Hubo, claro es, una Castilla que se quedó y es ésa, sobre poco más o menos, la que nos vamos a encontrar nosotros. Que aquella Castilla fue fundamentalmente alterada por la segunda no puede dudarse. Pero nuestro problema es ahora cómo encontrarla.

Cuestiones litigiosas

En la práctica hemos resuelto la dificultad por acomodación a los mapas escolares y a la división administrativa vigente. Castilla la Vieja será para nosotros el compuesto de seis provincias; las que inventaron, con mayor o menor acomodo a las realidades geo-históricas, los legisladores de 1833: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila. Sin duda este tamaño discrepa en más o en menos de cualquiera de las Castillas históricas que hemos conocido. La primerísima no era más que un rincón, una chica comarca respaldada por una región natural. La posterior o condal no comprendía La Rioja y solamente tenía algunas bases en Segovia y Ávila. A la real de los primeros años de Fernando I o de Sancho el Castellano, le faltaba un buen trozo por el norte. La de Alfonso VI, que abarcaba ya las seis provincias actuales, excede ese tamaño con la incorporación del reino de Toledo y aparece, por otra parte, estrechamente fundida con León. La de Alfonso VIII (único rey particular de Castilla desde la coronación hasta la muerte) llega hasta Cuenca y Jaén. Por supuesto, cada una de esas Castilla, salvo la primerísima, son plurirregionales y ya veremos en nuestro recorrido las enormes diferencias de fisonomía y ambiente que separan la Castilla montañesa y marítima, la riojana o ribereña, las de Burgos y Soria a un lado y otro del formidable espinazo Ibérico, y las Carpetanas del fortísimo Sistema Central. Pero las mayores y más importantes renuncias a la exactitud estarán en el lado de occidente. La unión de Castilla y León no se hizo matrimonialmente y sin confusión como la de Aragón y Cataluña. Las tierras de Valladolid y Palencia y parte de las de Salamanca y Zamora pueden testificarlo. Habiendo sido políticamente leonesas en tanto duró la clara diferenciación de los dos reinos, eran y se sentirían luego culturalmente castellanas. “Villa por villa, Valladolid en Castilla”, reza el mote. Nadie le discutirá el nombre de castellano a un hidalgo de Dueñas, de Herrera de Pisuerga o de Aguilar de Campoo. ¿Hubiera sido posible discutirle a Unamuno su castellanía de adopción viviendo en Salamanca? Y aun hemos oído proclamarse castellanos a los labradores de los campos góticos en las cercanías de Toro. Sólo al llegar cerca de la capital leonesa a la vista de las montañas podemos leer un cartel indicador que dice: “A Castilla”, lo que indica que las diferencias nacionales no se extinguen fácilmente en Iberia. Pero ¿quién dibujará con exactitud los linderos de esas nacionalidades internas en casos como el que señalamos? Dificultades menos evidentes, pero también considerables, no dejarán de presentársenos al deslindar los campos entre Álava y Castilla la Vieja, o, en el interior de La Rioja, entre Navarra, Castilla y Aragón. O en Soria con relación a Aragón y a la Alcarria de Castilla la Nueva. O, con relación a ambas Castillas, en el Guadarrama, que es engañoso, pues las montañas pueden ser fronteras pero no dejan de ser países por donde se confunde lo que se separa.

La sociedad castellana

En términos generales podemos decir que la Castilla por la que vamos a movernos coincide, sobre poco más o menos, con las tierras cubiertas por la expansión pobladora del grupo primitivo sobre tierras casi vacías, con incorporación mínima de poblaciones extrañas que generalmente serían residuo de las poblaciones primitivas. Hace excepción el rincón riojano y algunas comarcas sorianas, segovianas y abulenses vecinas de los reinos árabes de Zaragoza y Toledo. Es un principio que, en cambio, no diferencia nuestra Castilla de las tierras leonesas que la continúan y que habían recibido menos población mozárabe que el León indiscutible. En general, podemos decir que por occidente Castilla llega hasta donde empieza la arquitectura de esa influencia y hacia el sudeste hacia donde empieza el mudéjar. Para contar las piezas mozárabes que hay en el interior de Castilla sobran los dedos de una mano, y , aunque el mudéjar es algo más rico y abundante, tampoco puede pasar por estilo específicamente castellano de la Castilla vieja. Anotemos al vuelo que en esas exclusiones estilísticas Castilla la Vieja no se distingue de los señoríos vascos y de Navarra, ni de Galicia, ni de la Cataluña vieja. Todos esos países forman, con el cogollo astur y el Aragón pirenaico, la orla nunca directamente arabizada de la Península Ibérica.

La nota del corrimiento de una población fundida concede a Castilla la Vieja una considerable homogeneidad social que, naturalmente, se expresó en sus manifestaciones culturales privativas, aunque ya hemos dejado indicado que la Castilla que salió de sus límites no dejaría de reobrar profundamente sobre la que quedó encerrada en ellos. No hubo, en principio, en la Castilla poblada por la expansión del núcleo norteño originario, la división entre cristianos nuevos y cristianos viejos, que se haría obsesiva y crearía nuevas estructuras sociales en los puntos antes indicados y sobre todo en las Castillas nueva y novísima: Toledo, La Mancha, Andalucía y Murcia. A mayor abundamiento, la Castilla originaria había generado una sociedad guerrera que, por sus peculiares condiciones, no permitiría la sujeción a la tierra de una densa población servil, y por el contrario, garantizaría a la población labradora (arrastrada a la empresa de población) una gran movilidad, una constante oportunidad de ascenso por el servicio de armas y unas instituciones forales de mucha liberalidad, que eran las únicas que podían hacer atractivos la ocupación y el laboreo de las tierras amenazadas. No hay duda de que cuando los grupos guerreros fueron tomando tierras e incorporando pueblos hacia el mediodía, las relaciones sociales se hicieron otras y el nuevo talante señorial hubo de revertir sobre los antiguos solares con merma progresiva de las instituciones originarias. Pero, a pesar de ello, las diferencias son todavía sensibles entre las dos mesetas, tanto por lo que se refiere a las estructuras de propiedad como a las consecuencias psicológicas y al estilo de vida que de ellas se deducen.No tendremos tiempo para detenernos suficientemente en la consideración del proceso histórico castellano, pero convendrá, para la mejor comprensión de las evocaciones que irán surgiendo a lo largo de nuestro viaje, contar sus pasos y tratar de fijar con alguna exactitud los espacios sucesivos de su despliegue territorial.

La Castilla del Ebro y La Montaña

Castilla nació en tierra de cántabros y ocupando solamente una parte de esa tierra. El "hábitat" cantábrico llegaba por el sur a los páramos de Amaya y a los montes de Oca, por el oeste, hasta el Sella montañés y por el este hasta cerca del Nervión. La Castilla primitiva se detiene por el oeste en La Liébana (que fue leonesa) y por el este en el confín de la Trasmiera, dejando fuera las Encartaciones, que fueron y son vizcaínas. Al sur no pasaba de los altos contrafuertes cantábricos, salvo en la rinconada por donde ensaya el Ebro sus primeros pasos, entre los montes Obarenes y la Trasmiera santanderina. En este trozo los límites a oriente debieron de ser vagos, aunque las sierras alavesas imponían los de Castilla y Álava por donde tiempo atrás estuvieron los de cántabros y autrigones. Las Bardulias (en plural) incluían tierras alavesas y las del actual norte burgalés. Mencionada en singular, Bardulia parece haber sido propiamente la comarca de Miranda de Ebro, donde en tiempos remotos, anteriores a la purga sangrienta que Leovigildo impuso a La Montaña, parecen haberse refugiado algunos bárdulos guipuzcoanos hostigados por los vascones del Pirineo. La primera vez que el nombre de Castilla aparece sustituyendo al de Bardulia es en el 800, en el acto de fundación de una iglesia situada en las proximidades de Bercedo, cerca del valle de Mena. Se trata todavía de un nombre local y fronterizo, pero por extensión debemos considerar Castilla primitiva a la Trasmiera cantábrica tanto como a los valles exteriores: Peñas al Mar y Peñas a Castilla, según se llamarían siglos después al organizarse las milicias con el Bastón de Laredo como centro regidor. Y también a las que en el futuro se llamarán Asturias de Santillana y a los bordes del páramo que pasan por debajo del Campoo. Todos estos espacios dependían de la monarquía asturiana, pero desde los primeros tiempos fueron gobernados con alguna independencia. Sabido es que el llamado duque de Cantabria, Pedro, constituyó en La Liébana un núcleo resistente, gemelo al que Pelayo había constituido al otro lado de los Picos de Europa, una vez que los árabes expugnaron Amaya. De los dos hijos del duque, uno pasó a reinar en Oviedo, iniciando la serie de los Alfonsos, y el otro, llamado Favila como el malogrado primogénito de Pelayo, quedó como legado en la marca oriental. Dos pueblos bien diferenciados, aunque unidos por el elemento cultural celta que es el primer aglutinante de las tribus del norte occidental de España, habitaban los dos países que juntan y separan los Picos de Europa. Ambos poco romanizados y poco cristianizados. Los efectivos hispanorromanos y visigóticos (éstos sobre todo) que se refugiaron en las montañas del norte después de la victoria musulmana engrosaron cuando Alfonso, aprovechando la sublevación de los bereberes, saqueó una vasta extensión de tierras, hasta más allá del Tajo, dejando, según dice la Crónica, yermas y despobladas las tierras de la Meseta hasta la línea del Duero. La Crónica consigna que en esos tiempos fueron repoblados La Liébana, Primorias, Trasmiera, Soporta, Carranza y las Bardulias. Alguno de esos pueblos se identifica en Galicia. Otros corresponden a las montañas de Santander y Vizcaya, y el último dijimos donde para. Ese pasaje, que el doctor González Echegaray considera agudamente como el acta de defunción de la autonomía del pueblo cántabro, puede considerarse también como el acta de nacimiento de la futura sociedad castellana.

Cántabros y castellanos viejos

Schulten, el historiador de la resistencia cántabro-astur contra Roma, calcula que después de la purga de Leovigildo quedaban 160.000 habitantes en Cantabria. No sabemos con exactitud en qué proporción incrementaron los diversos grupos refugiados esa sociedad. El historiador Sánchez Albornoz se inclina a creer en el predominio numérico de los visigodos, lo que se corresponde con el hecho de que éstos se constituyeron en clase dirigente, circunstancia acaso abultada por un prurito de pureza que, hasta en Quevedo, identifica a los nobles con los godos. Entre los personajes que suenan en las contadas alusiones que conceden las crónicas a los acontecimientos de la Marca, los nombres góticos predominan sin duda. Pero no falta algún nombre romano, como el de Laínez (Flavinius), al que la leyenda presenta, en unión de Nuño Rasura, como juez electo de Castilla. Cabe pensar que también los caudillos tribales de la primitiva Cantabria pasarían a formar parte de la casta guerrera dominante. Durante casi siglo y medio esta sociedad compleja tuvo tiempo para fundirse y también para templarse. La economía de La Montaña era muy pobre. Mientras los cántabros se mantuvieron autónomos dispusieron de recursos limitadísimos: practicaban una agricultura reducida, a cargo generalmente de las mujeres y apenas conocían la domesticación del ganado. La harina de bellotas, el cerdo y la cabra eran sus medios de subsistencia. Tenían lino para tejer y lúpulo para hacer cerveza con algunos cereales pobres. No eran navegantes. Eran caballeros diestros y su ocupación principal fue la guerra de pillaje sobre los llanos de los vacceos, en la cual tenían como competidores a los montañeses de León y a los celtíberos del Sistema Ibérico. Los nuevos pobladores llevaron a La Montaña otros usos y técnicas y una organización política proclive a la urbanización y más compleja que el gens céltico; pero, con todo, el programa de los proto-castellanos no diferiría del de los cántabros más que en el nivel cultural, pues, como éstos, habían de pasar la vida defendiéndose de las aceifas árabes (que entraban casi siempre por La Rioja) y replicándolas en expediciones de punición y saqueo sobre las poblaciones islamizadas. La capa social exclusivamente laboriosa había de ser muy delgada y la guerrera innumerable, acuñándose ya la imagen del guerrero-labrador o del villano-caballero que los trabajos ulteriores de población habían de fijar como la del castellano más frecuente. No hay, sin embargo, que exagerar sobre el democratismo de esta sociedad, impuesto por acortamiento de distancias gracias a la estrechez del territorio y a la constancia de la lucha. La estructura fue estamental y jerárquica desde los primeros momentos. La crónicas nos hablan siempre de un número relativamente reducido de familias que, dirigiendo las comarcas pobladas, obtienen los "onores" señoriales de la corte de Asturias o León y pugnan por hacer irrevocables y hereditarias sus funciones dominicales. En épocas más tardías estos caudillos engendrarán la estirpe de los grandes que impondrán en Castilla un régimen señorial de enorme prepotencia.

Castellanos y vascos

La importante para la caracterización de esta Castilla primitiva es su estrecha convivencia con la sociedad de los tres señoríos vascos que, sobre poco más o menos, ocupaban los "hábitats" de autrigones, várdulos y carisios. La estrecha vecindad y la mucha comunicación entre la Trasmiera montañesa y las Encartaciones vizcaínas no hay que ponderarla. La interacción durará largamente, como lo demuestran las terribles luchas señoriales que en los siglos XIV y XV ensangrentaron una y otra región y la estrecha asociación en que, desde antes, vivieron los puertos montañeses, vizcaínos y guipuzcoanos, todos los cuales componían la marina de Castilla. No fue menos estrecha la relación entre alaveses y castellanos viejos. De ella principalmente parece haber nacido el romance particular castellano, afectado por la fonética vasca. Los señoríos de la Vasconia occidental cultivaron, como los castellanos, un vivo celo independentista o particularista, consideraron las escaramuzas contra el Islam como un ejercicio profesional lucrativo y necesario ("ganarse el pan" llamará todavía a la lidia el Cid Campeador), y unos y otros tuvieron el mismo horizonte expansivo. El independentismo de los vascos se estimuló con la vecindad de los señoríos carolingios de ultrafrontera y más tarde con las aspiraciones anexionistas de los vascones de Navarra. Tanto en la población de la parte oriental de Burgos (donde hay muchos vascos, basconcillos y vizcaínos en la toponimia) como en La Rioja disputada a los navarros, castellanos y vascos estuvieron estrechamente asociados. En la batalla de Hacinas, librada por Fernán González en el siglo X, figura al frente de sus huestes don Lope el Vizcaíno,

"bien rico de manzanas, pobre de pan y vino".

Es el noble cabecero de la estirpe de los López de Haro, señores de Vizcaya, que ejercerían en la Castilla futura un dominio dilatado. Otro tanto puede decirse de algunas estirpes alavesas: Zúñigas, Mendozas o Guevaras. El habla vasca, que queda detrás de la castellana, no entró en Castilla la Vieja ni en La Montaña o se apagó pronto, si es que el idioma cántabro era de su familia. El castellano, en cambio, penetró en los cenobios y en los castillos vascongados, tanto en los de occidente como en los del Pirineo, y quizá por allí encontró su camino hacia Aragón.

Caracteres distintivos

Aparte de aquel habla neológica, diferenciada del romance más generalizado que hablaban leoneses, gallegos, aragoneses y mozárabes (lengua aquella que parecía ruda y cómica a la nobleza leonesa, lo que hizo distanciarse orgullosamente de ella a la nobleza castellana), presenta la primera sociedad de Castilla otros caracteres que ha sintetizado muy bien su gran explorador, el historiador Menéndez Pidal. Es una mentalidad al mismo tiempo tradicionalista y realista o empírica, que se expresa en las normas jurídicas actuadas por usos y por casos célebres en los juicios "por fazañas", con desprecio de los ordenamientos e instituciones del Fuero Juzgo leonés, quemado solemnemente en Burgos a la altura del siglo X. Otro carácter, relacionado con el anterior, sería la moderación imaginativa, reacia a las idealizaciones y apegada a los hechos, que se manifiesta en una épica de extraordinario valor historiográfico y en una lírica que se vence más del lado de la jocundidad que de la estilización. A todo esto habrá que añadir un personalismo vigoroso, desbordado, a veces social, que es carácter muy generalizado en todos los pueblos de la Península, pero que acaso alcance en los personajes castellanos una intensidad particularmente celosa, que no es de extrañar si se considera que la ecuación pobreza-hidalguía (tan enormemente tensora) fue el producto social más generalizado en la aventura castellana.

La Castilla burgalesa o precondal

El segundo paso o la segunda fase en la constitución de Castilla consiste en la población de las tierras dejadas yermas por Alfonso I entre el Ebro y el Duero. Es un paso que confina a nuestro sujeto, con pocos desbordamientos, en el área actual de la provincia de Burgos. Los castillos del Reino de Asturias que dieron nombre a la Marca, se situaban (como veremos en su lugar) en los portillos de los Obarenes y en las hondas hoces del río Ibérico. El paso de Pancorbo, que hoy nos parece la puerta septentrional de Castilla, era entonces su puerta meridional. De la Meseta no ocupaba Castilla más que algún relieve parameño levantado en su orla. Las fortalezas del Emirato se extendían, en cambio, a lo largo del Duero, adelantándose alguna (como la de Carazo) hacia los ríos medios de Burgos. Es probable que quedaran en las montañas arévacos y pelendones agazapados, pero, en general, las tierras entre los dos ríos conocerían poca labor y escasa vivienda, porque el riesgo era grande para la poca renta. Sobre estas tierras, que hoy no parecen demasiado codiciables, comenzaron a extenderse de norte a sur los grupos castellanos, estimulados por el régimen de "pressura" o pura ocupación que garantizaba el título dominical. Ya hemos dicho que en la población (que, al parecer, fue multipolar) se destacan buen número de condes que representaban la máxima jerarquía confirmada en Oviedo. Pero había otros señores medios y chicos, así como grupos de labradores y comunidades de monjes, empeñados en la misma empresa y quizá organizados ya en régimen de behetría (que establecía la relación señorial-servil en una forma electiva y condicionada) o en régimen municipal protegido por los fueros. El primer modelo conocido de éstos (esencialmente contractual) es el de Brañosera, el pueblecito del alto Pisuerga que ocuparon los montañeses de Malacoria con su conde Munio a la cabeza hacia el 824. En este segundo espacio, en el que cristalizaría la Castilla condal autónoma, se mantuvo la población norteña, libre ya de apreturas pero no de sobresaltos, durante otro siglo y medio. La población comienza a tomar vuelos hacia la mitad del siglo IX, en los tiempos de Alfonso III (el primer reconquistador de gran ámbito), que envía a su deudo Rodrigo como conde de la Marca para contener las oleadas que el Emirato de Córdoba enviaba sobre los portillos del norte. Rodrigo repuebla Amaya, no muy lejos de donde Munio había poblado Brañosera. La empresa de población se sigue en la generación posterior y está concluida en el 912, que es cuando los descendientes de Munio bajan desde Castrojeriz a Roa, junto al Duero; el conde de Lara ocupa Haza, Clunia y San Esteban de Gormaz, y el conde de Cerezo baja por la sierra hasta Osma de Soria. Pero apenas si es posible pasar de ahí en todo el siglo siguiente, que es el del Califato, y luego (lindando el milenario) el de Almanzor.

La Castilla de Fernán González

En los años centrales del siglo X se dan cuatro factores que aconsejan y permiten al conde Fernán González de Lara acometer la empresa de la unificación castellana y convertir a Castilla en condado autónomo y hereditario; en cuasi-reino. El primero es la homogeneidad y diferenciación de la sociedad acrisolada en La Montaña en estrecho contacto con los grupos vascos. La segunda es la debilidad que imponen a la monarquía neo-visigótica de León las peculiaridades turbulentas de sus procesos sucesorios, que se traducen con frecuencia en crisis terribles. Fernán González conoció en sus días no menos de cinco reyes leoneses y en todas las crisis sucesorias tuvo ocasión de intervenir, en competencia con la reina Toda de Navarra (personaje fabuloso) y del califa cordobés que era, de hecho, el señor supremo de las Españas. Los otros dos factores acabamos de aludirlos. Uno fue el auge de la monarquía navarra, nueva estrella del norte cristiano cuando a la dinastía de los Arista (particularistas y aliados a los árabes aragoneses) sucede la de los García Jimeno, orientados a la reconquista. El otro fue el imperio y la intensa presión que Córdoba (desentendida del Oriente Medio y concentrada en Iberia) ejercía sobre todos los reinos peninsulares después de unificar férreamente su campo. Esta presión y la debilidad de la corte leonesa permitieron al conde de Castilla (título que nominal y sucesivamente habían usado los Porcelos, los Ansúrez, los Muños y otros varios nobles castellanos, sin que ello tuviera verdaderas consecuencias políticas) afirmarse en los territorios de Burgos, La Montaña y Álava como verdadero soberano. Por otra parte, la situación exigía, como en los tiempos de conde Rodrigo, la unidad de mando en los castillos de la Marca. El propio Califato no estaba interesado en oponerse a lo que, en definitiva, venía a recortar el poder leonés y otro tanto le pasaba a Navarra, para quien era provechoso, pues sería un pequeño cojinete entre sus fronteras y las del reino cristiano predominante. León, Pamplona y Córdoba habían de coincidir, sin embargo, en desear una Castilla reducida. Ramiro II de León (el único rey grande que convivió con Fernán González) opuso un límite a la expansión del condado por las tierras llanas del Duero instalando a la familia Ansúrez en el condado de Monzón, que decidiría el carácter ambivalente (castellano-leonés) del espacio vallisoletano. Los navarros consolidaron su conquista de La Rioja, propiciada por el rey de León Ordoño II contra la voluntad de los condes castellanos y vascos que aspiraban a poseerla. El Califato haría inseguras las plazas del Duero y peligrosas las poblaciones emprendidas sobre las sierras segovianas.

Esta Castilla condal fue foralista en grado sumo. Las libertades municipales fueron reforzadas en La Montaña y en Castilla la Vieja con la institución de las Merindades. El merino, legado de los condes y luego de los reyes, traduciría, en el nombre y en las funciones, la figura romana del major-locis. Parece ser que Fernán González apoyó su obra principalmente sobre los hidalgos pobres y caballeros villanos (que las exigencias de la presión árabe obligaban a multiplicar), así como sobre los señoríos abaciales y los alfoces, tierras y villas de fuero. Sin embargo, la expansión del poder de un conde particular dentro de la monarquía asturiana no dejaba de representar un precedente para la constitución de aquel feudalismo informal y tardío que, con sus antagonismos sangrientos y su prepotencia arbitraria, alteraría en épocas futuras el carácter comunalista de la sociedad castellana.

Navarra sobre Castilla

Al final de la época condal, pasado el milenario, va a conocer Castilla (y tras ella León) una novedad decisiva con la entrada en juego de la dinastía navarra. Como es sabido, la previsora política de enlaces de la corte de Pamplona, iniciada en grande por la reina Toda Aznar y seguida por los sucesivos Sanchos y Garcías, pone en manos de Sancho el Mayor el condado autónomo de Castilla y los condados aragoneses. Sancho el Mayor es la figura cumbre de su siglo. Apoyado en sus posesiones de Gascuña y Aquitania, influyente en León y en Cataluña, disipa con su testamento la hipótesis de una España non-nata sobre cuya trayectoria y desarrollo podríamos fantasear a nuestro gusto. En ese testamento, Sancho despoja a la rama principal de su tronco de la investidura castellana y de los eventuales derechos sobre la leonesa, así como de sus señoríos orientales en el Pirinero. Se piensa que ha sido el sentido feudal, patrimonial, de la monarquía de la época el que dictó ese testamento disgregador, que repetirán su hijo Fernando y su tataranieto "el Emperador". Pero hay algo más. Sancho dejó agregadas a Navarra las tierras transpirenaicas de influencia vasca y las castellanas de la misma influencia además de La Rioja. Se diría que el pan-vasquismo, que nos parece de cuño reciente, llegaba ya a la madurez en los proyectos de Sancho y si no tuvo continuación o éxito fue porque el crecimiento del estado franco por una parte y la pujanza de las piezas que dejó sueltas y coronadas en Iberia (Castilla y Aragón) lo harían imposible. La Trasmiera, el rincón de Castilla la Vieja y La Bureba no pudieron ser rescatadas más que en parte por el segundón Fernando (el primer rey de Castilla) a pesar de su triste victoria fratricida sobre el hermano navarro. Fernando se vuelve pronto hacia León y su primer hijo, Sancho el Castellano, le imitará también después de fracasar en la guerra contra sus primogénitos y homónimos de Aragón y Navarra. Será Alfonso VI (llamado insistentemente "el Leonés" por los historiadores castellanistas) el que, tras suceder a Sancho, redondea y dilata el lote de Castilla recobrando no sólo las tierras castellanas del norte, sino La Rioja y los señoríos vascos de occidente, cuya prevención contra la prepotencia navarra venía de lejos. En el período comprendido entre el conde García Sánchez (el de los buenos fueros) y el reinado de Alfonso VI (la época del Cid) se cumple el tercer paso expansivo y constituyente de la Castilla que estamos buscando. Ya hemos dicho que ésta sería al mismo tiempo terminada y excedida por la conquista de Toledo y la confusión con León.

La reacción románica

Tres datos nuevos y de gran importancia aportará la influencia navarra al carácter castellano. El primero se refiere a la expropiación de la lengua (y muy pronto del nombre), pues no hay duda de que fue esta dinastía, que tuvo el romance castellano como lengua materna, quien lo impuso en León, mientras el reconocimiento de Castilla como lote de primogenitura en los sucesivos repartos impone el nombre de Castilla como genérico cada vez que se consuma la reunificación, definitiva ya en los albores del siglo XIII con Fernando III. El segundo no le será exclusivo a Castilla, sino que será elemento de gran fuerza unificadora para toda la Iberia cristiana. La constituyen las reformas culturales iniciadas por Sancho el Navarro y continuadas por sus hijos. Éstas consistían en una concepción más neo-feudal o europea del orden social, con acentuación del poder monárquico y tendencia a la concentración de los señoríos. Por otra parte, consistirá en la introducción de la Orden de Cluny, que trae consigo los modelos románicos de arquitectura y el espíritu románico en general, expresado en los días de Alfonso VI con la sustitución del rito mozárabe por el latino y con una concepción más institucional del Derecho. En general, se trata de una oposición viva (aunque no perfecta) a la enorme influencia oriental que los reinos cristianos hubieron de sufrir en los días de la hegemonía cordobesa y que se reflejó en las costumbres, modos de vestir y otros muchos aspectos de la vida. La tolerancia religiosa del Islam permitió en esas épocas que el mozarabismo fuera horizonte normal para los cristianos del norte. Grandes señores cristianos sirvieron en Córdoba (los Vela de Álava, por ejemplo) y bastaría el mito de Mudarra en la leyenda del Cid para acreditar lo que decimos. El mismo heredero malogrado de Alfonso VI era mestizo. Hoy, cuando empiezan a conocerse las influencias de las canciones mozárabes sobre los más primitivos cancioneros del norte, se tiene un nuevo dato de esa realidad. El romanismo de la casa navarra europeizó, sin duda alguna, los estilos de vida. Esta política de cortafuegos frente a la influencia islámica se hará notar también en el sistema enlaces preferidos por la corte filo-navarra; Alfonso VI da a sus hijas maridos de Borgoña; Alfonso VIII casará con una aquitana, y Fernando III con una princesa de Suabia, quienes traerán en dote al reino de Castilla las nuevas y primores del estilo gótico, tal como podremos comprobarlo en Burgos. La política de Alfonso VI introduce, como contrapartida, el mudejarismo en el ámbito castellano por la asimilación tolerante de grandes minorías moriscas.

El tercer espacio

El tercer espacio castellano (ya orlado de penumbras, como dijimos) lo encontraremos en La Rioja, en la parte más aragonesa de Soria, en Segovia y en Ávila. Salvo el primer caso, la población de esos espacios fue predominantemente norteña, aunque se asimilaron amplios residuos de población aborigen, no más afectada por la última conquista que por las anteriores, y minorías importantes completamente islamizadas o de raza y religión hebraicas.

Evolución social

Dijimos al paso que la ampliación del campo expansivo de Castilla determinaría no pocas novedades en sus estructuras internas, especialmente por el crecimiento de poder de la alta clase señorial. Si esto no se tradujo en opresiones destructoras fue porque, en todo caso, también le quedaba a la población llana el recurso del desplazamiento, con perspectivas de privilegio, sobre las tierras nuevas ocupadas por una población que, siglo tras siglo, había ido cambiando de amo más que de condición y que cada nueva oleada invasora hacía más compleja, puesto que la refundía (en su condición de sometida) con los dominadores de la víspera. También dijimos que sobre esta población los cristianos viejos (incluso villanos) venidos del norte, ascendían al dominio preparando una sociedad mucho menos homogénea, orgánica y nacionalizada que la del norte, si es que por nacionalización entendemos precisamente la fusión social satisfactoria de todos los elementos y no la persistencia separada de dominantes y dominados. Con todo ello se acentuó en la Castilla genuina o norteña aquel plus de dignidad hidalguesca, de relativa tiesura y orgullo que más de una vez sería objeto de sátira. Por otra parte, Castilla vivió, por causa de la anarquía nobiliaria, en guerra civil frecuente; y a esa estrategia del poder señorial (y no a las luchas de reconquista) pertenecen casi todas las fortalezas que encontraremos a nuestro paso. La guerra de bandos empieza con el enfrentamiento xenófobo y anarquizante de los nobles castellanos con el rey Alfonso de Aragón; vuelve en la minoría de Alfonso VII con Castros y Laras; amenaza los últimos años del Rey Sabio; se recrece en la minoría de Alfonso XI, y se hace guerra civil descarada con el enfrentamiento de su primogénito Pedro y su bastardo Enrique. Después de estos los señores tienen el campo libre. Muere el régimen de behetría pocos años después de ser escrito el libro Becerro que las catalogaba.En Castilla la Vieja, el dominio de una sola familia (los Velasco, de Medina de Pomar) serena un tanto las aguas que, sin embargo, serán aún más agitadas antes de que los Reyes Católicos inicien un nuevo período de la historia peninsular.

Evolución económica

Pero lo que importa más es consignar que al enriquecimiento del espacio y a la ampliación de los dominios señoriales correspondió una importantísima transformación (causal y causada) de la estructura económica. Castilla, y en cierto modo León, dejan de ser una constelación de pequeños fundos agrarios para convertirse en cabezas de una enorme riqueza ganadera que fue ganando concentración y privilegios hasta convertirse en una especie de feudalidad trashumante. La raza de ovejas merinas, traída por los árabes, tiene ahora pastos frescos de verano en el norte y otros persistentes y de invierno en el sur: Extremadura, Sierra Morena, Andalucía. De las montañas de León, Soria, Burgos y Segovia bajan los rebaños conquistando fueros sobre los labradores, que comienzan a decaer, salvo, claro es, en los ricos y bastos llanos cerealistas. En tiempos futuros (siglo XVIII) esta economía será criticada incluso con exceso, pues dista de estar claro que una gran parte de Castilla puede ser provechosamente agrícola, especialmente cuando en el sur hay tierras óptimas que pueden cargar con esa parte del programa. En todo caso, la nueva situación crea la economía de la lana y el trigo y, secundariamente, del olivo y la vid, y con todo ello comienza una era mercantil e industrial de gran volumen. Medina (en la medianería castellano-leonesa) se convierte en un gran centro de intercambios. Burgos será la gran metrópoli bursátil y naviera que dirige el comercio exterior. En Soria se fijan las carreterías reales; un amplio sistema de transportes. Segovia ve florecer una urbe industrial que se acerca a los sesenta mil puestos de trabajo. Los puertos de La Montaña (las Cinco Villas del Mar) conocen un intenso movimiento. Pudo constituirse entre el siglo XIV y el XVI una poderosa burguesía castellana, una clase económica densa que hubiera hecho muy otro del que fue, el ulterior proceso de la Historia de España.

Auge y ruina

El reino de Castilla (Castilla-León) pasaba de los diez millones de habitantes y representaba una de las densidades de población altas en Europa. En términos relativos la renta económica era elevada. Impresiona, sin embargo, conocer los dos relatos de viajeros foráneos que, con cincuenta años de distancia, dan dos imágenes de Burgos completamente contrapuestas. El del embajador Andrea Navajero, en el reinado de Carlos I, habla de una ciudad comercial próspera, bullente, habitada por ricos burgueses. El del arquero Cook (de la escolta de Felipe II) presenta una ciudad derrotada y medio vacía en la que todo movimiento ha cesado y donde la ruina se consagra. El auge había sido posible a pesar de traumas tan graves como los desórdenes y enfrentamientos civiles del siglo XV, la expulsión de los judíos o la guerra de las Comunidades. No pudo, en cambio, soportar pruebas como las persecuciones inquisitoriales (cuya gravedad para las relaciones exteriores de la burguesía castellana reza en los textos más expresivos), la infortunada cronicidad de la guerra naval, los gastos enormes del imperio, la inflación y la inversión del sentido de la balanza comercial derivados de la economía metalística fundada en los tesoros de América y, finalmente, la enorme anarquía tributaria y el endeudamiento a alto interés que desbarajustaban la Hacienda del país. Por otra parte, veremos cómo el extenso catálogo monumental que denuncia la prosperidad castellana en las vísperas del Renacimiento, ofrece muchas más veces testimonios de la concentración señorial de poder que del auge y riqueza del patriciado urbano o de la fortaleza comunitaria. Sólo las ciudades marítimas de La Montaña, la ciudad de Segovia y algún que otro pueblo soriano o avilés servirán de excepción.

Sobre el carácter castellano

Como veremos en esta guía (que además se escribe para el viajero y no para el economista o el político, lo que impondrá ciertas prelaciones estéticas), el peregrinaje por Castilla proporciona momentos de una melancolía especial: la que se suele reprochar a los paisajistas del 98 (que eran poetas-testigos y no científicos-reformadores) como si la hubieran puesto ellos donde la encontraron. Es, para decirlo de algún modo, un exceso de pasado: el castillo que no sirve y se arruina; la iglesia enorme que podría albergar cinco veces la población del lugar; las murallas vencidas; los palacios inútiles; los acueductos rotos; los solares desbaratados de las industrias arcaicas. La enorme cantidad de ruinas sin acabar de disolverse, de vida abandonada y sin reponer. Ante todo eso lucharán en nosotros constantemente la pesadumbre del ciudadanos y la maravilla del esteta. Los movimientos de despoblación, de tala, de esquilmo, por los que ha pasado esta tierra se hacen visibles con frecuencia.Sabido es que Castilla, entre el siglo XVI y el XVIII, fue gastando su población y sus recursos en guerras de finalidad un tanto abstracta y que no representaban para ella (como se ha dicho argumentando con el Romancero en la mano) empresas provechosas relacionadas con el vivir cotidiano, como sin duda lo representaron las de la Reconquista y (en otra medida) las de la conquista de América. ¿Afectó todo ello al carácter realista de su vida imaginativa y de sus comportamientos sociales? Cabe pensarlo leyendo la literatura "en clave" del Barroco. Hay que decir, sin embargo, que para entonces los acontecimientos de la historia castellana no tenían ya por escenario ni por centro la Castilla que hemos de visitar. Hasta Alfonso VIII todo sucede aquí. Entre Fernando III y los Reyes Católicos Castilla la Vieja es, en cierto modo, retaguardia, pero todavía tienen importancia política las ciudades de Burgos y León y más aún las de Valladolid, Ávila y Segovia, con desplazamiento frecuente hacia el reino de Toledo y eventualmente a la ciudad de Sevilla. Luego viene Madrid y desde Madrid la monarquía va desecando la sustancia y la personalidad de los antiguos reinos, según conviene al espíritu de la época.

Los dos talantes

Más esquilmado que ninguno, aunque más participante, el de Castilla la Vieja viene a quedar tan periférico como todos los demás. Aquella mayor participación obrará, sin embargo, sobre la conciencia castellana como principio de división según el talante y el punto de vista que esa conciencia adopte. El castellano moderno asume en ciertos casos un orgullo de identificación con lo que pudiéramos llamar la desmesura histórica de España, aceptando la responsabilidad y vanagloriándose de ella. Hace treinta años hemos conocido uno de los momentos triunfales de ese sublimismo nacionalista. Pero hay otro modo de reacción que, con frecuencia, vuelve a imponerse tras de las exaltaciones inútiles y que se cifra en el estilo autocrítico de la reflexión histórico-nacional que los castellanos han hecho, como todos los pueblos de la Península, en la Edad Contemporánea. También Castilla fue elaborando durante todo el siglo XVIII y luego, más retóricamente, durante el XIX, un cierto nacionalismo prudente y de retorno, y, aunque los castellanos nunca han podido o querido cargar sobre los demás las culpas de su insatisfacción, no han dejado de preguntarse (ante el mito de su imperialismo unificador y hegemónico) si no les habría tocado, a fin de cuentas, la peor parte del lote. A veces hemos dicho a los amigos periféricos que se quejan de la castellanización de España o sujeción de las otras naciones a Castilla aludiendo al hecho, bien diverso, del centralismo: "Id a Soria, a Burgos, a Palencia, a Ávila y veréis la gran vida que se dan vuestros explotadores". Si de sacudir yugos se trata, ¿quién lleva el del abandono con mayor pesadumbre que estas provincias desarmadas, que ya en los tiempos en que las visitó Giucciardini pagaban casi todo el gasto de la monarquía y de sus guerras?

Ahora, al peregrinar otra vez por Castilla, hemos visto aquí y allá pueblos que "se cierran", pero también poblaciones que crecen e industrias que se levantan. ¿Empieza a ser (nos preguntamos) el resultado de la interiorización voluntaria de los castellanos en busca de una habitación confortable y duradera? ¿Vuelve el espíritu económico que conocieron, a su nivel, los tejedores de Segovia, los cerealistas de Palencia, los traficantes de Medina, los mercaderes y artífices de Burgos, los carreteros y merineros de Soria, los vinateros y hortelanos de La Rioja, los mineros y armadores de La Montaña? ¿Se trata de una revolución secreta y quizá un poco tardía? Nunca es tarde si la dicha es buena.Las notables reformas que trajo a España el siglo XVIII, con su espíritu económico y sus planes de racionalización y las transformaciones, aún más profundas, del siglo XIX con la desvinculación de los señoríos, la secularización de los bienes eclesiásticos y comunales, la corriente urbanizadora y la inoculación de nuevos sentimientos, se hicieron sentir en Castilla, como en todas partes, sin que, no obstante, pueda hablarse de una conversión radical de la psicología colectiva. Ésta es siempre lenta, especialmente en aquellos rincones donde la Historia no trabaja con brillantez. A nuestro paso encontraremos recuerdos de la Guerra de la Independencia con sus guerrilleros y de la Guerra Carlista con sus facciones. Castilla fue, en general, liberal o cristina por adhesión al centralismo y seguramente data de esta última prueba el visible distanciamiento de los grupos vascos que tanto contribuyeron a la formación de su carácter. De otra parte, hará falta que se rompa la campana neumática de una sociología imaginada desde la retórica, para saber cuánto y de qué modo el empujón de la última Guerra Civil (que reveló una Castilla, en general, muy detenida en su pasado) ha transformado la psicología del país. No sería raro que una prueba como aquélla haya tenido la virtud de distanciar aún más los dos talantes convivientes en ésta y en cualquier otra tierra: el más extenso, pasivo o sedentario y el más superficial, móvil o historificado. Hoy el éxodo campesino, la industrialización incipiente y la fluidez de comunicaciones trabajan sin duda con más vigor que en cualquier otra época por transformar el talante castellano, pero aún falta la posibilidad de traducir tales cambios a la formación de una nueva conciencia.

Variedad geográfica

La población de Castilla sigue viviendo en un medio que impone una gran diversidad de estilos vitales. Sus contrastes fisonómicos son extremos, como en toda la Península y más que en la mayoría de sus países. Castilla es accidentada en toda su extensión. El llano absoluto, la Castilla sin límites, salvo en la parte medio leonesa, es la simplificación poética de una idea recibida que muy raramente verifican los ojos. Cuando en Castilla se sale de La Montaña (supremo accidente dulcificado por el mar) se está en la serranía discontinua del Sistema Ibérico, y cuando éste se nos ha terminado estamos ante las grandes moles del Sistema Central. El resto queda repartido entre las elevaciones secundarias que se desprenden de esos grandes sistemas, con páramos terribles trabajados por la erosión y valles especialmente encantadores, ya que la sorpresa acrecienta y enternece su dulce frescura arbórea como en ningún otro país. Hay también (claro es) altiplanicies, navazos y vegas llanas ribereñas. Los horizontes son, con frecuencia, despejados y los cielos grandes, pero los cambios de paisaje son continuos como en casi toda la Península. Se podría decir que hay un paisaje general dominante (el que se ve en las parte altas) y una numerosa sucesión de paisajes particulares que las montañas y los páramos aplazan para la sorpresa del viajero.

Variedad antropológica

Con los hombres pasa algo parecido. Hemos hablado de la relativa homogeneidad social de Castilla partiendo de su mestizaje originario. Pero no cabe duda que, aun tras un proceso poblador como el que hemos descrito, algo hubo de quedar del sedimento de los grupos originarios preservados en los repliegues de la tierra. También aquí queda por arriba un paisaje general que disimula y no niega las diferencias. Éstas crecen al acercarse. En Soria, los habitantes del valle del Tera son desconfiados e indirectos, mientras los pinariegos son abiertos y fanfarrones y, aunque estén a dos pasos, son escuetos y silenciosos los pastores de Oncala. Los del Llano de Cuéllar no se parecen a los de la hondonada "tibetana" de El Espinar, ni los de Gredos a los del valle de Amblés, ni los de La Lora a los del valle suave del Arlanza, por las vueltas que llevan a Covarrubias. Cualquiera de ellos difiere notablemente de los ciudadanos viejos de Segovia o de los viñadores de La Rioja, y todos juntos de los vaqueros y cazadores, cabuérnigos o pasiegos, de Cantabria. Aquí, en la Castilla que se quedó, todo es diverso, aunque la Castilla histórica haya difundido por sus antiguas tierras una indudable unidad de estilo, cuyo testimonio está en la lengua, en la literatura y en el arte.

El arte castellano

No hay un estilo arquitectónico castellano específico, como no se hable de la casa rural cúbica de tapia o de adobe. Pero sí hay un matiz que opta por lo despojado cuando no se desboca en lo delirante, como sucede con el castizo neo-gótico burgalés de los siglos XV y XVI. La pintura y la escultura son, por lo general, más ricas en patetismo expresivo que en fantasía o sensibilidad. De la literatura ya hemos dicho que pasó de la más fresca simplicidad, atenida a los datos, a las más envueltas y disimuladas volutas del sobreentendido. Una ruda elegancia hecha de renuncias (quizá también de simplificaciones) parece dominar el estilo castellano, no extraño a la ternura, pero constantemente retenido y como puesto en guardia. Un arte y una espiritualidad que no tienen, sin embargo, nada de espiritado o de sublime y que parecen muy unidos a la tierra, aunque esa tierra da poco de sí y no exige ni tolera grandes delectaciones. Un arte que expresa pocas veces una trascendencia, pero casi constantemente una moral, como corresponde a un pueblos que va a gozar y a meditar poco porque va a fundar en la acción su posibilidad de vivir. Un pueblo, si se quiere, dramático que, llevado por su sino, terminó por acentuar su dignidad hasta hacerla parecer su propia caricatura, en la vanagloria amanerada y ceremoniosa que oculta y revela la desecación del hombre interior. Pero un pueblo muy libre también, que engendra en la retaguardia de su acción un extraño "doble" lleno de pudorosa comprensión e irónicamente apiadado de sí mismo (alguien escribirá algún día las historias paralelas de la Castilla y la Inglaterra medievales), como lo entenderá quien no considere extraña a la cepa castellana del Poema del Cid la prosa de Cervantes.

Coda

Y basta ya de generalidades. Vamos a visitar, al vuelo, pero con las detenciones que sean posibles, este espacio total de 50.023 kilómetros cuadrados, con una población de 1.715.000 habitantes, de complicada ficha geológica y etnográfica, ficha económica modesta y de escasa complicación, y fichas histórica y monumental impresionantes, que por desgracia tendremos que ir seleccionando a lo largo de nuestro recorrido.




viernes, julio 15, 2011

Avila (José Gutiérrez Solana. La España negra 1920)

AVILA


Nos vamos acercando a Ávila al amanecer; viajan conmigo muchos arrieros y labrado­res; todos hemos bebido en nuestras botas y nos hemos ofrecido mutuamente la co­mida, cortando con nuestras navajas gran­des trozos de tortilla bien empedrada de chorizo y un hermoso queso manchego, al que hemos dado fin. Como la comida ha sido fuerte, no estamos para ver visiones, y aunque llegamos ya a las puertas de Ávila, a ninguno de los que viajamos en este destartalado vagón se ha presentado el espíritu de Teresa de Jesús. A ninguno de estos patanes que dicen tan buenas cosas y que discurren mejor que los académicos de la lengua, que nun­ca discurren nada; esos eruditos que ven flotar el alma de la Santa por la noble y silenciosa ciudad de Ávila, que tiene los mejores y más sanos aires del mundo para ser regalo de los ojos de todo el que sepa sentir y ver.

Después de lavarme la cara en una fuente, subo por la carretera en cuesta; caminan los labriegos envueltos en sus bufandas; son tipos delgadas que van algo encorvados y cabiz­bajos; levantan sus borceguíes nubecillas de polvo de la ca­rretera.

Algún galgo, viéndosele todos los huesos de su cuerpo sar­noso, nos mira un momento muy triste y corre, con el trote parecido al de un caballo, por dirección contraria a la que caminamos; bajan las yuntas de mulas arrastrando los arados por la carretera polvorienta. Las primeras casas del pueblo son muy rústicas; tienen las fachadas de piedras todas desiguales y en pico, con una puerta muy grande; establos convertidos en tabernas; a la puerta hay un grupo de campesinos con gramil.. zajones de cuero, sombrerones con las alas caídas, adornado con dos borlas, embozados en sus mantas a grandes cuadres y unos cuantos con montera de pellejo. En un establo cuelga de la puerta una bacía; dentro, el barbero corta el pelo 5 afeita a unos parroquianos que esperan turno, con sus cayados y varas en la mano; mientras tanto beben vino y almuerzan. Entre estas míseras casas se ven las mansiones fortificadas de nobles castellanos con escudos y pilastras, puertas y medios puntos góticos llenos de estatuas de piedra, descabezadas por las pedreas de los chicos del pueblo; en algunos escudos ve­mos dos manos de guerreros cruzadas, con puñales; en la leyen­da dice:

«Antes morir que manchar mi sangre»

Estas antiguas casa-fuertes abundan mucho, llenase de rejas y de bolas grandes de piedra; sus arcos de puertas y ventanas, que están cegados y tapiados por pedruscos, en cuya junturas ha crecido la hierba y corren lagartijas, denotan que no con­servan más que las fachadas, y por dentro todo es ruina. Lo mismo pasa en los viejos y abandonados palacios de los obis­pos: el viento huracanado que sopla hoy se cuela por los muros, y silba entre los canalones y ojos de las veletas, y hace disminuir y oscilar la luz de las bombillas eléctricas del alum­brado público, que a esta hora aún está encendido.

Pasamos por la plaza del Alcázar, toda rodeada por las murallas; hay aquí unas casas ancianas, con muchos escudos y rejas, convertidas en paradores.

A la puerta hay grandes carros y galeras llenos de cofres y talegos. También hay varias tiendas de vidrieros, tintorerías y alguna confitería; en un gran armario, a la entrada, se ven las colinetas y pasteles. Al lado, una sastrería; en el escaparate tiene una muestra con unos señores muy pequeños, unos con chisteras, sombreros hongos y flexibles; todos estos muñecos están muy derechos y sacando el pecho, como dándoselas de fuertes; los que van a cuerpo, con los guantes y el bastón en la mano; otros llevan capa, abrigos y macferlán; todos están en fila y parecen hablar unos con otros, como si estuvieran de paseo, con movimientos muy petulantes de brazos y manos.

En medio de esta plaza hay una fuente de piedra, de un estilo bárbaro y barroco, pero que es un verdadero monumento. nune una torre alta como un obelisco, rematada por una piña; su pedestal tiene unos salientes afilados, como los de un monte calvario, todo tallado con gran dureza en la piedra, que ha tomado un color amarillento y noble.

A los lados de la torre hay dos bichos monstruosos y fan­tásticos, que miran a uno y otro lado de la plaza, muy risueños, con las bocas abiertas y los ojos como huevos, y tan joviales, que parece que se burlan de todo el que los mira; tienen con las garras, cogidos por la cola, a dos animales con cara de lagarto y gesto de persona, que están como aplastados, y aso­man las cabezas por varias vueltas y retorcimientos: de su cuerpo, declarándose vencidos; vista por detrás, las traseras con sus largos rabos de los bichos vencedores, tiene la gracia de los perros cuando se sientan de culo. Las mujeres ponen a los caños de esta fuente una fila de cántaros y botijos negros.

Al salir de esta plaza bajamos por la Puerta de San Vicente, por el arco que forma entre los dos murallones almenados; se ven grandes nubarrones que navegan por el cielo, empujados por el viento, que corta como un cuchillo.

Por el Puente Viejo vienen, camino del mercado, guiadas por los pastores de la Serranía, las manadas de borregos, gordos y altos, con sus cuernos grandes y retorcidos; los más viejos caminan los primeros; siguen otros más pequeños y de nacien­tes cuernos, que van balando; las recuas de mulas, con las ancas esquiladas, con muchos dibujos', como las rayas y ador­nos de los quesos manchegos, y las piaras de cerdos, gruñendo, indisciplinados y rebeldes; muchas veces se paran a escarbar en los montones de basura, hociqueando y dando resoplidos; pronto la vara del que los conduce les hace salir, corriendo y gruñendo, rabiosos a seguir a sus compañeros; detrás vienen las largas hileras de barbudas cabras con el campano al cuello; no miran más que adelante, y no reparan en obstáculos; cuando tropiezan con nuestras, piernas, sus cuernos nos hacen apartar; han recorrido tantos pueblos que miran las carrete­ras como cosa propia. La calle de San Segundo está llena de pequeñas casas, pegadas a la muralla, hasta llegar al sitio donde está emplazada la ¡Catedral. Parece ésta un castillo de esos que se hacen con trozos de pizarra que venden en las cajas de construcciones para jugar los niños.

Con su altísima torre y algunos calados labrados en la piedra, dos pequeñas capillas, que encierran sus campanas; debajo el reloj; pegada a sus otros dos cuerpos y como hechos de una sola pieza, en el del centro está el pórtico en forma de arco, lleno de estatuas de obispos, mutilados por las pedradas; en dos pedestales están, como de guardianes, dos leones gro­tescos con todo el cuerpo lleno de picos; tienen unas argollas en la boca y están sujetas de unas cadenas a los muros de la entrada antigua, y es lo que le da más belleza a esta Catedral; un arquitecto académico diría que es lo que le afeaba más, y que habría que quitarlos. En el otro cuerpo, sus ventanas están tapiadas, y asoma la piedra, falta de argamasa, y des­iguales los sillares; su tejado es como el de una ermita pobre, con un sobrado donde suben las antigüedades los curas; este tejado está lleno de nidos, y a las cigüeñas se las ve desde ls calle asomadas. El ábside de esta Catedral es un torreón gue­rrero, fortaleza almenada que da a las murallas.

EL MERCADO

SE celebra en una plaza grande, con casas pintadas de amarillo, rosa o azules, todas con las fachadas anchas y pocas ventanas y balcones; debajo de éstos se ven arrimadas las esca­leras para encenderlos anochecido; también tienen clavado a la pared un madero con argollas para atar el ganado; estas casas, todas desproporcionadas, con cimientos de piedra hasta el primer piso; otras descansan en gruesas columnas de gra­nito, donde se ven apoyados los lecheros con sus zajones de piel llenos de costuras y aculatadas como el de los pellejos de aceite; llevan en las manos grandes garrafones con manchones negros y aporreados por los golpes; atados de su asa cuelgan los vasos de latón para servir la leche.

El medio de la plaza estaba lleno de bueyes, mulas y dis­tintos ganados; sus dueños, sentados en el suelo, comían con las tortillas y los pucheros sobre los pañuelos de hierba; algún viejo fuerte subía los codos a la altura de la boca y se echaba un trago de vino de la bota; los sacos que hay tirados en el suelo se ven llenos de legumbres, patatas y frutas; las mujeres, con las cestas al brazo, se aprovisionan de mercancías; sus pies los llevan calzados con albarcas de correas, y se las ven mucho las piernas por ser sus faldas tan cortas; sus justillos (le terciopelo, los muchos refajos verdes, encarnados y amari­llos, las ensancha mucho y las hace aparecer más voluminosas do lo que son, sobre todo a las ancianas, que están en los huesos y que todo son bayetas. Los pastores, con medias azules, ceñidas con correas las piernas que suben de sus calzados, son hombres avellanados y enjutos, con perneras de piel de oveja y con el cayado en la mano.
Los viejos labradores, con recios chaquetones de estambre que recorta el blanco del cuello de la camisa, y los pantalones unidos al peto de cuero, embozados en sus mantas; debajo sobresale el bulto duro de sus alforjas como una gran joroba; su ancho sombrero, caída el ala por la nuca, y el pantalón corto ajustado donde brillan los botones; las piernas embutidas en sus medias y muy apretadas las botas de color de barro, con la suela gorda, llena de clavos y tan duras como los gui­jarros de la plaza; van a buscar sus borricos o a montarse en sus caballos con las sillas de tripa como las encuaderna­ciones de los libros antiguos; la cola de su larga capa cae tapando el trasero del caballo.

En las tiendas de comestibles de esta plaza hay barriles de pescado escabechado, y en las tablas hay montones de truchas del río Tormes; sobre los pellejos de vino está caído un gran embudo, cuya figura rara y original nos atrae y nos hace parar; los pobres que vienen de los pueblos pasan entre los feriantes con el sombrero en la mano, pidiendo algo de comer, y vemos alguna vieja con los pies descalzos y una manta ama­rilla y raída por encima de su cabeza que no se atreve a alargar la mano pidiendo una limosna.

LAS SOLITARIAS DE AVILA

ENTRO en una botica a comprar un sello para el dolor de cabeza; en una mesa vi un gran tarro lleno de solitarias; todas parecían estar rabiosas, y alguna tan enroscada y furiosa que parecía comerse la cola; otra parecía morder a la de al lado, todas con caras distintas y terribles; algunas tienen dos cabezas; estas solitarias eran blancas y muy lavadas, con cintas largas y anillosas; estaban en el fondo del alcohol como aplas­tadas; algunas salían y asomaban el cuello fuera de la superficie del líquido, como si quisieran volver a la vida; otras, descabezadas; las más rebeldes habían dejado la cabeza y parte de su cuerpo en el vientre de sus dueños, que las alimentó y llevó consigo tanto tiempo. El dueño de la botica, con su batín y un gorro del que colgaba una borlita, las miraba con cariño porque él las había catalogado y puesto las etiquetas en los frascos: «Solitaria del gobernador de Avila», la del obispo; la del canónigo don Pedro Carrasco estaba gorda y era tan larga y bien alimentada que llenaba casi el frasco; al lado había una amarilla y delgada de no comer, que parecía quejarse y querer protestar de su mala vida pasada; era la del maestro de escuela del pueblo, don Juan Espada; otra, como si le hubiera entrado la ictericia, tenía la cara con la boca abierta hundida junto al pecho y tenía un color verdoso; era del jefe de la Adoración Nocturna, don Peláez; otra era todo ojos, y la más rabiosa pertenecía a doña María del Olvido, dama noble, comendadora y provisora del ropero de los pobres. El boticario tenía un lobanillo detrás de una oreja y se había dejado crecer un largo mechón de pelos para taparlo; pero el lobanillo salía fuera descarado y carnoso como la pelleja de un pollo des­plumado. Cuando estaba más distraído en esta botica, viendo los tarros de las medicinas, sentí unas uñas que se clavaban en mis pantalones y un gato empezó a darme de cabezadas en las piernas; debía estar muy hambriento.

LA ERMITA DEL CRISTO DE LAS EMBARAZADAS

EN el pórtico de esta ermita estaba tallada, en la piedra, en el arco, la ciudad de Ávila, encerrada en sus murallas; en primer término se veía el monte Calvario y una cruz que subía al cielo; en el fondo de tormenta se destacaba en sus dos brazos el sol y la luna con cara humana.

Dentro de la ermita, al lado de la pila de agua bendita, había pintado un reloj de sol; todas las horas giraban alrede­dor de una calavera; en su esfera tenía esta inscripción:

«YO VENGO A TODAS HORAS Y NO SEÑALO NINGUNA»

En medio de la iglesia, sobre un túmulo con cuatro cala­veras amarillas cruzadas de tibias pintadas en el paño, estaba un ataúd rodeado de un hachero con cirios apagados, y en el suelo, un cubo de bronce con un hisopo; al lado, una mesa de forma de artesa con la cubierta de cinc como las que se ven en los cementerios para colocar la caja y abrirla en caso que los de la familia quieran ver al muerto por última vez antes de enterrarle; estos atributos de la muerte no me chocaron, pues pegado a esta ermita está el cementerio y ésta es su capilla
En el altar mayor está clavado, un Cristo muy tosco y de mucho peso. Debajo de sus brazos, como descoyuntados, tenía unos grandes hierros que le servían de sostén y estaban cla­vados al grueso madero de la cruz; sus piernas, como tron­chadas, estaban llenas de sangre; tenían sus caderas movi­miento; en su vientre hinchado, como de estar bailando a pesar del boquete de su costado, por el que corría un río de sangre. Este Cristo estaba rodeado de ex votos: pechos de mujer, vientres hinchados y niños muy pequeños de cera y muchos cuadritos con quintillas dedicadas por las mujeres embarazadas.

Al pie de este Cristo había una mujer rezándole, con una tripa que le llegaba a la boca, y un viejo con una calva muy roja tostada por el sol, de rodillas y con los brazos en cruz.

Muchas mujeres entraban con alpargatas; después de besar muchas veces el suelo y de mojar con agua bendita los pies y las rodillas del Cristo, empezaban a gemir y suspirar y quedaban sentadas de culo en las baldosas de piedra; otras se arrastraban de rodillas, colocando una vela en un hachero; todas estas mujeres estaban encinta. En otros altares se veían cabezas de mártires, de madera, colocadas en sus bandejas; tenían la boca muy abierta, cubierta, como las vértebras de su cuello, de sangre; en los retablos se veían varias tallas barro­cas de Vírgenes, del siglo xv; éstas tenían las caras anchas, de torta, y las coronas con unos picos como los de un castillo, tenían algo de guerrero; sobre todo las de piedra, eran tan amazacotadas que recordaban a una fortaleza; sujetaban con los dedos largos a un Niño Jesús sentado en sus rodillas, que parecía querer escaparse, con un sombrero algo torcido que le daba un aspecto de pillo. Todas estas Vírgenes tenían un aire muy burlón y parecía que se reían, con los ojos rasgados y abultados en forma de almendra. Todas estas figuras tenían magníficos dorados y colores.

En una esquina de la ermita había un púlpito muy rústico de palo; un cura, con el sombrero muy anticuado de forma de teja y la sotana llena de lamparones, paseaba por la iglesia con las manos a la espalda; llevaba en sus botas grandes espuelas de rueda, pues vivía lejos, y todos los días venia montado en un caballo viejo que tenía atado en la puerta de la ermita; la portera de ésta, al salir, me dijo que el Cristo que había visto lo más raro que tenía era el vientre, y que por eso lo tenía tapado con un lienzo; decía que era muy triste y que daba ganas de llorar en viéndolo; era de piel humana y tenía pelo y que era como el de un hombre.

Me fijé en aquella mujer que tenía en las manos las llaves de la capilla, y vi también que tenía un vientre muy abultado y que estaba embarazada.

LA CASA DE SANTA TERESA

EN el convento de Carmelitas Descalzos hay una habitación dedicada a los recuerdos de Teresa de Jesús. Son éstos relica­rios de plata, en los que pude ver un dedo repugnante, rodeado de cabellos de la Santa, unas disciplinas, ya muy apolilladas por el tiempo, y una cosa que me dijeron que era el corazón y que pude ver a través de un cristal, y un pie negro y amo­jamado que parecía de momia. Lo que ponía un sello de poesía era el jardín de al lado; un jardín conventual y abandonado en que la Santa se distraía, en los ratos de ocio, en cavar la tierra y plantar flores.

En el pueblo de Alba de Tormes también pude ver la cama en que dormía: era muy ancha y de madera, con almohadas y sábanas; en ella estaba la figura de la Santa vestida de monja y como un muñeco. Tenía un crucifijo de madera entre las manos, y a la cabecera de esta cama había un bastón y unas zapatillas, que las monjas dan a besar a los fieles y dicen que usó en vida Teresa. Arrimado a la pared está el ataúd en que vino su cadáver desde Avila. También vi colocada a la entrada, y en mármol blanco, a la santa, como recostada y echada hacia atrás, y apoyada sobre grandes bolas que repre­sentan nubes; enfrente hay un ángel con una flecha en la mano, y que la apunta al corazón; éste tiene el pecho desnudo y de mujer. En todo el grupo hay un gran arrobamiento y extasis amoroso.

Todas estas cosas de Santa Teresa me trajeron a la memoria el recuerdo del San Ignacio que vi en Manresa.

Aqui era un monigote de madera tumbado en el suelo, chato y calvo como un perro de lanas. Las mujeres de este pueblo besaban el suelo a su alrededor y sus hábitos de tela de saco, y ir pasaban las manos por los pies, para luego persignarse.

Un poco más abajo están los muros del convento de Santo Tomás, donde forman cola los pobres para comer el cocido. 1k' ven muchas mujeres llenas de harapos, acurrucadas, con la cabeza colgando entre las rodillas de lo agachadas que están, durmiéndose, y la miseria que llevan en las espaldas; muchos de estos pobres tienen la nariz y la boca comidas de un cáncer, y se les ven los dientes al aire, enseñando media calavera. En estas pobres viejas, por debajo de sus faldas, asoman las churradas de llevar tanto tiempo esperando y no poderse levantar de allí para no perder su puesto.

Muchas veces la cola de mendigos se impacienta y llaman a los aldabones de la puerta del convento y vociferan mucho para que les abran. Luego, cansados de gritar, caen en un gran abatimiento; pero siguen sin perder sus puestos, con gran tenacidad, y no se marcharán de allí hasta que no les den de comer.

Por fin abren las puertas y entran en el patio triste del convento, con bancos de piedra y árboles secos. Bajo un cielo blanco y frío, todos los pobres, con sus escudillas y botes de latón, sonando una cuchara roñosa y negra dentro de su fondo; sus cabezas llenas de greñas, y las barbas enmarañadas y canosas, que destacan muy duras de sus caras curtidas y brillantes como moros; enseñando el pecho entre los rasgados de la camisa, con los pantalones y las mangas de sus ameri­canas hechos jirones, por los que asoman la carne y todas sus vergüenzas, se colocan alrededor de un gran caldero que sacan del convento en un carrito de hierro con ruedas. Un her­mano limosnero, con su capucha negra y hábitos blancos de fraile; su cabeza redonda, cortado el pelo al rape, con la frente saliente como un segador, que da una impresión de ser dura como la piedra, va llenando con un cazo las escudillas, botes y los pucheros de las mujeres.

Cuando salgo de este patio veo en el arco de entrada una talla de piedra de gran rareza, del siglo my, en que aparece San Martín montado en un caballo, cortando con su espada
la mitad de su capa, que da a un pobre apoyado en las muletas.

En unas casas que dan al campo están las prostitutas; un viejo cojo entra en una de estas casas. Tras las cortinillas rojas se ven, medio desnudas, a estas mujeres. Una, que está sentada a la puerta, tiene la cara llena de cortes y rasguños hechos por la navaja de algún chulo; otra enseña una cicatriz de alguna puñalada antigua de su amante. Casi todas enseñan la pelada de su cabeza, las encías de los dientes postizos y los carrillos traspasados por un agujero, con una aureola morada de enfermedad.

LAS MURALLAS

DESPUÉS de comer salí de la fonda a ver las murallas; recorrí el paseo del Rastro; en las afueras vi varios cerdos y toros de piedra, que abundan tanto en Avila. Todo el camino está lleno de piedras parecidas a las de granito de El Escorial; las hileras de árboles desnudos pueblan algo aquel camino; a lo lejos, las murallas, como pegadas al cielo, dan un aspecto de aparición a esta ciudad; sus grandes cubos, la piedra ceni­cienta donde resaltan las gruesas piedras negruzcas por el tiempo y la lluvia; sentado en una de estas piedras veo la ciudad cerrada y tapiada como apartada del mundo, como una inmensa sepultura; las nubes parecen pegadas a sus casas; el cielo se va encapotando, parece que se está fraguando una terrible tormenta.

Vuelvo a subir al pueblo y entro en una iglesia, pues veo muchas mujeres con velas y escapularios al cuello. En el altar hay un Cristo con enagüillas, muy negro y con pelo natural que le caía por los hombros; a sus pies hay un nido como una corona y unos huevos de avestruz; las lamparillas y los cirios encendidos chisporrotean, cayendo por las candeleros de cobre espesos lagrimones de cera. Un cura viejo, con la cabeza muy larga como la de un caballo viejo y las orejas desprendidas,
lee desde el púlpito, alumbrado con una palmatorial la letanía Las mujeres y hombres van repitiendo este rezo monótono que nunca parece acabar.

Otras viejas, llenas de reúma, llegan algo retrasadas, con sus zapatillas, los abrigos verdes, viejos, con mangas de otro color hechas de trozos de americanas de sus maridos, las faldas llenas de remiendos y zurcidos en el trasero de tanto *Alar ,entadas, y las toquillas descoloridas y recosidas muchas vocea; son las mujeres de los empleados, que están ahorrando halo lo que pueden para irse a vivir a su pueblo y acabar sin tener que trabajar los últimos días de su vida.

Otras son las viudas, de descomunal estatura algunas, con sus velos negros que les caen en pico por encima de sus cabe- ama; el perfil de sus narices salientes con los grandes y fieros agujeros de las fosas nasales; la frente alta, encuadrada, con el pelo blanco y la boca hundida y apretada, dan una idea de dominio y mal humor; algunas de estas brujas beatas piensan un casarse a los sesenta años, después de haber enterrado a varios maridos. Estas viejas autoritarias tienen su silla recli­natorio propia, donde está grabado su nombre. Luego vienen la:. damas catequistas del pueblo con sus abrigos cortos, reso­nando sus zapatones, y sentándose cómodamente en los bancos de terciopelo para ellas reservados; algo espatarradas, con el devocionario y sus rosarios, tienen estos marimachos tipos de sargentos y cabo de gastadores.

La cobradora de las sillas cuchichea al oído de todas estas beatas; es una mujer que se ha quedado como jorobada y muy chica por los años; la cara la tiene tan oscura como el cuero viejo; lleva en la mano un tanque de bronce cerrado con un candado; en él se siente el ruido de las monedas de cobre que caen a cada momento.

Al pie del Cristo hay también una bandeja con un montón de perras chicas, de tantas beatas que entran en esta iglesia.

Después de la letanía venía el sermón y la reserva; los cofrades, con sus viejos abrigos muy usados y llenos de grasa de la caspa del pelo del cuello; otros, con capas, tienen tipos de porteros; se ponían los escapularios por la espalda y con velas en las manos se colocaban en fila.

Cuando salí a la calle empezaban los relámpagos, que alum­braban el camino y nos envolvían en una luz que se nos metía por las piernas, y los resplandores tan fuertes que marcaban nuestras siluetas en las paredes de las casas.

Cuando entré en la fonda empezaban los estampidos de los truenos; uno fué tan imponente, con un ruido tan metálico como una lluvia de barras de hierro que chocasen contra la piedra de la Catedral; la luz eléctrica del comedor quedó apagada y tuvieron que encender velas metidas en botellas, y nos pusimos a cenar en aquella luz lívida; veíamos en las pare­des bambalearse nuestras siluetas; un cura que le brillaban mucho los cristales de sus gafas llegaba con su gorro al techo; el mantel tenía una luz como de luna, y el cristal de las copas y el mango de los cuchillos fulguraban.

También veía las siluetas imponentes de dos señoras que estaban sentadas enfrente., y me observaban con curiosidad; no viendo en mí la humildad que el caso requería, cada vez que sonaba un trueno las hacía persignarse y besar la cruz de los dedos; eran unas mujeres enlutadas y graves; en el cuello de la más joven brillaba una flecha de azabache de un alfiler, y el cristal de un medallón con un retrato de hombre pendiente de una larga cadena de azabache; la otra tenía un aire de dama de convento; su cara descolorida destacaba del pelo muy negro; tenía la boca dibujada con energía; un cuello blanco almidonado, de forma de hombre, concluía por darla más aire inquisitorial; sus mejillas y frente estaban sur­cadas de algunas arrugas y en el pelo brillaban los mechones canosos.

Cuando acabamos de cenar pasamos a una sala con varios espejos y consolas isabelinas; en el piano había velas encen­didas; la tormenta había cesado; la calle estaba convertida en un río, y varias señoritas se pusieron a bailar y a tocar el piano. Yo me acosté en seguida y di orden al camarero que me llamase muy temprano, pues tenía que salir para Oropesa,

jueves, julio 14, 2011

La Puerta del Sol (José Gutierrez Solana, Madrid escenas y costumbres 2ª serie 1918)

LA PUERTA DEL SOL

A la admirable y rara artista Margarita Nelken.

Es el punto de Madrid más concurrido, más famoso y que más modificaciones ha sufrido; pues hoy, de su antiguo carácter,sólo conserva el nombre, que proviene de la imagen del Sol, que había pintado en dicha puerta, que fue derribada en 1520.En el mismo sitio se construyó un castillo para defender a Madrid de las sorpresas dc los bandoleros y forajidos que infestaban sus inmediaciones.

También se abrió un foso que cercaba el hospital y la iglesia del Buen Suceso; el castillo y el foso desaparecieron al ensan­charse la población por esta parte.

El terreno que hoy ocupa está regado con la sangre de muchas revoluciones y motines. En 1750, la Puerta del Sol la componía una barriada de casas chatas y sórdidas, de portales lóbregos y húmedos, con tortuosa escalera; la mayoría eran de un solo piso, y de balcón a balcón había tan poca distancia que se podía pasar de uno a otro; muchas de estas casas fueron de mal vivir y pendían de las buhardillas profundas y hedion­das y de los balcones, como distintivos, colchas y mantones y gran cantidad de medias de rayas de colores y enaguas. A las mujeres públicas las hacía llevar el corregidor, para que se distinguieran de las honradas, un cordón que caía por el pecho y estaba cosido al hombro. El barrido de las calles se hacía !semanalmente; cada casa tenía un basurero en el portal, y los vecinos depositaban en ellos toda clase de suciedades; y por
falta de retretes, hacían sus necesidades en un bacín, que sacaban a la calle esperando el paso de las letrinas, pesados armatostes de hierro en forma de cuba, con una tapadera al costado, donde iban las aguas malas para desaguar al campo. En los corrales había caballerías muertas que llevaban sema­nas enteras, y sacaban unos hombres misteriosamente, arras­trándolas con unas cuerdas por la noche; una mula o un pollino con el vientre hinchado como una caldera, para aban­donar estas carroñas en las afueras; el Ayuntamiento dió orden de suprimir estos basureros por causa de la epidemia del cólera morbo, y haciendo que la limpieza fuera diaria, reco­rrían las calles unos carros con una campanilla para avisar a los vecinos que sacasen las espuertas de la basura de seis a ocho de la mañana; no por esto dejaban de verse en las ace­ras de los numerosos conventos, y junto a las tapias de las casas, las inmundicias de hombres despreocupados que se baja­ban las bragas donde mejor les cuadraba para hacer del cuerpo. Alguna vez bajaba a la calle, de las espadañas de los conventos, el sonido tristísimo de las campanas tocando a muerto. Era que pasaba la Cofradía del Consuelo, encargada de dar sepultura de misericordia a los cadáveres de los pobres; cruzaba la Puerta del Sol un ataúd encima de unas angarillas, acompañado de cuatro pobres con cirios y un cura con cruz alzada; un hermano que iba delante llevaba un estandarte de hule negro, que era el de los ajusticiados a garrote; también se utilizaba el mismo ataúd para varios, y así que se sacaba de él al que lo ocupaba y se le echaba al hoyo, volvían con él para enterrar a otro difunto.

A causa de los numerosos incendios ocurridos en la Villa, se adquirió una manga ancha y fuerte por la que se podían meter los vecinos desde los balcones en caso de que la escalera estuviese invadida por las llamas. En 1820 siguen las casas mezquinas y pobres; en cambio, van ganando las calles Mayor, Carretas y Arenal, por la parte del Oeste; el callejón de los Cofreros ha desaparecido; el convento de San Felipe, con su; gradas y covachas, y la calle del Empecinado; la figura de la Puerta del Sol es irregular, y las casas se aglomeran y no guardan simetría; la planta baja, destinada a figones y des­pachos de vinos; en los días festivos se reúnen los jornaleros y soldados y se entretienen en tirar a la barra y jugar al tejo (muchas veces hay pendencias de garrotes y piedras). En una de las tascas existía un cuadro, que el dueño hizo desclavar el bastidor, y pegado al lado de la puerta de la taberna; eran don hombres de pelo en pecho: un torero y un valenciano se encuentran en un camino y los dos no se quieren ceder la &rocha; debajo tenía este lienzo la siguiente inscripción:

De un sablazo que te di
con esta mano derecha,
a un galápago una brecha
de ziete jenzez le abrí.


Pues yo, con la diferensia
de haber sido con un canto,
a un edecán otro tanto
hise serca de Valensia.


En las casas de soportales tenían sus tiendas los cordeleros del cáñamo y los veloneros, colgando del marco de la puerta velones y candiles de Lucena. Cruzan la plaza enormes carros con maderas de construcción de los pinares de Cuenca y de tierras de Soria; en las puertas de los paradores y mesones hay pesadas galeras; en los bancos del portalón están reuni­do" los labradores y ganaderos de los pueblos de Guadalajara, Sigüenza, Alcalá de Henares; allí están las galeras del tío bromo, del Vallecano, del Siete Varas, que tardan diecisiete Man en llegar a las provincias vascongadas, durmiendo los via­»ro" en los colchones extendidos a fuerza de cálculos, para ole el espacio que cuentan dé cabida a todos. Las comidas se Inician bajo el toldo de la galera, mientras caminaban, reunién­doto, los viajeros alrededor de una enorme sartén y de una fardara de vino; las cenas, compuestas de la olla de sopa, de ajos apedreada de tocino y cabrito asado, rebañada con pan moreno y rociado el gaznate con tragos de vino de la bota. Durante la ruta se hacían varios altos en las posadas y para­dores con objeto de dar descanso al ganado y continuar las travesías abrumadoras de la Mancha y Castilla, en que se solía cambiar el pellejo. Casi todas estas ventas no tenían más que San paredes desnudas, salvo alguna estampa de la Virgen, una mesa para todos, unas sillas, tres o cuatro camastros y algún rolchón en el suelo; en la cocina, ahumada y sombría, alum­braba un candil a una vieja que freía un par de huevos, y
un rufián, con el pelo muy corto y la cabeza voluminosa, machacaba en un almirez unos ajos; en la pared había una sartén, un triple asador y una bota, sintiendo el viajero, tras los cristales del balcón, a media noche, rasguear una guitarra y cantar al mozo de mulas en el silencio imponente del pueblo.

Alrededor de las posadas de la Puerta del Sol tenían esta­blecidos sus cajones los tablajeros, choriceros y tocineros, y en unos carteles se anunciaba los precios de la carne de toro el día siguiente de la corrida. A la luz de los escasos faroles de aceite que había se ven atravesar la plaza recuas de mulas, carros con arados de labranza y, al amanecer, manadas de corderos y carneros, piaras de cerdos negros que salen a los pueblos de las afueras. Durante todo el día recorrían las calles vecinas a la Puerta del Sol, reuniéndose en ella los vendedores callejeros que gritaban de distinta manera su mercancía. El arenero, voces a todo pulmón; un chico con el pantalón comi­do, con los pies descalzos y la camisa raída, llevando a la espalda una espuerta de arena.

«La sebera, hay se-e-ebo», grita con voz ronca una mujer desgreñada que camina sin medias, en chanclas, con un peso que en vez de platillos son unas tablas con unas cuerdas y el talego de sebo a la espalda, con la falda puerca, llena de manchas, que huele a podrido. El aceitero, con la cabeza encas­quetada en una montera de cuero y pelo, el pelo caído y el cuero pelado y seboso, lleva un pellejo que le da la vuelta a la cintura y sujeto con una correa, y cuando le hace señas una mujer desde una ventana para que se pare, él se mete en el portal y llena las botellas y alcuzas de la vecindad, abriendo la llave del pellejo, pareciendo que el chorro de aceite sale de su vientre. El quesero, con sus alforjas llenas de quesos man­chegos, se aprieta un pañuelo a su cabeza; la ropa, de paño duro y seco, se ajusta a su cuerpo enjuto, sus zapatos de madera, que han pisado tantas veces el polvo y el pedernal de la tierra castellana; cuando se para a vender el queso, los saca muy envueltos entre lienzos, y al cortarlos con su cuchillo, se le quedan las manos relucientes de aceite, esparciéndose por el aire un olor fuerte y sano del suero de los quesos. El sarte­nero chilla; un hombre ruidoso que pasa chocando fuerte­mente dos sartenes. «¿Quién me compra un gallo reloj y des­pertador de la mañana?» Y así, durante el día, iban desfilando los distintos pregones, los cuales, si algunos han variado, otros se conservan lo mismo en nuestros días, y se les puede aplicar al dicho de ser perros con los mismos collares. A partir del año 50, la piqueta en la Puerta del Sol empieza a hacer estragos, por todas partes no se ven más que derribos, y las calles empiezan a urbanizarse y gana Madrid en comodidades, perdiendo y sacrificando la parte artística y monumental. Coin­cidiendo con estos derribos, en 1851 se construye el primer tren de Madrid a Aranjuez, cuya aparición es celebrada con diversos y festejos públicos. En las litografías de la época vemos el ferrocarril dibujado de una manera algo infantil; la locomotora, cubierta con ramos y banderas, tiene una chimenea muy larga que echa mucho humo; los vagones llevan en su techo atados los equipajes de los viajeros, y algunos de estos coches no parecen ni mejores ni peores que los terceras que hoy todavía se emplean. Unos señores saludan con sus sombreros de copa, y las señoras, con unas sombrillas muy emoenn que llevan abiertas; extienden los pañuelos al aire amando el tren se pone en marcha, y los artesanos dan vivas al Inventor del vapor, al ferrocarril que ha de destronar para los grandes viajes a las diligencias y galeras. En esta fecha, la Puerta del Sol va tomando aspecto populoso; se ha aumentado mucho su tamaño y las casas se han triplicado. A las dos de la tarde queda despejada la Puerta del Sol; es la hora de comer y los balcones tienen cerradas las persianas y las cortinas echadas durante la comida; la gente acomodada no sale · la calle hasta que el sol se ha quitado de los declives de los tejados. En las horas de más calor, la Fuente de los Galápgos, en la Red de San Luis, está llena de cubas y aguadores asturlanos y gallegos con sus monteras, la chaqueta parda y zapatos de siete suelas, esperando turno para luego subir el agua a las casas y llenar las tinajas. Los industriales van ilenamio de tiendas las casas de la Puerta del Sol, compren­diendo que es el sitio mejor y de más importancia para hacerse ifleos y echar raíces. En los primeros pisos estaban establecidos km na.stres, los peluqueros, las comadronas, y en los más altos %trillan su estudio los fotógrafos de daguerreotipo.

En los portales se veían los muestrarios de los dentistas y callistas, cajas con un cristal y un candado, en que exhiben dentaduras postizas y callos clavados en el fondo de bayeta de la caja; en algunos de estos portales tenían su cajón los memorialistas, y en sitios muy visibles han puesto su anuncio los prestamistas, y luego había que irlos a buscar por los teja­dos, en cuartuchos innobles, entre pasillos largos y húmedos.

En las plantas bajas había muchos cafés, fondas y restau­rantes, con el mantel de lienzo burdo, lleno de grasa y vino; en las copas empolvadas estaban metidas las servilletas tiesas y húmedas, dobladas en pico al lado de los platos descalabra­dos; cerca de las vinagreras está un palillero de porcelana de una rubia batelera con las piernas cruzadas y desnudas. Entran y salen de vez en cuando los cocineros del comedor a la calle a matar y pelar un pollo para demostrar lo bien que se come dentro. El jefe de cocina, un viejo que tiene la nariz y la cara roja, con granos, no hace más que tantear y retirar las botellas de vino de las mesas, mandando descorchar otras mientras se bebe el contenido, a escondidas, de las que lleva a la cocina.

En los estrechos escaparates de los libreros se veían tomos en rústica mezclados con alguna vieja crónica encuadernada en pergamino; entre los primeros se encontraba la «Tertulia de invierno», de don Francisco Mellado; «El arte de fumar y de tomar tabaco sin disgustar a las damas», «Las fábulas del sabio y clarísimo Isopo», «El tratado del hombre fino al gusto del día», «Los caxoncitos de Anita», «La filósofa en el Tajo», «La devoción ilustrada de madama de Beaumont», «Los días en el campo o la pintura de una buena familia», por Dueray­Durninil, y, por último. «Entre col y col, lechuga».

Abierto este tomo, por su primera hoja tenía un grabado grotesco, que mostraba a las claras el carácter jocoso del libro. En una sala lujosa, de cuyas paredes cuelgan retratos de fami­lia, sentado en primer término y recostado un brazo en una mesa enana, en la cual hay una vela encendida, grande y des­proporcionada, un señor gigante, de abdomen hinchado, como un globo; con la cara muy seria lee este libro a un concurso de gente elegante: damas descotadas, militares de rojos y deslumbrantes uniformes, y señores con corbatín, de cabeza gorda y cuerpo pequeño, que han tomado asiento para escu­charle, ríen, abriendo una boca de oreja a oreja y llevándose algunos el pañuelo a los ojos maliciosamente.

Nunc est ridemdum.Si .toree in terris videre Heraclitus.

En 1857 empiezan en la Puerta del Sol los nuevos derribos 184 para la reforma que había de cambiarla totalmente de aspecto. Ofendes boquetes abiertos en las fachadas; balcones arran­cados de cuajo, colgando de maromas, atados a otros. Paredes abiertas por los picos, y al venir al suelo queda descarnado, al descubierto, el lienzo de pared ruinosa, de la que se sostiene en pie, teniendo por otro lado pegadas más casas; una que hace esquina y mira a las Siete Calles, queda aislada y valiente con su esquina afilada, llena de boquetes de ventanas peque­ñas que dan a los tabucos; tiene una fila de balcones, y para disimular la falta de los otros están pintados en relieve al claro oscuro con tanta realidad que parecen de verdad.

Por todos lados cuelgan vigas desgajadas de los techos; tienen un aspecto tristísimo el ver desde la calle algunos pisos sin fachada, abiertos a los cuatro vientos, donde se habían dejado olvidado un lavabo de hierro y un retrato que ha que­dado torcido, encima del intacto papel chillón de ramos y flores; la puerta blanca que da a la alcoba o al corredor está cerrada y conserva el picaporte; parece que en su interior la gente sigue viviendo en la casa; otros pisos con boquetes enor­mes, de los que penden colgajos de papel brutalmente arran­cados; en los suelos hay cuevas, por las que caen de vez en cuando, al derrumbarse las paredes, montones de cascotes; entre nubes de polvo y yeso van mezcladas las vigas negruz­cas, taladradas de polilla, que se desprenden de los techos con las cuerdas de esparto arrolladas a ellas.

Todo se desmorona, llenando los patios de ladrillos y pe­druscos, que caen con estrépito encima del material del día anterior.

En las casas de enfrente los albañiles están encaramados en los tejados y se oye, durante todo el día, el ruido de los piquetazos y la calle la ocupan los carros llenos de escombros.

En una de las casas empezadas a derribar, que tiene por delante vallas de tablones viejos para no dejar libres las entra­das al interior, entre las rendijas se ven los patios y portales llenos de cascote; en uno de ellos está instalado el despacho de billetes para ir a la Plaza de Toros, y los carteles anuncian la corrida, encargándose de dar muerte a los toros José Redon­do (Chiclanero), Cayetano Sanz y Julián Casas (Salamanqui­no); la gente se estruja para tomar las entradas, y se habla del buen trapío y romana de los toros, que traen mucha leña en la cabeza, y todos señalan al toro Hurón como el más temi­ble de los que se van a lidiar, y que han visto en los corrales de la Plaza; este toro es retinto, bragao, salpicao y con dos grandes cuernos.

Entre los grupos de gente pasean los vendedores de rosquillas y de agua; llevan en la vasera una botella de aguardiente.

Sentados en el suelo hay desocupados que se disponen aechar la siesta; alguna vieja, con su pañuelo a la cabeza pararesguardarse de los rayos del sol, cose sentada en una piedra,y un grupo de viejos encorvados sobre el bastón; entre ellos hay alguno enfermo, envuelto en la capa, con la cayada entre las piernas. Como no les interesa para nada la corrida, hablan del sol, del tiempo y del agua clara y fresca; junto a éstos, unos señores con altas chisteras, levitas y pantalones claros, que han tomado entrada para la corrida, miran al cielo, pues gana nube grande se va ensanchando amenazadora; discurren los guardias municipales, con pantalón blanco; pasan los chulos sombrero calañés, chaqueta corta y pantalón amarillo; loa vendedores de fósforos caminan, llevando una caja colgada dr1 ruano por una correa, y atada a ella el paraguas para resguardarse del sol; estos vendedores usan también el calañés.

E1 servicio de coches de alquiler estaba muy descuidado MI esta época en Madrid; el de punto era un armatoste negro y pesado con un farol en el pescante, tirado por dos caballos, rn el que se veía a un señor con sombrero de copa sentado pinto al cochero, en el pescante, y las señoras, dentro, pasear por el Prado y Recoletos, donde se cruzan tantos carruajes, desde el simpático y plebeyo calesín a los ridículos y pretencio­sos cabriolé y tílburi.

Entre las reformas que ha sufrido la Puerta del Sol, las fuentes son las que han jugado un principal papel; desde la famosa de Mariblanca a la del pilón, cuyo surtidor lanzaba rl agua a gran altura en 1862. Pocos años después se hizo otra de la misma forma, pero más grande. La gente se sentaba, entonces, alrededor de la baranda para tomar el sol de invier­no los domingos. En el verano refrescaba mucho aquel sitio la cantidad de agua que corría por sus pilones y conchas, donde los «golfos» se acostumbraban a bañarse y lavarse la cara. Durante algunas horas del día, su surtidor no funcio­naba y, entonces, se quedaba el pilón sin agua, viendose su fondo de baldosas bien unidas. Poco a poco, hemos visto cam­biar en la Puerta del Sol su adoquinado por el asfalto; los tranvías de Mulas y los ripers de Oliva por el tranvía eléctrico, desapareciendo para siempre en esta plaza el carácter pinto­resco de antaño.

Hoy, en la Puerta del Sol es donde se nota más la afluencia de gente que en las demás vías; tiene una acera, a una hora del día, que es la más cargada, pues a todos les da por ir donde hay más apreturas; en los cafés, por ejemplo, si uno está lleno y los demás vacíos, al lleno quieren ir y sentarse a la fuerza; en el tranvía, donde haya más gente, allí hay que subirse; parece que todos tienen la simpatía de la raza, y se perdonan las apreturas y molestias con tal de mirarse la cara y obser­varse; por cada grupo de cincuenta personas que se ven en la Puerta del Sol, cuarenta son provincianos, que vienen de su pueblo a Madrid a repartirse los cargos y plazas que reparte un ministro paisano que chupa del bote.

Al amanecer, los primeros transeúntes que se ven son los barrenderos, que levantan una nube de polvo con las escobas, y riegan la espaciosa plaza; el trasnochador que en aquella hora se encuentra, recibe en la cara unos puntos de agua de las mangas de riego que refrescan su rostro, y mira, atontado. a todos los lados, en busca de un café que se abra, y piensa que ya es mejor ver salir el sol que meterse en la cama; los albañiles beben la primera copa en las tabernas que ya están abiertas; el echador, que es un chico con el cuerpo muy cre­cido, lo mismo que la cabeza, y las piernas muy cortas, coloca en las bandejas una ronda de copas muy limpias para los primeros parroquianos; deja correr el agua por la goma, abrien­do el grifo; coloca en el zinc del mostrador los frascos grandes y cuadrados de aguardiente, llenos de guindillas y moras; los otros, de blanco, con rajas de limón; riega la madera del suelo, se rasca la cabeza y despabila a las moscas, dando un fuerte golpe con el trapo sobre el tablero de una, con ánimo de aplastar a todas, que estaban poco antes en pelotón picando a unas migas de queso y unos pellejos de longaniza, restos de un banquete del día anterior; las moscas vuelven a la mesa, esta vez a beber en un pequeño charco de vino que hay en la misma; coloca las banquetas, que están recogidas unas encima de otras en un rincón, y, a porrazos, las va poniendo junto a las mesas; después de haber hecho estos trabajos, se siente mandria; tira la escoba, de golpe, a un perro de la calle que ha entrado; se pone a hacer letras en la pizarra y, no sabiendo que hacer, pinta rayas; cuando está más dis­traído, el amo, que se ha levantado, viene por detrás y le da una calabazada contra la pizarra y la pared.

A las nueve de la mañana se forma la parada de los coches de punto, y los cocheros se desayunan en las tabernas; los vendedores de periódicos corren pregonándolos, y al mediodía, en los numerosos puestos de periódicos que hay al pie de los cafés, los golfos y los vendedores cuentan la calderilla, pro- dueto de la venta, encima de la americana, extendida en el suelo, y apilan las perras para meterlas en cartuchos. Al llegar a Madrid, siempre resulta nueva la visita a la Puerta del Sol, con su baraúnda de tejados, de tejas descoloridas y amari­llenta:4 y ese color seco y terroso que adquieren las fachadas de las casas en Madrid, en que la piedra toma un tono rojizo y huelen a sol como las murallas y monumentos históricos de Castilla, que tanto los diferencia del negro de la piedra y del color rojo y fresco de los tejados de las provincias del Norte, que todo huele a humedad, a musgo y a blandura. Destacan tlel cielo cristalino y diáfano de Madrid las cúpulas y veletas de las iglesias vecinas, la torre de Telégrafos de la Casa de Correos, llena de hilos, que cruzan por todas las calles, y la cúpula del famoso reloj de bola del Ministerio de la Gober­nación, de este sencillo y severo edificio, del que pueden apren­der tanto los arquitectos que ahora se gastan; de noche, la esfera del reloj se ilumina. ¿Cuántas veces han visto y espe­rado el momento de caer la bola los ísidros que vienen a Madrid con sus trajes regionales, los salmantinos y las lagarteras de Toledo?

Actualmente, a la Puerta del Sol, parece que quieren ir sustituyendo otras vías que van llenándolas de edificios nuevos de estilo cursi y ramplón, pero es difícil, pues su importancia siempre será la misma, por dar salida a las calles tan viejas y de tanto movimiento como Montera, Preciados, Carmen, Are­nal, Mayor, Carretas y Carrera de San Jerónimo, cuyas esqui­nan eligen los vendedores de cosas raras, inventores ingeniosos de juguetes mecánicos, los que llevan un pupitre colgado al cuello con gomas de borrar, lapiceros, plumas, tinteros, cajas con sobres y cartas, barras de lacre, llaveros, botonaduras y petacas, y colgando de la caja una gran cola de cordones para lan botas; venden también unos cuadernillos con cartas amo­rosas, que tienen en la portada un corazón atravesado por ma flecha; estas cartas y estos versos, que copian los soldados pura declararse a las niñeras y a las amas de cría. Y esos descuideros que acecha-S el paso de un paleto y, dándole una palmada en la espalda, le dicen: «¿Quieres tú salir de pobre?», dejándole así que le han convencido, a cambio de unos billetes de Banco, como fianza, un sobre cerrado donde está el capital que le entregan, para que él lo administre durante su ausen­cia y hasta su vuelta de América, y al abrirlo, en un portal y a escondidas, se encuentra con que el sobre no contiene más que cuentas de la tienda de comestibles y recortes de periódi­cos. También se ve en la esquina al hombre de las barbas, con su americana de cuadros, atigrada, de género catalán, y su gorra de pelo, con visera; tiene algunos perros, recién nacidos, en los bolsillos, y otros con una manta y una cinta en el rabo, para venderlos a las elegantes, y desnudos y atados de un cordel, algún perro golfo que le ha vendido un lacero, y dice que es un gran perro de caza. Los que dan el timo de la sortija al incauto que pasea confiado, invitándole a entrar en un portal, y le enseñan con mucho misterio una sortija buena por muy poco dinero, y rápidamente, y sin que se aperciba, se queda con otra igual, pero falsa. También suelen vender foto­grafías obscenas de mujeres desnudas. Pero ninguno de estos timos es tan sangriento como el que se da en Valencia a los fumadores. Se presenta un hombre gordo y alto, con faja y pañuelo a la cabeza, en una calle del mercado, al forastero, saliendo a su encuentro, de frente y sonriente; como si fuera un amigo de toda la vida, le da un golpecito de llaneza en el vientre con su tripa, y le saca, sin hablar palabra, de la faja, una libreta de tabaco con todos los sellos y etiquetas de ser legítimo de La Habana. «Muy barato —dice—; seis reales»; el fumador se queda asustado de su baratura, mientras que el ladrón del valenciano no hace más que ir sacando libretas de la faja y llenarle, con aire protector, los bolsillos, sin dar abasto su faja, que parece un estanco; todo regalado, dice para sí, marchando muy contento, deseando probar el tabaco en su pipa, y lo que creía el riquísimo de La Habana no es más que tierra y boñiga valenciana.

Ahora, en la Puerta del Sol, han puesto una barrera para encasillar a la gente que quiere tomar el tranvía. En unos hierros se ven unas placas con las direcciones de las calles y adonde los guardias hacen formar cola; otro guardia, apostada en esta plaza, le cierra el paso al transeúnte cuando menos lo espera y le señala los sitios por donde debe andar; también se ven las cuevas y túneles del Metropolitano, porque no digan en París, que los madrileños somos unos salvajes. Hoy, la Puerta del Sol está infestado de salones de limpiabotas, cons­tituyendo un gran negocio para hacerse ricos, pues la gente forma cola a todas horas del día, y las señoras se van soltando y no tienen ya reparo de sentarse entre los hombres a lim­piarse el calzado.