jueves, julio 14, 2011

La Puerta del Sol (José Gutierrez Solana, Madrid escenas y costumbres 2ª serie 1918)

LA PUERTA DEL SOL

A la admirable y rara artista Margarita Nelken.

Es el punto de Madrid más concurrido, más famoso y que más modificaciones ha sufrido; pues hoy, de su antiguo carácter,sólo conserva el nombre, que proviene de la imagen del Sol, que había pintado en dicha puerta, que fue derribada en 1520.En el mismo sitio se construyó un castillo para defender a Madrid de las sorpresas dc los bandoleros y forajidos que infestaban sus inmediaciones.

También se abrió un foso que cercaba el hospital y la iglesia del Buen Suceso; el castillo y el foso desaparecieron al ensan­charse la población por esta parte.

El terreno que hoy ocupa está regado con la sangre de muchas revoluciones y motines. En 1750, la Puerta del Sol la componía una barriada de casas chatas y sórdidas, de portales lóbregos y húmedos, con tortuosa escalera; la mayoría eran de un solo piso, y de balcón a balcón había tan poca distancia que se podía pasar de uno a otro; muchas de estas casas fueron de mal vivir y pendían de las buhardillas profundas y hedion­das y de los balcones, como distintivos, colchas y mantones y gran cantidad de medias de rayas de colores y enaguas. A las mujeres públicas las hacía llevar el corregidor, para que se distinguieran de las honradas, un cordón que caía por el pecho y estaba cosido al hombro. El barrido de las calles se hacía !semanalmente; cada casa tenía un basurero en el portal, y los vecinos depositaban en ellos toda clase de suciedades; y por
falta de retretes, hacían sus necesidades en un bacín, que sacaban a la calle esperando el paso de las letrinas, pesados armatostes de hierro en forma de cuba, con una tapadera al costado, donde iban las aguas malas para desaguar al campo. En los corrales había caballerías muertas que llevaban sema­nas enteras, y sacaban unos hombres misteriosamente, arras­trándolas con unas cuerdas por la noche; una mula o un pollino con el vientre hinchado como una caldera, para aban­donar estas carroñas en las afueras; el Ayuntamiento dió orden de suprimir estos basureros por causa de la epidemia del cólera morbo, y haciendo que la limpieza fuera diaria, reco­rrían las calles unos carros con una campanilla para avisar a los vecinos que sacasen las espuertas de la basura de seis a ocho de la mañana; no por esto dejaban de verse en las ace­ras de los numerosos conventos, y junto a las tapias de las casas, las inmundicias de hombres despreocupados que se baja­ban las bragas donde mejor les cuadraba para hacer del cuerpo. Alguna vez bajaba a la calle, de las espadañas de los conventos, el sonido tristísimo de las campanas tocando a muerto. Era que pasaba la Cofradía del Consuelo, encargada de dar sepultura de misericordia a los cadáveres de los pobres; cruzaba la Puerta del Sol un ataúd encima de unas angarillas, acompañado de cuatro pobres con cirios y un cura con cruz alzada; un hermano que iba delante llevaba un estandarte de hule negro, que era el de los ajusticiados a garrote; también se utilizaba el mismo ataúd para varios, y así que se sacaba de él al que lo ocupaba y se le echaba al hoyo, volvían con él para enterrar a otro difunto.

A causa de los numerosos incendios ocurridos en la Villa, se adquirió una manga ancha y fuerte por la que se podían meter los vecinos desde los balcones en caso de que la escalera estuviese invadida por las llamas. En 1820 siguen las casas mezquinas y pobres; en cambio, van ganando las calles Mayor, Carretas y Arenal, por la parte del Oeste; el callejón de los Cofreros ha desaparecido; el convento de San Felipe, con su; gradas y covachas, y la calle del Empecinado; la figura de la Puerta del Sol es irregular, y las casas se aglomeran y no guardan simetría; la planta baja, destinada a figones y des­pachos de vinos; en los días festivos se reúnen los jornaleros y soldados y se entretienen en tirar a la barra y jugar al tejo (muchas veces hay pendencias de garrotes y piedras). En una de las tascas existía un cuadro, que el dueño hizo desclavar el bastidor, y pegado al lado de la puerta de la taberna; eran don hombres de pelo en pecho: un torero y un valenciano se encuentran en un camino y los dos no se quieren ceder la &rocha; debajo tenía este lienzo la siguiente inscripción:

De un sablazo que te di
con esta mano derecha,
a un galápago una brecha
de ziete jenzez le abrí.


Pues yo, con la diferensia
de haber sido con un canto,
a un edecán otro tanto
hise serca de Valensia.


En las casas de soportales tenían sus tiendas los cordeleros del cáñamo y los veloneros, colgando del marco de la puerta velones y candiles de Lucena. Cruzan la plaza enormes carros con maderas de construcción de los pinares de Cuenca y de tierras de Soria; en las puertas de los paradores y mesones hay pesadas galeras; en los bancos del portalón están reuni­do" los labradores y ganaderos de los pueblos de Guadalajara, Sigüenza, Alcalá de Henares; allí están las galeras del tío bromo, del Vallecano, del Siete Varas, que tardan diecisiete Man en llegar a las provincias vascongadas, durmiendo los via­»ro" en los colchones extendidos a fuerza de cálculos, para ole el espacio que cuentan dé cabida a todos. Las comidas se Inician bajo el toldo de la galera, mientras caminaban, reunién­doto, los viajeros alrededor de una enorme sartén y de una fardara de vino; las cenas, compuestas de la olla de sopa, de ajos apedreada de tocino y cabrito asado, rebañada con pan moreno y rociado el gaznate con tragos de vino de la bota. Durante la ruta se hacían varios altos en las posadas y para­dores con objeto de dar descanso al ganado y continuar las travesías abrumadoras de la Mancha y Castilla, en que se solía cambiar el pellejo. Casi todas estas ventas no tenían más que San paredes desnudas, salvo alguna estampa de la Virgen, una mesa para todos, unas sillas, tres o cuatro camastros y algún rolchón en el suelo; en la cocina, ahumada y sombría, alum­braba un candil a una vieja que freía un par de huevos, y
un rufián, con el pelo muy corto y la cabeza voluminosa, machacaba en un almirez unos ajos; en la pared había una sartén, un triple asador y una bota, sintiendo el viajero, tras los cristales del balcón, a media noche, rasguear una guitarra y cantar al mozo de mulas en el silencio imponente del pueblo.

Alrededor de las posadas de la Puerta del Sol tenían esta­blecidos sus cajones los tablajeros, choriceros y tocineros, y en unos carteles se anunciaba los precios de la carne de toro el día siguiente de la corrida. A la luz de los escasos faroles de aceite que había se ven atravesar la plaza recuas de mulas, carros con arados de labranza y, al amanecer, manadas de corderos y carneros, piaras de cerdos negros que salen a los pueblos de las afueras. Durante todo el día recorrían las calles vecinas a la Puerta del Sol, reuniéndose en ella los vendedores callejeros que gritaban de distinta manera su mercancía. El arenero, voces a todo pulmón; un chico con el pantalón comi­do, con los pies descalzos y la camisa raída, llevando a la espalda una espuerta de arena.

«La sebera, hay se-e-ebo», grita con voz ronca una mujer desgreñada que camina sin medias, en chanclas, con un peso que en vez de platillos son unas tablas con unas cuerdas y el talego de sebo a la espalda, con la falda puerca, llena de manchas, que huele a podrido. El aceitero, con la cabeza encas­quetada en una montera de cuero y pelo, el pelo caído y el cuero pelado y seboso, lleva un pellejo que le da la vuelta a la cintura y sujeto con una correa, y cuando le hace señas una mujer desde una ventana para que se pare, él se mete en el portal y llena las botellas y alcuzas de la vecindad, abriendo la llave del pellejo, pareciendo que el chorro de aceite sale de su vientre. El quesero, con sus alforjas llenas de quesos man­chegos, se aprieta un pañuelo a su cabeza; la ropa, de paño duro y seco, se ajusta a su cuerpo enjuto, sus zapatos de madera, que han pisado tantas veces el polvo y el pedernal de la tierra castellana; cuando se para a vender el queso, los saca muy envueltos entre lienzos, y al cortarlos con su cuchillo, se le quedan las manos relucientes de aceite, esparciéndose por el aire un olor fuerte y sano del suero de los quesos. El sarte­nero chilla; un hombre ruidoso que pasa chocando fuerte­mente dos sartenes. «¿Quién me compra un gallo reloj y des­pertador de la mañana?» Y así, durante el día, iban desfilando los distintos pregones, los cuales, si algunos han variado, otros se conservan lo mismo en nuestros días, y se les puede aplicar al dicho de ser perros con los mismos collares. A partir del año 50, la piqueta en la Puerta del Sol empieza a hacer estragos, por todas partes no se ven más que derribos, y las calles empiezan a urbanizarse y gana Madrid en comodidades, perdiendo y sacrificando la parte artística y monumental. Coin­cidiendo con estos derribos, en 1851 se construye el primer tren de Madrid a Aranjuez, cuya aparición es celebrada con diversos y festejos públicos. En las litografías de la época vemos el ferrocarril dibujado de una manera algo infantil; la locomotora, cubierta con ramos y banderas, tiene una chimenea muy larga que echa mucho humo; los vagones llevan en su techo atados los equipajes de los viajeros, y algunos de estos coches no parecen ni mejores ni peores que los terceras que hoy todavía se emplean. Unos señores saludan con sus sombreros de copa, y las señoras, con unas sombrillas muy emoenn que llevan abiertas; extienden los pañuelos al aire amando el tren se pone en marcha, y los artesanos dan vivas al Inventor del vapor, al ferrocarril que ha de destronar para los grandes viajes a las diligencias y galeras. En esta fecha, la Puerta del Sol va tomando aspecto populoso; se ha aumentado mucho su tamaño y las casas se han triplicado. A las dos de la tarde queda despejada la Puerta del Sol; es la hora de comer y los balcones tienen cerradas las persianas y las cortinas echadas durante la comida; la gente acomodada no sale · la calle hasta que el sol se ha quitado de los declives de los tejados. En las horas de más calor, la Fuente de los Galápgos, en la Red de San Luis, está llena de cubas y aguadores asturlanos y gallegos con sus monteras, la chaqueta parda y zapatos de siete suelas, esperando turno para luego subir el agua a las casas y llenar las tinajas. Los industriales van ilenamio de tiendas las casas de la Puerta del Sol, compren­diendo que es el sitio mejor y de más importancia para hacerse ifleos y echar raíces. En los primeros pisos estaban establecidos km na.stres, los peluqueros, las comadronas, y en los más altos %trillan su estudio los fotógrafos de daguerreotipo.

En los portales se veían los muestrarios de los dentistas y callistas, cajas con un cristal y un candado, en que exhiben dentaduras postizas y callos clavados en el fondo de bayeta de la caja; en algunos de estos portales tenían su cajón los memorialistas, y en sitios muy visibles han puesto su anuncio los prestamistas, y luego había que irlos a buscar por los teja­dos, en cuartuchos innobles, entre pasillos largos y húmedos.

En las plantas bajas había muchos cafés, fondas y restau­rantes, con el mantel de lienzo burdo, lleno de grasa y vino; en las copas empolvadas estaban metidas las servilletas tiesas y húmedas, dobladas en pico al lado de los platos descalabra­dos; cerca de las vinagreras está un palillero de porcelana de una rubia batelera con las piernas cruzadas y desnudas. Entran y salen de vez en cuando los cocineros del comedor a la calle a matar y pelar un pollo para demostrar lo bien que se come dentro. El jefe de cocina, un viejo que tiene la nariz y la cara roja, con granos, no hace más que tantear y retirar las botellas de vino de las mesas, mandando descorchar otras mientras se bebe el contenido, a escondidas, de las que lleva a la cocina.

En los estrechos escaparates de los libreros se veían tomos en rústica mezclados con alguna vieja crónica encuadernada en pergamino; entre los primeros se encontraba la «Tertulia de invierno», de don Francisco Mellado; «El arte de fumar y de tomar tabaco sin disgustar a las damas», «Las fábulas del sabio y clarísimo Isopo», «El tratado del hombre fino al gusto del día», «Los caxoncitos de Anita», «La filósofa en el Tajo», «La devoción ilustrada de madama de Beaumont», «Los días en el campo o la pintura de una buena familia», por Dueray­Durninil, y, por último. «Entre col y col, lechuga».

Abierto este tomo, por su primera hoja tenía un grabado grotesco, que mostraba a las claras el carácter jocoso del libro. En una sala lujosa, de cuyas paredes cuelgan retratos de fami­lia, sentado en primer término y recostado un brazo en una mesa enana, en la cual hay una vela encendida, grande y des­proporcionada, un señor gigante, de abdomen hinchado, como un globo; con la cara muy seria lee este libro a un concurso de gente elegante: damas descotadas, militares de rojos y deslumbrantes uniformes, y señores con corbatín, de cabeza gorda y cuerpo pequeño, que han tomado asiento para escu­charle, ríen, abriendo una boca de oreja a oreja y llevándose algunos el pañuelo a los ojos maliciosamente.

Nunc est ridemdum.Si .toree in terris videre Heraclitus.

En 1857 empiezan en la Puerta del Sol los nuevos derribos 184 para la reforma que había de cambiarla totalmente de aspecto. Ofendes boquetes abiertos en las fachadas; balcones arran­cados de cuajo, colgando de maromas, atados a otros. Paredes abiertas por los picos, y al venir al suelo queda descarnado, al descubierto, el lienzo de pared ruinosa, de la que se sostiene en pie, teniendo por otro lado pegadas más casas; una que hace esquina y mira a las Siete Calles, queda aislada y valiente con su esquina afilada, llena de boquetes de ventanas peque­ñas que dan a los tabucos; tiene una fila de balcones, y para disimular la falta de los otros están pintados en relieve al claro oscuro con tanta realidad que parecen de verdad.

Por todos lados cuelgan vigas desgajadas de los techos; tienen un aspecto tristísimo el ver desde la calle algunos pisos sin fachada, abiertos a los cuatro vientos, donde se habían dejado olvidado un lavabo de hierro y un retrato que ha que­dado torcido, encima del intacto papel chillón de ramos y flores; la puerta blanca que da a la alcoba o al corredor está cerrada y conserva el picaporte; parece que en su interior la gente sigue viviendo en la casa; otros pisos con boquetes enor­mes, de los que penden colgajos de papel brutalmente arran­cados; en los suelos hay cuevas, por las que caen de vez en cuando, al derrumbarse las paredes, montones de cascotes; entre nubes de polvo y yeso van mezcladas las vigas negruz­cas, taladradas de polilla, que se desprenden de los techos con las cuerdas de esparto arrolladas a ellas.

Todo se desmorona, llenando los patios de ladrillos y pe­druscos, que caen con estrépito encima del material del día anterior.

En las casas de enfrente los albañiles están encaramados en los tejados y se oye, durante todo el día, el ruido de los piquetazos y la calle la ocupan los carros llenos de escombros.

En una de las casas empezadas a derribar, que tiene por delante vallas de tablones viejos para no dejar libres las entra­das al interior, entre las rendijas se ven los patios y portales llenos de cascote; en uno de ellos está instalado el despacho de billetes para ir a la Plaza de Toros, y los carteles anuncian la corrida, encargándose de dar muerte a los toros José Redon­do (Chiclanero), Cayetano Sanz y Julián Casas (Salamanqui­no); la gente se estruja para tomar las entradas, y se habla del buen trapío y romana de los toros, que traen mucha leña en la cabeza, y todos señalan al toro Hurón como el más temi­ble de los que se van a lidiar, y que han visto en los corrales de la Plaza; este toro es retinto, bragao, salpicao y con dos grandes cuernos.

Entre los grupos de gente pasean los vendedores de rosquillas y de agua; llevan en la vasera una botella de aguardiente.

Sentados en el suelo hay desocupados que se disponen aechar la siesta; alguna vieja, con su pañuelo a la cabeza pararesguardarse de los rayos del sol, cose sentada en una piedra,y un grupo de viejos encorvados sobre el bastón; entre ellos hay alguno enfermo, envuelto en la capa, con la cayada entre las piernas. Como no les interesa para nada la corrida, hablan del sol, del tiempo y del agua clara y fresca; junto a éstos, unos señores con altas chisteras, levitas y pantalones claros, que han tomado entrada para la corrida, miran al cielo, pues gana nube grande se va ensanchando amenazadora; discurren los guardias municipales, con pantalón blanco; pasan los chulos sombrero calañés, chaqueta corta y pantalón amarillo; loa vendedores de fósforos caminan, llevando una caja colgada dr1 ruano por una correa, y atada a ella el paraguas para resguardarse del sol; estos vendedores usan también el calañés.

E1 servicio de coches de alquiler estaba muy descuidado MI esta época en Madrid; el de punto era un armatoste negro y pesado con un farol en el pescante, tirado por dos caballos, rn el que se veía a un señor con sombrero de copa sentado pinto al cochero, en el pescante, y las señoras, dentro, pasear por el Prado y Recoletos, donde se cruzan tantos carruajes, desde el simpático y plebeyo calesín a los ridículos y pretencio­sos cabriolé y tílburi.

Entre las reformas que ha sufrido la Puerta del Sol, las fuentes son las que han jugado un principal papel; desde la famosa de Mariblanca a la del pilón, cuyo surtidor lanzaba rl agua a gran altura en 1862. Pocos años después se hizo otra de la misma forma, pero más grande. La gente se sentaba, entonces, alrededor de la baranda para tomar el sol de invier­no los domingos. En el verano refrescaba mucho aquel sitio la cantidad de agua que corría por sus pilones y conchas, donde los «golfos» se acostumbraban a bañarse y lavarse la cara. Durante algunas horas del día, su surtidor no funcio­naba y, entonces, se quedaba el pilón sin agua, viendose su fondo de baldosas bien unidas. Poco a poco, hemos visto cam­biar en la Puerta del Sol su adoquinado por el asfalto; los tranvías de Mulas y los ripers de Oliva por el tranvía eléctrico, desapareciendo para siempre en esta plaza el carácter pinto­resco de antaño.

Hoy, en la Puerta del Sol es donde se nota más la afluencia de gente que en las demás vías; tiene una acera, a una hora del día, que es la más cargada, pues a todos les da por ir donde hay más apreturas; en los cafés, por ejemplo, si uno está lleno y los demás vacíos, al lleno quieren ir y sentarse a la fuerza; en el tranvía, donde haya más gente, allí hay que subirse; parece que todos tienen la simpatía de la raza, y se perdonan las apreturas y molestias con tal de mirarse la cara y obser­varse; por cada grupo de cincuenta personas que se ven en la Puerta del Sol, cuarenta son provincianos, que vienen de su pueblo a Madrid a repartirse los cargos y plazas que reparte un ministro paisano que chupa del bote.

Al amanecer, los primeros transeúntes que se ven son los barrenderos, que levantan una nube de polvo con las escobas, y riegan la espaciosa plaza; el trasnochador que en aquella hora se encuentra, recibe en la cara unos puntos de agua de las mangas de riego que refrescan su rostro, y mira, atontado. a todos los lados, en busca de un café que se abra, y piensa que ya es mejor ver salir el sol que meterse en la cama; los albañiles beben la primera copa en las tabernas que ya están abiertas; el echador, que es un chico con el cuerpo muy cre­cido, lo mismo que la cabeza, y las piernas muy cortas, coloca en las bandejas una ronda de copas muy limpias para los primeros parroquianos; deja correr el agua por la goma, abrien­do el grifo; coloca en el zinc del mostrador los frascos grandes y cuadrados de aguardiente, llenos de guindillas y moras; los otros, de blanco, con rajas de limón; riega la madera del suelo, se rasca la cabeza y despabila a las moscas, dando un fuerte golpe con el trapo sobre el tablero de una, con ánimo de aplastar a todas, que estaban poco antes en pelotón picando a unas migas de queso y unos pellejos de longaniza, restos de un banquete del día anterior; las moscas vuelven a la mesa, esta vez a beber en un pequeño charco de vino que hay en la misma; coloca las banquetas, que están recogidas unas encima de otras en un rincón, y, a porrazos, las va poniendo junto a las mesas; después de haber hecho estos trabajos, se siente mandria; tira la escoba, de golpe, a un perro de la calle que ha entrado; se pone a hacer letras en la pizarra y, no sabiendo que hacer, pinta rayas; cuando está más dis­traído, el amo, que se ha levantado, viene por detrás y le da una calabazada contra la pizarra y la pared.

A las nueve de la mañana se forma la parada de los coches de punto, y los cocheros se desayunan en las tabernas; los vendedores de periódicos corren pregonándolos, y al mediodía, en los numerosos puestos de periódicos que hay al pie de los cafés, los golfos y los vendedores cuentan la calderilla, pro- dueto de la venta, encima de la americana, extendida en el suelo, y apilan las perras para meterlas en cartuchos. Al llegar a Madrid, siempre resulta nueva la visita a la Puerta del Sol, con su baraúnda de tejados, de tejas descoloridas y amari­llenta:4 y ese color seco y terroso que adquieren las fachadas de las casas en Madrid, en que la piedra toma un tono rojizo y huelen a sol como las murallas y monumentos históricos de Castilla, que tanto los diferencia del negro de la piedra y del color rojo y fresco de los tejados de las provincias del Norte, que todo huele a humedad, a musgo y a blandura. Destacan tlel cielo cristalino y diáfano de Madrid las cúpulas y veletas de las iglesias vecinas, la torre de Telégrafos de la Casa de Correos, llena de hilos, que cruzan por todas las calles, y la cúpula del famoso reloj de bola del Ministerio de la Gober­nación, de este sencillo y severo edificio, del que pueden apren­der tanto los arquitectos que ahora se gastan; de noche, la esfera del reloj se ilumina. ¿Cuántas veces han visto y espe­rado el momento de caer la bola los ísidros que vienen a Madrid con sus trajes regionales, los salmantinos y las lagarteras de Toledo?

Actualmente, a la Puerta del Sol, parece que quieren ir sustituyendo otras vías que van llenándolas de edificios nuevos de estilo cursi y ramplón, pero es difícil, pues su importancia siempre será la misma, por dar salida a las calles tan viejas y de tanto movimiento como Montera, Preciados, Carmen, Are­nal, Mayor, Carretas y Carrera de San Jerónimo, cuyas esqui­nan eligen los vendedores de cosas raras, inventores ingeniosos de juguetes mecánicos, los que llevan un pupitre colgado al cuello con gomas de borrar, lapiceros, plumas, tinteros, cajas con sobres y cartas, barras de lacre, llaveros, botonaduras y petacas, y colgando de la caja una gran cola de cordones para lan botas; venden también unos cuadernillos con cartas amo­rosas, que tienen en la portada un corazón atravesado por ma flecha; estas cartas y estos versos, que copian los soldados pura declararse a las niñeras y a las amas de cría. Y esos descuideros que acecha-S el paso de un paleto y, dándole una palmada en la espalda, le dicen: «¿Quieres tú salir de pobre?», dejándole así que le han convencido, a cambio de unos billetes de Banco, como fianza, un sobre cerrado donde está el capital que le entregan, para que él lo administre durante su ausen­cia y hasta su vuelta de América, y al abrirlo, en un portal y a escondidas, se encuentra con que el sobre no contiene más que cuentas de la tienda de comestibles y recortes de periódi­cos. También se ve en la esquina al hombre de las barbas, con su americana de cuadros, atigrada, de género catalán, y su gorra de pelo, con visera; tiene algunos perros, recién nacidos, en los bolsillos, y otros con una manta y una cinta en el rabo, para venderlos a las elegantes, y desnudos y atados de un cordel, algún perro golfo que le ha vendido un lacero, y dice que es un gran perro de caza. Los que dan el timo de la sortija al incauto que pasea confiado, invitándole a entrar en un portal, y le enseñan con mucho misterio una sortija buena por muy poco dinero, y rápidamente, y sin que se aperciba, se queda con otra igual, pero falsa. También suelen vender foto­grafías obscenas de mujeres desnudas. Pero ninguno de estos timos es tan sangriento como el que se da en Valencia a los fumadores. Se presenta un hombre gordo y alto, con faja y pañuelo a la cabeza, en una calle del mercado, al forastero, saliendo a su encuentro, de frente y sonriente; como si fuera un amigo de toda la vida, le da un golpecito de llaneza en el vientre con su tripa, y le saca, sin hablar palabra, de la faja, una libreta de tabaco con todos los sellos y etiquetas de ser legítimo de La Habana. «Muy barato —dice—; seis reales»; el fumador se queda asustado de su baratura, mientras que el ladrón del valenciano no hace más que ir sacando libretas de la faja y llenarle, con aire protector, los bolsillos, sin dar abasto su faja, que parece un estanco; todo regalado, dice para sí, marchando muy contento, deseando probar el tabaco en su pipa, y lo que creía el riquísimo de La Habana no es más que tierra y boñiga valenciana.

Ahora, en la Puerta del Sol, han puesto una barrera para encasillar a la gente que quiere tomar el tranvía. En unos hierros se ven unas placas con las direcciones de las calles y adonde los guardias hacen formar cola; otro guardia, apostada en esta plaza, le cierra el paso al transeúnte cuando menos lo espera y le señala los sitios por donde debe andar; también se ven las cuevas y túneles del Metropolitano, porque no digan en París, que los madrileños somos unos salvajes. Hoy, la Puerta del Sol está infestado de salones de limpiabotas, cons­tituyendo un gran negocio para hacerse ricos, pues la gente forma cola a todas horas del día, y las señoras se van soltando y no tienen ya reparo de sentarse entre los hombres a lim­piarse el calzado.

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