miércoles, julio 13, 2011

Zuloaga (José Gutierrez Solana. La España negra 1920)

ZULOAGA

Es difícil al viajero que recorra estos pueblos españoles y que vaya con el espíritu despierto para ver y sentir que el recuerdo del gran pintor vascongado no se apodere de él.

Unas veces nos sale al paso con la creación de tipos recios y rotundos, como tallados en maderas; son esos alcaldes o caciques de los pueblos con sus capas harapientas, pardas y pesadas como mantos de reyes, y que empuñan la vara de la justicia o un cirio con sus manos membrudas, llenas de rayas en que parece haber dejado una huella a través de los años la tierra de Castilla.

El alcalde de Torquemada, la figura más recia de la pintura moderna. Otras nos asalta su recuerdo en las bárbaras capeas de los pueblos de Sepúlveda, Medina del Campo, en que las barreras están sustituidas por estacas y fuertes carros de la­branza desparejados; y no tardamos de nuevo en encontrarnos en los soportales de los viejos pueblos españoles: Segovia, Ávila, Zamora; aquí volvemos a ver de nuevo las viejas capas espa­ñolas, esas capas que se confunden con el color de la tierra, tan españolas, únicas, tan distintas de las andaluzas petulantes, cortas, de embozos chillones, llenas de bordado y flamenquismo, la capa adulterada de nuestros antiguos chisperos y manolos.

Otras veces nos lleva más allá, nos traslada a Andalucía, la calle del Amor; los vendedores de flores, los sombreros pavero anchos y garbosos, las chaquetas cortas con coderas, los pantalones ceñidos y abotinados y las caras morenas y cetrinas, y sus admirables mujeres llenas de gracia y donosura; cómo ISP recogen la falda a su cuerpo y a sus muslos; con qué gracia enseñan las enaguas planchadas y bordadas viéndose las medias picarescas y sus menudos y bien calzados pies; ¡qué faldas las de estas mujeres, llenas de volantes, de telas chillonas y ligeras, rameadas de flores o de lunares, telas que no pesan y que parecen hechas para que luzcan mejor sus cuerpos ondulantes y garbosos! Y esos pañuelos de gitana que anudan a su cintura, rojos, verdes y amarillos; qué bien hacen con los rojos y reven­tones claveles en sus negras cabelleras y el continuo chirriar de sus inquietos abanicos.

A todas ellas las veremos más tarde en las silenciosas y apartadas rejas de sus calles, rejas conventuales pero llenas de flores, y en que a través de sus hierros, a la luz de un farol o en las noches de luna, vemos brillar una cara morena como una Dolorosa, y unos ojos negros y tristes que se clavan a nuestro paso; son estas mujeres que al día siguiente se com­pondrán y acicalarán unas a otras con todos sus cariños para asistir a las corridas.

Pero Zuloaga salta pronto de Andalucía; la comprende y admira, pero no la quiere; necesita de Castilla, de su amada Castilla; aquí adquiere toda su fuerza, se siente más fuerte él, y aquí nacen sus obras inmortales: El Cardenal, Las brujas de San Millón, Torerillos de pueblo, Gregorio el botero, mons­truo de pesadilla, contrahecho, ridículo, espantable, con sus manos torcidas, manos de manco; una apoyándose en un enorme pellejo, y en la otra un jarro de barro, en que parece ofrecer el vino a todos los bebedores; vino de discusiones, de reyertas, de pendencias, de crímenes. La víctima de la fiesta el cielo negro y de pesadilla en que se destaca un viejo bárbaro y cansado, con la lanza mirando al suelo; nuevo Quijote sin ideales que nunca conoció un día de gloria, y triste Rocinante este viejo caballo, que produce pena y que parece ha de estar recorriendo estos viejos pueblos de España entre las rechiflas y el aplauso de un pueblo bajo y cruel.

De esta Castilla salió su obra magna El Cristo de la sangre, exangüe, enfrente de este pueblo español que tan bien lo ha comprendido. Avila, pueblo amurallado, recio, fuerte, mucha piedra, seco, con su aire frío, que corta como la hoja de un cuchillo, y en que volvemos a ver de nuevo las recias capas y sus curas con gafas, cenceños, malhumorados, atrabiliarios, como sus piedras y sus murallas.

A Zuloaga no basta esto; viajero incansable, va recorriendo los pueblos y creando sus paisajes, que unas veces son los admirables fondos de sus retratos, Toledo, Avila, Sepúlveda, Segovia, y otras veces el paisaje escueto, sin figura: La Virgen de la Peña, Motrico y tantos otros, creando y moldeando con sus manos de gigante esta España, que ha hecho ver a los cegados ojos de pintores y escritores, y a la que irá unido con su nombre inmortal.

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