lunes, octubre 24, 2011

Nación (Juan Manuel de Prada, Xlsemanal 16-10-2011)

Nación

por Juan Manuel de Prada


Me piden los amigos de ABC de Sevilla que pronuncie una conferencia sobre la nación española y enseguida me viene a las mientes aquella frase que un gobernante en fase de putrefacción profirió en cierta ocasión famosa, para justificar sus enjuagues y trapisondas: «La nación es un concepto discutido y discutible». Por una vez, acaso sin pretenderlo, aquel gobernante tenía razón: pues, en efecto, pocos conceptos han provocado tanto debate y controversia en el pensamiento político como el de 'nación'; pocos han amparado formulaciones tan calculadamente ambiguas; pocos han servido por igual para afirmar la constitución de comunidades humanas como para favorecer su
desmantelamiento, a veces sangriento.

Si probamos a consultar el diccionario, descubriremos que la 'nación' es definida como una «colectividad humana asentada sobre un territorio definido y una autoridad soberana que emana de sus miembros, constituyendo por tanto un Estado».
A simple vista, parece una definición suficientemente clara; pero los problemas empiezan cuando analizamos el concepto de 'autoridad soberana' o 'soberanía', que Juan Bodino definía como «un poder absoluto que no conoce ninguna autoridad superior». Bastaría, pues, no reconocer ninguna autoridad superior a sí mismos para que los miembros de cualquier colectividad humana asentada sobre un territorio definido se organizasen como nación; este es el pensamiento que anima a los nacionalistas vascos o catalanes, que consideran que las regiones de Cataluña o el País Vasco podrán ser naciones si así lo decidieran sus pobladores, o sus representantes. La creación de naciones se convertiría, de este modo, en un acto soberano de la voluntad.

Pero el término 'nación' define algo que 'es', algo que posee una existencia, una realidad histórica cierta, superior a nuestra voluntad. Si la comunidad política a la que se aplica el término es verdadera nación, no hace falta que nuestra voluntad lo ratifique; si no lo es, nuestra voluntad no podrá hacer que lo sea de la noche a la mañana. La definición del diccionario que antes mencionábamos nos obligaría a aceptar que la nación española solo existe desde principios del siglo XIX; es la definición liberal, de tipo contractualista, en la que la nación se constituye mediante un acto de soberanía. Frente a esta definición de corte liberal, existiría otra de corte tradicional, que descubre en la nación un proceso histórico, un hermanamiento de pueblos que, con sus rasgos particulares, comparten sin embargo un proyecto común; esta definición permitiría retrotraer el nacimiento de la nación española a fechas muy anteriores, previas incluso a la constitución de España como Estado, en las que los diversos pueblos hispánicos se identificaban en un mismo ideal de reconquista frente a invasiones extranjeras o frente al intento de propagación de una fe en la que no se reconocían. Según este concepto habría existido en la Edad Media una nación española, aunque no existiese todavía un Estado común; y, a partir de la unificación de los reinos españoles durante el reinado de
los reyes Católicos, habría existido un Estado nación.

El problema hoy, con la floración de nacionalismos separatistas, es que caminamos hacia un Estado sin nación, en el que las diversas 'nacionalidades' —así llama la Constitución española al País Vasco o Cataluña— se reconocen vagamente integradas en el Estado, pero al mismo tiempo hablan de 'nación vasca' o 'catalana'. inevitablemente, un Estado sin nación acaba rebajando la entidad de su patriotismo, que al final acaba siendo —si acaso— mero 'patriotismo constitucional', en el que la lealtad que se debe a la propia patria se sustituye por la lealtad a unas leyes que dependen de una voluntad soberana y que, por lo tanto, son cambiantes y sometidas a veleidades políticas.

Una verdadera nación no puede sostenerse sobre el mero 'contractualismo', ni mediante la mera constitución de una 'autoridad soberana'; pues los contratos caducan y las soberanías acaban infatuándose en su poder sin límites, y generando tendencias disgregadoras o individualistas. No puede haber auténtica nación sin sentimientos naturales de pertenencia a una comunidad y sin un sentido de comunión con las personas que la integran; y sospecho que los mitos de gran virulencia política que brotaron con las revoluciones liberales no hicieron sino debilitar —cuando no sepultar— estos sentimientos naturales. De aquellos polvos vienen estos lodos.

www.xlsemanal.com/prada
www.juanmanueldeprada.com

XLSEMANAL 16 DE OCTUBRE DE 2011

¿ Sobran administraciones? (Francisco Sosa Wagner, El Mundo 4-40-2011)

El Mundo. Martes 4 de octubre de 2011

OTRAS VOCES

TRIBUNA / MEDIDAS CONTRA EL DÉFICIT / FRANCISCO SOSA WAGNER

• El autor aboga por reorganizar la estructura territorial española revisando el papel de autonomías y municipios
• Sostiene que los recortes han de obedecer no tanto a una política de ahorro como de mejora de la democracia

¿Sobran administraciones?

EL DEBATE no es nuevo pero ahora lo tenemos planteado en carne viva, debido al descubrimiento que acabamos de hacer sobre el pozo de deuda pública en el que estamos metidos y desde donde hacemos todo tipo de aspavientos para salir a la superficie. Entre ellos está la polémica sobre las administraciones. ¿Tenemos muchas, tenemos pocas, están mal organizadas, se pueden perfeccionar, es mejor abandonar todo intento? Preciso es tener en cuenta, a la hora de adentrarse en este bosque, que las administraciones de las que hablo son correosas, dijérase que tienen la piel del proboscidio, por lo que ofrecen resistencia inusitada a ser perforadas.

En España tenemos, según creo, muchas administraciones. Demasiadas para las que un cuerpo social moderado y que pretende ser elástico puede soportar. 17 comunidades autónomas -más dos ciudades igualmente autónomas en el norte de África-, 50 provincias, más de 8.000 municipios, miles de entidades locales menores, comarcas, mancomunidades... Un festival para los juristas, para los abogados, para los políticos. Pero, ¿y los ciudadanos? ¿No estarían más satisfechos con un aparato administrativo más ligero, más portátil?

Sin necesitar dotes de arúspice, es fácil sostener que el contribuyente, ese ser que gime bajo el peso del despiadado ejercicio de la potestad tributaria, se alegraría si en ese bosque espeso se hiciera algún clareo que dejara penetrar un poco más de luz, aquella luz que dicen reclamaba Goethe en el momento de ofrendar su vida a la eternidad.
La gran lanzada se ha proyectado recientemente sobre las provincias. Incluso alguna voz, con reconocida autoridad en la política española, ha llegado a anudar la desaparición de las provincias a la salvación del sistema sanitario público. Un desvarío que ha sido seguido de otros como esos ecos que se multiplican en las anfractuosidades de una cordillera. A mi modesto entender, afrontar este asunto exige recordar que en España tenemos espacios donde han desaparecido las organizaciones provinciales -las comunidades autónomas uniprovinciales-, territorios insulares que tienen sus específicas soluciones, supervivencias de las guerras carlistas como son las históricas forales -de Navarra y del País Vasco-, en fin, diputaciones normales en las comunidades autónomas pluriprovinciales. Entre éstas, a su vez, la prudencia aconseja distinguir entre aquellas que disponen de dos o tres diputaciones -Valencia o Extremadura- y las que cuentan con un número más abultado -las dos Castillas, Andalucía...-.

Toda fórmula simplificadora debe por tanto rechazarse. Menor atención si cabe merece la de ligar las churras provinciales con las merinas de la sanidad porque, si así se hiciera, antes habría de planearse un homenaje al papel que las diputaciones tuvieron en la modernización de una parte de nuestro sistema sanitario público, luego engullido ciertamente por el del Estado, pero tras un momento de esplendor provincial inequívoco.

¿Qué hacer con esta barroca situación? Creo que fue un error dotar de rigidez constitucional a la organización provincial porque su diseño exige soluciones diferenciadas. Ahora bien, contando con este rígor moris a lo mejor sería bueno desempolvar las fórmulas que la comisión de expertos presidida por García de Enterría propuso a comienzos de los 80: a saber, utilizar los servicios provinciales como estructuras para el ejercicio provincial de las competencias autonómicas. Este consejo no se siguió por que, para los responsables de las autonomías, crear un aparato administrativo aquí y acullá les resultaba más apetecible que un bizcocho recién horneado y, encima, bien relleno con la crema pastelera de las tentaciones políticas. ¿Por qué en vez de dirigir nuestros dardos contra las provincias, constitucionalmente encapsuladas, no lo dirigimos contra la robusta estructura periférica de las comunidades autónomas?

Y ya que hablamos de éstas, algún día será preciso pensar en reducir su número. Tenemos más autonomías que Länder los alemanes cuando ellos nos doblan
en población. Y, sin embargo, desde hace años está allí pendiente una reforma territorial destinada a su reducción. A tal efecto se han hecho muchos estudios de los que se extrae la conclusión de que los actuales 16 Länder deberían quedar en seis o siete. Es ver dad que esta renovación esta remitida ad calendas graecas o puesta en el hielo, por utilizar la expresión alemana. Pero la discusión ahí está. Y me pregunto y pregunto: ¿nosotros no podemos tratar este asunta? Creo que algún día se hará y por eso siempre me ha parecido un disparate el proyecto de llevar los nombres de las comunidades autónomas al texto constitucional. Otro error que sería primo hermano del cometido con las provincias.

¿Y qué pasa con los municipios? Es bien probable que, cuando se haya consumado la revolución de las estructuras administrativas que los tiempos modernos reclaman y que afectan al mismo Estado, nos siga quedando pegado en los bolsillos el polvo municipal y ello por grande que sean las convulsiones de la globalización. No olvidemos que toda la inmensa Odisea gira en torno a la pequeña Ítaca de la misma forma que el enorme Ulises está centrado en un día cualquiera de la ciudad de Dublín.

En muchos países europeos se ha producido en el último tercio del siglo XX una supresión drástica de municipios. La Alemania anterior a la reunificación pasó de 25.000 a 8.000 en los años 70 como consecuencia de leyes específicas aprobadas en los parlamentos de los Länder. Y que, por cierto, dieron lugar a una cantidad apreciable de pleitos constitucionales, planteados por las autoridades locales, todos ellos desestimados sin que hicieran mella en los magistrados las invocaciones altisonantes a la autonomía local. Y un proceso análogo está en marcha en los nuevos Länder.

Lo mismo podemos decir de Bélgica que, por la misma época, dejó contraído su número de municipios de 2.700 a menos de 600. Y Dinamarca vivió algo semejante. Francia ha tenido menos suerte porque la Ley Marcellin, de principios de los 70, cosechó escasos efectos prácticos y ahora existe un plan que llega hasta 2014. En Grecia, Italia y Portugal son las autoridades europeas las que están forzando los cambios.

En España reducir el número de municipios, sobre la base de acuerdos voluntarios y, si no se logran, aplicando el bisturí, es indispensable. Pero no para ahorrar, porque los pequeños ayuntamientos generan muy poco gasto siendo los grandes los que exhiben cifras de sonrojo. Es decir, la reducción del número de municipios no debe ser -o no debe ser tan solo- parte de una política de ahorro sino de una política de mejora de la calidad de la democracia pues un ayuntamiento que representa a pocos vecinos antes es familia que organización política seria. Y de perfeccionamiento en la oferta de servicios. Cuando un ayuntamiento no los presta o ha de recurrir para hacerlo a mancomunarse con otros es que algo ha ocurrido en ese tejido social y la ley ha de ofrecer la respuesta adecuada.

Ahora bien, como trámite previo a todos esos esfuerzos, podríamos empezar -como ya se está haciendo en parte- con meter en el quirófano a las miles de sociedades, falsas fundaciones y otros entes instrumentales que se han creado sobre todo en los grandes municipios, en las provincias y en las comunidades autónomas como nidos de despilfarro y de clientelismo político. Si no lo hacemos así, estaremos disparando sobre un blanco equivocado.

Sépase en fin que el citado bisturí sobre el cuerpo municipal ha de ser empuñado por el Gobierno y por los parlamentos de las comunidades autónomas. Primero, por exigencias constitucionales, de los estatutos de autonomía y de la Ley de Régimen Local. Segundo, porque las comunidades autónomas tienen un magnífico espacio para demostrar que sirven para atender sus asuntos cercanos, cabalmente la propia ordenación de su espacio. Si no son capaces de esto, estarán poniendo de manifiesto que, desde lejos, se legisla y administra mejor. Lo que comprometería la dignidad y aun el sentido mismo de su papel institucional.

Salvar la vida municipal, que es a un tiempo cosmopolita, decadente y vanguardista, merece la pena.

Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo y eurodiputado por UpyD. Su último libro (con Mercedes Fuertes) se titula El Estado sin territorio. Cuatro relatos de la España autonómica (Marcial Pons).



viernes, octubre 07, 2011

Las barbaridades que enseñan a nuestros hijos

Las barbaridades que enseñan a nuestros hijos


(Expuesto por Bellido Dolfos en el Foro del Reino de la web del Partido Regionalista del País Leonés - http://aspa.mforos.com/visit/?http://www.geocities.com/prepal2000/inicio )



Estas son algunas muestras de la "historia" que enseñan a nuestros hijos:

• Octavio Augusto vino a la península ibérica a someter a Castilla y León. La realidad es que vino a someter a cántabros y astures, tanto transmontanos como cismontanos. Tanto León como Castilla no comenzaron a existir hasta muchos siglos después y la C.A. de Castilla y León se "inventó" hace tan solo 23 años.

• Las cortes castellano leonesas de 1.188. La realidad es que las Cortes de 1.188 fueron exclusivamente leonesas, convocadas por el Rey Alfonso IX de León quien también convocó las Cortes de 1202 en Benavente, mientras Castilla era un reino separado con un rey diferente .

• En 1230 Castilla y León se unen definitivamente y ya no se separarán. La realidad es que Castilla y León pasaron a tener el mismo rey, pero siguieron siendo reinos separados. ¿Cómo se explica de otro modo que los Reyes de España, hasta Isabel II, después de ser proclamados reyes de España, siguieran viniendo a León a ser coronados en la Catedral? ¿Como explicar que siguieran conservando el título de Rey de León, si desde el siglo XIII León hubiera desaparecido? .

• Castilla y León no se diferencian ni en su cultura ni en sus costumbres porque llevan casi 800 años unidos. ¿Cómo se explica entonces que en 1810 (en plena guerra de Independencia) cuando se creó la Junta General del Gobierno de España, los representantes del Reino de León fueran recibidos en dicha Junta como tales, a pesar de los afanes expansionistas castellanos que pretendían representar a los leoneses sin su consentimiento? ¿Cómo se explica también que en la división territorial de 1.833 además de otras muchas regiones existieran Castilla La Nueva, Castilla la Vieja (con las provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid y Palencia) y el Reino de León con las provincias de León, Zamora y Salamanca? ¿Cómo no se enteró Javier de Burgos de que Castilla y León llevaban unidos tantos años?

• Todos los Reyes, a partir de Fernando I, son sistemáticamente presentados como "Reyes de Castilla". La realidad es que en toda la documentación existente, Fernando I solo se intituló "Rey de León" y tanto su hijo Alfonso VI, como su nieta la Reina Urraca,, etc., eran en primer lugar Reyes de León que, no olvidemos, en aquella época era el reino más prestigioso e importante de la península. A Alfonso VII El Emperador, biznieto de Fernando I, le juraron vasallaje en León todos los reyes moros y cristianos de la península y casi todos los del sur de Francia ¿Puede alguien imaginar que iba a preferir que le llamaran "Rey de Castilla" (un reino menor en aquella época, mal que les pese a muchos) en lugar de "Rey de León" que era el reino que llevaba aparejada la dignidad imperial?

• La Carta Magna Inglesa (1251) marca el inicio de los principios de la democracia occidental. La realidad es que los embriones de la democracia occidental se encuentran el Reino de León donde, en fecha tan lejana como 1.017 se promulgó el Fuero de León, que sería ampliado en 1.020 y que recogía derechos tan actuales (y tan increíbles para la mentalidad de la época) como la inviolabilidad del domicilio). Y donde en 1.188 se reunieron las primeras Cortes de la Historia a las que asistieron representantes de las villas y ciudades. ¿Por qué ese empeño en ocultar las páginas gloriosas de la historia leonesa?

Una mentira, mil veces repetida, nunca se convertirá en verdad pero, en la mejor tradición de los gobernantes antidemocráticos, la manipulación de las mentes infantiles es la más difícil de erradicar puesto que requiere años y años de desintoxicación. ¡Luego acusarán a otras autonomías de manipular la enseñanza! ¿Cómo justifican las manipulaciones antes mencionadas? ¿Acaso el fin (la uniformización y desaparición de todo lo leonés) puede justificar los medios?

Colectivo de Ciudadanos del Reino de León

¡EL PUEBLO LEONÉS EXIGE RESPETO PARA SU CULTURA, LENGUA E IDENTIDAD!