martes, febrero 14, 2012

La carga de los tres reyes (Arturo Pérez Reverte)

LA CARGA DE LOS TRES REYES

por Arturo Pérez Reverte

....Ya ni siquiera se estudia en los colegios, creo. Moros y cristianos degollándose, nada menos. Carnicería sangrienta. Ese medioevo fascista, etcétera.

Pero es posible que, gracias a aquello... mi hija no lleve hoy velo cuando sale a la calle. Ocurrió hace casi ocho siglos justos, cuando tres reyes españoles dieron, hombro con hombro, una carga de caballería que cambió la historia de Europa.

El próximo 16 de julio se cumple el 798 aniversario de aquel lunes del año 1212 en que el ejército almohade del Miramamolín Al Nasir, un ultrarradical islámico que había jurado plantar la media luna en Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de Despeñaperros. Tras proclamar la yihad -seguro que el término les suena- contra los infieles, Al Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de Gibraltar, resuelto a reconquistar para el Islam la España cristiana e invadir una Europa -también esto les suena, imagino- debilitada e indecisa.

Los paró un rey castellano, Alfonso VIII. Consciente de que en España al enemigo pocas veces lo tienes enfrente, hizo que el papa de Roma proclamase aquella cruzada contra los sarracenos, para evitar que, mientras guerreaba contra el moro, los reyes de Navarra y de León, adversarios suyos, le jugaran la del chino, atacándolo por la espalda. Resumiendo mucho la cosa, diremos que Alfonso de Castilla consiguió reunir en el campo de batalla a unos 27.000 hombres, entre los que se contaban algunos voluntarios extranjeros, sobre todo franceses, y los duros monjes soldados de las órdenes militares españolas.

Núcleo principal eran las milicias concejiles castellanas -tropas populares, para entendernos- y 8.500 catalanes y aragoneses traídos por el rey Pedro II de Aragón; que, como gentil caballero que era, acudió a socorrer a su vecino y colega. A última hora, a regañadientes y por no quedar mal, Sancho VII de Navarra se presentó con una reducida peña de doscientos jinetes -Alfonso IX de León se quedó en casa-.

Por su parte, Al Nasir alineó casi 60.000 guerreros entre soldados norteafricanos, tropas andalusíes y un nutrido contingente de voluntarios fanáticos de poco valor militar y escasa disciplina: chusma a la que el rey moro, resuelto a facilitar su viaje al anhelado paraíso de las huríes, colocó en primera fila para que se comiera el primer marrón, haciendo allí de carne de lanza. La escabechina, muy propia de aquel tiempo feroz, hizo época.

En el cerro de los Olivares, cerca de Santa Elena, los cristianos dieron el asalto ladera arriba bajo una lluvia de flechas de los temibles arcos almohades, intentando alcanzar el palenque fortificado donde Al Nasir, que sentado sobre un escudo leía el Corán, o hacía el paripé de leerlo -imagino que tendría otras cosas en la cabeza-, había plantado su famosa tienda roja.

La vanguardia cristiana, mandada por el vasco Diego López de Haro, con jinetes e infantes castellanos, aragoneses y navarros,deshizo la primera línea enemiga y quedó frenada en sangriento combate con la segunda. Milicias como la de Madrid fueron casi aniquiladas tras luchar igual que leones de la Metro Goldwyn Mayer.

Atacó entonces la segunda oleada, con los veteranos caballeros de las órdenes militares como núcleo duro, sin lograr romper tampoco la resistencia moruna. La situación empezaba a ser crítica para los nuestros -porque sintiéndolo mucho, señor presidente, allí los cristianos eran los nuestros-; que, imposibilitados de maniobrar, ya no peleaban por la victoria, sino por la vida.

Junto a López de Haro, a quien sólo quedaban cuarenta jinetes de sus quinientos, los caballeros templarios, calatravos y santiaguistas, revueltos con amigos y enemigos, se batían como gato panza arriba.

Fue entonces cuando Alfonso VIII, visto el panorama, desenvainó la espada, hizo ondear su pendón, se puso al frente de la línea de reserva, tragó saliva y volviéndose al arzobispo Jiménez de Rada gritó: «Aquí, señor obispo, morimos todos». Luego, picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo.

Los reyes de Aragón y de Navarra, viendo a su colega, hicieron lo mismo. Con vergüenza torera y un par de huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en mano. El resto es Historia: tres reyes españoles cabalgando juntos por las lomas de Las Navas, con la exhausta infantería gritando de entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso. Y el combate final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y la victoria.

¿Imaginan la película?... ¿Imaginan ese material en manos de ingleses, o norteamericanos?.. Supongo que sí. Pero tengan la certeza de que, en este país imbécil, acomplejado de sí mismo, gobernado por políticos aún más imbéciles carentes de toda identidad... no la rodará ninguna televisión, ni la subvencionará jamás ningún ministerio de Educación, ni de Cultura, porque aquí no habría despelote ni mariconeo, sino gente real que por amar a su tierra luchaban a morir.

¡Ojo! ¡Importante!. Tardamos 8 SIGLOS, o sea,¡¡ 800 AÑOS!! en echarles de la península, ¡nuestra tierra!.

Fue por nuestra desunión, porque España la formaban distintos reinos y no uno solo. Combatíamos entre nosotros -como ahora con las 17 autonomías innecesarias- y no tuvimos un solo Rey, una sola nación, un único mando militar para expulsarles, ¡de eso se aprovecharon durante 8 siglos! y ellos, los de la media luna sí que lo recuerdan, por eso se aprovechan, de nuestra actual desunión, para una segunda invasión silenciosa... bajo la permisividad de políticos de bajo perfil, acomplejados, miedosos de llamar a las cosas por su nombre..., nada que ver con aquellos valerosos guerreros cristianos que combatieron y derramaron su sangre para.... ¡nada!

Ellos recuerdan nuestra desunión, ¡la misma que tenemos ahora y que muchos políticos fomentan! Y ellos lo saben... y de paso, se frotan las manos, se ríen y se aprovechan para su segunda invasión...

Nosotros hemos olvidado la historia, pero ellos no.... mal asunto.

miércoles, febrero 08, 2012

Ávila y la poesía (Tomás Salvador González)

Ávila y la poesía

TOMÁS SALVADOR GONZÁLEZ



(Ávila soledad sonora)



En el arte, la perfección esteriliza, no sólo no exige continuidad sino que la imposibilita. En poesía, la perfección intimida, extiende la mudez por los alrededores.



Perfecta en su intensidad escueta, en su concentrada delgadez, es la canción tradicional En Ávila mis ojos, y perfecta la música callada de San Juan de la Cruz, así que no es extraño que tras ellos, tras ese inicio milagroso, un silencio atronador cubriera estas tierras durante siglos.



400 años después, un poeta, Rafael Alberti, se atrevió a recrear la
anónima canción (Mi corza, buen amigo,/ mi corza blanca,/ los lobos la mataron….) y su maestría rompió el maleficio que había acallado esta tierra, y la tierra volvió a dar poetas y canciones.



Antes del siglo XX no se puede hablar de poetas, hay que hablar de
excepciones ( José Somoza en la Piedrahíta del XVIII; Eulogio Florentino Sanz, traduciendo a Heine en el XIX), incluso habría que añadir que aquellos que se atrevieron como Unamuno a referirse a la ciudad, a cantarla, no veían en ella nada que no fuera el pasado, el glorioso pasado como un fardo, una pesada nube que gravitara sobre las casas y las gentes ocultándolas.



Tras romperse el maleficio, surgieron las nuevas voces que dieron cuenta de «tantas devastaciones» como si éstas hubieran sido el precio que permitía volver a cantar las humildes cosas del mundo, las casas de los pobres, el sendero abierto entre los trigos..

Y ahora un grupo de poetas jóvenes y menos jóvenes, ajenos al maleficio, renuevan las canciones y la emoción.



En Ávila, mis ojos



En Ávila, mis ojos,

dentro en Ávila.

En Ávila del Río

mataron mi amigo,

dentro en Ávila.

(Anónimo)



Ávila



Ávila de los Caballeros,

la de la recia monja andante;

castillo interior, torreones

contemplan verdor en el valle.

Tu sede se eriza de almenas

a fuera; por dentro, en el ábside

la sangre cuajó en los sillares

la luz en visiones de tarde.

Sestea los siglos el toro

berroqueño, los trashumantes,

duros rabadanes celtíberos

visitan en sombras errantes

la vieja cañada borrada,

arteria de Iberia en que late

la vida escondida del alma

que al pasar de la mesta pace.

Mira a tu pastor, Prisciliano,

peregrino celta; sus manes

en Compostela reconquistan

la España que en sed de Dios arde.

Ávila de los Caballeros,

hueso de la patria más grande,

le diste, nodriza, tu tuétano,

fuerte leche a la monja andante.



Cancionero

Miguel de Unamuno





Que bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está ascondida,

que bien sé yo do tiene su manida

aunque es de noche.

Su origen no lo sé, pues no lo tiene,

mas sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

Sé que no puede ser cosa tan bella

y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

Bien sé que suelo en ella no se halla

y que ninguno puede vadealla,

aunque es de noche.

Su claridad nunca es escurecida,

y sé que toda luz de ella es venida,

aunque es de noche.

Sé ser tan caudalosas sus corrientes,

que infiernos, cielos riegan, y las gentes,

aunque es de noche.

El corriente que nace desta fuente

bien sé que es capaz y omnipotente,

aunque es de noche.

El corriente que de estas dos procede,

sé que ninguna de ellas le precede,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a escuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche.



Juan de Yepes (San Juan de la Cruz)





Hay algo de ceniza en el ambiente

que descaece en un ruboso velo;

tintas cárdenas triunfan en el cielo

y un dolor inconcreto se presiente.

La luz desmaya, ríndese y se aleja

por el valle, la loma o la colina,

a la vez que el crepúsculo declina

y el rumorear del río es una queja.

Son un dolor las ramas deshojadas

de los árboles tristes, como un yermo.

En las sombrías sendas desoladas

el letargo del campo nos parece,

como el agonizar de un pobre enfermo,

una cosa que fue y ahora fenece.



Nicasio Hernández Luquero





Las casas de los pobres



La casita de adobe florecía

en su blancura de paloma,

el portalito rojo, el esterillo,

los rezumantes cántaros de barro

y el gato adormilado.

¡Cuántos palacios de éstos

no fueron abatidos por la furia

de la miseria, el hambre,

el agua sola, el rayo!

Los almendrados ojos que soñaban

allí esperanzas, en el huertecillo

con hierbabuena y menta,

el cigüeñal, los brazos poderosos

y el resplandor del blanco

lienzo colgado, o los suspiros.

¡Cuántas puertas golpeadas

como ataúdes rojos de la sangre

del ángel que señaló las jambas!

Vive aquí un pobre, un desvalido,

uno que espera, una muchacha:

no tendrán larga vida.

Y, en aquellos atrases, la campana

de la iglesia ¿qué podría? La cruz

sola de palo donde sereis crucificados

en la cocina con las lágrimas

del hijo muerto en una guerra.

Salobre el pan, pero bendito, compartido

como una Eucaristía, en la tarde

al final de la siega, el ángelus oscuro

bajo el dominio de la luna.

Como una sierra la sombra del tejado,

la estancia fresca, los espectros

y las esperas derramadas como lumbre.



Tantas devastaciones

José Jiménez Lozano



Invocación



¿Por dónde anduve yo?

¿Por dónde anduve, que no hallo

las quejas de mi infancia o gritos

con olor a esparto y a canela?

Junto a la cordonería vi unos ojos

y creí a la campana;

apoyado en la columna

de la izquierda supe

que los humanos mueren.

Mas mi caballo de cartón tan blanco

¿por qué ya no relincha?

Y ni la sombra azul de las arcadas

me da frescor. ¿Por dónde anduve

con mi cabás a cuestas y mi muerte?

Ni de Juan de Yepes, nada sabes,

plaza de soportales,

¿qué has hecho de mi infancia

y de la suya?



Tantas devastaciones

José Jiménez Lozano





En Ávila la piedra tiene cincelados pequeños corazones de nácar

y pájaros de ojos vacíos, como si hubiera sido el hierro martilleado por Fancelli

buril de pluma, y no corre por sus heridas ni ha corrido nunca la sangre,

lo mismo que de los cuellos tronchados sólo brota el mismo mármol

que se entrelaza al borde de los dedos,

en un contenido despliegue de pétalos y ramas,

en delgados cráneos, casi transparentes en la penumbra de las bóvedas,

que conservan la ligera sombra azul de los ojos, yertos en las raíces de la lluvia,

la morbidez, las redondas mejillas de los niños nacidos al mármol para la muerte,

los senos vagamente estériles de las Parcas diluidas en rígidos ramos de volutas y frutos,

el doloroso latir de las irisadas tibias sobre los cojincillos de mármol, ondulados

como para ofrecer un reposo caliente y amortiguar la delgadez helada

de esa mano de ámbar que acaricia con el pausado ritmo de la lluvia

la cabeza de un perro también muerto en la piedra,

muerto en la piedra junto a unos dedos y un cuerpo demasiado hermoso para haber vivido,

muerto en la piedra mientras se escucha brotar hacia la tumba

toda una inmensa vegetación de alas.

Luego, por la ciudad, tiene la noche

un lejano horizonte de olivos y acaso alguna ermita

entre las llamas color de cardo que suben hasta las figurillas de bronce de las fuentes,

los jirones de almenas lamiendo entre la noche el torturado brazo de las norias,

los jirones de almenas ardiendo como un turbio

arroyo, entre el helado crepitar de las fuentes,

entre el resbaladizo gotear, en el aire

de la estepa, del sordo sonido de los siglos.

A pesar de la noche, es imposible

reconstruir su muerte.

Ir ensamblando antiguos inciensos y sudarios,

medallones, y viene hasta mí el golpeteo

de un caballo en los lisos espejos de la noche,

es imposible, nadie sabrá, ni esas raíces

ni esas pequeñas uvas de humedad y salitre,

ni ese tenue azabache como el salto de un pájaro

que al trasluz se desliza, en los atardeceres

al fondo de la carne de los ángeles muertos en el mármol.

Hay algún bar abierto en donde suena un disco.

Es tan vasto tu reino que no puede llenarte,

pero yo sé que nada hay de ti entre tus libros,

en tus palabras, nada puede saberse, nada puedes mostrar.

También tú has recibido la oscura herencia de un inmenso dominio inaccesible

que no tiene ni principio ni fin ni esperanza en el tiempo.

Pero hoy algo renace en las pequeñas flores de óxido de las órbitas vacías,

levanta por entre los hacinamientos de escorias ecos y presencias de pájaros ,

transcurre con un ligero temblor de alas por los delgados caminos de la sangre, despierta

amortiguadas voces al fondo de los cuerpos, inicia

los ahogados latidos de los fríos corazones de hierro.

Por eso, entre el inmenso latido de la noche,

elevado entre un rumor de vides húmedas, es triste

no tener ni siquiera un puñado de palabras, un débil

recuerdo tibio, para aquí, en la noche,

imaginar que algún día podremos

inventarnos, que al fin hemos vivido.



Dibujo de la muerte

Guillermo Carnero



Al mediodía torna la inocencia

de los pájaros. Luego, al volar, se derrama

la tímida caricia de ese vuelo

redondo como el mundo, tan redondo

como un labio o un sol. Cuando atardece

retorna ya la sombra de sus alas

al silencio, nido escaso de amor,

tal vez penumbra,

oscuridad por donde asume el tiempo

la noche que esclarece

en su abandono.



Material reservado

Jose Mª Muñoz Quirós



Volver a Langa



¿En qué lugar de los que habré vivido

quedará la memoria cuando muera

si no es en ti, que no eres sino ensueño?

Escondida mi infancia entre los hoyos

del pradillo, los muelos de las eras,

las tardes acortadas de setiembre,

la vuelta a casa siempre con cansancio.

Tu nombre señalado en piedra blanca

por días imborrables. El dolor

de mis muertos y la esperanza viva

entre el aprecio y el desprecio necio.

Volver a Langa por aquel sendero

abierto entre los trigos cuyo aroma

hermana con el mío otros destinos.



Jacinto Herrero



El miedo



El miedo a los seis años

era un cuarto lejano,

un recinto cerrado y tenebrista

con prestigio de infierno

y un viejo sin edad

que dormitaba junto a un perro agónico

bajo los soportales;

a los doce su miedo

habitaba en los libros,

igual que fotogramas de holocaustos.

El miedo en la veintena

fue aquel tiempo confuso

de amarse bajo el cielo,

ese rumor de trenes que enlazaba

la ausencia y el deseo;

a los cuarenta y ocho fue su miedo

un espacio interior, claudicaciones…

Tuvo más miedos: al cumplir cincuenta,

a los setenta y tantos,

cuando no tuvo edad

y en una larga noche

asmática y feroz,

apareció en la sombra encanecido

aquel miedo inasible de seis años.



Un país lejano

Jose Luis Morante



Órfica



Andaba cantando

sobre cierta prisión que duele

al alma. Y un volar

que no acaba, un no morirse.

Se estremecieron los fantasmas

de Homero,

Eurídice con ellos.

Si enloqueció

de amor tened en cuenta

que el alma se le fue

con ella,

y que las cosas

suelen entre sí consolarse.



Fernando Romera

Brigo, hijo de Túbal, el viajero

que lleva en sus alforjas las leyes

y los dioses, te conjuró en lo inefable

del silencio y te dio un nombre,

una ofrenda que alimenta a lo invisible.

Llegó a las orillas vírgenes del río

y escuchó las voces de los bosques,

el metálico repicar de las encinas

y la chicharra al sol canicular.

Le estremeció la bruma en los inviernos,

el silbo de la brisa entre las cañas,

el salterio del agua en los arroyos…

Entre la arcilla informe sus sentidos

hicieron un nombre, como un eco

a las voces de la tierra:

Aebura, Lívora, Medina Talavaira.

Y lo entregó a la mudanza de los labios.



La Ciudad y la Reina

José Pulido Navas



Traigo en el antebrazo

un silencio rural tejido de nieve,

la clara sombra del roble,

la barba helada del piorno

en la noche del Valle Amblés.

Una encina verdinegra a la boca de la aldea.

La impronta fosilizada de una herradura que brilla:

luz deshilvanada de frío,

estrella de los arrieros,

querencia del zorro,

rueda de carro engranada

que surca el cielo de la vaca,

luna clavada sobre las sierras de Ávila.



Hojas de lluvia

Santos Jiménez



Volvía un rebaño de ovejas

por la estrecha carretera.

Malva el frío de anochecer,

la soledad de los árboles, malva.

Saltaba, gozosa, el agua

en la acequia del riego.

El pastor iba a caballo.

El caballo espumaba.

Todo era polvo y esquilas.

Las esquilas, al pasar, ramoneaban.

¡Cómo olía el pateo del rebaño

a tomillo y a majada!

Una oveja franciscana,

cojeando,

imploraba más calma.

Juraba el pastor desde su altura.

Los perros, contagiándose, ladraban.

El frío de anochecer era malva.

¿Por qué reía la luna?



Esa luz que el aire tensa

Antonio M. Herrera



Sus recuerdos tienen el volumen exacto de esa casa a punto de ser

demolida. La ciudad de su juventud era un lugar glorioso. La vejez

de la piedra no saltaba a la vista entre el frío general que lo cubría

todo. Al alcance de la mano, un muestrario de deseos. La ingenuidad

y la fortaleza, el imán electrizante del sexo y la resaca de una semana

lectiva, el olor de la gasolina y la luz del filamento de una bombilla de

40 vatios, la mentira y la necesidad, el apremio del aire afilado y las

migas esparcidas por el mantel de hule, lo que era posible y se hacía

realidad y el rumor muy lejano del futuro, todo asoma de improviso

desde el fondo de la piedra.



Acotaciones

José Antonio Sáinz



Cierra el portón

1

Cierra el portón

no aparezca la nieve con su cara redonda.

La rueca hila en delgados suspiros

el estallido de la lumbre en la chimenea.

Paz en la frente rodada

de la anciana hiladora de cuentos.

La sabina nevada del patio blanco,

la ventana cerrada, el reloj de arena.

2

Atmósfera blanca de los cuentos.

El fuego ya ha recogido la primera palabra:

cereza herida por la mano de un niño.

Recibe la ofrenda del hilo y la hoguera,

de la rosa que plantó en tu memoria

el polen del tiempo de las flores.

Recibe el canasto de verdes racimos

y no abras a ningún lobo de blancas pezuñas.

Daniel Noya Peña

¿De dónde la palabra

podrá sacar su fuerza y definir la noche?

¿Y cómo contemplar el ciclo de la nieve

que borró las pisadas de los últimos días?

Tantos pájaros buscan una sola presencia,

un refugio sin sombra para ser habitado

y no encuentran la rama

ni el sendero de siempre

que indicaba seguro el final de la búsqueda.

Todo así se transforma.

Como cada sentido consagrando su fin

a una escritura abierta, o un ángel que imagina

adentrarse en el mundo y sentir las miradas.



Silencioso aleteo

David Ferrer



Charco de las paredes



Pero mujer, gritaba

el muchacho a lo lejos,

y se reía antes de volver a nadar.

Ella nadaba

sin detenerse,

sin volver ni sumergir la cabeza,

con el miedo de los segundos,

cada segundo,

persiguiéndola. Sólo

rompió a llorar

fuera del agua,

se abrazaba a su profesora,

balbuceaba

sin darse a entender.

Nada, decía a brincos

y secándose con las manos

el muchacho,

no ha pasado nada de nada,

una culebra,

bueno, una culebrina

de agua, preciosa,

entre nosotros,

en su hombro.

Ella no dejaba de hacer pucheros,

y rechazaba sus caricias

cuando él decía la palabra

culebra.

Pero mujer…

y sonreía mirándonos



Telmo Serrano