miércoles, febrero 08, 2012

Tópicos de Ávila (José Jiménez Lozano)

TÓPICOS DE ÁVILA

José Jiménez Lozano


(de Ávila soledad sonora)


Como cualquiera otra vieja ciudad o lugar que tiene un peso en la historia o en el pensar y sentir de las gentes, y compone un icono mental que se nos ofrece en unos cuantos trazos, constantemente repetidos, Ávila, para el resto de los españoles que no son abulenses o de tierras vecinas, y para los no españoles que han oído el eco de su nombre, se define tópicamente como una ciudad en la que el frío es muy intenso –Julien Green quedó herido por el brillo de las estrellas en una noche invernal aquí como en ninguna parte–, tiene una muralla, y nació Santa Teresa que fue una monja que tiene gran predicamento de andariega, mística y escritora en todo el mundo, aunque sólo los abulenses parecen informados de que comió ceniza, o esto era lo que se nos decía, aunque no nos conste en modo alguno, cuando, de muchachos, nos mostrábamos mezquindosos al comer. Y claro está que comer ceniza no era una proeza como la de San Lorenzo, tostándose primero de un lado y después del otro sin abrir la boca,







pero no nos parecía pequeña hazaña, ni mucho menos, y yo creo que mucha gente quedó marcada por esa leyenda, o la otra de que, en un determinado momento, se sacudió las zapatillas y dijo allá por el humilladero de «Los cuatro postes»:«De Ávila ni el polvo», algo que es igualmente legendario, pero puede significar mucho amor, porque en esta tierra de tanta piedra y un frío tan helador y bastante literario, no hay muchos lirismos.




Y luego, enseguida, o a la vez que estas graves informaciones acerca de «la Santa» de la ciudad y el frío, lo que identifica a Ávila, como decía, es que Ávila tiene murallas, y ya he confesado alguna vez, que en mi adolescencia y pensando seguramente en dibujos de las hazañas de las Cruzadas que leíamos, la amurallada ciudad me parecía Constantinopla, un baluarte imbatible durante mil años y sólo al fin tomada por la invención de un cañón enormeque lanzó bolas de piedra imposibles de lanzar con las catapultas e invención que vendió a los turcos un traidor húngaro; ¡Dios le haya perdonado y le tenga en buen sitio!, como decían entonces nuestros mayores. Pero lo que nos quedó a nosotros de esas leyendas y la visión de estas murallas, una y otra vez, fue un callado y dolorido sentir por esa caída de Constantinopla, de la que la Princesa Bibesco, una dama muy mundana y algo intrigante que anduvo por España cuando yo nacía o poco después, decía muy seriamente que todavía no se había repuesto del todo. Y no me extraña nada, porque el ruido de aquella caída se oyó en todo el mundo cristiano y todavía se puede seguir oyendo, porque eran moradas e iglesias aunque hermosísimas, muy grandes y esplendorosas.




La Teresa de Ávila, pensando muy adelantadamente, recomendaba a sus monjas que hiciesen casas pequeñas y modestas que, cuando se cayeren en el Último Día del mundo, poco ruido hicieran, y «palomarcillos» llamaba ella a esos conventos; pero lo cierto es que, cuando sonó por vez primera la campanita que regiría su vida en el primero de ellos en la misma ciudad, hubo un tal alboroto, en esta, entre ediles, corregidores y sus criados o acostadosque dice la propia Teresa que no parecía sino que habían entrado moros y estaban gritando algarabía que era como llamaban los cristianos a una lengua como el árabe que tenía tantos sonidos aspirados y era tan rápida que sonaba a esos oídos cristianos apura jerigonza. Pero, en realidad no había pasado nada, sino que esas gentes de mando en la ciudad, y otras cuantas que les seguían, se habían encontrado con un conventillo nuevo, y esto sin tener noticia de ello, de modo que quizás no lo veían conveniente para sus intereses económicos o políticos o era una tremenda novedad, y quedaban muy heridas la rutina y la costumbre.




Pero he aquí que, para Jorge Santayana, cuatrocientos años después, esto de la costumbre es una categoría más importante que cualquiera otra, y era precisamente lo que, a sus ojos, hacía, a Ávila, importante a su vez. Porque lo más importante de la ciudad, para Santayana, en efecto, no eran el arte o la historia de ella, tan encontradizos y relucientes a cada paso, sino el que las gentes de Ávila se condujeran por la costumbre. Este simple hecho se convierte en categoría filosófica, y nos dice que eso es lo que hace de la ciudad uno de los dos lugares o loci standi desde donde mirar el mundo y su acontecer; siendo para él el otro locus fundamental nada menos que Boston, que hasta pronunciarlo suena raro en Ávila. Aunque ¿cómo podría olvidarse Santayana de las murallas siendo viajero y habitante de tantos mundos como lo fue, cosmopolita por lo tanto, y en un tiempo de la modernidad en el que ya no se puede poner casa y vivir a pierna suelta?




Santayana describe de vez en cuando cómo el profundo sentir y la belleza van encogiendo como una tela según se va tiñendo de la vulgaridad comercial y política, y él, desde luego, hace de esas murallas los lares de sus padres y, por lo tanto, su herencia y su propia defensa.




Ya he comentado, en otra parte y a este respecto, de la estética poética de Santayana, que él mismo nos señala su propio locus standi cultural, afirmando que es el de la armonía y la luz de la vieja cultura del catolicismo, y, si utilizáramos las categorías y el lenguaje de su tiempo para hablar de poesía, diríamos que la estética de Santayana es «retromedieval» o medievalizante, pero sin «los eliotismos» modernistas y personalísimos de la de su discípulo Thomas S. Eliot, que Santayana nunca apreció mucho, pero que es poesía tan cercana y tan distante al mismo tiempo. Y, en la poesía de éste, ciertamente, las murallas se convierten en símbolo de su morada y su propio baluarte, pongamos por caso, en estos versos del Soneto XXXIV:










Yo fío en ese cielo, cuyos astros perennes




me envían sus mensajes como antes a mis padres,




y no sé de otra duda que tanto me confunda,




ni de amor más intenso para guardarme puro.




Las antiguas creencias son mi pan cotidiano,




Bendigo su esperanza y el que quieran salvarme,




en mi ser más profundo creo lo que creían.










Ese cielo y esas creencias son las de la urbs in ruris como él llamaba a Ávila, bien coronada de defensas, como muestra a la ciudad en sus Poemas sueltos:










Sobre Ávila se yergue el castillo almenado,




nido actual de cigüeñas y antes de altivas almas;




aún desde la abadía que se abre sobre el valle




redoblan las campanas por cuantos nos dejaron. (1)










(1) (La traducción de todos los versos citados es de José María Alonso Gamo)




Y entonces se evoca, en todo esto, lo que fue su pueblo natal, para Heidegger, como dice Ernst Nölte:«Messkirche puede ser, de hecho, un mejor punto de partida para el filosofar contemporáneo que NuevaYork».










Porque no es que Santayana haya hecho de Ávila lo que Joyce hizo de Dublin o Musil de Viena; lo que importa ver con los ojos con los que estamos mirando el mundo –nos dice en resumen– es que no podemos escapar a los tópicos de Ávila por la sencilla razón de que nos recogen y amparan. Nos recoge el frío y nos ampara el espesor de esos muros en gran parte bizantinos y que han hecho pared con antiguos nichos columbarios o doloridas laudas romanas.




El mundo ha sido siempre como un pañuelo, y hay ciudades como ésta de Ávila donde ese mundo cabe, y todavía puede nombrarse. Y luego resuena, como la flauta que los niños tocan en la plaza en el lacerante responso de un músico que también recapitula mundos como Tomás Luis de Victoria, niño de coro en la catedral de esta ciudad, y de cuya muerte hace ahora, en estos días que escribo, cuatrocientos años. Como quien dice ayer por la mañana, como la caída de Constantinopla. Y para dejarnos, como entonces,tan melancólicos y tan sobreaviso de toda pequeña esperanza.

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